A Batallas De Amor, Campo De Plumas
Ningún vestigio tan inconsolable como el que deja un cuerpo entre las sábanas y más cuando la lasitud de la memoria ocupa un espacio mayor del que razonablemente le corresponde.
Linda el amanecer con la almohada y algo jadea cerca, acaso un último estertor adherido a la carne, la otra vez adversaria emanación del tedio estacionándose entre los utensilios volubles de la noche. Despierta, ya es de día, mira los restos del naufragio bruscamente esparcidos en la vidriosa linde del insomnio.
Sólo es un pacto a veces, una tregua ungida de sudor, la extenuante reconstrucción del sitio donde estuvo asediado el taciturno material del deseo. Rastros hostiles reptan entre un cúmulo de trofeos y escorias, amortiguan la inerme acometida de los cuerpos.
A batallas de amor campo de plumas.
Ambigüedad Del Género
Estacionada en un recodo impávido de la penumbra, lo primero que hizo fue fruncir su boca violácea, de entreabiertos resquicios húmedos, y después sus ojos, y después sus ojos, un gran círculo de verde prenatal, un excitante fulgor de azogue desguazando la negrura común.
Lenta o tal vez sumariamente inmóvil, con el falso recelo de quien fuera educada en la molicie glandular de los andróginos, sólo rompía el ritmo de su cuerpo algún fugaz movimiento retráctil del pubis, no defensivo sino irresoluto, y ya llegó a la altura de los porches y allí se desnudó con neutra imverecundia, exhibiendo por zonas la intrincada armonía de un cuerpo circunscrito en su contrario.
A Tu Cuerpo
Anterior a tu cuerpo es esta historia que hemos vivido juntos en la noche inconsciente.
Tercas simulaciones desocupan el espacio en que a tientas nos buscamos, dejan en las proximidades de la luz un barrunto de sombras de preguntas nunca hechas.
En vano recorremos la distancia que queda entre las últimas sospechas de estar solos, ya convictos acaso de esa interina realidad que avala siempre el trámite del sueño.
Barranquilla La Nuit
Cuerpo inclemente, circundado por un vaho de frutas, desguazándose en la tórrida herrumbre portuaria, ¿no eran los labios como orquídeas mojadas de guarapo, no tenían los ojos mandamientos de cocuyos y allí se enmarañaban la excitación y la indolencia?
Mórbida efigie de esmeralda y musgo, entrechocan sus pechos entre la mayestática cochambre de la noche.
Desnuda antes que alerta y disponible, desnuda nada más, desmemoriada sobre un cuero de res, el vientre húmedo de salitre y en el cuello el amuleto pendular de un dado cuyo rigor jamás aboliría los tercos mestizajes del azar.
Rauda la carne y prieta como un sesgo de iguana, surca los fosos coloniales, deposita en las inmediaciones del marasmo una aromática cadencia a maraca y sudor y marigüana, mientras cumple el amor su ciclo de putrefacta lozanía en el nocturno ritual del trópico.
Desde Donde Me Ciego De Vivir
Era una blanda emanación, casi una terca oquedad de ternura, un tibio vaho humedecido con no sé qué tentáculos. Abrí los ojos, vi de cerca el peligro. ¡No, no te acerques, adorable inmundicia, no podría vivir! Pero se apresuraba hacia mi infancia, me tendía su furia entre los lienzos de la noche enemiga. Y escuché la señal, cegué mi vida junta, anduve a tientas hasta el cuerpo temible y deseado. Madre mía, ¿me oyes, me has oído caer, has visto mi triunfante rendición, tú me perdonas? La mano balbucía allí dentro, rebuscaba entre las telas jadeantes, iba desprendiendo el delirio, calcinando la desnuda razón. Agrio desván limítrofe, gimientes muebles lapidarios bajo el candor malévolo del miedo, ¿qué hacer si la memoria se saciaba allí mismo, si no había otra locura más para vivir? Dulce naufragio, dulce naufragio, nupcial ponzoña pura del amor, crédulo azar maldito, ¿dónde me hundo, dónde me salvo desde aquella noche?
Desencuentro
Esquiva como la noche, como la mano que te entorpecía, como la trémula succión insuficiente de la carne; esquiva y veloz como la hoja ensangrentada de un cuchillo, como los filos de la nieve, como el esperma que decora el embozo de las sábanas, como la congoja de un niño que se esconde para llorar.
