Edición nº 16 Julio/Septiembre de 2011

De los libros y el saber

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De los libros y el saber

por
Mario Soria

La rebusca de libros antiguos, junto al placer que proporciona, tiene mucho de amargo. Gratísimo resulta huronear entre montones de volúmenes, empolvándose las manos, tratando de descifrar en los lomos títulos manuscritos con la complicada letra cursiva del siglo XVII, cotejando ediciones, buscando los tomos que faltan para completar una obra determinada. Las hermosas viñetas de las impresiones antiguas, retratos admirables, variedad de tipos de imprenta, cuidados índices, bella encuadernación, excelente papel, etc., son otros tantos motivos de alegría. Y todavía más feliz es el resultado, cuando se consigue integrar una obra o topa uno con algo tan interesante como inesperado. Pero, con esa alegría se mezcla un poco de amargura: es la pena de ver a carretadas los libros desechado, manchados de humedad, apolillados, descuajaringados, de páginas arrancadas; hermosos grabados sucios por los insectos; bordes corroídos; páginas dobladas desde tiempo inmemorial, que amenazan partirse si uno las extiende; cuero ajado, rayado o rasgado; crisografía borrosa más por el mal uso que por la edad; cuadernillos descalabrados; obras irremediablemente truncas; agujeros correspondientes a bellas viñetas arrancadas. No menos entristece encontrar un aparatoso ex libris que da noticia del dueño y de la que fuera suntuosa biblioteca, o bien un número manuscrito y un modesto sello con el nombre de la institución que dispersó sus pertenencias o se las hurtaron. Buscar libros antiguos, encontrarlos, adquirirlos es igual que vagar a lo largo de la playa, rescatar los restos de un naufragio y adivinar por ellos cómo era el navío que se hundió, el número de sus tripulantes, la riqueza que transportaba.

El abandono de los libros no sólo atañe al objeto material, más o menos caro; significa también y principalmente el despego respecto de algo mucho más valioso que el precio de un objeto antiguo: el esfuerzo que se realizó para escribir esos libros y el saber contenido en ellos. La destrucción y desaparición de los libros es la culminación de un largo proceso de indiferencia y desdén, todavía más mortífero que el vandalismo expreso. Nuestro tiempo aniquila libros de forma mucho más sutil, por lo menos en Occidente, de como lo hacía la barbarie de otro tiempo. Hoy, también los bárbaros se han civilizado.

Lloramos el vernos privados, a causa de catástrofes naturales, guerras, invasiones, incuria, olvido, de aquellos monumentos escritos de la Grecia antigua cuya sola noticia ha llegado hasta nosotros, pero que todavía en el siglo noveno conocía y reseñaba el patriarca Focio en su Myrobiblion; lloramos tragedias perdidas de Sófocles y Esquilo, comedias de Menandro, pasajes insubstituibles de Polibio, poemas de la filosofía presocrática, así como tantos libros para siempre extraviados de la Roma clásica, idos en el curso de los siglos, entre el hundimiento de los imperios y la saña de los invasores. ¡Cuán difícil hubiera sido proteger las bibliotecas contra tal tormenta y mantenerlas incólumes! El cataclismo lo devastaba todo, sin perdonar ni las ciudades y templos, que se creían aere perennius. Hasta resulta admirable que desaparecieran las construcciones de piedra, subsistiendo, aunque maltrechos, frágiles códices, a menudo ejemplar único de una obra famosa, cuya posibilidad de perdurar estribaba tan sólo en la suerte y en la paciencia y laboriosidad de un copista.

