Ediición nº 18 -Enero/Marzo de 2012

José Luís Aranguren, filósofo y escritor.

José Luis López-Aranguren Jiménez

Este filósofo y ensayista español, nacido en Avila, el 9 de junio de 1909, está considerado como uno de los intelectuales más influyentes de la sociedad española del siglo XX y desde su cátedra de ética en la Universidad Complutense introdujo muchas ideas filosóficas contemporáneas en la Universidad española por entonces decadente y cerrada al exterior en la década de los 50.
Cursó estudios en el colegio de jesuitas de Chamartín (Madrid), entre 1918 y 1924, y posteriormente ingresó en la Universidad de Madrid en la que curso la licenciatura de Derecho que finalizó en 1931 y la de Filosofía y Letras. En las aulas universitarias conoció a José Ortega y Gasset, Javier Zubiri, Manuel García Morente, Julián Besteiro y otros intelectuales de la época. Conoció la obra de Eugenio d’Ors por la que manifestó una grana admiración.
Una vez declarada la guerra civil española en 1936, estuvo afiliado al bando nacional y formó parte del partido Falange Española y de las JONS, colaborando en la revista Vértice. Finalizada la guerra se integró en el grupo de intelectuales falangistas que colaboraban en la revista Escorial, quienes se fueron distanciando del régimen de Franco (Pedro Laín Entralgo, Gonzalo Torrente Ballester, Antonio Tovar, Dionisio Ridruejo y otros). A pesar de ello, fue duramente criticado por su actividad de informante del Régimen franquista.
Se doctoró en filosofía con una tesis sobre El protestantismo y la moral , de1951 a 1954, y posteriormente consiguió la cátedra de ética y sociología de la Universidad de Madrid en 1955. Publica Catolicismo y protestantismo como formas de existencia, en 1952
Sus críticas al Régimen del General Franco se agudizaron y, en 1965, participó junto a Enrique Tierno Galván, Agustín García Calvo, otros profesores y multitud de estudiantes, en una marcha de protesta por la falta de libertad de asociación. Por este motivo fue expulsado de la universidad española, junto a los dos profesores antes mencionados, pero continuó su actividad intelectual, escribiendo y colaborando con universidades extranjeras como profesor visitante.
Se trasladó a Los Ángeles, EE.UU., poco después, y allí fue profesor en las Universidades de Berkeley y, más tarde, en México y otros centros universitarios, pero siempre dentro de las corrientes progresistas e innovadoras de la filosofía.
Algunas de su principales obras son Propuestas morales (1983); El buen talante (1985), así como sus estudios sobre Unamuno y san Juan de la Cruz.
En1994 se empezaron a editar sus Obras completas, que constan de 6 volúmenes. (Edit. Trotta)
Recibió muchos homenajes en el último tramo de su vida y su influencia fue notabilísima entre los jóvenes estudiantes de la ética. Entre ellos destaca el Premio Nacional de Ensayo (España) en 1989.



En 1995, un año antes de su muerte, le fue otorgado el Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades.
Falleció el 17 de abril de 1996.

Comentarios sobre su pensamiento filosófico:

Su mayor preocupación filosófica fue la de analizar las relaciones entre ética y religión, especialmente a través de sus análisis de las éticas católica y protestante, criticando enérgicamente la separación evidente que existe en el protestantismo entre lo religioso y lo ético; pero también hacía hincapié en la necesidad de no aceptar la identificación entre lo ético y lo religioso que, en muchas ocasiones, se advierte en el catolicismo. Sin embargo, Aranguren afirmaba que en el mismo origen de la ética ésta se abría a la religión.
Acuñó el término de “aliedad” con las que enriqueció sus teorías éticas -término que expresa el ámbito de lo moral como fenómeno social-, y el de “alteridad” –ámbito de lo moral como fenómeno interpersonal-. Pergeñó un concepto singular de “Estado de justicia social”, a diferencia del denominado Estado de bienestar, y que está desvinculado de toda intervención totalitaria.
A pesar de ser católico, su concepto de la religión y de la ética le condujeron hacia una inevitable heterodoxia cristiana y hacia la ineludible exigencia de un compromiso moral e intelectual.
Su obra es una profunda reflexión de carácter ético, político y religioso, que tiene como meta la de señalar los peligros de una sociedad tecnificada y cibernética en la que falta la solidaridad y se advierte en ella la ausencia de los humanistas en todas sus variantes para contrarrestar la frialdad y alienación en la que los individuos cada vez se sienten más irremediablemente perdidos.



José Luís Aranguren, filósofo y escritor.


Editorial Trotta ha publicado su Obra completa:


Filosofía y religión


Ética

Ética y sociedad

Moral, sociología y política I

Moral, sociología y política II

Estudios literarios y autobiográficos



Bibiliografía

Aranguren, José Luis. Me llamo José Luis Aranguren. Madrid: Aguilar, 1965.

Bonete Perales, Enrique. Aranguren: la ética entre la religión y la política. Madrid: Tecnos, 1989.

Hermida del Llano, Cristina. Aranguren. Madrid: Ediciones del Orto, 1997.

López Aranguren, José Luis. Obras completas. 6 vols. Madrid: Trotta, 1994 ss.

Muguerza, Javier y otros. Etica día tras día. Homenaje al Profesor Aranguren en su 80º cumpleaños. Madrid: Trotta, 1991.

López Aranguren, José Luis (2010). Filosofía y vida intelectual: textos fundamentales. Edición de Carlos Gómez. Madrid: Editorial Trotta.













José Luís Aranguren, filósofo y escritor.

Ética. (fragmento)
d
e José Luis López Aranguren.

Segunda parte. Capítulo 1.

Se suele definir la Ética como la parte de la filosofía que trata de los actos morales. entendiendo por actos morales los medidos o regulados por la regula morum. De tal modo que el objeto material de la Ética serían los actos humani (a diferencia de los actos hominis); es decir, los actos libres y deliberados (perfecta o imperfectamente). Y el objeto formal, estos mismos actos, considerados bajo la razón formal de su ordenabilidad por la regula morum. Pero dejemos por ahora la regula morum que transporta el problema moral, demasiado pronto, al plano de su contenido, y digamos provisionalmente que el objeto formal lo constituirían los actos humanos en cuanto ejecutados por el hombre y «regulados» u «ordenados» por él. O, dicho de otro modo, los actos humanos considerados desde el punto de vista del «fin» o «bien», pero tomando estas palabras en toda su indeterminación, porque vamos a considerar la moral como estructura antes de entrar en su contenido. Mas, previamente, debemos hablar del objeto material, porque tras cuanto se ha escrito en la primera parte, la concepción clásica del objeto material se nos ha tornado problemática.
Hemos visto que la moral surge de la psicología o antropología y, materialmente, acota su ámbito dentro de ella. El objeto material de la Ética ha de ser, por tanto, aquella realidad psicológica que ulteriormente tematizaremos, considerándola desde el punto de vista ético. Ahora bien, ¿cuál es, en rigor, el objeto material de la Ética? ¿Lo constituyen los actos, según se afirma generalmente? La palabra ética deriva, como ya vimos, de êthos; la palabra moral, de mos. Ahora bien, ni êthos ni mos significan «acto». Ethos, ya lo sabemos, es «carácter», pero no en el sentido de temperamento dado con las estructuras psicobiológicas, sino en el de «modo de ser adquirido», en el de «segunda naturaleza». ¿Cómo se logra esta «segunda naturaleza», este êthos? Ya lo vimos también: es la costumbre o hábito, el éthos, el que engendra el êthos (hasta el punto de que el êthos no es sino la estructuración unitaria y concreta de los hábitos de cada persona). En latín la distinción entre el carácter o modo de ser apropiado y el hábito o costumbre como su medio de apropiación (y como su «rasgo» aislado), no aparece tan clara, porque la palabra mos traduce a la vez a éthos y a êthos. Santo Tomás ya lo señala agudamente:

Mos autem duo significat: –quadoque enim significat consuetudinem...; quandoque vero significat inclinationem quandam naturalem, vel quasi naturalem, ad aliquid agendum: unde et etiam brotorom animalium dicuntur aliqui mores... Et haec quidem duas significationes in nullo distinguuntur: nam ethos quad apud nos morem significat, quandoque habet primam longam; et scribitur per h graecam litteram; quandoque habet primam correptam, et scribitur per e.
Dicitur autem virtus moralis a more, secundum quod mos significat quandam inclinationem naturalem, ad aliquid agendum. Et huic significationi moris propinqua est alia significatio, quae significat consuetudinem: nam consuetudo quadammodo vertitur in naturam, et facit inclinationem similem naturali.
Sin embargo, hay que anotar que mos, en el sentido de êthos, se contamina de mos en el sentido de éthos o consuetudo, sentido este que acaba por imponerse; y justamente por eso Santo Tomás, pese a su fina percepción, no puede evitar –según veremos– la debilitación del sentido de êthos que, como se advierte en este texto, pasa a significar habitus, que es más que consuetudo o éthos, pero menos que carácter o êthos, aunque, por otra parte, contenga una nueva dimensión –la de habitudo o habitud– ausente en aquellas palabras griegas, pero presente, como ya vimos, en héxis. La palabra habitudo significa, en primer término igual que héxis, «haber» o «posesión»; pero en la terminología escolástica cobra además explícitamente un precioso sentido, que ya aparecía en héxis y que conserva el vocablo castellano «hábito», por lo cual, para traducirlo, es menester recurrir al cultismo «habitud». Santo Tomás ha distinguido muy bien ambos sentidos:
Hoc numen hibitus ab habendo est sumptum: a quo quidem numen habitus dupliciter derivatur: –uno quidem modo secundum quod homo vel quaecumque alia res dicitur aliquid habere–; alio modo secundum quod aliqua res aliquo modo habet se in seipsa, vel ad aliquid aliud.
Habitud significa, pues, primeramente, «haber» adquirido y apropiado; pero significa además que este «haber» consiste en un «habérselas» de un modo o de otro, consigo mismo o con otra cosa; es decir, en una «relación», en una «disposición a» que puede ser buena o mala: la salud, por ejemplo, es una buena disposición del cuerpo para la vida; la enfermedad, al revés, mala disposición. Pero ¿en orden a qué dispone la habitud moral? En orden principalmente al acto. Los hábitos son habitudes en orden a la naturaleza y, a través de ella, a su fin, la operación. Consisten, pues, en disposiciones difícilmente admisibles para la pronta y fácil ejecución de los actos correspondientes. Los hábitos se ordenan, pues, a los actos, y, recíprocamente, se engendran por repetición de actos. Ahora comprendemos la enorme importancia psicológica, y por ende moral, de los hábitos: determinan nuestra vida, contraen nuestra libertad, nos inclinan, a veces por modo casi inexorable: «Virtus enim moralis agit inclinando determinate ad unum sicut et natura», puesto que la costumbre es, en cierto modo, naturaleza. Y así puede llegar un momento de la vida en que la responsabilidad moral del hombre radique, mucho más que en el presente, casi totalmente comprometido ya, en el pasado; mucho más que en los actos, en los hábitos.
Tras los anteriores análisis –los de este capítulo y todos los de la primera parte– vemos que la Ética o Moral, según su nombre, tanto griego como latino, debe ocuparse fundamentalmente del carácter, modo adquirido de ser o inclinación natural ad agendum; y puesto que este carácter o segunda naturaleza se adquiere por el hábito, también de los hábitos debe tratar la Ética.