Tratas de no saber y sabes que ya está todo maniatado, allí donde pernocta el irascible lastre del desamor, sombra partida por olvidos, desdenes, llave que ya no abre ningún sueño:
La ausencia se aproxima en sentido contrario al de la espera.
|
|
|
Ágata, ojo de gato J.M. Caballero Bonald
I
Llegaron desde más allá de los últimos montes y levantaron una hornachuela de brezo y arcilla en la ciénaga medio desecada por la sedimentación de los arrastres fluviales. Jamás entendió nadie por qué inconcebibles razones bajaron aquellos dos errabundos —o extraviados— colonos desde sus nativas costas normandas hasta unos paulares ribereños donde, si lograban escapar del paludismo o la pestilencia, sólo iban a poder malvivir de la difícil caza del gamo en el breñal o de la venenosa pesca del congrio en los caños pútridos. El caserío más próximo caía al otro lado de lo que fue laguna (y ya marisma) de Argónida, y era de gentes que acudían por temporadas al sanguinario arrimo de los mimbrales, mientras que más al sur, hacia los contrarios rumbos del delta primitivo, bullía la secta de las almadrabas, el mundo suntuoso y enigmático al que sólo se podía ingresar a través de navegaciones fraudulentas o pactos ilegítimos con los patrones de los atuneros. Nadie supo de los normandos ni los vio bregar por la marisma hasta bastante después de su insólita llegada. Debieron de luchar a brazo partido contra la salvaje tiranía de los médanos y la bronca resistencia del terreno a dejarse engendrar. Una costra salina, compacta y tapizada de líquenes, que rompía en formas concoideas de pedernal al ser golpeada por el azadón, les fue metiendo en las entrañas como una progresiva réplica a aquella misma reciedumbre y a aquella misma crueldad. Con asnos cimarrones cazados a lazo y domesticados por hambre, fueron acumulando guano y tierra de aluvión sobre la marga que ya habían conseguido sacar a flote entre las brechas del salitre. No sembraron cereales ni legumbres ni plantas solanáceas (cuya cohabitación con el esquilmado subsuelo tampoco habría sido posible), sino momificadas simientes de hierbas salutíferas que habían traído con ellos, conservadas en viejos pomos de botica y como única hereditaria manda, desde sus bancales nórdicos. Arropadas en mantillo y recosidas con hilachas de agave, aquellas venerandas semillas de ajenjo y ruibarbo, sardonia y camomila, lúpulo y salicaria, germinaron muy luego en la extensión baldía y provisoriamente hurtada a la mordedura del nitro, contraviniendo por vez primera el código de una erosión iniciada desde que el río perdiera uno de sus prehistóricos brazos para ir soldando la isla oriental de la desembocadura con los arenales limítrofes. Nunca llegó a sospecharse, sin embargo, la finalidad o el presunto beneficio de aquellas delirantes plantaciones, vigiladas hasta el agotamiento durante meses y cuyas iniciales y precarias cosechas revertieron en su totalidad al semillero destinado a una gradual ampliación de los yerbazales. Ya debía de haber muerto en la empresa —envenenado por su propia saliva o apestado de fiebres cuartanas— uno de los normandos, cuando el otro, el único del que se conserva fidedigna memoria (y el único que cruzó su vieja sangre norteña con la ya renovada de las pescadoras moriscas del estuario), cavando una noche de los idus de octubre en unas corredizas dunas, sintió de pronto como una insoportable calambrina al rebotar la laya contra algo duro y al parecer magnético. Mientras se restregaba el hormiguero del brazo, tuvo la vaga certeza de que por allí abajo debía de existir una yeta de calamita, no comprobada entonces por ninguna especial sabiduría mineralógica, sino presentida con una atenazan-te seguridad que lo impulsó a escarbar frenéticamente en la arenisca, ya la luna saliendo de lo hondo y la brama de los cérvidos oyéndose en la breña. Hasta que descubrió al fin una laja evidentemente labrada por mano de hombre y luego otra y otra más, y cuando ya clareaban los repliegues del páramo, vino a darse cuenta de que lo que había desenterrado era el tramo curvo de una vieja calzada. Pero no se amilanó por ello el normando; impelido por una especie de espectral desasosiego, buscó momentáneo alivio a su calentura con una irrazonable actividad: se apresuró a llevar una y otra vez brazadas de helecho a dos venados caídos días antes en la trampa natural de la ciénaga, y clavó un cerco de estacas junto a la zanja recién abierta por si la arena volvía a cubrirla, y se internó por la junquera en busca de camaleones, los mismos que confundía con basiliscos y hacía reventar sobre una estameña empapada en zumo de moras. A la amanecida, aún sin dormir y sin sueño, excavó más largo y la calzada era como de cuatro varas de latitud y, según la inclinación de las lajas, allí mismo torcía hacia el norte, viniendo (como al parecer venia) del oeste, o al revés. De modo que lo primero que se le ocurrió fue trazar mentalmente la supuesta trayectoria de aquel sepultado camino, eligiendo para sus iniciales y nada precisas maniobras el rumbo occidental (que no era, por supuesto, el que trajeran un día los dos erráticos buscadores de nada), ya olvidado de sus plantaciones e inconscientemente esclavizado por el obsesivo rastreo del terminal —o del punto de arranque— de la calzada.