El abandono actual de los libros no se debe tanto a la violencia. No ha habido una destrucción sistemática y general de obras escritas, como la que devastó la literatura y la filosofía chinas durante el imperio de Huang Ti, hacia el 213 antes de nuestra era. Las incineraciones del nacionalsocialismo no rebasaban el límite de unos pocos países. La proscripción bolchevique de los escritores religiosos y de los grandes novelistas rusos no tenía efecto alguno en las naciones capitalistas. Los libros destruidos en Europa por la contienda civil española y las dos guerras mundiales se salvaban en los países neutrales o en Estados Unidos. Si bien no hay que olvidar el aniquilamiento sistemático de la cultura musulmana intentado por los serbios, que devastaron no sólo monumentos arquitectónicos, sino especialmente la biblioteca de Sarajevo, guardiana de gran cantidad de libros y manuscritos turcos y árabes. Técnicas nuevas han permitido conservar y reproducir obras con mayor seguridad y rapidez que la propia imprenta. De otra parte, los conocimientos actuales se declaran herederos o tributarios de viejas tradiciones culturales y religiosas. Incluso la revolución francesa, no obstante su repudio del sistema político anterior y su veta milenarista, pretendía sacar las consecuencias de la doctrina cristiana y resucitar la sabiduría política de la Roma republicana. El Occidente se llama así, englobando una cultura que abarca desde Homero hasta nuestros días. Sin embargo, millares de libros van siendo arrumbados y terminan en el olvido. No sólo con los libros antiguos pasa esto; también los modernos, editados hace tres, cinco o diez años, vense relegados por otros nuevos, que a su vez serán postergados por los sucesivos. Una novedad en esta materia muy rara vez se lleva la palma en ventas durante un año entero. Cuántas obras que se difundieron por decenas de miles de ejemplares y de las que hace poco tiempo se hablaba apasionadamente en pro o en contra, hoy ya nadie las lee, ni siquiera se acuerda de ellas, quedando apenas unos pocos ejemplares en esas bibliotecas particulares donde van empolvándose las efímeras novedades. A menudo, merecen los libros este destino. Su tosquedad, su superficialidad, las tonterías de que están llenos los condenan inapelablemente a servir de pasto a las alimañas o ser vendidos como papelote. No estando más fundamentados que vulgares crónicas periodísticas, ni escritos con mejor estilo, tampoco pueden aspirar a otra cosa que al interés pasajero de parte del público.

Todavía muchos filósofos y escritores clásicos flotan en la memoria. No son populares, ciertamente, pero los cultos los citan, no demasiado y más bien de nombre, pues los conocen por referencias, diccionarios y compendios, no por haberlos leído. Autores convertidos en materia de especialistas, de orgullo patriótico (recuérdese el bombo que dio Italia al bimilenario de Virgilio), de debates universitarios, de congresos, de monografías. Abundan las ediciones modernas de sus obras, mucho mejores que las antiguas desde el punto de vista crítico y tipográfico, aunque carezcan de la belleza de las ilustraciones de entonces. Ediciones no muy abundantes, como tampoco son numerosos sus lectores, y que se costean gracias al mecenazgo o mediante la venta de libros infinitamente más divulgados, de manera que una reimpresión de Aristóteles la suele pagar Ken Follett o Pérez Reverte. En el caso de estos autores que guardan de su celebridad de otro tiempo algunos restos, las ediciones antiguas son desechadas como imperfectas. Una recopilación de los escritos de Jovellanos, por ejemplo, publicada en el siglo XIX, sólo le interesa a un estudioso que quiera determinar la influencia del asturiano en determinados época y lugar, o comparar ediciones. El lector culto preferirá, por lo general, la impresión moderna, provista casi siempre de una biografía, notas aclaratorias del texto, índice onomástico, etc.
Pero no son estos autores, que todavía conservan cierto prestigio, los que llenan las tiendas de viejo. Son los libros religiosos que sobre todo se amontonan en las estanterías y se elevan del suelo en rimeros desordenados. Viejas ediciones de Santo Tomás, San Buenaventura, Escoto, Suárez y otros ofrécense a la mirada indiferente del comprador, que a esos infolios onerosos prefiere también los formatos manejables de hoy y las reimpresiones legibles y de texto depurado. En cambio otros sabios, no menos ilustres que los citados, ni tampoco menos meritorios que los grandes filósofos antiguos: exégetas, teólogos, moralistas, historiadores, hagiógrafos, metafísicos, esos sí arrancan un suspiro al huroneador de rastros y baratillos. ¡Cuánto conocimiento de lenguas, filosofía, ciencia de Dios, costumbres humanas, arqueología, Escritura Sagrada, derecho, historia, instituciones políticas y eclesiásticas, antigüedades clásicas, encierran muchísimos libros que agonizan en los anaqueles, cubiertos de polvo y corroídos por la polilla! ¿Quiénes recuerdan sus títulos o el nombre de sus autores? No obstante, esas obras no sólo fueron famosas en su tiempo, sino que muchas de ellas influyeron decisivamente, durante toda una época, en el desarrollo de las ideas y los conflictos religiosos, políticos y sociales, resultando familiares en las cámaras reales y los salones, y formando parte de la cultura general, sea para aprobar lo que sus páginas sostenían, sea para rechazarlo. Los apologistas católicos eran bien conocidos en el campo contrario, como a los controversistas protestantes los estudiaban con gran cuidado los campeones de la facción opuesta.
Hoy toda esa fuerza se ha extinguido. Ni siquiera los países a los que esos libros proporcionaron armas en su batallar y a cuyo engrandecimiento cooperaron, recuerdan a los beneméritos autores. Estudios ingentes, un saber enciclopédico, intuiciones geniales, descubrimientos y teorías, gracia de estilo, toda va pudriéndose entre moho y humedad. Nadie, ni siquiera los especialistas que aún quedan, ni siquiera los historiadores, es ya capaz de hincar el diente a esos mamotretos de aspecto tan áspero, pero de contenido dulce y jugoso, cuando realmente se ama el saber, no solamente los libros como meros objetos. Porque la bibliofilia, que busca ediciones raras, láminas bellas, encuadernaciones lujosas, no es sino caricatura del amor de los libros como contenedores y transmisores de ciencia: forma de codicia y vanidad, que, en último término, prefiere una hermosa obra de hípica, de cinegética, de tauromaquia, por sus ilustraciones, al infolio que, columna tras columna, va desgranando rigurosos análisis sobre materias que al superficial y al necio se le antojan, aparte de abstrusas, inútiles. La bibliofilia, aunque contribuya a conservar viejos libros, es antítesis de la “filosofía”, entendido el vocablo no en el sentido disciplinar, sino en el amplio y original de amor a la sabiduría. Además, el coleccionismo, consecuencia de la bibliofilia, termina muchas veces en pura especulación económica, si no en decoración doméstica.El destino de los libros va emparejado con el destino del conocimiento humano. El olvido de las grandes obras religiosas, filosóficas, históricas, morales, entraña también la ruina de las disciplinas correspondientes, no a causa de la debilidad o falsedad de las mismas, sino porque las aficiones, las modas, la atención de los curiosos nacen de un talante diverso del de antaño. ¿Quién tiene hoy tiempo ni ganas de hojear los escritos de Santo Tomás, dificultosamente mantenidos como texto o como referencia obligada en algunos seminarios? ¿Quién puede, en las minúsculas casas de hoy, casi exclusivamente pensadas para ser dormitorios, reunir volúmenes y volúmenes de papel, quitando sitio a la televisión o la lavadora? Hasta los diccionarios y enciclopedias, último refugio de estos escritores proscritos, han terminado cerrándoles la puerta. ¡Cuántos nombre no ha omitido la
Enciclopedia británica! Y antes lo había hecho el Larousse, igual que la vieja Enciclopedia de Diderot y d’ Alembert. Y como estas gigantescas recopilaciones, lo mismo que las similares de otros países y tiempos, se presentan a modo de recapitulación de todo el saber permanente e importante de la humanidad, desde la edad de piedra hasta nuestros días, los excluidos han totalmente dejado de existir o tienen tan poca entidad que no vale la pena rememorarlos.