Ahora bien: en este nuevo objeto material –carácter y hábito– queda envuelto el anterior, los actos, porque, como dice Aristóteles, έ ω όµίω έιώ ί έι ίι. Hay, pues, un «cνrculo» entre estos tres conceptos, modo ιtico de ser, hábitos y actos, puesto que el primero sustenta los segundos y estos son los «principios intrínsecos de los actos», pero, recíprocamente, los hábitos se engendran por repetición de actos y el modo ético de ser se adquiere por hábito. Estudiemos, pues, a continuación, y en general, los actos, los hábitos y el carácter, considerados como objeto material de la Ética.
Empezando por los actos, lo primero que debemos preguntar es cuáles, entre los actos que el hombre puede ejecutar, importan a la Ética. La Escolástica establece dos divisiones. Distingue, por una parte los actus hominis que el hombre no realiza en cuanto tal, sino ut est natura quaedam y los actus humani o reduplicative, es decir, actos del hombre en cuanto tal hombre. Sólo estos constituyen propiamente el objeto de la Ética, porque sólo estos son perfectamente libres y deliberados. Mas, por otra parte, parece que también ciertos actos no bien deliberados son imputables al hombre. Entonces se establece una segunda distinción entre actos primo primi, provocados por causas naturales y ajenos por tanto a la Ética; actos secundo primi, imputables, por lo menos a veces, o parcialmente, en los cuales el hombre es movido inmediatamente por representaciones sensibles; y los actos secundo secundi, que son los únicos plenamente humani en el sentido de la división anterior.
Naturalmente, sólo un análisis casuístico y a la vez introspectivo podría establecer la imputabilidad de cada uno de esos actos que se mueven en la frontera indecisa de la deliberación y la indeliberación. Lo que en una teoría de la Ética nos importa señalar es el contraste, a este respecto, entre la época moderna por un lado y Aristóteles, el cristianismo y la Escolástica antiguos y la psicología actual de la moralidad por el otro. En la Edad Moderna, época del racionalismo y también del apogeo de la teología moral, se tendía a limitar la imputabilidad a actos que proceden de la pura razón, porque desde Descartes se había afirmado en realidad una mera unión accidental del alma y el cuerpo y se pensaba que el alma y la razón son términos sinónimos. Por tanto, sólo los actos «racionales» (no ya deliberados, sino discursivamente deliberados) serían propiamente humanos.

Aristóteles, por el contrario, pensaba que los malos movimientos que surgen en el alma constituyen ya una cierta imperfección, aunque sean reprimidos por ella: justamente por esto, tal sojuzgamiento o egkrateia no constituye virtud, sino solamente semivirtud. Le falta aquietamiento de la parte racional del alma, le falta la armonía interior o sofrosin.
Para el cristianismo, el problema era más difícil, porque tenía que contar con el fomes peccati, secuela del pecado original, rescoldo de movimientos desordenados que, sin embargo, en sí mismos, no constituyen pecado. Y, por otra parte, tenía que contar también con las tentaciones. A pesar de todo, el gran sentido ascético y el gran sentido de la unidad humana inclinaban a juzgar que el hombre asistido de la gracia puede, mediante una vigilancia elevada a hábito, prevenir un movimiento desordenado antes de que nazca.
Los estudios actuales a que nos hemos referido en el capítulo 8 de la primera parte, el psicoanálisis, la psicología de la moralidad, nos han mostrado, en primer lugar, que la vida espiritual no siempre, ni mucho menos, se desarrolla en forma de «debate» discursivo, como acontece en los autos sacramentales; pero que esto no empece a la libertad y la imputabilidad. El hombre sabe manejar con gran destreza su subconsciente, remitir allí lo que no quiere «ver», no preguntarse demasiado, no cobrar conciencia de lo que no le conviene, producir previamente una oscuridad en el alma para no poder advertir luego lo que allí ocurre, etcétera. Por otro lado, los movimientos desordenados no surgen aisladamente, sino que se van preparando, mediante mínimas claudicaciones, una atmósfera de disipación en la que consentimos entrar, una lenidad interiormente tolerada, etc. Los actos, por pequeños que sean, no nacen por generación espontánea, ni existen por sí mismos, sino que pertenecen a su autor, el cual tiene una personalidad, unos hábitos, una historia que gravitan sobre cada uno de estos actos. El gran error de la psicología clásica ha consistido en la atomización de la vida espiritual. Los actos de voluntad se tornaban aisladamente, como si se pudieran separar de los otros actos, precedentes y concomitantes, como si se pudieran separar de la vida psicobiológica entera y de la personalidad unitaria. La vida espiritual forma un conjunto orgánico.
Pero la psicología clásica no sólo ha atomizado la vida en actos, sino también cada acto. El análisis del acto de voluntad, llevado a cabo por Santo Tomás, está justificado. Distingue en él diferentes momentos o actos, unos respecto al fin, velle, frui e intendere, y otros con respecto a los medios, la electio, el consilium, el consensus, el usus y el imperium. Entiende por velle o amare la tendencia al fin en cuanto tal y sin más, y por frui la consecución del fin. Intendere no es una mera inclinación al fin como velle, sino en cuanto que ella envuelve los medios necesarios para alcanzarlo. La electio es la decisión –siempre de los medios–; el consilium, el acto de tomar consejo o deliberar; el consensus o «applicatio appetitivae virtutis ad rem», es decir, la complacencia o delectación («si se ha consentido o no», como nos suelen preguntar en el confesionario); y el imperium o praeceptam, que, como se sabe, discuten los escolásticos si es acto de la razón, como piensan Santo Tomás y los tomistas, o de la voluntad. Quienes se han dedicado a la «explotación» de estas indicaciones de Santo Tomás, que han sido principalmente Gonet y Billuart, y posteriormente Gardeil, han ordenado cronológicamente estos actos, añadiendo de su cosecha algunos para completar la serie, como la aprehensión o prima intellectio, el último juicio práctico, el juicio discrecional de los medios o dictamen práctico, distinguiendo entre uso activo y uso posesivo de los medios y hasta entre adeptio finis y fruitio, señalando, entre todos ellos, los que son actos del entendimiento y los que son actos de la voluntad y haciendo que unos y otros se alternen rigurosamente (esto último es la razón de que haya sido menester arbitrar actos nuevos). Decía antes que el análisis de Santo Tomás es legítimo. Pero ¿quiere decir que pueden aislarse cada uno de estos momentos? ¿No se pierde así la esencia unitaria del acto de voluntad, paralelamente a como aislando cada acto unitario se perdía de vista, según veíamos antes, la esencia unitaria de la vida espiritual? Es lícito analizar teoréticamente los momentos que constituyen o pueden constituir un acto, pero siempre que no se pierda de vista que todos esos momentos están embebidos los unos en los otros, que se interpenetran y forman una unidad en la realidad de cada acto in concreto.

Por consiguiente, frente al abuso del anterior análisis, hay que decir por de pronto que la serie cronológica –no establecida por Santo Tomás– es completamente abstracta y convencional, propia de una psicología asociacionista (el asociacionismo no es exclusivo de la teoría que se conoce con tal nombre). Por otra parte, y como tendremos ocasión de ver más adelante, la distinción de fines y medios es mucho más cambiante y problemática de lo que tal psicología supone. Finalmente, ese análisis del acto de voluntad será válido en el mejor de los casos y con todas las reservas señaladas cuando la voluntad procede reflexivamente. Ahora bien: ¿procede siempre así? La experiencia introspectiva nos muestra que no. Pero entonces es indudable que mucho más que la descomposición après coup de un unitario nos importa descubrir cuál es la esencia de ese acto unitario de voluntad o, dicho con otras palabras, averiguar qué es querer.
Esta esencia no puede consistir en el mero y voluble velle, en lo que los escolásticos llaman prima volitio y que no es todavía más que un puro «deseo», una «veleidad». Tampoco en la intención, que es sólo una vertiente del acto –su vertiente interior– frente a la plena realización. Ni tampoco, como quiere el voluntatista decisionismo moderno, en la elección, porque siempre se resuelve, como dice Santo Tomás, «ex aliquo amore». Preguntémonos, pues, de nuevo, ¿qué es querer? Reparemos en que, como hace notar Zubiri, la palabra española «querer» significa a la vez «apetecer» y «amar» o deleitarse en lo querido; es decir, que funde en una sola palabra, velle y frui, hace consistir el velle en frui. La palabra frui suele traducirse por disfrutar; pero antes de disfrutar significa, como escribió San Agustín, «amore alicui rei inhaerere propter se ipsam», en contraste con uti, «propter aliam». En este sentido primario se fruye mucho antes de disfrutar, se fruye desde que se empieza a querer porque hay una fruición anticipada o proyectiva (el día más feliz es siempre, como suele decirse, la víspera) y una fruición de lo conseguido y poseído, que es el disfrute. La fruición en el orden de la ejecución (in exsecutione) está ya al principio, como motor del acto y en el proceso entero. (Dom Lottin ha visto bien que el momento del consensus no puede aislarse entre el consilium y el dictamen práctico, porque en realidad está penetrado el proceso entero; pero esto es así justamente porque el consensus representa la fruitio en la distensión temporal del acto.) La fruición, como el fin, «se habet in operabilibus sicut principium in speculativis». De todo lo cual se concluye que, como dice Zubiri, la esencia de la volición o acto de voluntad es la fruición y todos los demás momentos, cuando de verdad acontecen y pueden distinguirse o discernirse, acontecen en función de la fruición. De la misma manera que el razonamiento no es sino el despliegue de la inteligencia como puro atenimiento a la realidad, la voluntad reflexiva y prepositiva no es más que la modulación o distensión –el deletreo, por así decirlo– de la fruición. Esta modulación o distensión no siempre entra en juego. Por ejemplo –sigo uno del propio Zubiri–, si estoy hambriento, sin haberme dado cuenta de ello, y veo de pronto un plato apetitoso, inmediatamente se produce en mí una fruición –que se manifiesta biológicamente en la secreción de jugos salivares, en que «se me hace la boca agua»– que culminará en la realización del acto de comer, de saborear, paladear y deglutir el alimento. Pero si –para continuar con el mismo ejemplo–, estando hambriento no tengo alimento a mi alcance, entonces sí puede ponerse en marcha el complicado proceso al principio descrito, aunque nunca o casi nunca con todas sus etapas discernibles y, desde luego si se trata de un acto plenario de voluntad, de un auténtico querer, sin que quepa separar los fines de los medios. Por ejemplo, cuando nos casamos, el matrimonio no es un fin para tener hijos ni para ninguna otra cosa, sino que el amor lo penetra y unifica todo. La complicada teoría de los fines primarios y secundarios sólo entra en juego realmente para quienes no quieren plenamente el matrimonio, para quienes se casan por conveniencia, para los «calculadores». (La teología moral de la época moderna ha sido pensada, si no con vistas al pecado, sí por lo menos contando con la imperfección y la fragilidad: la teología moral moderna ha sido Grenzmoral, moral de delimitación entre lo que es y lo que no es pecado.)

Ahora bien, al descubrir que la fruición, como acción de fruir, constituye la esencia del acto de voluntad, no hemos puesto de manifiesto más que una de las dimensiones de éste, lo que tiene de acto, es decir, de transeúnte. Pero ya sabemos que haciendo esto o lo otro llegaremos a ser esto o lo otro; sabemos que al realizar un acto realizamos y nos apropiamos una posibilidad de ser: si amamos, nos hacemos amantes; si hacemos justicia, nos hacemos justos. A través de los actos que pasan va decantándose en nosotros algo que permanece. Y eso que permanece, el sistema unitario de cuanto, por apropiación, llega a tener el hombre, es, precisamente, su más profunda realidad moral.

2. Introducción

Ética (del griego ethika, de ethos, ‘comportamiento’, ‘costumbre’), principios o pautas de la conducta humana, a menudo y de forma impropia llamada moral (del latín mores, ‘costumbre’) y por extensión, el estudio de esos principios a veces llamado filosofía moral. Este artículo se ocupa de la ética sobre todo en este último sentido y se concreta al ámbito de la civilización occidental, aunque cada cultura ha desarrollado un modelo ético propio.

La ética, como una rama de la filosofía, está considerada como una ciencia normativa, porque se ocupa de las normas de la conducta humana, y para distinguirse de las ciencias formales, como las matemáticas y la lógica, y de las ciencias empíricas, como la química y la física. Las ciencias empíricas sociales, sin embargo, incluyendo la psicología, chocan en algunos puntos con los intereses de la ética ya que ambas estudian la conducta social. Por ejemplo, las ciencias sociales a menudo procuran determinar la relación entre principios éticos particulares y la conducta social, e investigar las condiciones culturales que contribuyen a la formación de esos principios.