Pasados que hubieron cuatro meses desde que iniciara las subterráneas pesquisas, lejos como estaba el normando aquel luciente día del chozo, vio entrar dos faluchos por la bocana del caño Cleofás, tal vez con la ruta de cabotaje confundida o aventurados por aquellas palúdicas aguas en temerarias intentonas de pesca de bajura. Tardó algún tiempo en comprender que no se trataba de ninguna de las fementidas imágenes estampadas de pronto en el caliginoso hondón de la marisma (que tantas veces lo embargaran de terror o lo hicieran sospechar que empezaban a estancársele los humores de la cabeza), pero salió simultáneamente de dudas y ensoñaciones cuando llegó hasta él, conducida por los densos orificios de la salinidad, una ininteligible jerga, marinera y gutural como el griterío de las grullas. Fue arrimándose sin ser notado hasta los vientos de la orilla, hurtando detrás de los juncos un cuerpo ya camuflado por una especie de mimetismo con la mohosa impregnación de la tierra, y distinguió a los tripulantes de uno de los faluchos aclarando el aparejo, y a los del otro, ya arriadas las velas, bogando en un bote hacia los bajíos de Matafalúa.
Vigiló durante horas sin comprender qué decían ni en qué se afanaban. Dos hombres harapientos recogían en unas espuertas lo que debía de ser sal mezclada con cieno de un lucio desaguado, transportándola con atropelladas prisas a bordo. Y en eso estaban cuando el normando distinguió la figura de una mujer que revolvía entre unas cuarterolas estibadas a popa del velero. Con la virilidad entumecida durante años, o tal vez durante toda su indescifrable vida, el solitario se sintió absorbido de pronto por el vórtice de una turbia rotación de delirios que le circuló vertiginosamente por la sangre y se le incrustó en las ingles y allí le violentó las desvencijadas compuertas del sexo. Arrastrándose por el pestilente lodo, restregándolo y lamiéndolo, una mano vibrando entre los muslos, le adelantó a la hembra sobre los entrevistos pechos y el combado vientre su boca jadeante y su envilecido cuerpo de animal celibatario. Tumbado de bruces, mojado de limo y esperma, su propio orgasmo le alimentó la combustión de un ansia que sólo podría ya extinguirse, no coincidiendo periódicamente con el celo de la fauna vecina, sino por medio de un inaplazable ayuntamiento con mujer. El normando vio a los faluchos enfilar la bocana como si de repente se le viniera encima la todavía informe presunción —ya que no la evidencia— de que todo cuanto había vivido hasta entonces no era más que una disparatada aglomeración de calamidades. Peleó enconadamente contra sus propios atavismos antes de decidirse a dar una tregua a las exploraciones en la calzada, siendo así como, al cabo de unos incalculables años de supervivencia, abandonó por primera vez sus pagos marismeños y subió por el caño Cleofás arriba hasta la hoya de Malcorta. Su aspecto, a poca atención que se le prestara, debía de favorecer directamente la sorpresa o el espanto o, cuando menos, alguna sobresaltada conmiseración. Estaba ya bien entrado el verano y las mimbreras habían sido taladas poco antes, de manera que se encontró con el caserío medio despoblado. Merodeó como un fugitivo por las vacías callejas, arrimado a las paredes de mampuesto y procurando ocultarse de cualquier presunta acechanza, hasta que el hambre y la fatiga lo empujaron bajo un sombrajo donde dos hombres bebían mosto y pidió de comer por señas y le dieron mosto y cazón guisado sin quitarle los estupefactos ojos de encima. Ni entendió lo que hablaban ni pudo explicar que venia de los caños bajos en busca de mujer. Le hicieron la recelosa caridad de un viejo blusón de dril, que sustituyó por su ya andrajosa zamarra de vellocino, y se volvió para sus pertenencias con la misma sofocante soledad con que había llegado, mientras veía revolar una y otra vez por los vértices de la tarde al pájaro de mal agüero. Cuatro días permaneció el normando en la hornachuela como rendido a un malsano letargo, del que apenas salió alguna vez