Las propias instituciones encargadas de atesorar el conocimiento y, por ende, los libros, acaban destruyéndolos, como convencidas de ser absurda la tarea de guardar lo que ya a nadie le interesa. La alcaldesa extremeña que mandó quemar los libros antiguos de la biblioteca municipal para hacer sitio a libros nuevos, so pretexto de carecer los primeros de lectores, es una versión pueblerina de lo que sucede, corregido y aumentado, en sitios donde se creería que el saber estaba honrado y desterrada la estupidez. Valgan dos ejemplos de institutos barbarizados. Varias universidades norteamericanas desechan (los venden, regalan o deshacen) los libros que nadie ha leído o consultado durante el quinquenio último. Esta práctica condena no sólo todo el saber humanístico (con la excepción de unos cuantos autores aislados que, a la postre, también veránse relegados, ya que las historias, compendios y diccionarios suplirán la incómoda consulta directa), sino los propios conocimientos científicos, reducidos exclusivamente a los actuales, igual que se reemplaza un automóvil anticuado por otro más moderno, o un televisor en blanco y negro por el coloreado. Historiadores de las ciencias experimentales, como Duhem, y filósofos de las mismas, como Eddington, seguramente calificarían de insensata semejante preterición, que impide indagar los caminos recorridos hasta llegar a las teorías últimas, examinar qué errores se cometieron o qué ideas no se aprovecharon, meditar en las circunstancias culturales que hicieron posible el auge de dicho conocimiento; cerciorarse, en fin, de algo muy importante: el alcance de la experimentación y la inducción científicas, su relatividad, su relación con la realidad.- El segundo caso que traemos a colación sucedió en Chile, a principios de la presidencia del socialista Salvador Allende, en 1973. Muchos institutos religiosos creyeron que empezaba para el país una época nueva y que, por lo tanto, convenía soltar lastre cultural para acomodarse al sol naciente. Uno de tales institutos era la congregación francesa de los Sagrados Corazones, fundadora de varios colegios muy acreditados y propietaria también de una nutrida biblioteca filosófica y teológica, llevada al país andino desde Francia, a comienzos del siglo pasado, para salvarla de la expoliación que amenazaba a las órdenes religiosas, a causa de la política anticristiana del gobierno de Combes. Así, setenta años después de haberse puesto en seguro una espléndida colección de libros, la vendieron sus dueños casi al peso. El filósofo chileno Juan Antonio Wídow, catedrático de metafísica de la universidad católica de Valparaíso, compró por sesenta dólares de entonces toda la patrología latina de Migne, obras de Cornelio a Lápide, Suárez, Cayetano, Aquino, etc.- Huelga decir que no sólo en el país transatlántico ocurren tales desamortizaciones. Muchas iglesias sevillanas, por ejemplo, y entre ellas la catedral, han ido desprendiéndose paulatinamente de sus fondos bibliográficos, so pretexto de estar las obras repetidas, de modo que en las ferias no es raro toparse con libros de los grandes maestros de la moral, el dogma y la exégesis, libros a menudo mal conservados, y entonces ofrecidos a vil precio, o más raramente casi intactos, muy caros en tal caso y que suelen servir de adorno de algún despacho ultramoderno, según la moda decorativa predominante. Después, pasada la moda, serán arrumbados y definitivamente se perderán. En todo caso, han dejado de valer por su contenido, para convertirse en un objeto baladí, versión distinguida de las compras de libros por metros, de encuadernación entonada con alfombras y cortinas, que adquiere un rico nuevo o el decorador paniaguado.

