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.Unos días en Paris

.Unos días en Paris

Mona Lisa, de Leonardo da Vinci

Paco López Mengual


Al igual que ojeo un álbum de fotos, a veces abro el diario de un viaje y paso un buen rato releyendo lo que un día escribí. Y en muchas ocasiones, un párrafo te acerca más recuerdos que una imagen. Como en esta visita al Louvre que realicé en agosto de 2006, que escribí en Unos día en París y que hoy releo.

“Nunca había visto tanta gente apiñada delante de un cuadro. La Mona Lisa –como siempre la habíamos llamado- es, sin duda, la estrella del Louvre. Me gustaría saber cuántas de las trescientas personas que, esta mañana, estaban de pie frente al retrato, habían acudido al museo a raíz de leer con fervor El código da Vinci.

La Gioconda está catalogada como el cuadro más importante del mundo y no sólo por su valor artístico, también por el halo de enigmáticas leyendas que, desde su creación, la ha rodeado. A lo largo de la historia, ha sido raptada dos veces, y varias más, agredida. El último ataque que sufrió fue el de un demente que le lanzó una piedra al rostro; “esa puta se ríe continuamente de mí”, argumentó en su defensa. Ahora, la exhiben sola, en el centro de una inmensa pared; protegida por un cristal de siete centímetros de espesor, antibalas, antilocos.

Francesco del Giocondo encargó el retrato de su mujer a Leonardo y lo pagó por adelantado. Tras dar la última pincelada, fascinado por su propia obra, el pintor no entregó el trabajo a su dueño. Tampoco devolvió el dinero. Viajó por el mundo durante quince años con la sonrisa en la maleta. Mientras, el marido se quejaba por todas las plazas de Florencia de que el genio había huido con su bolsa y su pintura. “Da gracias a Dios de que, al menos, te ha dejado a la esposa”, trataban de reconfortarlo los amigos.

Después de la explicación del guía y abriéndonos paso a codazos, hemos logrado situarnos durante unos segundos frente a la enigmática mujer. Al vernos llegar, nos ha sonreído levemente como recompensa a nuestro esfuerzo.

El museo de Louvre dispone de catorce kilómetros de galerías y de miles de chinos en su interior. Confieso que no sé distinguir a un chino de un japonés. Así que generalizo, porque son gentes con los ojos achinados las que abarrotan estos pabellones, aunque sospecho que todos ellos son obedientes súbditos del emperador del Japón. Horacio, nuestro guía argentino en París, afirma que los turistas japoneses lo aturden, lo marean; nosotros somos testigos de la veracidad de su pesadilla: levanta un brazo para indicar el detalle de un cuadro de Géricault –La balsa de la Medusa- y una interminable fila de pequeños nipones, aprovecha el hueco y desfila por debajo de su axila; al rato y a modo de una larga serpiente, otro silencioso grupo de japoneses se desliza sinuosamente por su espalda, rozándola.

Quizás por la monumentalidad de sus cuadros, por la perfección de su pincelada, por el realismo de sus personajes, me ha fascinado la obra del francés David. La coronación de Napoleón es uno de los cuadros más impresionantes que he contemplado en mi vida. A pesar de que han sido casi cuatro las horas que ha durado el celestial recorrido por el interior del museo, no ha quedado tiempo para visitar las salas donde se exponen las importantes obras de arte que las tropas de Napoleón expoliaron durante la campaña de Egipto.

Ya en la puerta, escuchamos a varios miembros del grupo quejarse airadamente de la falta de veracidad con la que, primero, Dan Brown y, después, el director de la película El código da Vinci, relatan el recorrido de Robert Langdon y Sophie Neveu por el Louvre. En París, percibes que son muchos los lectores a los que impactó esta obra; muchos, los que recuerdan hasta los más mínimos detalles de su trama.

Nos fotografiamos en el exterior del Louvre, junto a la moderna pirámide de cristal que mandó levantar Mitterrand, el mandatario con más porte de emperador que han tenido los franceses desde la abolición de la monarquía. Al igual que ocurrió cuando construyeron la torre Eiffel, media Francia puso el grito en el cielo oponiéndose a la osadía de colocar una moderna estructura de cristal y acero junto a la monumental fachada barroca del museo. Al parecer, es una constante el gusto de los galos por hacer convivir edificios de estilos dispares, construidos con materiales casi antagónicos. Pensándolo bien, no resulta ningún disparate esta cohabitación de géneros arquitectónicos en una ciudad donde conviven gentes de todas las razas, ideologías y religiones.”


 

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