para trepar a unas dunas o asomarse sin vista a la ya extensa cavidad abierta sobre la calzada. ¿Le llegó luego el olor a hembra por un súbito trastorno de la última pleamar del verano, lo venteó desde allí según el distante rumbo de Zapalejos y gracias a la inhumana desmesura de su olfato perruno? El caso fue que aquella misma madrugada se puso en camino, siguiendo instintivamente el sumergido litoral del lago de Argónida, y a la otra noche columbró la costa que aún seguía llamándose de los Moriscos. Si no hubiese sido por la virulenta fulguración de los ojos o por la rubiasca pelambre leonina, su paso por aquel bullicioso centro de pesquerías (en constante trasiego con los jabegotes del otro lado de la ensenada) no habría suscitado siquiera una disimulada curiosidad. Atravesó las casuchas con la misma furtiva alarma con que cruzara días antes la desolación de Malcorta; comió la cecina de jabalí y chupó la arcilla de magnesia que llevaba en el morral junto al sacrosanto ramito de muérdago, y durmió su primer propiciatorio sueño de Zapalejos alebrado contra el tabique de una zahúrda. Cuando despertó con el alba, se alargó sin más hasta el embarcadero, orientándose por la hedentina de los despojos de pescado y confiándose al natural vaciado del terreno hacia la depresión de la cala.
Ya habían salido las barcas al curricán y, a medida que el normando dejaba correr el tiempo entre caminatas por la playa y ojeos por los malecones, empezó a sentir como un gradual aflojamiento de las tenazas que habían venido hurgándole en las reservas de la lujuria. Algo rebullía dentro de él que desplazaba tantas martirizantes acometidas del sexo como había soportado desde que viera a la mujer en la popa del falucho. Una insinuante propuesta dc comunicación parecía ponerle cerco a su inconmensurable soledad y presintió, en un inesperado relampagueo imaginativo, que iba a ingresar entonces en un mundo que de alguna incongruente manera (y acaso desde la dispersión de su casta de pescadores del Canal enrolados en navíos filibusteros) le había sido despiadadamente proscrito. Lo que muchos años después sería reconsiderado como lo que realmente era, como un fortuito sucedáneo de la fatalidad, ya suscitó entonces en el normando la vaga conjetura de que algo no muy distinto a una estafa le había sido suministrado en forma de diabólicos goteos de obnubilación. Y fue así como lo asaltó la necesidad de quedarse en Zapalejos un tiempo todavía indeterminado, aun sin pretender abandonar ni por asomo sus exploraciones en la calzada, no buscando ciertamente una compensación de lo irremediable sino un simple simulacro de alivio en la sórdida incapacidad para la convivencia que lo perseguía. Y lo primero que hizo a estos fines fue vagar con la oreja presta por el caserío aledaño, atento a algún atisbo de conversación que pudiera resultarle familiar o que, al menos, lograra proporcionarle una pista para hacerse entender. Zapalejos crecía entonces al mismo abrupto compás que el volumen de transacciones de la pesca del señorío, y gentes de muy diversa calaña y procedencia recalaban a su abrigo por ver de sortear los asedios del hambre y la justicia. Sin llegar, desde luego, a la multiforme población de las fronteras almadrabas, pululaba por allí un creciente reflujo humano principalmente abastecido, a más de por el inestable censo de indígenas, por una abigarrada tropa de inmigrantes italianos y marroquíes. De modo que el normando, a poco de andar de merodeo por los alrededores, vino a escuchar palabras no del todo irreconocibles, emitidas por dos muchachos brunos y cenceños, suspicaces por igual, aunque no exactamente despreciativos cuando mal que bien pudo ponerles en claro que venia de la marisma alta y tenía el propósito de agenciarse algún apaño por aquellos andurriales. Los dos muchachos, que resultaron ser prófugos de Mequínez, tras husmear de cerca al normando y sacar la conclusión de que no era disfraz sino connatural podredumbre lo que llevaba encima, lo condujeron a las cercanías del