Ideario (continuación)

Ediición nº 15 - Abril/Junio de 2011


Ideario (continuación)

IX

Meditación sobre la muerte

por Mario Soria
Tema es la muerte que no se trata frecuentemente, salvo por quienes redactan estadísticas de accidentes o de enfermedades letales. Pasan escritores, oradores, políticos, predicadores laicos o religiosos de puntillas a la vera de la gran temerosa. De ésta se pretende no existir, o ser invisible, o estar prohibido referirse a ella. Son sobre todo los problemas políticos, económicos y sociales los que preocupan a nuestros contemporáneos. Y los eventos deportivos, y los chismorreos de personajillos de tres al cuarto. Antaño se habló de la vida, su fragilidad, sus límites, sus defectos, sus amarguras y, por ende, de la muerte. Hoy parece haberse decretado obligatorio el hedonismo y la condición intrínsecamente placentera de la existencia. Es cierto que somos más longevos; que son muchas más las enfermedades curables; que sucumbimos, por lo tanto, no tanto a manos de infecciones y pestilencias, sino de las dolencias degenerativas. Y de aquí que hablemos mucho menos que en otro tiempo de la muerte, o no la mentemos en absoluto, casi como si se hubiera también determinado, junto con el precepto del placer continuo, la inexistencia de nuestro fin. Las ideas políticas que más adeptos tuvieron, o aún los tienen, en nuestra época, pretenden poco menos que una utopía donde todos los deseos estén satisfechos, incluido el de vivir interminablemente. Marxismo, nacismo, liberalismo propugnan sus ficciones y paraísos peculiares, cuyo común denominador es, sin embargo, la absoluta creencia en un futuro donde prácticamente no exista el fenecer de los individuos, o se soslaye mencionarlo.
Pero, ¿es necesario advertir que todos estos afanes se limitan a arañar la corteza del problema que a cada individuo acaba presentándosele un día, y que el no enfrentarse a él tempranamente es un terrible engaño, que resultará tanto más doloroso para el engañado cuanto más tarde se descubra el fraude? Porque, en vez de acercarse el hombre sin intermediarios de ningún género a su fin y mirar cara a cara la muerte, suelen patrocinar los teóricos de la vida moderna un amplísimo rodeo, persiguiendo incontables fruslerías y perdiendo de vista el legítimo deseo de conocer los límites de la existencia humana. De este modo se esfuma el ser humano y sólo persisten las necesidades materiales, naturales o artificialmente suscitadas.
Tampoco es la ciencia natural propicia a la meditación sobre la muerte. Tiene demasiada altivez, está aquejado su conocimiento de excesivos prejuicios, no se apea de su presunción de omnipotencia, ni admite que no sea su conocimiento el único real y efectivo, para no creer que en algún tiempo, pronto o más tarde, podrá el hombre conocer perfectamente el mundo y conocerse a sí mismo, logrando así poco menos que la inmortalidad. Es la muerte, entonces, sólo accidente de la ignorancia. Así se reduce todo anhelo humano al conocimiento fenoménico y la satisfacción de las necesidades físicas, olvidándose de la infinitud virtual del espíritu humano y sus deseos. Fukuyama, con sus teorías sobre el fin de la historia y la satisfacción plena de los deseos merced a la técnica, japonés injertado en yanqui, como quien dice, trabajador ciego en burro con anteojeras, sirve para personificar dicha necedad.
Es el hombre vano proyecto de total conocimiento de sí mismo y del mundo. La ciencia promete, además, una remota armonía del ser humano consigo y con las cosas, olvidando -lo repetimos- el inagotable impulso del alma. La felicidad buscada no procede de cosa alguna que provenga de fuera del hombre, que le aporten los conocimientos técnicos, o que le ofrezca una ideología. No hay oro tan brillante, ni celebridad tan ruidosa, ni señorío tan incontestado que puedan satisfacer la inagotable curiosidad del hombre, ni gloria tan excelsa que no parezca diminuta comparada con la que se aspira. Se contaba, inventada o verdadera la anécdota, que, después de conquistar Grecia y Persia y someter la India, lloraba Alejandro viendo en el cielo todos esos mundos que nunca podría avasallar.

