Ediición nº 20 Julio/Septiembre de 2012

Héroes cotidianos

Cartel de una famosa teleserie.

XIV
por Mario Soria

De las series de televisión alguien ha dicho ser la Ilíada y la Odisea de nuestro tiempo. Pero, dejando en paz al venerable Homero, sí cabe afirmar que son tales historias una de las más importantes diversiones y principalísimo alimento cultural de decenas de miles de personas. Países, ciudades, profesiones, formas de vida, decoración doméstica, marcas de automóviles, procedimientos jurídicos, enfermedades vuélvense populares gracias a los personajes de la pantalla, en tanto que, para solaz del público femenino, despliegan profusamente las actrices ropa, peinados y joyas. Y los héroes de cuantos enredos suceden en Falcon Crest, Flamingo Road, las mansiones de los millonarios mexicanos, españoles o venezolanos, para poner algunos ejemplos de estas fábulas, que no son sólo norteamericanas, sino también iberoamericanas y peninsulares, distinguiéndose las de origen hispano en ser más lloronas que las primeras, de personajes menos sensibleros; los héroes -decimos- de nuestras historias, hombres y mujeres, padres e hijos, maridos y esposas, queridos y concubinas, rivales todos en amor, intrigas, negocios, deporte, resultan al cabo del tiempo familiares casi de los televidentes, amigos o enemigos suyos, conforme sean “buenos” o “malos”, de cuyas vicisitudes rebosa en comentarios la conversación cotidiana.
¿Cómo, entonces, no examinar unas obras que tanto interés despiertan, que, lo confesemos o no, todos las hemos visto alguna vez? Desdeñarlas es fácil; no lo es tanto descubrir la razón de su éxito. Porque los seriales televisivos, lo mismo que en su tiempo los radiofónicos, y después las llamadas fotonovelas, los relatos de amor a la Corín Tellado, las aventuras cinematográficas de Bruce Lee y mil otras casos de divulgadísimas narraciones, merecen un análisis serio, que no se limite a resolver el problema aduciendo la tosquedad del público adicto a tales personajes, con sus idas y venidas, como si sólo mereciera atención el gusto de finos y eruditos.
Son, pues, nuestros conocidos de la televisión completamente amorales, por lo general: mujeres sin más norte que su gusto, empresarios para los cuales consiste el engaño en práctica habitual, hijos que conspiran para despojar a sus progenitores, amigos avezados en apuñalar por la espalda, subordinados sin escrúpulos, cuando se trata de vender a sus jefes, que, por otra parte, sacrifican en aras de cualquier bagatela a sus dependientes. Sensuales, falsos, ingratos, violentos, corrompidos, incestuosos, cada cual conduce su propia guerra, porque no hay en estas historias dos bandos, buenos y malos, que, como en épocas pasadas, se alineen a sendos lados de la barricada y así riñan durante toda la película, sino que existen tantas facciones, batallas, escaramuzas y emboscadas como personajes, aliados hoy, adversarios mañana, de tal forma que los conflictos se multiplican sin término, pudiéndose alargar la obra indefinidamente. (Más que con las epopeyas griegas o romanas, a estas novelas-río visuales podemos compararlas con las epopeyas hindúes, cuyas historias principales, como el tronco de un árbol se adelgaza en ramas, y alguna de éstas se hunde en tierra para arraigar, originan otros árboles e historias, desordenadamente, sin más término que la casualidad.)
También nos topamos con escasos personajes buenos: maridos que quieren a sus mujeres y viceversa, negociantes honestos, empleados fieles, empresarios humanos, padres amantes de su progenie, jueces rectos, hermanos que no renuevan los episodios de Caín y Abel, policías insobornables. Pero incluso éstos hállanse inmersos en perpetua guerra contra quienes los hostilizan día y noche, y también luchan unos con otros por legítimos intereses encontrados o a causa de las maquinaciones de los malos, que se empeñan en enemistarlos. Estos buenos no suelen ser tontos, aunque obvio resulta que parecen mucho menos atractivos, considerando la sal y la pimienta que debe tener un relato, que sus antagonistas. En ocasiones hasta echan una cana al aire, traspasando la frontera que ha trazado el autor entre lo lícito y lo ilícito; pero rápidamente vuelven al redil, arrepentidos, si bien tal incursión en lugares nefandos sirva para encalabrinar a otros buenos y para que nazcan de ahí, como hongos después de la lluvia, trifulcas, celos, separaciones y hasta alteraciones psicológicas, en medio del regocijo de un público que ve enredarse de nuevo la madeja, cuando ya parecía próximo el desenlace y con él acabar el entretenimiento. Los buenos, simpáticos, morales, amables, honrados, un poco simples, constituyen, en realidad, el contrapunto de la otra especie.
Los escritores y directores de estas narraciones han dado con una fórmula novedosísima y muy eficaz para atraerse al público: hacer que la bondad sea tan sólo contraste de la maldad. A la inversa del cine habitual, sobre todo del norteamericano, hasta hace pocos años, cine donde, con contadísimas excepciones, las películas terminaban feliz-mente, vale decir, en boda, descubriéndose al criminal, ganando la batalla los policías, volviendo los hijos al hogar, etc., en los seriales televisivos predomina la maldad, no sólo encarnada en personajes malévolos, sino en la relación misma que une a todos, relación eminentemente conflictiva, bellum omnium contra omnes, darwinismo en imágenes. En este curioso cuadro, del que se puede decir (siempre que no se nos reproche encestar huevos con castañas) hecho con la técnica tenebrista: la luz sirve exclusivamente para delimitar acá y allá las tinieblas, dueñas y señoras de la escena.