pósito. Hablaron allí con un hombretón vociferante y ojizaino, de enormes antebrazos tatuados, que no pareció darles mayor beligerancia, pero que terminó brindándole al normando la oportunidad de que volviera a media tarde a echar una mano en el acarreo de la pesca, cosa que efectivamente hizo, cumpliendo a gusto y con provecho la soportable faena de desembarcar esportones de brecas y pejesapos, chocos y japutas. A la noche, enfangado hasta la cintura y en el irrespirable trajín de la lonja, cobró el normando su primer dinero acuñado en España y obtuvo sin pedirlo que lo apalabraran por más días, a tanto la unidad de carga, según pudo sacar en limpio de lo poco que allí lo estaba. Si no necesariamente satisfecho, sí se sintió ganado por una eventual racha de ufanía y, después de haber conseguido plaza en uno de los barracones que hacían las veces de albergues, se aligeró de mugres y se mercó —al precio de latrocinio estipulado por uno de los moriegos— unas alpargatas de caucho sin estrenar y un calzón medianamente usado. Ya tarde, tendido en la mugrienta litera, masticó una tira de cecina con la todopoderosa gula del descanso triunfante, mientras se abría por la cóncava negrura de la noche la grieta de un sueño distinto a los demás.
En apariencia todo fue bien hasta que, a las pocas jornadas de oficiar en los vaivenes de la pesca, le sobrevino otra vez al normando el concomio del celo y, casi aún más, la imantación que ejercía sobre él la inquietante memoria de la calzada. Hembras había visto de todas las pintas y con muy vario grado de alteraciones por su parte, pero lo que de veras empezaba a roerle nuevamente el sosiego era el enigmático reclamo de aquella zanja abierta con tanto desbarajuste de su propia vida y, a buen seguro, medio taponada ya por algún corrimiento de arena. Tres días más aguantó mientras le crecía la zozobra y se extraviaba frente a una irreconciliable pugna de llamamientos. ¿Decidió entonces hacer lo que hizo, o fue después de efectuar una ansiosa escapada a la marisma, como si se hubiese sentido repentinamente impulsado a comprobar la existencia (o la no existencia) de algún maleficio, regresando a Zapalejos en situación de remunerado y tomadas ya al parecer sus más decisivas y urgentes determinaciones?
II
Tras una ausencia cuyo término coincidió con los primeros indicios migratorios de las aves invernizas, volvió el normando a sus cotas marismeñas en compañía de una adolescente más bien andrajosa, de edad de dieciséis años a lo sumo (cuando ya él debía andar por los treinta y ocho), zafia y asustadiza, no carente de cierta agresiva sazón corporal y de una especie de huraña hermosura filtrándose por la cochambre, con cuyos menesterosos padres, deudos o pupileros debió de cerrar el normando algún ignominioso trato. Menguaba la luz sobre el chamizo cuando lo avistaron desde unos alcores, y el normando, que durante todo el camino no había dado pruebas de ninguna soliviantada virilidad (amordazado tal vez el deseo por la inminencia de su cumplimiento), al llegar a laaltura de una heredad de la que se había posesionado por fuero de ocupante, volvió a sentir rebrotar con lastimosa saña el empellón de la lascivia. Pero quiso asomarse una vez más, sin embargo, al talud de la calzada antes de conducir a su medrosa compañera a lo que iba a empezar siendo cobijo de rudas y no consumadas bodas. Ya de vuelta al chozo, arrimó los pocos enseres que habían traído de Zapalejos junto al fogón y, sin decir nada que ella pudiese comprender, sin que mediara ninguna previa tramitación de intimidades, sin violencias tampoco, tumbó a la adolescente sobre el petate y, ya encima de ella, le hurgó entre las ropas con tosca y vacilante mano. La muchacha parecía sumisa y como alobada. Se dejé tocar y lamer la boca y el pecho con una resignada y tal vez habitual lasitud, pero cuando el normando, ya cegado de sofocos, quiso separarle las piernas, la muchacha se revolvió poseída de una supitaña ferocidad, y si bien ya había acabado él renunciando a su presa en