Si tantas como arenas
el mar levanta cuando está alterado,
o cuantas da serenas
luces el cielo cuando está estrellado,
vertiere la fortuna
de sus riquezas sin dejar ninguna;
no por eso el humano
cesará en su querella; y si copioso
diere con larga mano
oro al avaro Dios, y al ambicioso
dignidad sublimada,
para quien ya lo tiene, todo es nada
( 1 ).

No procede la felicidad -decimos- de nada exterior al hombre; pero tampoco nace de adentro, del fundamental descontento de sí, en que consiste la constante situación de espíritu y cuerpo y la relación de éstos con el mundo circundante. El hombre es el ser incómodo e incomodado, que para ser feliz, inmortal, continuamente excitado y desvanecido en esa excitación, debería dejar de ser hombre. El infierno no son tanto los otros, como pretendía Sartre, cuanto uno mismo y, por desbordamiento del propio malestar, los otros.
Fue necesario, en otro tiempo, volver a la naturaleza desde una existencia que se había hecho regular y tediosa, falsa, como esos jardines franceses cuadriculados, de árboles deformados por las tijeras del jardinero. Quizás ahora, siguiendo esa tendencia de vuelta a la naturaleza, hayamos tirado por la ventana no sólo la afectación y el artificio de modas, ideas y costumbres, sino hasta la cortesía, la tolerancia y el amor, que permiten a los humanos soportarse unos a otros y no abrirse en canal por un quítame allá esas pajas. Pero, en realidad, la técnica nos ha apartado de la naturaleza todavía más que en siglos pasados. Lejos estamos de la benéfica influencia de la tierra, de apaciguarnos con la serenidad de un cielo estrellado, de henchirnos el corazón las alegrías sencillas que no dejan poso de amargura. Y alejándonos de la tierra, nos hemos alejado de Dios.
Y tal vez haya una tarea más urgente que reencontrar la seducción sin afeites de la realidad y al Hacedor de esa realidad: la tarea de volver al hombre, meditar sobre él, procurar estimarlo y aun amarlo, examinarlo sin prejuicios ni subterfugios, aquilatar su capacidad, perforar la costra de sus deseos hasta llegar a la nuez esencial, indagar el origen y fin de quien exige perentoriamente una explicación de su propio ser; convencerse, en suma, de que el hombre no sólo es lo más bello para el hombre, como afirmaba Cicerón, sino que es también lo más interesante.
No existe ciencia superior a lo que podemos llamar antroposofía, entendiendo por tal el conocimiento, al menos en bosquejo, exhaustivo del hombre. Todo está contenido en esa ciencia proyectada: teología filosofía, política, cosmología, moral, arte… Sólo hay que estudiar a quien es cifra del universo, letra inicial y principalísima del libro de las criaturas, cuya esencia y experiencia constituye la clave de todas las cosas. Y parte de ese estudio es el del hombre como ser mortal, así como de las razones, circunstancias y consecuencias de la muerte. Porque junto al sinnúmero de aspectos que forman la vida humana, compone la muerte un enorme tratado al que incesantemente se le suman capítulos con facetas inusitadas de sucesos prácticamente inagotables por su variedad y aspecto.
Así hieren con imborrable fuerza las particularidades de la agonía. Los miembros rígidos, las manos crispadas sobre el embozo de las sábanas, la nariz afilada, el estertor que ronca sin cesar, la efímera mejoría que a veces hace creer en la pronta curación del enfermo, los dolores que se acrecientan, las últimas palabras balbuceadas, tratando de recomendar un negocio, de expresar un cariño que se resiste a morir, recomendaciones que dejan traslucir la pena por los seres amados que quedarán abandonados. Todo contribuye a hacer de la muerte un tejido de circunstancias patéticas que se recuerdan día tras día, dando pábulo al dolor.
Y el temor de lo que pueda haber más allá de la puerta obscura, presentido en ocasiones. Como en el tremendo cuadro (Goya) de San Francisco de Borja atendiendo a un moribundo e intentando quizás en vano salvarlo de los demonios circundantes.
