Ediición nº 18 -Enero/Marzo de 2012

La montaña azul

La montaña azul

por Paco López Mengual

No siempre debes emprender un largo y lejano viaje para descubrir un lugar insólito, mágico. A veces, ni siquiera es necesario llevar maletas, ni viajar a lomos de un elefante, montar en globo o surcar mares remotos. A veces, ese rincón del mundo que logra impresionarte, en donde se respira un ambiente exótico, se encuentra a pocos kilómetros del salón de tu casa. De hecho, fue el escuchar una historia y el conocer a un personaje, lo que me condujo a aquel paraje tan cercano y, sin embargo, tan desconocido; porque, desde que oí hablar de La montaña azul, el lugar me atrajo como un imán.
En realidad, aquel viaje comenzó una mañana de primavera, cuando acababa de levantar las persianas de mi mercería y entró en la tienda un hombre de aspecto raro. Barba descuidada, cabello canoso y revuelto, camiseta sin mangas y brazos llenos de tatuajes con sabor carcelario. Portaba una carpeta. A pesar del mal pelaje, parecía un tipo sereno, tranquilo. Me estrechó su mano llena de anillos y se presentó:
-Me llamo Diego López y soy Profeta –dijo con una voz profunda, casi bíblica. Su barba puntiaguda me trajo reminiscencias de uno de esos Cristos que en siglos pasados deambulaban predicando por los desiertos.
En ese instante, su nombre no me dijo nada, pero cuando me habló de cual era su misión en el mundo lo reconocí. Unos meses antes, había leído su historia en el periódico y sabía que su función en la tierra no era otra que la de luchar contra el demonio.
Efectivamente, Diego había pasado alguna temporada en prisión. Durante su alocada juventud, la afición a las drogas le había conducido a cometer varios atracos a mano armada en pequeños comercios. Pero un día, ocurrió algo que le cambió la vida. Esa tarde, mientras dormía la siesta tras una copiosa comida, se le apareció Dios. Al verlo con la túnica, las barbas y la melena blanca, el expresidiario se puso muy nervioso; pensó que había llegado su hora. Dios le tranquilizó: “No te asustes, hijo mío. Por ahora, no vengo a llevarte conmigo al Reino de los Cielos, sino ha encargarte un cometido: a partir de este momento, tienes que consagrar tu vida a luchar contra el Maligno”. El Señor le pidió que le acompañara hasta la ventana y, una vez allí, le mostró la montaña que se elevaba detrás de la casa. “Te ordeno que la pintes de color azul, del color del Cielo; y así, mi Enemigo huirá de este rincón de la Tierra, dejando en paz a las personas que lo habitan.”
Esa misma tarde, sin demora, Diego compró un bote de pintura y una brocha y comenzó a cumplir el mandato divino. Dedicaba a su labor muchas horas al día; desde que salía el sol hasta el anochecer. Palmo a palmo de tierra, piedra a piedra, el color azul comenzó a extenderse por la montaña, como el fruto de una insólita erupción volcánica. La labor paciente de este hombre empezó a recordar a la del santo Job. Pero a la vez que su obra avanzaba, comenzaban a surgir los problemas. Los vecinos lanzaron sus protestas contra el disparate; y en más de una ocasión, la policía, cumpliendo órdenes del alcalde y empleando malas formas, le requisó la pintura. También un grupo ecologista realizó un acto de protesta por la degradación medioambiental que estaba sufriendo la montaña. El párroco del Cabezo de Torres, que así se llama el pueblo murciano donde se alza el monte celeste, le llamó embustero por inventar la aparición divina y le prohibió la entrada en la Iglesia. Pero Diego, incansable, inmune a las críticas, continuó con el bote y la brocha.
La mañana que este hombre de aspecto mesiánico se acercó al mostrador de mi tienda, me aseguró que el dinero que pedía no era ni para comer ni para drogas. “Sólo pido limosna –me dijo- para comprar pintura azul con la que combatir a Lucifer.”
Le di un pequeño donativo y lo agradeció con una humilde inclinación de cabeza. Me pidió una tarjeta de la tienda y la pegó con cinta adhesiva en el interior de la carpeta que portaba. Cuando ya se marchaba, desde la puerta y en voz alta aunque serena, exclamó: “Puedes sentirte orgulloso, hermano: ahora, tu comercio colabora en la lucha contra el demonio.”





