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Petiso Orejudo

Petiso Orejudo

Paco López Mengual

En Ushuaia, el pueblo del fin del mundo, situado en La tierra del fuego, visité su vieja prisión, hoy convertida en museo. Allí eran recluidos los presos más peligrosos de Argentina. La dureza de las condiciones climáticas y el aislamiento geográfico hicieron que, durante los 46 años que estuvo en funcionamiento, ningún recluso lograra escapar. En la celda número 13, conocí la historia de uno de sus inquilinos: el Petiso Orejudo; un tipo aniñado, que no alcanzaba el 1,50 de estatura y que lucía unas enormes orejas de soplillo. A pesar de su inocente aspecto, resultó ser uno de los mayores sociópatas e hijos de puta de la historia de su país, responsable de la muerte de cuatro niños y del intento de asesinato de otros siete. Engatusaba a sus víctimas por la calle, los llevaba a un lugar apartado y allí los estrangulaba con una cuerda. Siempre acudía a los velatorios para cerciorarse de que estaban muertos y regocijarse con el dolor creado entre sus familiares.

El último crimen perpetrado por El Orejudo fue un niño de tres años llamado Gesualdo, al que logró llevar hasta un almacén abandonado con la promesa de darle unos caramelos. Tras el fallido intento de ahogar al niño, al que por su enorme resistencia dejó agonizante, buscó por el almacén algún objeto que eel sirviese para rematarle. Encontró un enorme clavo que, con la ayuda de una piedra, hundió en la cabeza del pequeño, causándole la muerte.

Un policía de Buenos Aires al que había llamado la atención la presencia del Petiso en los velatorios de todos los niños asesinados pidió a sus superiores tenderle una trampa. Maquillaron el cadáver del Gesualdo eliminando completamente la herida producida por el hierro hincado. Cuando el asesino se presentó ante el cadáver, colocó una expresión de sorpresa y murmuró ¿pero dónde está el clavo?, que fue escuchado por dos policías de paisano que se colocaron a su lado. Aquella fue la prueba por la que fue detenido. Tras confesar todos sus crímenes, fue condenado en un principio a reclusión en un psiquiátrico, pero tras el intento de asesinato a dos inválidos, se decidió enviarle al presidio de Ushuaia, el penal más duro de Argentina.

En los casi 30 años que estuvo recluido en la cárcel del Fin del Mundo tuvo un comportamiento ejemplar (quizás porque no había nadie más débil que él para asesinar), ejerciendo de barrendero del centro penitenciario. Durante todo ese tiempo, jamás recibió una carta ni una visita. Murió en la prisión a los 48 años de edad tras sufrir una fuerte hemorragia interna, que fue producida por la brutal paliza que le dieron una docena de presos al descubrir que había sido él quien había estrangulado con un cordón al gato que desde hacía años había sido adoptado como mascota por los reclusos del penal.

 

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