¿Es posible desechar los simulacros terroríficos y remontarse hasta la razón que intenta convencer, con una serie de argumentos, de cuán natural es la muerte, pretendiendo que se medite serenamente en un acontecimiento tan común como asombroso y sobrecogedor? ¿Es posible que olviden los padres las circunstancias de la muerte de un hijo? ¿O los testigos de genocidios -tan frecuentes las matanzas en nuestro desgraciado tiempo-? ¿O los deudos de victimas de guerras criminales? La muerte se fija en el corazón y el recuerdo para nunca más borrarse de ellos.
Mas, ¡que contradicción entre lo que se huye por espantoso y lo que se desea ansiosamente, aunque lleve a lo mismo de que se quiere escapar! Absurdo esencial de la existencia humana.
Náufragos que durante días luchan con las olas, el frío, el calor, el hambre y la sed, o se devoran unos a otros; o se matan por un lugar o un sorbo de agua potable; todo, para salvar una existencia que terminará pocos años más tarde, o se prolongará entre sinsabores y achaques. Enterrados vivos o perdidos bajo la tierra, angustiados, impacientes, aterrorizados, que vuelven a respirar gozosos el aire libre, pero que terminarán indefectiblemente dejándolo para siempre. Enfermos temerosos de morir, que aumentan con aprensiones sus padecimientos, yendo de médico en médico para conseguir un diagnóstico favorable o un remedio eficaz, alargando algún tiempo una vida que probablemente sucumbirá ante la próxima dolencia. Hambrientos cuya única preocupación es encontrar comida, como si hartos y famélicos no hubieran a su vez, de servir de festín. Semisanos que viven sintiendo aumentar leves achaques y rehúsan tomar en serio a esos heraldos del fin inexorable. ¡Qué tremenda desproporción entre el anhelo, el afán, la rabia con que se busca la vida, y cuanto se logra, no más de algunos momentos de gracia, raquíticos y precarios!
No menos engañosos, los alicientes con que nos prende la vida. Creemos hallar la felicidad en el nacimiento de un hijo, sin advertir que ese hijo, esperado con impaciencia, quizás nos desgarrará el corazón por sus desgracias, su mala conducta, su desvío. Nos regocijamos consiguiendo una situación elevada en la vida; pero la responsabilidad aneja al cargo, ¿no nos abrumará y arruinará nuestra salud? ¿No caeremos fulminados por las preocupaciones? ¿No cederemos a la tentación de enriquecernos ilícitamente, que a los modestos no acecha, seguramente porque carecen de la oportunidad de corromperse? Si nos aman, ¿preveremos el momento en que dejaremos de amar, resultándonos insoportable el cariño ajeno? O si estamos aferrados a ese cariño, la mera posibilidad de que os abandonen, ¿no enturbiará nuestro contento? Y si seguimos amando y nos siguen amando, ¡cómo nos torturará la enfermedad, la desgracia, la ausencia, la muerte del ser amado! Entonces tal vez maldeciremos nuestro sentimiento, prefiriendo no haber ni siquiera conocido a quien es causa de tanto dolor. ¿Y qué decir cuando se descubre el engaño que no deja, tras la muerte, ni siquiera el doloroso consuelo del recuerdo, pues se descubre lo falaz del amor, la irrisión de que fue uno objeto, la traición con que se pagó el cariño: marido de Ema Bovary, probablemente el personaje más interesante de la novela?
Se estrelló un avión que conducía una cincuentena de pasajeros. Todos murieron. Volvían a su casa después de pasar un mes de vacaciones estivales en una costa tropical. Primero, la molicie del sol, la sensualidad, los baños interminables en el agua tibia, la comida abundante, el sueño voluptuoso, los coitos frecuentes; luego, muy poco tiempo después, restos humanos semiquemados y esparcidos por el suelo, pingajos de carne colgando de las ramas de los árboles. Ropa, tarjetas postales, fotografías, cartas, cosméticos, agendas, revistas eróticas, dinero, en suma, cuanto estima el hombre hodierno convertido en res nullius, porque el dueño, pimpante, satisfecho, sano, sonriente, vanidoso, seguro de sí, desvanecióse en humo. ¡Cuánta felicidad perdida! ¿Pero fue en realidad así?