3. Principios éticos

Los filósofos han intentado determinar la bondad en la conducta de acuerdo con dos principios fundamentales y han considerado algunos tipos de conducta buenos en sí mismos o buenos porque se adaptan a un modelo moral concreto. El primero implica un valor final o summum bonum, deseable en sí mismo y no sólo como un medio para alcanzar un fin. En la historia de la ética hay tres modelos de conducta principales, cada uno de los cuales ha sido propuesto por varios grupos o individuos como el bien más elevado: la felicidad o placer; el deber, la virtud o la obligación y la perfección, el más completo desarrollo de las potencialidades humanas. Dependiendo del marco social, la autoridad invocada para una buena conducta es la voluntad de una deidad, el modelo de la naturaleza o el dominio de la razón. Cuando la voluntad de una deidad es la autoridad, la obediencia a los mandamientos divinos o a los textos bíblicos supone la pauta de conducta aceptada. Si el modelo de autoridad es la naturaleza, la pauta es la conformidad con las cualidades atribuidas a la naturaleza humana. Cuando rige la razón, se espera que la conducta moral resulte del pensamiento racional.

4. Prudencia, placer o poder

Algunas veces los principios elegidos no tienen especificado su valor último, en la creencia de que tal determinación es imposible. Esa filosofía ética iguala la satisfacción en la vida con prudencia, placer o poder, pero se deduce ante todo de la creencia en la doctrina ética de la realización natural humana como el bien último.
Una persona que carece de motivación para tener una preferencia puede resignarse a aceptar todas las costumbres y por ello puede elaborar una filosofía de la prudencia. Esa persona vive, de esta forma, de conformidad con la conducta moral de la época y de la sociedad.
El hedonismo es la filosofía que enseña que el bien más elevado es el placer. El hedonista tiene que decidir entre los placeres más duraderos y los placeres más intensos, si los placeres presentes tienen que ser negados en nombre de un bienestar global y si los placeres mentales son preferibles a los placeres físicos.
Una filosofía en la que el logro más elevado es el poder puede ser resultado de una competición. Como cada victoria tiende a elevar el nivel de la competición, el final lógico de una filosofía semejante es un poder ilimitado o absoluto. Los que buscan el poder pueden no aceptar las reglas éticas marcadas por la costumbre y, en cambio, conformar otras normas y regirse por otros criterios que les ayuden a obtener el triunfo. Pueden intentar convencer a los demás de que son morales en el sentido aceptado del término, para enmascarar sus deseos de conseguir poder y tener la recompensa habitual de la moralidad.

5. Historia

Desde que los hombres viven en comunidad, la regulación moral de la conducta ha sido necesaria para el bienestar colectivo. Aunque los distintos sistemas morales se establecían sobre pautas arbitrarias de conducta, evolucionaron a veces de forma irracional, a partir de que se violaran los tabúes religiosos o de conductas que primero fueron hábito y luego costumbre, o asimismo de leyes impuestas por líderes para prevenir desequilibrios en el seno de la tribu. Incluso las grandes civilizaciones clásicas egipcia y sumeria desarrollaron éticas no sistematizadas, cuyas máximas y preceptos eran impuestos por líderes seculares como Ptahhotep, y estaban mezclados con una religión estricta que afectaba a la conducta de cada egipcio o cada sumerio. En la China clásica las máximas de Confucio fueron aceptadas como código moral. Los filósofos griegos, desde el siglo VI a.C. en adelante, teorizaron mucho sobre la conducta moral, lo que llevó al posterior desarrollo de la ética como una filosofía.

6. La temprana ética griega

En el siglo VI a.C. el filósofo heleno Pitágoras desarrolló una de las primeras reflexiones morales a partir de la misteriosa religión griega del orfismo. En la creencia de que la naturaleza intelectual es superior a la naturaleza sensual y que la mejor vida es la que está dedicada a la disciplina mental, fundó una orden semirreligiosa con leyes que hacían hincapié en la sencillez en el hablar, el vestir y el comer. Sus miembros ejecutaban ritos que estaban destinados a demostrar sus creencias religiosas.
En el siglo V a.C. los filósofos griegos conocidos como sofistas, que enseñaron retórica, lógica y gestión de los asuntos públicos, se mostraron escépticos en lo relativo a sistemas morales absolutos. El sofista Protágoras enseñó que el juicio humano es subjetivo y que la percepción de cada uno sólo es válida para uno mismo. Gorgias llegó incluso al extremo de afirmar que nada existe, pues si algo existiera los seres humanos no podrían conocerlo; y que si llegaban a conocerlo no podrían comunicar ese conocimiento. Otros sofistas, como Trasímaco, creían que la fuerza hace el derecho. Sócrates se opuso a los sofistas. Su posición filosófica, representada en los diálogos de su discípulo Platón, puede resumirse de la siguiente manera: la virtud es conocimiento; la gente será virtuosa si sabe lo que es la virtud, y el vicio, o el mal, es fruto de la ignorancia. Así, según Sócrates, la educación como aquello que constituye la virtud puede conseguir que la gente sea y actúe conforme a la moral.

7. Escuelas griegas de ética

La mayoría de las escuelas de filosofía moral griegas posteriores surgieron de las enseñanzas de Sócrates. Cuatro de estas escuelas fueron creadas por sus discípulos inmediatos: los cínicos, los cirenaicos, los megáricos (escuela fundada por Euclides de Megara) y los platónicos.

Los cínicos, en especial el filósofo Antístenes, afirmaban que la esencia de la virtud, el bien único, es el autocontrol, y que esto se puede inculcar. Los cínicos despreciaban el placer, que consideraban el mal si era aceptado como una guía de conducta. Juzgaban todo orgullo como un vicio, incluyendo el orgullo en la apariencia, o limpieza. Se cuenta que Sócrates dijo a Antístenes: "Puedo ver tu orgullo a través de los agujeros de tu capa".
Los cirenaicos, sobre todo Aristipo de Cirene, eran hedonistas y creían que el placer era el bien mayor (en tanto en cuanto no dominara la vida de cada uno), que ningún tipo de placer es superior a otro y, por ello, que sólo es mensurable en grado y duración.
Los megáricos, seguidores de Euclides, propusieron que aunque el bien puede ser llamado sabiduría, Dios o razón, es ‘uno’ y que el Bien es el secreto final del Universo que sólo puede ser revelado mediante el estudio lógico.
Según Platón, el bien es un elemento esencial de la realidad. El mal no existe en sí mismo, sino como reflejo imperfecto de lo real, que es el bien. En sus Diálogos (primera mitad del siglo IV a.C.) mantiene que la virtud humana descansa en la aptitud de una persona para llevar a cabo su propia función en el mundo. El alma humana está compuesta por tres elementos —el intelecto, la voluntad y la emoción— cada uno de los cuales posee una virtud específica en la persona buena y juega un papel específico. La virtud del intelecto es la sabiduría, o el conocimiento de los fines de la vida; la de la voluntad es el valor, la capacidad de actuar, y la de las emociones es la templanza, o el autocontrol.

La virtud última, la justicia, es la relación armoniosa entre todas las demás, cuando cada parte del alma cumple su tarea apropiada y guarda el lugar que le corresponde. Platón mantenía que el intelecto ha de ser el soberano, la voluntad figuraría en segundo lugar y las emociones en el tercer estrato, sujetas al intelecto y a la voluntad. La persona justa, cuya vida está guiada por este orden, es por lo tanto una persona buena. Aristóteles, discípulo de Platón, consideraba la felicidad como la meta de la vida. En su principal obra sobre esta materia, Ética a Nicómaco (finales del siglo IV a.C.), definió la felicidad como una actividad que concuerda con la naturaleza específica de la humanidad; el placer acompaña a esta actividad pero no es su fin primordial. La felicidad resulta del único atributo humano de la razón, y funciona en armonía con las facultades humanas. Aristóteles mantenía que las virtudes son en esencia un conjunto de buenos hábitos y que para alcanzar la felicidad una persona ha de desarrollar dos tipos de hábitos: los de la actividad mental, como el del conocimiento, que conduce a la más alta actividad humana, la contemplación, y aquéllos de la emoción práctica y la emoción, como el valor. Las virtudes morales son hábitos de acción que se ajustan al término medio, el principio de moderación, y han de ser flexibles debido a las diferencias entre la gente y a otros factores condicionantes. Por ejemplo, lo que uno puede comer depende del tamaño, la edad y la ocupación. En general, Aristóteles define el término medio como el estado virtuoso entre los dos extremos de exceso e insuficiencia; así, la generosidad, una virtud, es el punto medio entre el despilfarro y la tacañería. Para Aristóteles, las virtudes intelectuales y morales son sólo medios destinados a la consecución de la felicidad, que es el resultado de la plena realización del potencial humano.

Estoicismo
La filosofía del estoicismo se desarrolló en torno al 300 a.C. durante los periodos helenístico y romano. En Grecia los principales filósofos estoicos fueron Zenón de Citio, Cleantes y Crisipo de Soli. En Roma el estoicismo resultó ser la más popular de las filosofías griegas y Cicerón fue, entre los romanos ilustres, uno de los que cayó bajo su influencia. Sus principales representantes durante el periodo romano fueron el filósofo griego Epicteto y el emperador y pensador romano Marco Aurelio. Según los estoicos, la naturaleza es ordenada y racional, y sólo puede ser buena una vida llevada en armonía con la naturaleza. Los filósofos estoicos, sin embargo, también se mostraban de acuerdo en que como la vida está influenciada por circunstancias materiales el individuo tendría que intentar ser todo lo independiente posible de tales condicionamientos. La práctica de algunas virtudes cardinales, como la prudencia, el valor, la templanza y la justicia, permite alcanzar la independencia conforme el espíritu del lema de los estoicos, "Aguanta y renuncia". De ahí, que la palabra estoico haya llegado a significar fortaleza frente a la dificultad.

Epicureísmo
En los siglos IV y III a.C., el filósofo griego Epicuro desarrolló un sistema de pensamiento, más tarde llamado epicureísmo, que identificaba la bondad más elevada con el placer, sobre todo el placer intelectual y, al igual que el estoicismo, abogó por una vida moderada, incluso ascética, dedicada a la contemplación. El principal exponente romano del epicureísmo fue el poeta y filósofo Lucrecio, cuyo poema De rerum natura (De la naturaleza de las cosas), escrito hacia la mitad del siglo I a.C., combinaba algunas ideas derivadas de las doctrinas cosmológicas del filósofo griego Demócrito con otras derivadas de la ética de Epicuro. Los epicúreos buscaban alcanzar el placer manteniendo un estado de serenidad, es decir, eliminando todas las preocupaciones de carácter emocional. Consideraban las creencias y prácticas religiosas perniciosas porque preocupaban al individuo con pensamientos perturbadores sobre la muerte y la incertidumbre de la vida después de ese tránsito. Los epicúreos mantenían también que es mejor posponer el placer inmediato con el objeto de alcanzar una satisfacción más segura y duradera en el futuro; por lo tanto, insistieron en que la vida buena lo es en cuanto se halla regulada por la autodisciplina.

8. Ética cristiana

Los modelos éticos de la edad clásica fueron aplicados a las clases dominantes, en especial en Grecia. Las mismas normas no se extendieron a los no griegos, que eran llamados barbaroi (bárbaros), un término que adquirió connotaciones peyorativas. En cuanto a los esclavos, la actitud hacia los mismos puede resumirse en la calificación de ‘herramientas vivas’ que le aplicó Aristóteles. En parte debido a estas razones, y una vez que decayeron las religiones paganas, las filosofías contemporáneas no consiguieron ningún refrendo popular y gran parte del atractivo del cristianismo se explica por la extensión de la ciudadanía moral a todos, incluso a los esclavos.