Desde ese día, la extraña visita de Diego López estuvo rondando por mi mente; pero no fue hasta varios meses después cuando decidí arrancar el motor de mi vehículo y poner rumbo a La montaña azul; conocer in situ la desconcertante obra del Profeta. Durante el corto trayecto, hice un esfuerzo por convencerme de que Diego López, un personaje digno de habitar en las páginas de una de las novelas de García Márquez, era real, de carne y hueso, y vivía a sólo cinco kilómetros de mi casa. En cierta forma, aquel viaje era como abrir un libro y sumergirme en sus aguas de papel y tinta.
La tarde que llegué al Cabezo de Torres, un matrimonio esbozó una sonrisa de incredulidad cuando les solicité información para acceder a la montaña. Luego, en la plaza de la Iglesia, lugar donde comienza el ascenso, me percaté de que la escultura con el busto del Papa Juan Pablo II también presentaba una mueca risueña. Me dio la impresión de que los vecinos no tomaban en serio la lucha de Diego López por impedir que el municipio cayera bajo los influjos de Satán. En cambio, las cuestas empinadas y en zigzag por las que remonté el pueblo hasta dejar abajo sus tejados insinuaban al visitante que se encontraba en el camino por donde se alcanza el cielo. El esfuerzo realizado tuvo su recompensa, porque al llegar, quedé fascinado por la colosal obra del Profeta, coronada por una mastodóntica cruz de cemento, clavada en la cumbre de la montaña durante los años cincuenta. Un gran cartel de madera, donde se podía leer escrito a mano “WELCOME. BIENVENIDO A LA MONTAÑA AZUL”, daba al lugar una extravagante apariencia entre lo sagrado y lo kish. Todas las piedras que rodeaban la montaña estaban teñidas de azul y cientos de palomas de extraños colores revoloteaban sobre aquel paraje terrenal, dando cierto aspecto de atmósfera divina. También los palomares que servían de refugio a las aves habían sido pintados del color del cielo.
Estuve un buen rato merodeando por la cumbre, subiendo y bajando por los riscos; incluso, llegué a descansar sentado y con la espalda apoyada en el mástil de la cruz. Ya en los pies del monte, un paisano me informó que, tras finalizar el encargo sagrado de salvar a sus vecinos de las garras del demonio, Diego López había peregrinado hacia el norte de la península y ahora se encontraba recluido en un convento junto al mar Cantábrico, “cuyas aguas también son de color azul”. Me mostró la casa del Profeta, situada en la falda de la montaña, y vi la ventana desde la que Dios le ordenó que iniciara su obra. Al ver la vivienda, deduje que debió de sobrarle pintura, porque incluso los marcos de las puertas y las canaleras que recogían el agua del tejado estaban coloreados del mismo azul. Para dotar a la escena de un mayor surrealismo, atado con cuerdas a la reja, había colgado un cartel de cartón con información al visitante. Estaba escrito con la misma letra que el Welcome y decía: “El porqué pinté una montaña de azul está en Internet”.
Era otoño, lo que me impidió comprobar si era cierto lo que un día leí en la prensa. Desde que Diego pintara la montaña, y sin duda atraída por su color azul, cada primavera revoloteaba por sus laderas una especie rarísima de mariposa. Los expertos consideraban un hecho anormal el que esta vistosa variedad de insecto pudiese anidar en estas latitudes. Me comentó el paisano que, cuando Diego López escuchaba a los científicos hablar de ello, guardaba silencio y sonreía. Al parecer, el profeta escondía la certeza de que no eran mariposas, sino ángeles; y las mimaba y trataba con suma delicadeza, como si fueran seres celestiales.

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