Comerciantes, industriales, funcionarios, padres de familia, obreros, políticos, empleados, novios, madres, hijos, esposos, amas de casa, a cada cual lo acompañaba su angustia particular, su zozobra grande o pequeña. Este volvía para encontrarse con viejos compañeros de trabajo, estúpidos y malévolos; con su jefe, irascible, necio, despótico. El otro se hallaba atormentado por las truhanerías de su hijo. Aquél había soñado enriquecerse, pero negocios desatinados lo condujeron al borde de la ruina. ¿Cómo pagar las deudas, cómo soslayar la responsabilidad de actuaciones poco honradas? El de más allá viajó para saciar su juventud, y lo hizo sin freno, sin pensar que pronto no sería más que amasijo ennegrecido y repugnante. Y la mujer que iba a su lado dejó su casa para olvidarse de la desazón que no la abandonaba, porque sentía molestias parecidas a la de una amiga que había muerto de cáncer. No pudo olvidar su malestar ni su inquietud, pero la paz, la curación de su posible enfermedad, el diagnóstico benévolo favorable llegaron de la forma más inesperada y radical. Quien fue en busca de “turismo sexual”, pederasta especializado, conocedor de Filipinas, Tailandia, Puerto Rico, ya no podrá comprar el placer que le habían vendido miseria y vicio.
De todos estos pesares, inquietudes, ansias, sospechas, infamias liberó la muerte. Y probablemente liberase de ellos rápidamente, en un abrir y cerrar de ojos, sin hacer sufrir, anestesia suprema, terrible pero bienhechora. ¿Qué sintieron las víctimas, culpables o semiinocentes, infames u honrados, según la turbia honradez burguesa? De seguro, nada, excepto un fogonazo, un golpe, un estruendo al que siguió el silencio total, un ligero desasosiego que ni siquiera tuvo tiempo de transformarse en miedo y dolor. Y si dominó unos instantes el espanto, pronto desapareció para siempre. Y llegó la paz, el poder considerar las cosas desde un mundo acolchado y silencioso, donde todo quizás se explique con perfecta y aterradora claridad. La muerte fue para esas existencias temblorosas y complicadas fortuna y panacea. Millones, para el endeudado; el diagnóstico negativo, para el presunto enfermo; la certeza del amor, para quien se creía engañado; la oferta de un trabajo agradable y lucrativo, para el explotado o desocupado. Y todo eso lo fue de modo definitivo, sin que nunca más pudiese nacer temor alguno.
La muerte satisfizo todo los deseos, concediendo mucho más de lo que hubiera dado un destino propicio. Este sólo momentáneamente habría calmado las inquietudes, que hubiesen renacido más vigorosas, más sagaces para husmear el mal inminente. Y los mismos anhelos saciados se habrían convertido en semillero de un sinnúmero de otros anhelos, porque cuanto más goza el hombre, más delicado, exigente y muelle se vuelve, más sensible, más ansioso de nuevos placeres. La molicie, como la palabra misma lo indica, reblandece, y así como vuelve más susceptible de gozar, también prepara el terreno para que brote más agudo el sufrimiento.
¿Y si ninguna de las víctimas hubiese estado descontenta de su suerte? ¿Si hecho el balance de penas y satisfacciones, sumasen más éstas que aquéllas, supuesto que puedan los sentimientos someterse a operaciones matemáticas? Ni siquiera en este caso hubiese tronchado la muerte una felicidad duradera. Al contrario; al truncar la dicha la eternizó en cierto modo, evitando el hastío y el inevitable término. Porque las vicisitudes no hubieran tardado en llegar. Muy rara es la bienandanza. Y si existe, apenas dura unos momentos, pues se extingue como llamarada de paja.
Porque todo se halla inmerso en la muerte, como los peces en el océano. Y el tiempo descubre con su fluir, donde nace, crece y se extingue todo, ese medio omnienvolvente, del cual puede decirse que son las cosas meras concreciones momentáneas y la vida, sólo expresión de la muerte:

Encore un jour qui tombe,
encore un jour tombé.
Ils tombe dans ma tombe
depuis que je suis né.


Nota

Boecio: De consolatione philosophiae, II, metro 2. Versión de Esteban Manuel de Villegas.


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