El advenimiento del cristianismo marcó una revolución en la ética, al introducir una concepción religiosa de lo bueno en el pensamiento occidental. Según la idea cristiana una persona es dependiente por entero de Dios y no puede alcanzar la bondad por medio de la voluntad o de la inteligencia, sino tan sólo con la ayuda de la gracia de Dios. La primera idea ética cristiana descansa en la regla de oro: "Lo que quieras que los hombres te hagan a ti, házselo a ellos" (Mt. 7,12); en el mandato de amar al prójimo como a uno mismo (Lev. 19,18) e incluso a los enemigos (Mt. 5,44), y en las palabras de Jesús: "Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios" (Mt. 22,21). Jesús creía que el principal significado de la ley judía descansa en el mandamiento "amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu fuerza y con toda tu mente, y a tu prójimo como a ti mismo" (Lc. 10,27).
El cristianismo primigenio realzó como virtudes el ascetismo, el martirio, la fe, la misericordia, el perdón, el amor no erótico, que los filósofos clásicos de Grecia y Roma apenas habían considerado importantes.

9. Ética de los padres de la iglesia

Uno de los puntos fuertes de la ética cristiana fue la oposición al maniqueísmo, una religión de origen persa que mantenía que el bien y el mal (la luz y la sombra) eran fuerzas opuestas que luchaban por el dominio absoluto. El maniqueísmo tuvo mucha aceptación en los siglos III y IV d.C. San Agustín, considerado como el fundador de la teología cristiana, fue maniqueo en su juventud pero abandonó este credo después de recibir la influencia del pensamiento de Platón. Tras su conversión al cristianismo en el 387, intentó integrar la noción platónica con el concepto cristiano de la bondad como un atributo de Dios, y el pecado como la caída de Adán, de cuya culpa una persona está redimida por la gracia de Dios. La creencia maniqueísta en el diablo persistió, sin embargo, como se puede ver en la convicción de san Agustín en la maldad intrínseca de la naturaleza humana. Esta actitud pudo reflejar su propio sentido de culpabilidad, por los excesos que había cometido en la adolescencia y puede justificar el énfasis que puso la primera doctrina moral cristiana sobre la castidad y el celibato.

Durante la edad media tardía, los trabajos de Aristóteles, a los que se pudo acceder a través de los textos y comentarios preparados por estudiosos árabes, tuvieron una fuerte influencia en el pensamiento europeo. Al resaltar el conocimiento empírico en comparación con la revelación, el aristotelismo amenazaba la autoridad intelectual de la Iglesia. El teólogo cristiano santo Tomás de Aquino consiguió, sin embargo, armonizar el aristotelismo con la autoridad católica al admitir la verdad del sentido de la experiencia pero manteniendo que ésta completa la verdad de la fe. La gran autoridad intelectual de Aristóteles se puso así al servicio de la autoridad de la Iglesia, y la lógica aristotélica acabó por apoyar los conceptos agustinos del pecado original y de la redención por medio de la gracia divina. Esta síntesis representa la esencia de la mayor obra de Tomás de Aquino, Summa Theologiae (1265-1273).

10. Ética y penitencia

Conforme la Iglesia medieval se hizo más poderosa, se desarrolló un modelo de ética que aportaba el castigo para el pecado y la recompensa de la inmortalidad para premiar la virtud. Las virtudes más importantes eran la humildad, la continencia, la benevolencia y la obediencia; la espiritualidad, o la bondad de espíritu, era indispensable para la moral. Todas las acciones, tanto las buenas como las malas, fueron clasificadas por la Iglesia y se instauró un sistema de penitencia temporal como expiación de los pecados.
Las creencias éticas de la Iglesia medieval fueron recogidas en literatura en la Divina Comedia de Dante, que estaba influenciada por las filosofías de Platón, Aristóteles y santo Tomás de Aquino. En la sección de la Divina Comedia titulada ‘Infierno’, Dante clasifica el pecado bajo tres grandes epígrafes, cada uno de los cuales tenía más subdivisiones. En un orden creciente de pecado colocó los pecados de incontinencia (sensuales o emocionales), de violencia o brutalidad (de la voluntad), y de fraude o malicia (del intelecto). Las tres facultades del alma de Platón son repetidas así en su orden jerárquico original, y los pecados son considerados como perversiones de una u otra de las tres facultades.

11. Ética después de la reforma

La influencia de las creencias y prácticas éticas cristianas disminuyó durante el renacimiento. La Reforma protestante provocó un retorno general a los principios básicos dentro de la tradición cristiana, cambiando el énfasis puesto en algunas ideas e introduciendo otras nuevas. Según Martín Lutero, la bondad de espíritu es la esencia de la piedad cristiana. Al cristiano se le exige una conducta moral o la realización de actos buenos, pero la justificación, o la salvación, viene sólo por la fe. El propio Lutero había contraído matrimonio y el celibato dejó de ser obligatorio para el clero protestante.

El teólogo protestante francés y reformista religioso Juan Calvino aceptó la doctrina teológica de que la salvación se obtiene sólo por la fe y mantuvo también la doctrina agustina del pecado original. Los puritanos eran calvinistas y se adhirieron a la defensa que hizo Calvino de la sobriedad, la diligencia, el ahorro y la ausencia de ostentación; para ellos la contemplación era holgazanería y la pobreza era o bien castigo por el pecado o bien la evidencia de que no se estaba en gracia de Dios. Los puritanos creían que sólo los elegidos podrían alcanzar la salvación. Se consideraban a sí mismos elegidos, pero no podían estar seguros de ello hasta que no hubieran recibido una señal. Creían que su modo de vida era correcto en un plano ético y que ello comportaba la prosperidad mundana. La prosperidad fue aceptada pues como la señal que esperaban. La bondad se asoció a la riqueza y la pobreza al mal. No lograr el éxito en la profesión de cada uno pareció ser un signo claro de que la aprobación de Dios había sido negada. La conducta que una vez se pensó llevaría a la santidad, llevó a los descendientes de los puritanos a la riqueza material.
En general, durante la Reforma la responsabilidad individual se consideró más importante que la obediencia a la autoridad o a la tradición. Este cambio, que de una forma indirecta provocó el desarrollo de la ética secular moderna, se puede apreciar en De iure belli et pacis (La ley de la guerra y la paz, 1625) realizado por el jurista, teólogo y estadista holandés Hugo Grocio. Aunque esta obra apoya algunas de las doctrinas de santo Tomás de Aquino, se centra más en las obligaciones políticas y civiles de la gente dentro del espíritu de la ley romana clásica. Grocio afirmaba que la ley natural es parte de la ley divina y se funda en la naturaleza humana, que muestra un deseo por lograr la asociación pacífica con los demás y una tendencia a seguir los principios generales en la conducta. Por ello, la sociedad está basada de un modo armónico en la ley natural.
12. Filosofías éticas seculares

En el Leviatán (1651), el filósofo inglés Thomas Hobbes atribuye la mayor importancia a la sociedad organizada y al poder político. Afirmaba que la vida humana en el "estado de naturaleza" (independiente de o anterior a, la institución del estado civil) es "solitaria, pobre, sucia, violenta y corta" y que es "una guerra de todos contra todos". En consecuencia, la gente busca seguridad participando en un contrato social en el que el poder original de cada persona se cede a un soberano que, a su vez, regula la conducta.
Esta postura conservadora en política asume que los seres humanos son malos y precisan un Estado fuerte para reprimirlos. No obstante, Hobbes afirmaba que si un soberano no da seguridad y orden y es derrocado por sus súbditos, la sociedad vuelve al estado de naturaleza y puede comprometerse en un nuevo contrato. La doctrina de Hobbes relativa al estado y al contrato social marcó el pensamiento del filósofo inglés John Locke. En sus dos Tratados sobre el gobierno civil (1690) Locke mantenía, sin embargo, que el fin del contrato social es limitar el poder absoluto de la autoridad y, como contrapeso, promover la libertad individual.

La razón humana es el criterio para una conducta recta en el modelo elaborado por el filósofo holandés Baruch Spinoza. En su obra más importante, Ética (1677), Spinoza afirmaba que la ética se deduce de la psicología y la psicología de la metafísica. Sostenía que todas las cosas son neutras en el orden moral desde el punto de vista de la eternidad; sólo las necesidades e intereses humanos determinan lo que se considera bueno o malo, el bien y el mal. Todo lo que contribuye al conocimiento de la naturaleza del ser humano o se halla en consonancia con la razón humana está prefigurado como bueno. Por ello, cabe suponer que todo lo que la gente tiene en común es lo mejor para cada uno, lo bueno que la gente busca para los demás es lo bueno que desea para sí misma. Además, la razón es necesaria para refrenar las pasiones y alcanzar el placer y la felicidad evitando el sufrimiento. El estado humano más elevado, según Spinoza, es el "amor intelectual de Dios" que viene dado por el conocimiento intuitivo, una facultad mayor que la razón ordinaria. Con el uso adecuado de esta propiedad, una persona puede contemplar la totalidad del universo mental y físico y considerar que éste engloba una sustancia infinita que Spinoza denomina Dios sin disociarlo del mundo.

Las leyes de Newton
La mayoría de los grandes descubrimientos científicos han afectado a la ética. Los descubrimientos de Isaac Newton, el filósofo científico inglés del siglo XVII, aportaron uno de los primeros y más claros ejemplos de esta influencia. Las leyes de Newton se consideraron como prueba de un orden divino racional. La opinión contemporánea al respecto fue expresada por el poeta inglés Alexander Pope en el verso "Dios dijo: ¡dejad en paz a Newton!, y se hizo la luz". Los hallazgos e hipótesis de Newton provocaron que los filósofos tuvieran confianza en un modelo ético tan racional y ordenado como se suponía que era la naturaleza.

Filosofías éticas anteriores al darwinismo
Durante el siglo XVIII, los filósofos británicos David Hume, en Ensayos morales y políticos (1741-1742), y Adam Smith, autor de la teoría económica del laissez-faire, en su Teoría de los sentimientos morales (1759), formularon modelos éticos del mismo modo subjetivos. Identificaron lo bueno con aquello que produce sentimientos de satisfacción y lo malo con lo que provoca dolor. Según Hume y Smith, las ideas de moral e interés público provocan sentimientos de simpatía entre personas que tienden las unas hacia las otras incluso cuando no están unidas por lazos de parentesco u otros lazos directos.

El filósofo y novelista francés Jean-Jacques Rousseau, en su Contrato social (1762), aceptó la teoría de Hobbes de una sociedad regida por las cláusulas de un contrato social. En su novela Emilio o De la educación (1762) y en otras obras, sin embargo, atribuía el mal ético a las inadaptaciones sociales y mantuvo que los humanos eran buenos por naturaleza. El anarquista, filósofo, novelista y economista político británico William Godwin llevó esta convicción hasta su extremo lógico en su Ensayo sobre la justicia política (1793), que rechazaba todas las instituciones sociales, incluidas las del Estado, sobre la base de que su simple existencia constituye la fuente del mal.
Una mayor aportación a la ética fue hecha a finales del siglo XVIII por el filósofo alemán Immanuel Kant en su Fundamentación de la metafísica de las costumbres (1785). Según Kant, no importa con cuánta inteligencia actúe el individuo, los resultados de las acciones humanas están sujetos a accidentes y circunstancias; por lo tanto, la moralidad de un acto no tiene que ser juzgada por sus consecuencias sino sólo por su motivación ética. Sólo en la intención radica lo bueno, ya que es la que hace que una persona obre, no a partir de la inclinación, sino desde la obligación, que está basada en un principio general que es el bien en sí mismo. Como principio moral último, Kant volvió a plantear el término medio en una forma lógica: "Obra como si la máxima de tu acción pudiera ser erigida, por tu voluntad, en ley universal de la naturaleza". Esta regla es denominada imperativo categórico, porque es general y a la vez encierra un mandato. Kant insistió en que uno ha de tratar a los demás como si fueran "en cada caso un fin, y nunca sólo un medio".