Claro está que maldad e inmoralidad tienen sus límites: nunca horrorizan al espectador, no pretenden hacerlo saltar de su silla a causa de un suceso penoso o terrible, no despiertan su repugnancia, no le dejan preocupaciones o impresiones que le impidan dormir; después del almuerzo, son un excelente digestivo. Los incestos, por ejemplo, son escasos; tasadísima, la violencia física; rápidos, los desnudos, nunca totales, apenas suficientes para acreditar la belleza de la dama o del galán respectivo; si se presenta alguna relación erótica sacrílega, la visten de disculpable debilidad, y al pecado de inmediato sigue la contrición; las discusiones no pasan de cierta altura de voz y nadie emplea en ellas palabras soeces. Los enemigos siéntanse a la misma mesa, se observan, se echan miradas oblicuas, se zahieren, intrigan, se ponen zancadillas, se arrebatan propiedades, hijos, mujeres, maridos, pero procuran no perder la compostura, hasta el extremo de asemejarse muchas veces a reptiles escandinavos.
La riqueza es el otro elemento esencial de nuestros seriales. No consiste sólo en escenarios suntuosos, sino en la vida misma de los personajes, es consubstancial a ellos, imprescindible como el agua para los peces y el aire para los mamíferos. ¿Quién se imagina a una heredera rica y boba morando en un departamento de tres habita-ciones? ¿Cabe pensar que un estafador de postín viaje en la clase segunda de un avión? ¿Qué un tiburón financiero se aloje en un hotel de doscientos euros diarios? Cierto resulta también que los espec-tadores no dejan de advertir a la larga que tales suntuosidades se repiten, las mismas, con sospechosa frecuencia: sólo un salón, un despacho, un sirviente, una secretaria del opulento magnate petrolífero. Los presupuestos con que estas películas se realizan no deben de permitir el despilfarro, al menos en lo que concierna a interiores y exteriores. En cambio, sí parecen generosísimos respecto de vestidos femeninos y joyas. De los primeros se exhibe una docena, como mínimo, por episodio; las actrices, que rara vez se muestran desnudas ante las cámaras, en los camarines se visten y desvisten incontables veces. Y en cuanto a las joyas, como nadie puede acercarse a examinarlas, el cristal luce como si fuera brillantes, y la quincalla se valora como oro de ley. Los héroes de la narración resplandecen igual que ídolos, pues a menudo hasta para tomar el desayuno en la cocina se encasquetan sombreros, cuelgan collares, ponen anillos y pedrerías, cual si asistieran a una fiesta en el palacio del gobernador. Por lo tanto, conservar la riqueza, acrecentarla, arrebatársela a los demás, disfrutarla, humillar con ella, convertirla en aplastante poder, hacerla servir de instrumento corruptor, ostentarla, es la meta de cuantos en estas películas viven, incluidos los buenos, que también son adineradísimos y que, si más modestos que los malos, sin la arrogancia ni la insolencia de sus rivales, actúan únicamente para defender por todos los medios cuanto poseen, objeto de la codicia de sus antagonistas.
¿Y ocultan los relatos algo más que el deseo de entretener a un público poco exigente, cansado de trabajar, que no pide otra cosa que lo distraigan sin inducirlo a pensar ni sobresaltarlo en demasía? ¿Critican a ciertas clases sociales, naciones, sistemas políticos? ¿Aleccionan, creando deseos o despertando los dormidos? Nosotros creemos que carecen de cualquier otro propósito que no sea el de divertir, exentos de trampas subliminales, bien adaptados al gusto general. Porque son las figuras de estas historias, cuando las analiza uno, matachines, galanes fantoches, figurones, diablos de guardarropía, tan toscos todos, tan desprovistos de auténtico espíritu, muñecos movidos por dos o tres impulsos, resultando tan pueriles sus argucias, tan necios sus diálogos, tan boba su ingenuidad, tan risible su perversidad, tan artificiosa su forma de vida, que no cabe otorgarles más importancia de la que se conceda a cualquier protagonista de las historietas infantiles, supuesto no haber en este último caso un mensaje ideológico escondido. Exagerado sería, por lo tanto, sostener que los hábitos de vestir, las ideas, las palabras conviértense a la postre en señuelo que embauque a los espectadores. Historietas para adultos de poco caletre o deseosos de olvidar ocupaciones más serias, cumplen admirablemente su misión, interesando a la par a lavanderas y filósofos, que esperan ansiosos la continuación del capítulo interrumpido casi siempre en un momento culminante.
Para terminar, señalemos que los detractores del género de entretenimiento aquí tratado suelen encontrarse entre aquellas personas incapaces de un trabajo intelectual profundo y sostenido, semicultas, tocadas de esnobismo, convencidas de ser finas y supe-riores al común de los mortales, que disfrutan y lloran con una archiestupidez como la película El extraterrestre, creyendo además aprender historia medieval leyendo a Humberto Eco.


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