por Paco LópezMengual
La mañana que me adentré en el cementerio de Montparnasse, el sol regía sobre el cielo de Paris. Era verano, y la sombra de los árboles y el rocío de las plantas hacían más fresco el paseo por sus acotados caminos. Un lugar tranquilo, donde andar entre un festival de flores que tintaba de color y vida el recinto. Tuve la impresión de que las tapias del camposanto, desconchadas y agrisadas por la humedad, protegían a sus eternos inquilinos del ajetreo exterior. Enseguida descubrí a cientos de pájaros posados sobre las cruces y los mármoles de las tumbas. Parecían los protectores de las historias que había enterradas bajo cada sepultura. Algunos de ellos, hasta picoteaban en los surcos de las talladuras de los nombres de los difuntos, en busca de semillas caídas de las ramas; era como si pretendiesen mantener limpia la identidad de sus moradores. Andaba paseando entre las sepulturas, contemplando mausoleos del siglo XIX levantados junto a otros de modelo vanguardista y diseñados por artistas abstractos, cuando distinguí a lo lejos a una joven que lloraba frente a una tumba. A pesar de llevar puestas las gafas de sol, no lograba disimular las lágrimas que rodaban por su rostro. Merodeé un rato por alrededor, y en cuanto se marchó, no pude vencer la tentación de acercarme. Era la tumba de Samuel Beckett. Sobre el mármol, había dos rosas rojas y un pequeño papel que decía “Happy dead”. Un poco más allá, descubrí el nombre tallado de Julio Cortázar. Sobre el blanco de la losa había depositado un variopinto muestrario de deseos: un humilde ramillete de flores de campo, trocitos de papel con mensajes, varias piedras planas con palabras escritas. También, un billete de avión procedente de Cuba y un poema tecleado a ordenador en un folio. Alguien había rayado sobre el mármol la frase “Gracias por la magia”. Levanté la vista y, desde allí, vi las sepulturas de Baudeliere y de Cioran. Y la de Sergi Gainsbourg. A pesar de que el cuerpo del cantautor descansaba en el cementerio de Montparnasse, los franceses continuaban realizándole homenajes a diario en su vivienda. La jornada anterior, cuando paseaba por Saint-Germain-des-Près contemplé la fachada de la casa donde había vivido: no quedaba ni un hueco libre donde colocar más frases, graffitis o dibujos. Fui testigo de cómo un viandante arrojaba por la verja de la casa un paquete de Gitanes; la misma marca de tabaco que, ahora, cubría su sepultura. Decenas de cajetillas aún con el precinto, cigarros sueltos, colillas a medio fumar, envolturas vacías y arrugadas, se extendían diseminadas por la losa. La imagen de aquel parisino, feo y orejón, desafiante, siempre con un Gitanes humeante entre sus dedos quedará para siempre en la memoria colectiva de Francia. Me marchaba del cementerio, dando la visita por concluida, cuando cerca del portón de salida, descubrí la lápida de Jean Paul Sartre. Era una tumba sencilla, sin cruz –como debe ser la sepultura de un ateo-. Compartía el lecho de muerte con su compañera de vida, Simone de Beauvoir. “Su muerte nos ha separado –dijo ella ante el ataúd del filósofo-; mi muerte nos unirá”. Uno de aquellos pájaros guardianes permanecía acurrucado sobre la losa donde aparecían cincelados los dos nombres de los líderes del Mayo Francés. Al acercarme, el ave se puso en pie y alzó el vuelo para ir a posarse sobre la cercana tapia. Desde allí, no cesó de vigilarme. Como me ocurre cada vez que visito una ciudad, la tarde anterior, mientras paseaba por el Barrio Latino y por Saint Germain mi mente retrocedió en el tiempo: estudiantes arrancando adoquines de la calle en busca de la playa y la utopía, y ya de paso, lanzándolos con esperanza contra los escudos que protegían al poder; y también recordé la imagen del combativo J. P. Sartre, de pie en una esquina, ofreciendo a los obreros que regresaban del trabajo el semanario que dirigía, La voz del pueblo. Esa tarde, anduve despacio, mirando al suelo. Por allí, debajo del asfalto, debían de estar sepultados algunos de los mejores sueños de toda una generación. Frente a la tumba del escritor, me vino a la memoria su entierro. Una espontánea multitud de 50.000 personas llevaron en silencio y a hombros el ataúd con el cuerpo de Sartre durante varios kilómetros; desde el centro de París hasta Montparnasse. A pesar de ocurrir en abril del año 80, aquella fue la última manifestación del Mayo del 68. La mañana que visité el cementerio, el mármol que cubría los restos de los dos pensadores estaba revestido de atados de flores, de piedras de todos los tamaños -que me parecieron minúsculos monolitos funerarios-, de tickets de metro. Incluso alguien había colocado un trozo de rama. Me gustó la costumbre francesa de depositar recuerdos sobre las tumbas. Entonces, recordé que aún guardaba en la cartera la factura del día anterior en Les Deux Magots, el café donde a diario mantenían las tertulias el irrepetible grupo de intelectuales, el lugar físico donde germinaron las ideas políticas y filosóficas, las corrientes literarias que resultarían fundamentales para entender el siglo XX. Extendí la nota y la dejé con cuidado sobre el mármol; y coloqué una piedra grande encima, para que el viento no la arrastrara hacia el rincón, junto a un montón de hojas secas, que un día debieron de ser verdes. Salía del cementerio de Montparnasse, cuando algo me hizo girar la vista: el pájaro de la tapia voló de nuevo para posarse sobre el blanco de la lápida. Era oscuro y me recordó a la palabra Fin con la que siempre acaban las historias. Sólo entonces pasé la última página de esa visita, cerré el libro y regresé al tránsito de la calle.
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