Utilitarismo
La doctrina ética y política conocida como utilitarismo fue formulada por el británico Jeremy Bentham hacia finales del siglo XVIII y más tarde comentada por el también filósofo y británico James Mill y su hijo John Stuart Mill. En su Introducción a los principios de la moral y la legislación (1789), Bentham explicó el principio de utilidad como el medio para contribuir al aumento de la felicidad de la comunidad. Creía que todas las acciones humanas están motivadas por un deseo de obtener placer y evitar el sufrimiento. Al ser el utilitarismo un hedonismo universal, y no un hedonismo egoísta como podría interpretarse el epicureísmo, su bien más elevado consiste en alcanzar la mayor felicidad para el mayor número de personas.

Ética hegeliana
En La filosofía del Derecho (1821), el filósofo alemán Georg Wilhelm Friedrich Hegel aceptó el imperativo categórico de Kant, pero lo enmarcó en una teoría universal evolutiva donde toda la historia está contemplada como una serie de etapas encaminadas a la manifestación de una realidad fundamental que es tanto espiritual como racional. La moral, según Hegel, no es el resultado de un contrato social, sino un crecimiento natural que surge en la familia y culmina, en un plano histórico y político, en el Estado prusiano de su tiempo. "La historia del mundo, escribió, es disciplinar la voluntad natural incontrolada, llevarla a la obediencia de un principio universal y facilitar una libertad subjetiva".

El filósofo y teólogo danés Sören Kierkegaard reaccionó con fuerza en contra del modelo de Hegel. En O lo Uno o lo Otro (1843), Kierkegaard manifestó su mayor preocupación ética, el problema de la elección. Creía que modelos filosóficos como el de Hegel ocultan este problema crucial al presentarlo como un asunto objetivo con una solución universal, en vez de un asunto subjetivo al que cada persona tiene que enfrentarse de manera individual. La propia elección de Kierkegaard fue vivir sometido a la ética cristiana. Su énfasis en la necesidad de la elección tuvo influencia en algunos filósofos relacionados con el movimiento conocido

como existencialismo, tanto como con algunos filósofos críticos, cristianos y judíos.

Ética a partir de Darwin
El desarrollo científico que más afectó a la ética después de Newton fue la teoría de la evolución presentada por Charles Darwin. Los hallazgos de Darwin facilitaron soporte documental al modelo, algunas veces denominado ética evolutiva, término aportado por el filósofo británico Herbert Spencer, según el cual la moral es sólo el resultado de algunos hábitos adquiridos por la humanidad a lo largo de la evolución. El filósofo alemán Friedrich Nietzsche dio una explicación asombrosa pero lógica de la tesis darwinista acerca de que la selección natural es una ley básica de la naturaleza. Según Nietzsche, la llamada conducta moral es necesaria tan sólo para el débil. La conducta moral —en particular la defendida por el judeocristianismo, que según él es una doctrina esclava— tiende a permitir que el débil impida la autorrealización del fuerte. De acuerdo con Nietzsche, toda acción tendría que estar orientada al desarrollo del individuo superior, su famoso Übermensch (‘superhombre’), que será capaz de realizar y cumplir la más nobles posibilidades de la existencia. Nietzsche encontró que este ser ideal quedaba ejemplificado en los filósofos griegos clásicos anteriores a Platón y en jefes militares como Julio César y Napoleón.
En oposición al concepto de lucha despiadada e incesante como fundamento de la ley rectora de la naturaleza, el anarquista y filósofo ruso Piotr Alexéievich Kropotkin, entre otros, presentó estudios de conducta animal en la naturaleza demostrando que existía la ayuda mutua. Kropotkin afirmó que la supervivencia de las especies se mantiene a través de la ayuda mutua y que los humanos han alcanzado la primacía entre los animales a lo largo de la evolución de las especies mediante su capacidad para la asociación y la cooperación. Kropotkin expuso sus ideas en una serie de trabajos, entre ellos Ayuda mutua, un factor en la evolución (1890-1902) y Ética, origen y desarrollo (publicado después de su muerte en 1924). En la creencia de que los gobiernos se basan en la fuerza y que si son eliminados el instinto de cooperación de la gente llevaría de forma espontánea hacia la implantación natural de un orden cooperativo, Kropotkin defendió el anarquismo.

Los antropólogos han aplicado los principios evolutivos al estudio de las sociedades y las culturas humanas. Estos análisis han vuelto a subrayar los distintos conceptos del bien y del mal planteados por diferentes sociedades; por lo tanto, se creía que la mayoría de esos conceptos tenía un valor más relativo que universal. De entre los conceptos éticos basados en un enfoque antropológico resaltan los del antropólogo finlandés Edvard A. Westermarck en Relatividad ética (1932).

Psicoanálisis Y Conductismo
La ética moderna está muy influida por el psicoanálisis de Sigmund Freud y sus seguidores y las doctrinas conductistas basadas en los descubrimientos sobre estímulo-respuesta del fisiólogo ruso Iván Petróvich Pávlov. Freud atribuyó el problema del bien y del mal en cada individuo a la lucha entre el impulso del yo instintivo para satisfacer todos sus deseos y la necesidad del yo social de controlar o reprimir la mayoría de esos impulsos con el fin de que el individuo actúe dentro de la sociedad. A pesar de que la influencia de Freud no ha sido asimilada por completo en el conjunto del pensamiento ético, la psicología freudiana ha mostrado que la culpa, respondiendo a motivaciones de naturaleza sexual, subyace en el pensamiento clásico que dilucida sobre el bien y el mal.

El conductismo, a través de la observación de los comportamientos animales, formuló una teoría según la cual la naturaleza humana podía ser variada, creando una serie de estímulos que facilitaran circunstancias favorables para respuestas sociales condicionadas. En la década de 1920 el conductismo fue aceptado en Estados Unidos, en especial en teorías de pediatras, aprendizaje infantil y educación en general. Tuvo su mayor influencia, sin embargo, en el pensamiento de la antigua Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Allí, el llamado nuevo ciudadano soviético fue instruido de acuerdo con los principios conductistas a través del condicionante poder de la rígida y controlada sociedad soviética. La ética soviética definía lo bueno como todo aquello beneficioso para el Estado y lo malo como aquello que se le oponía o lo cuestionaba.

En sus escritos de finales del siglo XIX y principios del XX, el filósofo y psicólogo estadounidense William James abordó algunos de los puntos centrales y característicos en las interpretaciones de Freud y Pávlov. James es más conocido como el fundador del pragmatismo, que defiende que el valor de las ideas está determinado por sus consecuencias. Su mayor contribución a la teoría ética, no obstante, descansa en su insistencia al valorar la importancia de las interrelaciones, tanto en las ideas como en otros fenómenos.

Tendencias Recientes
El filósofo británico Bertrand Russell marcó un cambio de rumbo en el pensamiento ético de las últimas décadas. Muy crítico con la moral convencional, reivindicó la idea de que los juicios morales expresan deseos individuales o hábitos aceptados. En su pensamiento, tanto el santo ascético como el sabio independiente son pobres modelos humanos porque ambos son individuos incompletos. Los seres humanos completos participan en plenitud de la vida de la sociedad y expresan todo lo que concierne a su naturaleza. Algunos impulsos tienen que ser reprimidos en interés de la sociedad y otros en interés del desarrollo del individuo, pero el crecimiento natural ininterrumpido y la autorrealización de una persona son los factores que convierten una existencia en buena y una sociedad en una convivencia armoniosa.

Varios filósofos del siglo XX, algunos de los cuales han asumido las teorías del existencialismo, se han interesado por el problema de la elección ética individual lanzada por Kierkegaard y Nietzsche. La orientación de algunos de estos pensadores es religiosa, como la del filósofo ruso Nikolái Alexándrovich Berdiáiev, que subrayó la libertad del espíritu individual; la del filósofo austro-judío Martin Buber, que se ocupó de la moral de las relaciones entre individuos; la del teólogo protestante germano-estadounidense Paul Tillich, que resaltó el valor de ser uno mismo, y la del filósofo y dramaturgo católico francés Gabriel Marcel y el filósofo y psiquiatra protestante alemán Karl Jaspers, ambos interesados en la unicidad del individuo y la importancia de la comunicación entre los individuos. Una tendencia distinta en el pensamiento ético moderno caracteriza los escritos de los filósofos franceses Jacques Maritain y Étienne Gilson, que siguieron la línea marcada por santo Tomás de Aquino. Según Maritain, "el existencialismo verdadero" pertenece a esta tradición cristiana.

Otros filósofos modernos no aceptan ninguna de las religiones tradicionales. El filósofo alemán Martin Heidegger mantenía que no existe ningún Dios, aunque alguno puede surgir en el futuro. Los seres humanos, por lo tanto, se hallan solos en el Universo y tienen que adoptar y asumir sus decisiones éticas en la conciencia constante de la muerte. El filósofo y escritor francés Jean-Paul Sartre razonó su agnosticismo pero también resaltó la heideggeriana conciencia de la muerte. Sartre mantuvo que los individuos tienen la responsabilidad ética de comprometerse en las actividades sociales y políticas de su tiempo. El supuesto conflicto sobre la existencia de un Dios omnipresente, no revestía ningún sentido de trascendencia para el individuo, pues en nada afectaba a su compromiso con la libertad personal
Entre otros filósofos modernos, como el estadounidense John Dewey, figuran los que se han interesado por el pensamiento ético desde el punto de vista del instrumentalismo. Según Dewey, el bien es aquello que ha sido elegido después de reflexionar tanto sobre el medio como sobre las probables consecuencias de llevar a cabo ese acto considerado bueno o un bien.
La discusión contemporánea sobre la ética ha continuado con los escritos de George Edward Moore, en particular por los efectos de su Principia ethica. Moore mantuvo que los principios éticos son definibles en los términos de la palabra bueno, considerando que ‘la bondad’ es indefinible. Esto es así porque la bondad es una cualidad simple, no analizable.

Los filósofos que no están de acuerdo con Moore en este sentido, y que creen que se puede analizar el bien, son llamados naturalistas. A Moore se le califica de intuicionista. Naturalistas e intuicionistas consideran los enunciados éticos como descriptivos del mundo, o sea, verdadero o falso. Los filósofos que difieren de esta posición pertenecen a una tercera escuela, no cognitiva, donde la ética no representa una forma de conocimiento y el lenguaje ético no es descriptivo. Una rama importante de la escuela no cognitiva defiende el empirismo o positivismo lógico, que cuestiona la validez de los planteamientos éticos que están comparados con enunciados de hecho o de lógica. Algunos empiristas lógicos afirman que los enunciados éticos sólo tienen significado emocional o persuasivo.
'Sabemos demasiado y sentimos muy poco. Al menos, sentimos muy poco de esas emociones creativas de las que surge una buena vida'.... Baruch Spinoza, Etica

13. Conclusión

*Fundamentos Antropologicos De Etica Racional
Antonio Orozco
«Despierta, oh hombre, y reconoce la dignidad de tu naturaleza. Recuerda que fuiste hecho a imagen de Dios; esta imagen, que fue destruida en Adán, ha sido restaurada en Cristo. Haz uso como conviene de las criaturas visibles, como usas de la tierra, del mar, del cielo, del aire, de las fuentes y de los ríos; y todo lo que hay en ellas de hermoso y digno de admiración conviértelo en motivos de alabanza y gloria del Creador» (LEON MAGNO, Sermón 7 en la Navidad del Señor, 2.6; LIT HOR VIERNES V T.O.)
Qué es la persona y cual su dignidad
"persona" y "dignidad". Curiosidades semánticas
La palabra castellana "persona" viene del adjetivo latino personus, que significa resonante; personare equivale a "sonar fuerte", hacerse oír. Lo cual parece relacionar esta palabra con la griega prósopon, que significaba "cara" y también "máscara" (trágica o cómica) que se ponían los actores de teatro, y -a la vez que les disfrazaba del personaje que representaban-, les servía de amplificador de la voz. La concavidad de la máscara reforzaba la voz, ocultaba al actor y por medio de la máscara el actor también "re-presentaba" un personaje. Para los griegos, pues, "prósopon" no tenía el sentido que nosotros le damos a la palabra "persona". Rara vez alude a persona en los textos filosóficos griegos, donde, por lo demás, aparece con escasa frecuencia.

