Ediición nº 18 -Enero/Marzo de 2012

Agonía del cristianismo.

Basílica de San Pedro (Vaticano)

XII

Agonía del cristianismo

por Mario Soria

¿Será hablar de crisis del cristianismo contemporáneo una perogrullada, ya que el cristianismo (o las diversas iglesias que lo componen, lo mismo da) constituye una religión que por naturaleza va de crisis en crisis y de mejoría en mejoría, igual que los antiguos enfermos de malaria o que un ser vivo adaptándose a diversísimos ambientes? ¿No se ha dicho, acaso, Ecclesia semper reformata et semper reformanda: “La Iglesia, siempre reformada y siempre por reformar”? Parece, no obstante, que las sacudidas de la religión cristiana de hoy son mucho más fuertes que los temblores y hasta terremotos de otro tiempo. Cierto es que no la amenaza ninguna herejía clamorosa ni persecución sangrienta; pero sí algo mucho más peligroso, debido a su manera insidiosa de actuar: la lenta desaparición del influjo social y la volatilización del elemento propio de cualquier religión que sea algo más que una institución, ceremonias y formulario de creencias. La desapa-rición de la influencia social no es un achaque que afecte a todas las religiones. Piénsese -para referirnos a civilizaciones muy distintas de la nuestra- en el budismo, tan floreciente hoy como otrora en el Extremo Oriente. Últimamente, el resurgir de una fe ardiente en los países musulmanes contrasta con Occidente, donde constituyen excepción los reductos de fervor en Irlanda, Grecia, Polonia.
La pérdida de prestigio, vale decir, la indiferencia de quienes de nombre son todavía católicos o protestantes, es el aspecto menos significativo de la crisis, mera consecuencia, en realidad, de la inspiración religiosa agotada y, por lo tanto, de la incapacidad para conservar adeptos y atraerse a los increyentes. Las iglesias han sido comadronas, y hasta madres de ateísmo. Así, unas se han fosilizado, burocratizándose, aunque, con la pretensión de disimular la esclerosis espiritual, hagan demagogia, tiren por la ventana gran parte de su tradición cultural, se dejen absorber por la sociología y secunden a los cabecillas marxistas y progresistas en candelero. (Recordamos al respecto la actitud del clero chileno, cuando la presidencia de Salvador Allende parecía augurar para ese país una dictadura al estilo cubano. Muchas de las principales órdenes religiosas vendieron a precio ínfimo sus bibliotecas, intentando liquidar así un pasado cultural que creían iba a perjudicarlas en la sociedad nueva.) A otras las arrastra un profetismo extravagante, imitando ritos de sectas más histéricas que cristianas, o bien establecen ceremonias ridículas, caricatura de antiguas prácticas, cayendo a menudo en el fraude y la explotación de la credulidad.
Esta degradación cabe describirla como interés exclusivo por las inquietudes y aspiraciones del hombre, sin discernir la bondad o maldad de ellas; afán de revestirse de cualesquiera ideas, sentimientos y formas de existencia que tengan los hijos de Adán; humanización intrínseca de los dogmas, de modo que se haga de Dios un miembro más del género humano, y se trivialice el problema de la salvación, reduciendo la inquietud esencial del espíritu a deseo de progreso económico o de realizar una utópica justicia. No falta quien divinice la historia y acate la evolución de las especies con más fe que cualquier dogma propiamente religioso, aparte de considerar a una y otra poco menos que sacramento universal, y asegurar que terminarán ambas, indefectiblemente, desembocando en el cielo junto con toda la humanidad, igual que acaban desaguando los ríos en el mar.
Erróneo sería pensar, sin embargo, que en nuestros días ha nacido tal degeneración; el lodo baja de muy arriba, de escuelas que triunfaron hace siglos, imponiendo sus ideas, pese a la resistencia de quienes conocían mejor que los triunfadores la grandeza de Dios, la miseria humana, el misterio de la redención. El desastre hodierno es sólo el aspecto más estridente, más ofensivo del error que peina canas ya seculares, y que los cristianos orientales llaman criptonestorianismo o nestorianismo práctico, si no resurrección solapada de la herejía arriana y la enemiga al dogma trinitario.