las estribaciones de una prematura eyaculación, aún siguió ella forcejeando inútilmente y mugiendo como un animal malherido. No pudo pasarle por las mientes al normando averiguar si semejante repudio correspondía a un defensivo automatismo frente a alguna remota (o no tan remota) tentativa de estupro o a un congénito terror amoroso latente en sus adentros moriscos. Con el tiempo, se limitó a habituarse a aquellos cotidianos rechazos, de los que no salía envenenado del todo porque, al menos, podía aquietar sus bríos en unas imposturas de posesión donde la obstinada coraza de la virginidad tomaba a veces la forma de un antinatural impedimento, como si de pronto deseara ella entregarse a una desesperada cópula y se viera imposibilitada de realizarla con el sexo abrochado por el atroz anillo de la infibulación. En todo caso, la muchacha se mostró diligente y servicial y, mientras el normando se afanaba de la mañana a la noche desenterrando lajas y procediendo a esotéricas adivinaciones en las entrañas de las aves o según la orientación del desove de los batracios, se preocupó ella con eficiente solicitud por sacarle partido a su nueva y desatinada experiencia: adecentó y remendó el chamizo, industrió trampas de liga para torcazas y orzuelos para nutrias, pescó en los lucios con una jábega que formara parte de su ajuar y le fue traspasando a toda aquella permuta de miserias (que no otra cosa fue su primera habitación de concubina y doncella juntamente) como una rudimentaria seña de vitalidad. Por las noches, cuando volvía el normando, si no taciturno sí exhausto y como transido, la adolescente le sacaba de comer salazón o huevos de gallareta y le espiaba su hermetismo ovillándose en un fardo de pieles sin adobar. Juntos como estaban en aquel mutuo espacio de despego que ponía entre los dos la extrañeza de la sangre, fueron haciéndose poco a poco compatibles y poco a poco fueron ingeniándose un lenguaje híbrido para nombrar al menos las cosas más perentorias.
En medio de la rutina de aquella convivencia, sostenida por las mismas ceremonias sexuales y los mismos desconcertados trajines, vio el normando una tarde a la muchacha acercándose a la linde del más reciente trecho de calzada descubierto, sabiendo como sabia que nunca había mostrado ella la menor curiosidad por presenciar una faena que no alcanzaba ni remotamente a explicarse. Venía con un sigilo laborioso y ensimismado y nada le dijo ni le dio a entender a su dueño, sino que se echó como una corza en un claro de la junquera y se quedó mirándolo con una fijeza entre mansa y exasperada. El normando se acercó a ver qué hacia allí, y ella desvió los ojos sin hablar cuando él advirtió que llevaba puesta la saya que le comprara en Zapalejos. Tuvo entonces la efímera certidumbre de que iba a quebrantarse al fin el conjuro de una frustración incorporada como una quemadura a sus irredentas vidas, a partir de cuyo cumplimiento se tejería también (con el paso de unos años que acabarían por alterar la geografía y la historia de la marisma argonidense) el primer nudo de una tupida red de incoherencias y fatalidades. Y así aconteció efectivamente: en una minúscula fracción de tiempo, en menos de lo que tardó en trasponer las crestas del breñal un escuadrón de garzas, la húmeda arena engulló la poca sangre de la virgen, que se quedó extenuada sobre la cama de juncos, las desnudas y mojadas piernas retraídas en una postura fetal que tantas veces, y ya en vano, debió de protegerla de la inerme pesadi lla de la violación. El normando la llevó al chozo no ayudándola, pero sí transmitiéndole una muda suerte de remuneración que ella notaba voluptuosamente adherida al vértice de los pechos y que de algún modo la hacía sentirse confortada por los auspicios de su propia ofrenda. Ya en el chamizo, el normando le colgó del cuello, ensartada a un hilo de pita, la piedra de lincurio —la petrificada orina de gato cerval— que protegería a la desvirgada de las acechanzas del maligno, y le dio a beber la infusión de verónica que iría