Entre los presocráticos, prósopon quiere decir "cara", "rostro", e incluso se dice de la faz de Helios, el Sol. En Platón, también significa "rostro". Aristóteles habla largamente del "prósopon" (cara) y sus partes (nariz, orejas, etc.); también se refiere con el mismo término a la cara de la luna; y en algún lugar advierte -al margen del uso común de la palabra- que "prósopon" se debe decir sólo del hombre; el pez o el buey no tienen "prosopón" (rostro), sino lo que nosotros podríamos denominar, por ejemplo, "jeta". El "rostro" refleja un ser superior al del que sólo tiene "jeta". Entre nosotros suele decirse que "el rostro es el espejo del alma".

Pues bien, aunque los orígenes de la palabra "persona" no se refieren a lo que hoy entendemos por tal, es cierto que siempre ha sugerido alguna realidad por alguna razón excelente o superior. En latín, la voz "personare" indica un sonido que posee la fuerza necesaria para sobresalir. No es de maravillar que la palabra "persona" acabe por significar de modo eficaz lo más sobresaliente que hay en el universo: el ser inteligente, con entendimiento racional.
De otra parte, la palabra "dignidad" significa también, fundamental y primariamente, "preeminencia", "excelencia" (excellere, destacar). Digno es aquello por lo que algo destaca entre otros seres, en razón del valor que le es propio. De aquí que, en rigor, hablar de "dignidad de la persona" resulta un pleonasmo, o se trata quizá de una redundancia intencionada, para resaltar o subrayar la altura del rango que ocupa este tipo de seres en el orden del universo. "Digno" es aquello que debe ser tratado con "respeto", es decir, "con miramiento" (respectus), con veneración.

Exito Y Crisis De La Dignidad Personal
Hoy casi nadie niega en teoría que todo hombre es "persona". Tiempo ha habido en el que se discutió sobre si la mujer lo era; o si los negros, indios y esclavos en general, tenían "alma". Se trataba de dilucidar -o de confundir, según los casos- la igualdad o desigualdad radical entre los seres humanos todos. Hoy, las expresiones "dignidad humana", "dignidad personal", "derechos humanos", están siendo muy empleadas, y esto es bueno.

Pero en la práctica a menudo se olvida, o se niega incluso, esa "igualdad" radical, en lo que atañe a derechos y deberes consiguientes. Es de lamentar que con mucha frecuencia no se usan tales términos desde una intensa valoración del ser personal, sino más bien como una lanzadera para reivindicar presuntas "mejoras" sociales, que no pocas veces resultan verdaderos atentados y lesiones al respeto debido a la persona. En la práctica se niega la igualdad de derechos - lo cual es tanto como negar la igualdad de "ser" o de "naturaleza" - a los seres humanos no nacidos, o nacidos con alguna deficiencia notable, o a los enfermos que suponen una carga para la familia o para la sociedad, a los deficientes mentales, etcétera. En los últimos lustros se extiende además la práctica de la manipulación genética en embriones humanos, como si fueran simples objetos, medios o instrumentos para beneficio de los (adultos) poderosos del momento o de la circunstancia.

Se ha dicho que "uno de los fenómenos más sobresalientes de nuestros días es la ambigua situación de la dignidad humana. Es, sin lugar a dudas, una de las nociones más invocadas. Sus excelencias son cantadas con acentos graves. Defenderla constituye el gran reto y la exigencia inaplazable de los sistemas políticos a la altura de nuestro tiempo. Vulnerarla supone, en fin, la expresión del mal radical, el indicio de una intolerable actitud profanadora del más íntimo e inviolable recinto personal. A la vez es una de las ideas más amenazadas. La degradación y el envilecimiento humano, síntomas claros de la crisis de la civilización contemporánea, están más generalizados en nuestros días que en cualquier otro periodo de la humanidad. Los atentados contra el hombre, realizados según se dice, en nombre de su dignidad, han adquirirdo un grado de crueldad y refinamiento difícil de imaginar en épocas pasadas. La banalización de la sexualidad es un fenómeno habitual. La violencia y la tortura, formas extremas ambas de atentar contra la persona y su dignidad, forman parte de la vida cotidiana.
«Todo ello ha hecho del presente una época de hastío hacia el hombre, que es considerado como mono desnudo, rata pérfida y perturbador de la naturaleza. La literatura contemporánea contiene numerosos testimonios de esa situación equívoca. Junto con el elogio encendido de la dignidad, se describe al hombre -sin reparar en la contradicción entre ambas cosas-, como ser aislado de los demás por abismos tan hondos que ni siquiera la buena voluntad puede franquear. La extrema inaccesibilidad del otro, la imposibilidad de entenderse con él de forma duradera, de atender a los requerimientos de su dignidad, no se ha percibido nunca tan dolorosamente como en nuestro siglo. "Vivir significa estar solo, dice Hermann Hesse, nadie conoce al otro, todos estamos huérfanos". Entre los hombres parece levantarse un muro que les impide acercarse y tratarse de acuerdo con las exigencias de su valor incomparable. Con estas desgarradoras palabras lo ha expresado Albert Camus: "nos miramos y no nos vemos, estamos cerca y no podemos aproximarnos"» (J.L. del Barco, Bioética. Consideraciones filosófico-teológicas sobre un tema actual, Rialp, Madrid 1992, prólogo, pág. 11-13).

Esta dolorosa realidad ha de tener una causa. Lo patológico no es originario. Y todo coincide con un desaforado anhelo de emancipación por parte del hombre. Borracho de mayoría de edad no ha caído en la cuenta de que se halla, en muchos aspectos, todavía en la inmadurez de la adolescencia; que no está en condiciones de entender el agustiniano ama y haz lo quieras, porque ha adulterado la noción misma de amor. La ha invertido hasta el punto de centrarlo en el yo en lugar de hacerlo en el tú. El verdadero sentido del amor está en el otro, no en mí. Amor es lo que me convierte en yo para el otro. Amar según el decir de los clásicos es, en cierto sentido, "descentrarse"; dicho de modo positivo: centrarse en otro que da sentido a mi vivir.
Y aunque no pienso que la dignidad de la persona no pueda percibirse al margen de la fe cristiana, es un hecho que la pérdida del sentido de esa dignidad coincide con la pérdida del sentido cristiano de la vida y del amor, con la negación teórica o práctica de Dios creador.

"Hypostasis" y "substancia"
Es de notar que cuando los autores cristianos abordaron filosóficamente el estudio de la persona, no tomaron como punto de referencia las expresiones griegas a las que hemos hecho referencia más arriba. La noción de persona en la filosofía cristiana es incomparablemente más elevado que la griega de los clásicos. Los cristianos se sirvieron del término griego hypóstasis, que se traduce por "subsistencia" o "propiedad".

La famosa definición de Boecio, tan influyente - persona es una sustancia individual de naturaleza racional -, parte de la noción aristotélica de "ousía", "substancia", pensada primariamente para las cosas en general. Una substancia es un ser que subyace y sostiene un conjunto de modalidades o "accidentes" que inhieren en ella, pero ella no inhiere en nada, sino que ella misma es o puede ser el sujeto de inhesión de otras realidades como la cantidad y las cualidades de diversa índole.
Por "persona" se entiende en la filosofía medieval una hypóstasis o suppositum, que como tal no se distingue de las demás sustancias, pero cuya naturaleza es racional. Lo que hace que la persona sea un ser superior no es el hecho de ser substancia, sujeto subsistente (en sí y no en otro), sino la racionalidad. La persona es una sustancia individual de naturaleza racional. La racionalidad se entiende como una cualificación de la sustancia que la eleva por encima de todas las demás y le presta una excelencia que merece un "miramiento" particular.

La Filosofia Cristiana Da Un Paso De Gigante
El cristianismo no sólo fue el ámbito en donde el estudio de la persona como tal adelantó extraordinariamente, sino que ha sido donde se descubrió en profundidad su valor excelente, su dignidad incomparable. Cuando se ve irrumpir la racionalidad en la naturaleza, se descubre un ser de tal categoría, que puede constituir un punto de partida para conocer mejor el Ser de Dios. Dios se revela como Ser personal: tres Personas en una sola naturaleza, es el misterio supremo y fontal del cristianismo.

Esto no significa que la idea cristiana de Dios arranque de una idea previa de hombre. Al contrario. Una característica diferencial de la cosmovisión cristiana se debe a que Dios se ha revelado como el Absoluto, infinitamente trascendente a todo cuanto existe, a todo lo que se ve y se entiende en el universo. Dios es infinito, todopoderoso, omnisciente... Dios es EL QUE ES; la plenitud del Ser, piélago de infinitas perfecciones, cada una de ella de grado infinito. Es decir, Dios no es semejante a ninguna criatura, siempre limitada y contingente.
Sin embargo, la revelación divina contiene la enseñanza asombrosa de que Dios creó al hombre a su imagen y semejanza. Y además, Dios no ha tenido inconveniente en hacerse hombre asumiendo una naturaleza humana perfecta.
No piensa el cristiano que el hombre sea semejante a aquellos dioses que se habían inventado en el mundo pagano - Zeus, Júpiter, etcétera - a imagen y semejanza del hombre, con pasiones semejantes o más desorbitadas aún que las de los humanos; sino que el Dios de Moisés, el Dios de los israelitas y de los cristianos dice que ha creado al hombre a su imagen, a imagen del Dios único, que es puro Espíritu.

Estas nociones, en cierto modo correlativas, de Dios trascendente y hombre imagen de Dios, proporcionan una valoración del hombre radicalmente diversa y superior a cualquier otra noción meramente racional. El sujeto humano, a la luz superior de la Revelación divina aparece con una dignidad que se alza por encima de todo el universo material.
Cuando el hombre se da cuenta de que es imagen hecha a semejanza de la Trinidad, es lógico que exclame como Ernest Psichari: "Se me ha concedido el permiso formidable de ser un hombre". Ser hombre, ser persona, ser, en fin, racional, por mucho que conlleve "animalidad", es un don que invita a imitar a Dios como hijos suyos queridísimos (como dice San Pablo).
Se comprende que con la difusión y arraigo del cristianismo a la largo y a lo ancho del mundo, haya ido desapareciendo, o al menos atenuándose todo lo que contraviene la dignidad que se descubre en la persona: han ido desapareciendo los sacrificios humanos (tanto en las religiones de Oriente como en las de la antigua América), los infanticidios, la esclavitud, y tantas formas de injusticia. En cambio, se han ido multiplicando las formas de vivir la misericordia con los más necesitados y el respeto a la intimidad de las conciencias.

Por el contrario, cuando el cristianismo ha retrocedido y la sociedad se ha paganizado, han rebrotado todas aquellas barbaridades antiguas, aunque revestidas de flamantes etiquetas de civilización y progreso: desde los campos nazis de exterminio hasta la legalización del aborto procurado..., como si de acciones humanitarias se tratara. Esta comparación irrita a los abortistas, pero carecen de premisas para descalificarla.
Estamos en una época difícil, en la que junto a logros evidentes en algunos aspectos y relaciones sociales, hay retrocesos trágicos que no sólo nos retrotraen a formas bárbaras de explotación del hombre por el hombre, sino que hunden y envilecen a la persona hasta límites increíbles: la manipulación genética -ya mencionada- y el tráfico de drogas, son ejemplos elocuentes de la absurda tolerancia práctica de lo horrible en el seno de la sociedad civilizada, revestido de sofisticados formalismos.

Digo que todos esos abusos coinciden sospechosamente con la pérdida del sentido cristiano de la vida. Al negar o ignorar a Dios, se pierde de vista el norte, punto de referencia, el modelo de conducta. Y corruptio optimi pessima, la corrupción de lo mejor concluye en la peor de las corrupciones.
Es obvia la urgencia de hacer todo lo posible por frenar esa ola de envilecimiento del hombre, de desprecio práctico de la dignidad de la persona. Y uno de los medios más eficaces - aunque no sea suficiente - es el que señalaba Schelling en su juventud: "... el hombre se engrandece en la medida en que se conoce a sí mismo y su propia fuerza. Proveed al hombre de la consciencia de lo que efectivamente es y aprenderá de una vez lo que ha de ser; respetadlo teóricamente, y el respeto práctico será una consecuencia inmediata (...) El hombre ha de ser bueno teóricamente para llegar a serlo también en la práctica".
El hombre, por el hecho de ser persona posee una verdadera e insondable excelencia, cuyos fundamentos pretendemos ver en nuestro estudio. Y la excelencia o dignidad la tiene con independencia de que sea o no consciente de ella, y del juicio que se haya formado sobre el asunto, porque no es el juicio del hombre lo que hace la realidad, sino la realidad la que fecunda el pensamiento y presta veracidad a sus juicios.

