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Ficción versus realidad virtual
Ficción versus realidad virtual
Empar Fernández
Parece inevitable que nuestras vidas sigan cambiando en los años venideros al ritmo que marcan los avances tecnológicos. La celebración en Barcelona del Mobile World Congress (MWC) hace unos meses desveló algunos de los “adelantos” que acabarán por revolucionar nuestro día a día. Por una parte se ha iniciado ya la incorporación del grafeno, un alótropo del carbono de virtudes prodigiosas, a nuestros teléfonos móviles, a nuestros automóviles, a los aviones en los que nos desplazaremos en el futuro o al sector sanitario. Por otra parece inminente la tan cacareada evolución de la realidad virtual.
En relación a esta última son ya habituales las imágenes de los privilegiados que han participado en algún tipo de experiencia virtual. Permanecen durante la sesión perfectamente alineados unos junto a otros y con unas enormes gafas calzadas sobre la nariz. Las lentes milagrosas les permiten creer que ascienden a las cumbres más altas hasta rozar las nubes o que están a punto de ser devorados por las fauces de un cocodrilo de dimensiones estratosféricas. Los hemos vistos sonreír, estremecerse, intentar huir o aferrarse a los brazos de sus butacas mientras parecen disfrutar de la experiencia virtual que proporciona emociones de alta intensidad. Parece muy probable que las mencionadas gafas sean los gadgets que regalaremos dentro de unos años.
La generación de realidad virtual es una disciplina basada en el empleo de ordenadores y de otros dispositivos cuyo fin es producir una apariencia de realidad que permita al usuario tener la sensación de estar presente, de participar en ella. La poderosa impresión de formar parte de un entorno imposible, mágico, de un contexto que se volatilizará en cuanto nos despojemos de las gafas y abandonemos la butaca. Una ficción de la que saldremos sanos y salvos tras haber escapado al fuego que proyecta sobre nuestros rostros la boca de un dragón o la fuerza de un maremoto. Y yo, que no siempre acierto a comprender el mundo en el que me ha tocado vivir, a menudo creo que quizás toda realidad sea virtual. Pero esa es otra historia.
Al hilo de lo anterior he recordado una de las mejores definiciones de novela que conozco, la que formuló Siri Hustvedt, novelista, ensayista y poeta estadounidense. Siri afirma que “escribir una novela es recordar algo que nunca pasó”. Es decir: ficcionar. Más o menos como recrear una realidad virtual, presente, pasada o futura, pero sin necesidad de gafas ni de ordenadores y sí con sonrisas, llanto y algún que otro estremecimiento de aflicción, terror o placer. ¿No son una realidad virtual lugares como la Tierra Media, el País de las Maravillas o Macondo?
Novelar es para el autor recrear los rostros y las emociones de los protagonistas de su historia, pintar sus casas de colores, llenar sus habitaciones de muebles, de plantas sus jardines y de dolor y de alegrías sus vidas. Acompañar a sus personajes a sus puestos de trabajo, acostarse con ellos en sus camas, sembrar de terrores sus sueños o retratar la soledad en la que pasarán sus últimos años.
Construir una apasionante realidad virtual es lo que Cervantes, que murió hace cuatrocientos años, consiguió por partida doble con su enloquecido Don Quijote de la Mancha, el mayor de los expertos en realidades paralelas. Lo que lograron posteriormente Balzac, Austen, las Brontë o García Márquez, por citar solo algunos. Ninguno de ellos necesitó pantallas, gafas ni butacas en movimiento.
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