El desdén de los libros antiguos entraña no sólo la crisis del saber humanístico, del conocimiento de la realidad, del análisis exhaustivo del hombre, reemplazado todo esto por registros de datos y verificaciones de dichos registros. Entraña también una consecuencia más tangible y próxima, como es la existencia del libro mismo.

La exposición de ideas se articula en un libro mediante una serie de proposiciones que, en cierto modo, fundamentan las posteriores en las anteriores. El lector sigue un proceso cognoscitivo, analítico o sintético, que suele ir, si está bien ordenado, de lo simple a lo complejo. Cuanto más obscuro sea el tema, cuanto más difícil de comprender, también aumenta la sutileza de la fundamentación, el número de argumentos, la referencia a toda clase de conocimientos auxiliares. En cuanto a las obras literarias, el narrador considera diversos aspectos coordinados de un asunto, de tal manera que haya una especie de desarrollo argumental, de conexión verosímil, en lo que a causalidad se refiere, entre los sucesos referidos. Incluso el relato más deshilachado, donde simplemente se siga el curso automático de las ideas, como en el estilo de Joyce y de Selby, o en el semidelirante del último Cela, no deja de haber un esquema y la correspondiente articulación de los hechos, so pena de ser la historia batiburrillo sin pies ni cabeza.

Aparte de la intuición y el saber, el libro es fruto de una larga paciencia, de la meditación, de la ponderación de todas sus partes. También el lector tiene que armarse de la misma paciencia para entender lo que lea. Esto, por lo que se refiere a las obras científicas, del género que sean. Respecto de las artísticas, hay que frecuentarlas innumerables veces, lo mismo para gozarlas, descubriendo los secretos estéticos que nunca se agotan, como para estudiarlas e imitarlas. Consejo y testimonio de dos poetas:

Vos exemplaria graeca
nocturna versate manu, versate diurna
( 1 );

A thing of beauty is a joy for ever ( 2 ).

Pero a medida que los escritores se vuelven impacientes, que toman cualquier hipótesis, por ligera que sea, como indiscutible, rehusando la verificación; que tratan de escribir mucho, sin cuidarse de la calidad y con el pensamiento puesto en un fin distinto de la inteligencia y la verdad, entonces también la exposición se debilita, siendo, en su caso, las conclusiones precipitadas o la narración insípida. Este proceso degenerativo termina, bien presentando como evidente una idea acreditada, aunque ningún fundamento válido tenga y que por lo general más es prejuicio que idea, o bien refiriendo hechos cuyo único mérito consiste en ser chocantes, procaces o disparatados.