Pero, paradójicamente, el hombre se conduce a sí mismo no tanto por lo que es como por la idea que se ha formado de sí. El hombre es en cierto modo "causa sui", en el sentido de que es él mismo, desde sí mismo, quien tiene que desarrollar activamente sus virtualidades nativas.
El hombre actual -a pesar de las expresas y reiteradas proclamaciones de su propia dignidad- suele tener un concepto muy bajo de sí mismo, y, en consecuencia, se comporta a menudo con inaudita vileza. Pero también es cierto que el hundimiento clamoroso de un ser determinado constituye una prueba irrefutable de su nobleza posible, tanto mayor cuanto más grande ha sido su caída. "No ofende quien quiere, sino quien puede". Una piedra no es "ciega", por lo mismo que excluye en su naturaleza la facultad de ver. Si el hombre desciende a abismos de vileza es, justamente, por su nobleza original.
La consideración de la verdad de la naturaleza humana es sin duda uno de los medios más eficaces para ayudar al hombre a salir de los callejones sin salida en donde él mismo se ha metido.

Continúa El Mayor Reduccionismo De La Historia
En el Museo de Historia de Washington hay una pequeña sala dedicada "al hombre". En una de sus paredes hay una lámina que ostenta la representación de una figura humana adaptada al tipo de 77 kilogramos de peso. Transparentes vasijas de diversos tamaños contienen los productos naturales y químicos que se encuentran en un organismo humano de proporciones semejantes: 40 kilos de agua, 17 de grasa, 4 de fosfato de cal, 1 y medio de albúmina, 5 de gelatina. Otros frascos de menor capacidad corresponden al carbonato cálcico, almidón, azúcar, cloruro de sodio y de calcio, etcétera. El hombre - sea político o militar, poeta, cantante, ministra o castañera -, parece reducirse allí a una suma de unos cuantos elementos de la tabla de Mendeleiev. No es de maravillar que "el pequeño dios del mundo" -como llama el Fausto de Goethe al hombre- salga un tanto deprimido del Museo de Historia de Washington.
En la historia del pensamiento hay conceptos de "anthropós" para todos los gustos. Desde el "homo mensura" (Protágoras) o "sol y dios de sí mismo" (Feuerbach) hasta el paquete de átomos a lo Demócrito y Carl Sagan. El materialismo no ha avanzado mucho desde sus viejos orígenes y sus variedades no se distinguen demasiado entre sí. Para Karl Marx el intelecto no es más que una secreción del cerebro, que a su vez es un producto de la materia evolucionada. Según Carl Sagan, científico de la NASA, presentador y artífice de la famosa serie televisiva titulada "Cosmos" (hay también versión bibliográfica que lamentablemente circula por bastantes colegios), dice: "yo soy el conjunto de agua, de calcio, de moléculas orgánicas llamado Carl Sagan. Tú eres un conjunto de moléculas casi idénticas, con una etiqueta colectiva diferente".

Carl Sagan sabe - como bien dice - que "hay quien encuentra esta idea algo degradante para la dignidad humana", pero apostilla: "para mí es sublime que nuestro universo permita la evolución de maquinarias moleculares tan intrincadas y sutiles como nosotros".
Si el concepto atomista del hombre y del cosmos es sublime o más bien ridícula es cuestión en la que de momento preferimos no entrar. Con el mismo apellido en la etiqueta, pero distinto nombre de pila, la escritora Françoise Sagan nos define así a los humanos: "simple respiración provisional en la millonésima parte de uno de los millares de millones de galaxias". Es innegable que las magnitudes siderales - ¡la cantidad! - impresionan profundamente a un materialista.

Ahora bien, ¿el hombre no es "nada más" que lo afirmado por los Sagan, los Demócritos, los Marx y demás materialistas que en el mundo han sido? ¿El pensamiento y la persona, la libertad y el amor no son más que una combinación -aunque complejísima - de elementos materiales? El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha, ¿no es más que el resultado de la combinación de letras surgida por azar, o por alguna oculta e ignota necesidad de las letras mismas? ¿No habrá detrás el ingenio de una potencia misteriosa y viva, trascendente e irreductible a "letras", llamada Miguel de Cervantes? Detrás de la Novena Sinfonía de Beethoven, ¿no habrá más que un cúmulo de notas ordenadas por unas neuronas que a su vez han sido ordenadas "por el azar", o más bien habrá que pensar en la existencia de un genio llamado Beethoven, irreductible a neuronas? ¿"Las Hilanderas" del Museo del Prado, no son nada más que una azarosa combinación de pigmentos o sustancias coloreadas? ¿No habrá que pensar más bien en la existencia de un genio llamado Velázquez, irreductible a pigmento, por excelente que fuera? Y detrás de Velázquez, de Cervantes, de la gravitación universal y de la evolución de la semilla en árbol, ¿no habrá que descubrir una Sabiduría infinita y creadora?
Es muy fácil advertir que el materialismo carece de cualquier fundamento o sentido racional y que sólo puede incurrirse en él partiendo del prejuicio - juicio acrítico - que pretende sostener la inexistencia de Dios.
Si Dios no existiera, obviamente, nada existiría. Pero si imaginamos la absurda hipótesis de la no existencia de Dios, afirmando simultáneamente la existencia del universo, lo más lógico es concluir con Jean Paul Sartre - quien negó a Dios para declarar sin límites la dignidad y autonomía del hombre -, que "el hombre es una pasión inútil", "el niño es un ser vomitado al mundo" y "la libertad es una condena".

La existencia humana como "permiso"
Sin embargo, contemporáneamente a J. P. Sartre, en 1931, Ernest Psichari escribía aquella frase ya citada, en la que subyace una antropología exultante. Ernest Psichari entendía su propia existencia como un don, como una gracia, y la expresaba poéticamente como un "permiso", tan gratuito y valioso que despertaba toda su capacidad de admiración y gratitud. Ser hombre era para él un regalo del Creador.
J. P. Sartre, después de negar la existencia del Donador, para no deberse a nada ni a nadie, cual adolescente sin remedio, para gozar de una libertad y autonomía absolutas, acaba interpretándose a sí mismo como un absurdo, como un ser de azaroso origen, carente de finalidad y de sentido.
Estos son los dos polos entre los que bascula el pensamiento del hombre sobre sí mismo: optimismo, pesimismo; felicidad, angustia; esperanza, desesperación.

La Cadencia Totalitaria Del Materialismo
Es claro que el materialismo -aunque no cesa de intentarlo-, no puede fundar ningún concepto de hombre o de persona con alguna dignidad esencial, superior a la de los seres irracionales, pues a la sombra del materialismo, por muy evolucionado que esté, el hombre nunca llegará a ser más que un ilustre simio, un chimpancé evolucionado, el individuo de una especie egregia, pero que, por no ser nada más, podrá ser sacrificado en aras de la colectividad, cuando parezca requerirlo el bienestar o la simple voluntad de la mayoría (o quizá minoría, que para el caso es lo mismo) dominante.

Para Marx el individuo humano, lo que nosotros llamamos persona humana, no tenía otro valor que el de servir al género humano (al "hombre genérico", diría él), a la especie. En consecuencia, sus seguidores no han tenido ni tienen inconveniente en sacrificar la persona a los intereses de los poderosos. Es lógico. Cuando una persona estorba a la comunidad política dominante, se la aparta de la circulación, se la encierra en un hospital psiquiátrico, o se la ridiculiza y desacredita, porque todo vale en la "ética" colectivista, con tal de salvar al colectivo. Para una clase política de este estilo, los eliminables serán los que opinen de modo opuesto. Para los individuos particulares, los adversarios serán los que lo sean del bienestar personal. Las consecuencias son bien elocuentes en la conclusión del imperio soviético.
El aborto procurado es quizá la más trágica y sangrienta consecuencia del materialismo hedonista. Pero también cabe pensar en las demás lacras que padece la humanidad, desde la muerte de millones de hambrientos, hasta tantos que aún siguen privados de libertad por razón de sus principios religiosos o políticos.
Todos estos males no desaparecerán de la tierra hasta tanto no llegue a ser de dominio público la verdad sobre el hombre. Y esta es precisamente la cuestión que ahora debe ocuparnos, sin pre-juicios y sin prescindir del conocimiento cierto que sobre el asunto se ha ido acumulando al través de los siglos. Sería absurdo que en materia de conocimiento, sobre todo de conocimiento vital y urgente, anduviéramos con remilgos a la hora de aceptar verdades, sólo porque no las hemos descubierto nosotros sino nuestros vecinos, o nuestros antepasados.

Que Significa Ser Hombre
¿En qué quedamos, pues, ser hombre es un permiso, un don formidable o más bien una pasión inútil, o tal vez todo lo contrario?
Advirtamos ante todo, que estas preguntas, tal como las hemos formulado, no pueden ser preguntas primeras, porque no se refieren a cuestiones sustantivas, sino adjetivas. Antes de responder cabalmente de un modo pesimista u optimista a la pregunta por el valor del ser humano, es preciso preguntarse por lo sustantivo: ¿qué "es" el hombre? O si se quiere, ¿cuál es su esencia, cuál es su naturaleza? Se trata de saber en definitiva: quién soy "yo", quién eres "tú". ¿Qué "es", en el fondo, en su raíz y esencia la vida (humana)? Esta es la cuestión que debemos plantearnos audazmente, sin miedo a la verdad. ¿Por qué habríamos de temer la verdad, sobre todo "a priori"?
Sin embargo hay miedo a la pregunta, hay miedo a la respuesta. Quizá tenga mucha razón Martín Buber cuando escribe: "Sabe el hombre desde los primeros tiempos, que él es el objeto más digno de estudio, pero parece como si no se atreviera a tratar ese objeto como un todo, a investigar su ser y su sentido auténticos.

"A veces inicia la tarea, pero pronto se ve sobrecogido y exhausto por toda la problemática de esta ocupación con su propia índole y vuelve atrás con una tácita resignación, ya sea para considerar al hombre como dividido en secciones a cada una de las cuales podrá atender en forma menos problemática, menos exigente y menos comprometedora"
¿Será, la vida, "un frenesí" (como se pregunta el Segismundo de Calderón)? ¿quizá "una sombra, una ficción, en el que el mayor bien es pequeño, pues toda la vida es sueño y los sueños son"? ¿Somos víctimas de una mala pasada del azar o del mal pensamiento de algún genio maligno que nos ha puesto en ese estado de tanta perplejidad existencial?
Las épocas en las que se ha extendido el pensamiento teocéntrico, en las que se ha solido reconocer que Dios existe y es creador de cuanto existe, el concepto de hombre ha adquirido, aun entre sombras, destellos de luz y alegres colores. En cambio, las épocas más bien antropocéntricas, que han querido exaltar al hombre afirmando que nada hay por encima de su cabeza, han concluido en profundas depresiones nihilistas, en culturas de muerte, donde -como en la nuestra-, la vida no vale más que para gozarla sensitivamente o para librarse de ella si el placer es imposible o improbable.

