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Goya y la Abada

Calle Abada, Madrid

 

Goya y la Abada

Antonio Machado

Si paseas por el centro de Madrid, te podrás encontrar con una multitud de extravagantes personajes.

Una noche por la Plaza del Carmen descubrí dos personajes elegantemente vestidos al uso de mediados siglo XIX, y nadie los miraba.

Asombrado los seguí tratando de escuchar su, al perecer, interesante conversación.

Comentaban la belleza del nuevo edificio de las Cortes, inaugurado esa misma mañana, con la presencia de la Reina Isabel II y se reían diciendo: “Lo más correcto hubiera sido que continuaran reuniéndose en el mismo sitio que lo habían hecho durante los siete años de la obra, en el Salón de Baile del Teatro Real que era el lugar más indicado para aquellos inútiles figurines”.

Continué próximo a ellos y cuando llegaron a la calle Abada, uno con dulce acento canario, preguntó sonriendo: Amigo Hartzenbusch ¿En Madrid dan nombre a las calles las señoras del abad?

Con una sonrisa le explicó que había dos teorías sobre la nomenclatura de la calle.

La primera, era la posible aventura de un alguacil con la abadesa del convento, lo que daría lugar a dos nombres, abadesa o amada.

La segunda, habla de una leyenda, la de unos portugueses que regalaron a Felipe II una hembra de rinoceronte, conocido también como abada o bada, y fue expuesta durante un tiempo en las huertas del Convento de San Martín, que ocupaba estos lugares en aquellos lejanos años, hasta que un mal día se escapó de la jaula y en su viaje hasta Vicálvaro, mató a veinte personas.

En esas estaban cuando, debajo de un desdibujado número 12, que hacía esquina con la calle Chinchilla, un cartel les invitó a pasar, habían llegado al Café de la Alegría. Era un extraño lugar, con un estrecho portal que se abría a un mínimo patio que por toda luminaria tenía un enrejado farol de escasa luz, opacada por las muchas telarañas que le abrazaban.

Una escalera de combados escalones llevaba hasta una planta superior con unos cuartos abiertos y al final a un salón de cuyas paredes colgaban varios cuadros y unos espejos de escaso azogue, donde unas mortecinas lámparas iluminaban el abigarrado mobiliario, dos mesas de billar, un anaquel con una treintena de botellas, unos veladores con cubierta de caoba, unas sillas de color indeterminado y unos taburetes de un rojo desteñido.

Presidiendo todo el local un desvencijado sillón desde el que D. Gregorio Cerdún, propietario del afamado Café de la Alegría, vigilaba el trasiego de los mozos con sus recipientes de cobre en los que portaban el brebaje.

“Buenas noches, Gregorio”, dijeron al unísono.

El patrón se levantó y saludó a ambos por sus nombres: Bienvenidos a su casa, eximios poetas y amigos, Don Juan Hartzenbusch y Don Graciliano Afonso.

Se sentaron en dos añosas sillas junto al cuadro que presidía el salón, un autorretrato de Francisco de Goya y que reproducía la estancia con algunos clientes en su compañía.

Y se olvidaron de sus ideas liberales ante los verdosos vasos con el negro bebedizo.

Pedí un café y cerré los ojos un momento para disfrutar de su aroma y al abrirlos me encontré rodeado de unos jóvenes que bebiendo cerveza observaban una bandeja repleta de mondos huesos. Resulta que el solar del café lo ocupa ahora un edificio blanco y en sus bajos hay un restaurante de estilo estadounidense especializado en costillas a la brasa.

Todavía se desconoce con seguridad el origen del nombre de la calle, y donde terminó el cuadro de Goya.

 

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