Los medios de comunicación aumentan estos defectos. La prensa escrita, especialmente los diarios, todavía conserva mucho del libro, suele relatar los acontecimientos conforme a desarrollo sistemático, haciendo resaltar los más notables y tratando de explicarlos. Sin embargo, la necesidad de proporcionar incesantemente novedades, la restricción del espacio disponible para el escritor, las consignas informativas, la poca cultura del público, etc., conducen con frecuencia a la simplificación arbitraria de los hechos y al análisis superficial. Estas imperfecciones se acrecientan en la radio, donde el tiempo impide cualquier examen detenido o un razonamiento fundamentado. Con la televisión llega a su colmo la deficiencia. Allí la substitución del pensamiento por la imagen vuelve inútil toda relación de causa a efecto; el hecho se justifica por su sola presentación en la pantalla, sin necesidad de explicación alguna. Apenas se necesitan breves palabras para identificarlo. La aparente objetividad con que se muestra un acontecimiento, le da a éste la misma consistencia de un suceso del mundo real. El espectador ni siquiera se da cuenta de que, si la contemplación de la realidad se tiñe casi siempre de subjetividad, siendo muy difícil separar la verdad de la ganga individual, todavía mucho más inficionada de toda clase de errores, interpretaciones falsas, mentiras, prejuicios y parcialidad está la imagen aparentemente impoluta de la televisión.

Aún más que la televisión es antítesis del libro antiguo el ordenador. Este artefacto acopia, registra y combina los datos que se le proporcionen; pero nunca responde más que con hechos escuetos. Incluso las ideas y juicios que en él se depositen, transformándose en otros tantos datos, pudiéndose combinar éstos entre sí indefinidamente, según la complicación del ingenio, pero siempre por razón de identidad, de similitud, de contigüidad, hasta de contrariedad, de forma previsible y automática, nunca espontánea. Ninguna variación libre, creadora es aquí posible. Para el usuario sensato la conveniencia especial del computador estriba sólo en su capacidad de almacenamiento de datos y de cálculo de todos los casos matemáticamente posibles. Insuperable resulta el aparatejo como jugador de ajedrez, supuesto que un buen jugador sea aquel que prevea todos los lances, pero resulte incapaz de tender trampas a su adversario. De otro lado, nuestro artilugio no puede predecir, por ejemplo, una catástrofe cuyos antecedentes no se hallen antes registrados. No cabe que imagine, interprete o supla; pero sí tiene la aptitud de reaccionar de forma determinada, cuando está preparada para hacerlo, previniendo así o ayudando a prevenir, por ejemplo, un desastre. Hay que observar con todo que, si bien la formación y elaboración de la memoria electrónica depende de un agente extraño, heteróclito, o sea de la mente humana, ésta se atiene, en el caso que nos ocupa, exclusivamente a lo que indica una pantalla y tiende a prescindir de su capacidad peculiar, juzgadora e innovadora, por lo cual los ordenadores pasan de ser simples auxiliares mnemotécnicos a constituirse en depósitos de un saber universal inveríficable, ya que verificar pertenece a la inteligencia que intuye, abstrae, juzga, medita y crea. No parece, pues, exagerado sostener que el ordenador manda y el hombre ejecuta.
Una admiradora de Miguel Hernández, queriendo dar una conferencia meditada y fidedigna acerca del poeta, recabó abundante información de “Internet”. Pero, escrupulosa, no dejó de corroborarla con otras fuentes. Ni uno solo de los datos proporcionados por la máquina era exacto. Tuvo la escritora que apelar, para conocer la verdad, al método clásico: consulta de libros, manuscritos, testimonios personales.

El conocimiento adquirido mediante la pantalla electrónica es totalmente anónimo o, si se quiere, deshumanizado. Resulta indiferente quién lo incluya en ella. El hecho escueto carece de escuela, estilo, carácter. No existe nada en él que recuerde las etapas por las que se llega a una conclusión, ni mucho menos son apreciables esos rasgos de genio y de ingenio que llenan todos los buenos libros, sean de la materia que fueren. Pero, al mismo tiempo, ese saber ultraobjetivo (que en realidad es “objetivo” en el sentido etimológico de la palabra: objicio, objectum, “lanzado o puesto delante”, no con el sentido de “real”, “verdadero”) jamás ilumina la mente del investigador con la admiración y el entusiasmo que suscita el talento ajeno y hace nacer más ideas al conjuro de ese fervor intelectual. Conocer deja de ser función de la mente para limitarse a comprobar datos, compararlos, copiarlos en su caso, clasificarlos. El manipular mecánico substituye en gran parte al pensamiento. Descubrir algo no significa ser más inteligente, sino conocer claves y usarlas oportunamente, para lo cual se precisa, sin duda, ser pícaro y hábil. Y cuando ese conjunto de datos se ponga por escrito, la expresión repetirá la forma esquemática de la pantalla, con su pobreza de léxico, con su estilo telegráfico, resultando innecesarios reflexión, elección de términos adecuados, limar del estilo, ya que todo lo reemplaza el teclear, hasta que se obtenga la referencia precisa.







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