La Paradoja Inexorable Del Humanismo Ateo
"Quizá una de las más vistosas debilidades de la civilización actual -decía no hace mucho Juan Pablo II- esté en una inadecuada visión del hombre. La nuestra es, sin duda, la época en que más se ha escrito y se ha hablado del hombre, la época de los humanismos y del antropocentrismo. Sin embargo, paradójicamente es también la época de las más hondas angustias del hombre respecto a su identidad y de su destino, del rebajamiento del hombre a niveles antes insospechados, época de valores humanos conculcados como jamás lo fueron antes.
"¿Cómo se explica esta paradoja? Podemos decir que es la paradoja inexorable del humanismo ateo. Es el drama del hombre amputado de una dimensión esencial de su ser -el absoluto-, y puesto así frente a la peor reducción del mismo ser".
Ya se dio cuenta Aristóteles, hace 24 siglos, que al hombre no se le puede condenar a ser sencillamente hombre, sin más. El horizonte vital de la persona no puede reducirse a lo sensitivo, espacial y temporal. Porque todo eso es - si se compara con la más profunda tensión humana - tremendamente limitado, finito, contingente.

A los hombres nos fascina el mundo sensorial, y sentimos la tentación de rendirnos sin condiciones a sus encantos inmediatos. Pero al poco de gozarlo, el encanto se nos esfuma, se desvanece, desaparece de nuestro corazón como el agua entre los dedos. ¿Por qué? Porque el "ser" del hombre es más, supera, trasciende infinitamente el orden de los sentidos, de lo material e incluso de lo temporal.
La misma "in-satisfacción" o "in-comodidad" que - no sólo a la larga, sino bastante a la corta - produce la hartura de los sentidos, es un testimonio elocuente de la desproporción que existe entre el "ser" del hombre y el "ser" de lo que se le ha ofrecido para su satisfacción.
El hombre insaciable de sensaciones manifiesta que "es más" que sensación. El hombre "supera infinitamente al hombre", decía Pascal. En otros términos: el hombre nace para ser infinitamente más de lo que es; para superarse a sí mismo más allá de toda previsión biológica. Lo presentimos, lo atisbamos, pero la fascinación sensorial puede vencer ese impulso originario al infinito y eludir la profundidad de la pregunta "¿Qué es el hombre?".
No basta saber su composición química, sus posibilidades de supervivencia, sus capacidades físicas, sus gustos, sus aficiones, sus posibles enfermedades y cómo puedan curarse o no curarse. No basta con saber que tiene una dimensión bioquímica, una dimensión biológica, una dimensión biopsíquica, y quizá otras que pueden ser objeto de observación en un laboratorio, en un quirófano o en un hospital psiquiátrico. No basta saber qué hace el hombre, qué es capaz de hacer y de no hacer en un momento dado, cuáles son sus expectativas de vida. Se trata de saber qué es el hombre en sí mismo: cuál es el quid del ser humano. Se trata de conocer al hombre en profundidad, en su origen y en su fin, en el núcleo más íntimo de su existir. Ahí ha de estar la clave de nuestra existencia, ahí la respuesta definitiva que resuelva el dilema: don inestimable o pasión inútil.

Pueblerinismo Cientifista
Es lamentable que, en general, no se haya sabido cultivar en nuestra época, junto a la necesaria especialización de la investigación científica, la síntesis de los saberes. Esto - sumado a los prejuicios ya apuntados - no ha favorecido el esclarecimiento del "ser" del hombre. La ramificación de las Ciencias no había de concluir necesariamente en el cientifismo, que es una especie de catetismo o paletismo intelectual que amenaza al científico, no menos que al resto de los humanos.
El paleto no sabe circular por la ciudad inmensa porque sólo ha conocido el horizonte de su pueblo angosto. El pueblerino cree que su pueblo -quizá mugriento- es la maravilla cósmica suprema. El médico que - según la leyenda - dijo que no existía el alma, porque había hecho la autopsia a un cadáver y no la había encontrado por ninguna parte, es un exponente elocuente, no de hombre de ciencia, claro es, sino de catetismo cientifista. Es el especimen prototipo de pueblerinismo cultural. Cree que sólo existe, que sólo es verdad lo que puede comprobar con sus ojos, o con las herramientas de su laboratorio.
Un premio Nobel de Medicina o de Ciencias puede ser - no lo son la mayoría, desde luego - un perfecto pueblerino cientifista, porque puede saber mucho de la pata delantera izquierda de la mosca tse-tsé, pero simultáneamente puede no saber nada del campeonato de fútbol que se está celebrando en el mundo, ni de quien fue Tutankamon, ni de quiénes, cuándo y por qué escribieron los Evangelios. Un premio Nobel se supone que es hombre con superior índice de inteligencia, pero puede no haberle dedicado siquiera dos minutos a leer el Evangelio e ignorarlo por completo, y sin embargo hablar de ello como si fuera el Papa. Un premio Nobel, quiero decir, con todos mis respetos, puede no saber casi nada de "lo que es" el hombre.

Como Puede Caerse En El Nihilismo
Tampoco tienen por qué saberlo sociólogos, psicólogos, paleontólogos, neurólogos, etnólogos, etcétera, por el simple hecho de cultivar una ciencia particular. Porque todas las ciencias particulares, cuando estudian al hombre, lo hacen bajo una perspectiva determinada, limitada. La paleontología, la sociología, la psicología, la etnología, la neurología humana, la etología comparada, la psicología social, la antropología económica, la medicina, la psiquiatría, la bioquímica, la fisiología, etcétera - hacen estudios que son inevitablemente sectoriales, estudian algún aspecto, dimensión o sector del ente humano, pero no alcanzan la esencia de su ser. Y si no son conscientes de su propia limitación, ocurre lo que sucede cuando se ve un cilindro sólo desde una sección particular. Tomemos, por ejemplo, un cilindro de un metro de alto por un metro de diámetro. Practicamos una sección horizontal y una sección vertical.

El científico verdadero -como el filósofo y el teólogo- es alguien que cultiva apasionadamente una ciencia, sabiendo tanto los límites de la misma como sus mejores posibilidades. Sólo así el científico podrá llegar a ser también sabio, ir más allá de su ciencia y razonar sobre los datos que le ofrece para integrarlos en un concepto superior.
Ninguna de las ciencias particulares puede decirnos qué es el hombre. El hombre puede ser objeto de estudio de múltiples disciplinas:
-la Antropología metafísica estudia lo constitutivo esencial del ser humano.
-la Antropología fenomenológica, estudia al hombre tal como aparece a la observación de los "fenómenos" o apariencias de su vida.
-la Antropología sociológica, etudia las condiciones y datos sociales del ser humano.
-la Antropología cultural, histórica, estudia la articulación y combinación de las diferentes vertientes humanas en orden a la constitución de una unidad, de un hecho personal humano, del hombre considerado en su "hic et nunc" geográfico e histórico.
-la Antropología teológica estudia al hombre desde el punto de vista de Dios, que se nos revela en la Sagrada Escritura y la Tradición, interpretadas auténticamente por el Magisterio de la Iglesia.
De ahí resultan diversas "secciones" del ser humano y según cuál de ellas tomemos como punto de referencia, contemplaremos al homo religiosus, al homo theoreticus, al homo políticus, al homo asceticus, al homo socialis, al homo oeconomicus, al homo faber, al homo eroticus.
El que sólo sabe hacer y ver secciones podrá confundir el cilindro con el círculo, y también con el cuadrado. Incluso podrá llegar a la conclusión de que como el cilindro "es" un círculo y también un cuadrado, el círculo y el cuadrado "son" lo mismo, es decir, el cilindro es un absurdo. Algo semejante le pasó a Jean Paul Sartre: se fijó en unas pocas dimensiones humanas y llegó a la conclusión de que el hombre es un absurdo: una pasión inútil, un ser vomitado al mundo, condenado a ser libre y abocado a la nada.
También puede suceder que al advertir que el absurdo no puede ser, porque lo absurdo es lo contradictorio (el círculo cuadrado) y lo contradictorio no puede existir en parte alguna de la realidad, se llegue a la conclusión de que el cilindro humano tan circular como cuadrangular, no es más que una vana ilusión de la mente. En realidad, el cilindro no existe..., el hombre no existe, el mundo no existe: es la nada, el nihilismo (teórico o quizá sólo práctico, pero con fundamento en una teoría implícitamente nihilista)

A lo largo de la Historia del pensamiento se ha llegado más de una vez a nihilismos semejantes. Pero sin necesidad de ir tan lejos, es muy frecuente la negación del alma espiritual, por el hecho de que no se puede ver desde ninguna de las secciones que pueden hacerse en lo visible del hombre, el cuerpo humano (que no se vea es muy lógico porque el alma no es cuerpo visible, no es material, sino lo que hace que el cuerpo viva)
Ahora bien, para llegar al reconocimiento de la existencia del alma espiritual e inmortal no hay más remedio que ver al hombre no desde una sección limitada, sino desde la sección rigurosamente vertical, que es la única que puede revelar lo característico del ser humano: el ser humano es un cilindro que hacia arriba es literalmente ilimitado, no tiene límites espacio-temporales, no tiene techo, no tiene límite vertical.

Como Se Puede Caer En El Ultraevolucionismo
Otro ejemplo gráfico nos puede ayudar a entender otro error frecuente: el que confunde el ser humano con otros de especies inferiores.
Si proyectamos sobre un mismo plano inferior, un cilindro, una esfera y un cono, el resultado, en los tres casos es el mismo: un círculo ambiguo y tentador para espíritus simplistas.
Por un camino semejante se llega a afirmar sin rubor que el hombre viene a ser lo mismo que el chimpancé o el lagarto: ¡se parecen tanto! ¡Son tan grandes las semejanzas!
Es cierto que hay seres humanos que presentan un "look" muy semejante al del chimpancé y se diría de ellos que acaban de descender de algún árbol selvático. Pero basta preguntarles la hora para advertir que el hombre tiene un mundo invisible en la mirada y en la voz que supera infinitamente al del chimpancé; y llegamos a la conclusión cierta de que mucho mayores son las desemejanzas que las semejanzas resultantes de la comparación entre un individuo humano y un simio.
«Veis al hombre en su silencio y os parece nada más que un ser animal más o menos perfecto. Pero poco a poco se animan sus facciones, un principio de expresión ilumina sus labios, vibra el aire en una variedad sutil, y esta vibración material, materialmente percibida por el sentido, trae en sí esta cosa inmaterial desveladora del espíritu: la idea.
»¡Cómo! Oís el rumor del viento, y el ruido del agua, y el fragor del trueno, que dejan en vuestro espíritu una gran vaguedad del sentimiento; y bastará con que un niño muy pequeño, que apenas se hace oír, diga suavemente: ¡Madre! para que, ¡oh maravilla!, todo el mundo espiritual vibre vivamente en el fondo de vuestras entrañas. Un sutil movimiento del aire os hace presente la inmensa variedad del mundo y suscita en vosotros un fuerte presentimiento de lo infinito desconocido». Son palabras de Joan Maragall, en su Elogio de la palabra.

Hay que fijarse en las apariencias, pero no fiarse demasiado. No podemos quedarnos en ellas como hace la mera fenomenología (el fenomenismo). La fenomenología es un método de gran ayuda para el acceso al conocimiento de la realidad, pero con la condición de que sea seria, rigurosa, circunspecta, que vaya dando vueltas en torno al objeto de estudio - el cilindro, el hombre -, hasta alcanzar una imagen lo más completa posible, que integre todas las dimensiones observables, las diversas perspectivas tomadas. Y sobre todo ha de ser conciente de su insuficiencia. Además de ver, oler, palpar - sentir - hay que juzgar y razonar sobre lo visto, oído, palpado, en una palabra, percibido y entendido.
Entonces estaremos en condiciones de dar un paso adelante, de traspasar los fenómenos para dar con el sujeto mismo, es decir, con lo que subyace bajo los fenómenos, lo que sustenta las diversas dimensiones contempladas. En otros términos, estaremos en condiciones de formular la pregunta meta-física (la metafísica continua el conocimiento iniciado por la física, mediante el discurso ordenado y riguroso de la razón): ¿qué es esto que tiene tales dimensiones, que presenta tales cualidades, y ofrece una cara con dimensión sin límite?

14. Bibliografía

Enciclopedia Encarta 2002
López Aranguren, José Luis. Ética. Madrid: Alianza Editorial, 1995.
Orozco Antonio, Fundamentos Antropológicos de la Ética Racional, www.pue.upaep.mx/formhum/funantrop.html
Apuntes personales


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