Alguien decía que al cristianismo lo han arruinado la razón y la libertad. También José de Maistre y el jesuita de Lubac ensalzan una fe ignorante y sumisa, “angélica” la llaman, exenta de curiosidad, reducida a cuatro proposiciones elementales. Pero esto es sacar de quicio el asunto. La ignorancia y la estupidez no se avienen con Dios, suprema inteligencia, luz infinita, como todavía reza el credo; y la libertad constituye una de las cualidades esenciales de la naturaleza humana, siempre que se entienda por ella la capacidad de abnegación. Al humanismo devoto, que consideraba a los filósofos griegos como preevangelistas, que hacía invocar a Erasmo: “¡San Sócrates, ruega por nosotros!”, cabe llamarlo la forma perfecta del saber cristiano, según la cual es la verdad simultáneamente conocimiento de Dios y del mundo, inducción a cooperar en la propia salvación y doctrina de las cosas materiales: fuerza, introspección y trascendencia. Saber que, desde otro punto de vista, también es exhortación piadosa a la vez que armonía intelectual y belleza sensible, como un icono, una página de fray Luis de León, un pasaje dialéctico de San Buenaventura ( 1 ).
Con frecuencia han confundido los cristianos el razonamiento a flor de tierra, pragmático, utilitario, de las ciencias naturales, con el genuino conocimiento intelectual, que, como su nombre mismo lo indica, es aprehender el interior de las cosas, intus legere, no describir fenómenos mensurables, ni formular principios basados en la inducción, la estadística y las hipótesis. Y en lo que concierne a la libertad política excesiva, a menudo ha servido para transformar la comunidad cristiana en un pandemónium de opiniones contradictorias, persiguiéndose las facciones unas a otras, procurando todas poder y prestigio, rivalizando en atraerse el aplauso de los impíos. Por el contrario, ¿quién duda de que en la Rusia comunista y en Polonia la persecución religiosa no sólo sirvió para acrisolar la virtud de los cristianos, sino, lo que es incomparablemente de mayor importancia, impidió el libre tránsito de ideas con Occidente y, por lo tanto, la contaminación de la fe con errores originarios de algunos autores de viso, alemanes u holandeses? Dios -decía Bossuet- escribe recto con los renglones torcidos de los hombres. De Polonia todos conocen el vigor de su religiosidad. Y respecto de Rusia, ¿sería temerario afirmar que estuvo el cristianismo en ella latente durante decenios, como las semillas germinando bajo una capa de nieve, y que brotaron inconteniblemente a la llegada de la primavera? ( 2 )También la Iglesia griega, merced a su relativo aislamiento, ha conservado una riqueza dogmática y litúrgica que sólo en estos últimos tiempos, como se lamentaba un distinguido sacerdote heleno, se ha visto en peligro de contagio, a causa de las becas ofrecidas a clérigos jóvenes para estudiar en Alemania. Y claro está que no propugnamos una especie de purgante comunista, para curar los males religiosos. A cada enfermo, su remedio adecuado. Nadie debe ser forzado al sacrificio. La libertad ha de someterse por convencimiento íntimo, por la atracción de lo sobrenatural. Lo que dio resultado en países de gran vitalidad religiosa, en otros significaría lisa y llanamente la extinción de la fe. ¿No ocurre así en Cuba, después de treinta años de tiranía colectivista?
Cómo se resolverá la crisis, nadie lo sabe, supuesto que haya solución. Quizás venga la medicina de ese cristianismo llamado cismático por los occidentales, cristianismo apartado de las corrientes mundanas, introvertido, teocéntrico, trinitario, ansioso de no adaptarse al siglo como un guante, sino celoso de divinizarlo todo, convencido de que con el reino de Dios danse todas las cosas por añadidura. La ortodoxia grecorrusa guarda tesoros de fe, de liturgia, de doctrina, de mística casi desconocidos para el cristianismo secularizado de nuestros países. Y así lo señala la propia Iglesia latina en su decreto de ecumenismo (concilio vaticano segundo), Unitatis redintegratio.

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