lubrificando los conductos por donde, llegado el caso, se trasvasaría a la masa placentaria de la hembra lo más enterizo de su sangre. Así que pasaron tres lunas quedó fecunda la muchacha, a medias favorable acontecimiento que precedió en otras tres lunas al presumible hallazgo del confín natural —o del sísmico derrumbe— de la calzada, ya en las lomas que quedaban fuera del alcance de las mareas conducidas hasta los lucios por el caño Cleofás. Estaba al caer la noche y el normando tuvo que prender una vareta untada de bálsamo de azofeifo para no dar un traspiés por la ya tenebrosa oquedad abierta tras las últimas lajas visibles. Caló con tiento las paredes que casi rebasaban su altura y, a poco que anduvo hurgando, un leve desprendimiento vino a descubrirle la boca medio taponada de un boquete todavía impreciso, del que sacó la tierra floja que pudo, arrimando luego el hachón sin lograr ver otra cosa que una especie de nicho circular excavado en un murete de piedra. Los retumbos del pecho no lo dejaron ir aquella noche más lejos en su desatentada explotación, pero al día siguiente, con los primeros despuntes del alba activando su insomnio, ya estaba otra vez allí escudriñando y extrayendo las molidas valvas que alfombraban lo que resultó ser el arranque de un angosto túnel. Y por allí se arrastró igual que un hurón, hasta que le falló el piso bajo las manos y se puso a escarbar frenéticamente como si tuviera la anticipada evidencia de que iba a encontrar, como en realidad encontró, un asombroso rimero de preseas y utensilios de metales preciosos. No supo entonces el normando (ni nunca llegaría a Saberlo a ciencia cierta) lo que había descubierto después de tantas y tan visionarias esclavitudes, pero un deslumbrante pasmo lo sobrecogió mientras reunía el grueso de las piezas en el declive arenoso. Se quedó luego al borde de la oquedad, genuflexo y estupefacto, medio imaginándose que había sido precisamente eso, no el presagio de la calamita sino el hipnótico flujo del metal argonidense, quien lo mantuvo maniatado desde que el golpe del azadón contra la primera losa de la calzada lo retrotrajera al centro premonitorio del tesoro, aun sin haber tenido aviso de su existencia ni a través del legendario conducto de sus belicosos antepasados ni por medio de escrituras secretas, confidencias oníricas o artes adivinatorias. El normando volvió a enterrar los objetos en lugar distinto al del hallazgo (sin relacionar en absoluto los emporcados destellos del oro con ninguna clase de aojamiento), solapó lo mejor que pudo el nuevo escondrijo y se volvió para el chozo con la congoja del sentenciado a una vigilia perpetua. Y allí se encerró como huyendo de sus propias ofuscaciones o como si ya lo persiguieran, que todavía no, los abominables endriagos que contagiaban la vesania a cuantos interferían sus designios. A nadie informó, no obstante, de su descubrimiento, ni siquiera a la desvalida preñada, la cual lo vio desde aquel punto y hora languidecer y permanecer días enteros en una vegetativa inmovilidad, sólo interrumpida por alguna súbita escapada a los rezumaderos de la breña, mientras el vientre de ella se abultaba ante la manifiesta ignorancia de él y por toda aquella tórrida paramera se iban acumulando anticipadamente los periódicos arrasamientos de la sequía.
A las treinta y cuatro semanas mal contadas de haber sido engendrado, vino al mundo, con el cordón umbilical uncido al bramante del lincurio y sin otra ayuda que el desgarrador instinto de la parturienta, un varón de pelo de brea y ojos verdirrojizos copiados del ágata de los de la madre, al que dieron el nombre de Perico Chico y que, andando el tiempo, sería legalmente inscrito en el registro del condado como Pedro Lambert Cipriani, hijo de Pedro o Pierre Lambert (de incierto segundo apellido) y de Manuela Cipriani Lobatón (presunta bastarda de calabrés y morisca), siendo así como se fundó de hecho el linaje que tantas y tan indelebles marcas vendría a dejar en aquellas inhóspitas demarcaciones marismeñas.
|