Ediición nº 20 Julio/Septiembre de 2012

El cementerio de los ingleses

Inauguración del cementerio por la Reina Victoria Eugenia.


por Paco López Mengual

Cuando paseo por una ciudad, siempre trato de traerme la esencia de ese lugar para poder seguir recordándolo durante toda la vida. Un rincón, una escena, un instante del día que capte lo contemplado, lo vivido durante varias jornadas. La mañana que decidí subir al monte Urgull, en San Sebastian, amaneció nublada. El ser del Sur, de una región donde apenas llueve, me hizo confiar en aquellas nubes que vislumbré desde la ventana de mi habitación y abandonar el hotel sin el paraguas. Pronto, nada más subir la cuesta que hay junto a la iglesia de Santa María, dejando atrás la Parte Vieja de la ciudad, comenzó un agradable calabobos que para nada me hizo plantearme el abandonar la excursión y regresar en busca de refugio a uno de los muchos bares que había a escasos pasos de donde me encontraba. Se trataba del famoso txirimiri, esa tenue lluvia que siempre sorprende a los viajeros que llegan a Donostia con el fin de que entiendan mejor el carácter melancólico y tranquilo de sus habitantes, y el porqué siempre pasean por la Concha con la mirada puesta en el punto donde se difumina el mar y el cielo.
Me gusta mojarme con la lluvia de las ciudades que visito, como echarles migas de pan a sus palomas o escuchar el volteo de campanas de las torres de sus iglesias. Me gustan las personas que salen a pasear bajo la lluvia. Esa mañana, apenas había gente en el monte Urgull y sólo me crucé con una pareja de novios que, como yo, caminaba sin prisa y sin paraguas por el Paseo de los Curas. Aunque era muy agradable sentir aquella agua del norte en el rostro, me di cuenta de que me estaba calando, de que pronto tendría la ropa empapada. Enseguida, salió a mi paso un banco de piedra colocado bajo las ramas de un frondoso árbol que le hacía de visera, resguardándolo de la nube. Me senté a allí, frente al Cantábrico, a esperar a que la lluvia se cansara de recordarnos el carácter de los donostiarras. A la izquierda, veía el monte Igueldo y, en el centro, la isla de Santa Clara cerraba la bahía de la Concha. Al fondo, el arenal de la playa de Ondarreta.
Me di cuenta de que, muy cerca de mí, entre los helechos y diseminadas por la ladera del monte, se esparcían una docena de viejas tumbas. Las sepulturas eran anónimas y las piedras de las lápidas presentaban diferentes formatos y estaban cubiertas de moho. Una única inscripción servía de epitafio para todas: “A los héroes que sólo Dios conoce”. Aquel lugar era conocido como el Cementerio de los Ingleses y cobijaba los restos de un grupo de soldados pertenecientes a la Legión Auxiliadora Británica, que había combatido defendiendo la ciudad durante la Primera Guerra Carlista. Me decía que nunca sabe uno en que lugar va a morir, ni frente a que mar reposaran tus restos cuando apareció la pareja de novios y se colocó junto a una oxidada baranda a contemplar las tumbas. Sin duda, aquel era el lugar mas romántico de San Sebastian y, los jóvenes, así debieron verlo, porque lo celebraron con un espontáneo beso de esos que no son ni cortos ni largos…, un beso perfecto. Y lo pensé; no me importaría reposar en un lugar como este, frente al mar, rodeado de un frondoso bosque, con parejas que acuden a darse besos perfectos, sin importarles que por sus rostros resbale el agua del txirimiri.

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