Edición nš 6 Enero/Marzo de 2009
Fragmento del Diario de Egipto, de Mario Soria
Diario de Egipto
Agosto de 1994
Día 16 (martes)
La gran mezquita de mármol o de Mohamed Alí parecía mucho más hermosa de lejos que de cerca. Mostraba por fuera un amazacotamiento de cúpulas, cupulillas, torrecitas y alminares que, si a veces daban una sensación de acertado ascenso paulatino, otras no parecían más que un inhábil amontonar de formas en poco espacio. Imitación de mezquitas constantinopolitanas, sobre todo de la de Solimán el Magnífico. Interior de planta cuadrada y en ella inscrita una cruz griega. Gran cúpula central, cuatro semicúpulas a los lados; una semicúpula sobre el “mihrab” y cupulillas en los ángulos del cuadrilátero. La ornamentación, consistente en jarrones, volutas, estrellas, guirnaldas, etc., todo figurativo, por completo impropio del caso. El pórtico hipóstilo de la mezquita, así como el patio, rodeado de una galería formada por arcos de medio punto, propios de un templo renacentista, si se exceptúan las cupulillas que coronaban cada arco, imitadas también de los edificios de Sinán levantados en Estambul. Las gruesísimas columnas que sostenían la cúpula central, aligeradas a la vista por pilastras adosadas, estriadas, también desentonaban, componiendo un conjunto híbrido. Recinto más vistoso que bello, a causa de los dorados y las innumerables lámparas encendidas. El modelo de Sinán, según las fotografías que vi, no incurrió en el error de tales mestizajes, aunque parecía más esbelta la imitación.
Prescindiendo de la basura y la pobreza, barrio espléndido por sus monumentos el del pie de la Ciudadela, animado a cada paso con las flechas lanzadas al cielo de los alminares. Habría que recorrer varias horas la zona, observando y anotando, especialmente deambulando por las calles que se alargaban por detrás de Rifai y Hassán, sin temor de adentrarse en la Ciudad de los Muertos.
Volví a pie (había ido en taxi) desde la Ciudadela, siguiendo la calle de Alcalá, hasta alcanzar la plaza de Átaba. El tramo que iba desde la plaza de Ahmed Maher, sitio del museo Islámico, a la de Átaba, de lo más mugriento que había visto en El Cairo.
17/8 (miércoles).- Añoranza de mi casa.
El libro que encontré sobre arquitectura islámica, exorbitante de precio: casi diez mil pesetas. No las valía ni por texto ni por fotografias. No lo compré. Tampoco adquirí un diccionario ni el libro de caligrafía que me interesaba: no admitían la tarjeta “Visa”.
Busqué en vano un monumento, tumba o lo que fuese, de Omar Khayam, por la ribera izquierda del Nilo. Indicado vagamente en mi plano. Pasé junto al hospital Al-Kasr al-Aini, o sea “Castillo de la fuente”, de la facultad cairota de medicina: inmenso edificio compuesto de varios pabellones, cerrados unos, habitados otros; todo, sórdido. Delante de la tapia del edificio, basura. Junto a la calle costanera, antes de pasar a la isla de Roda (el hospital estaba en la isla), buenas casas y calles limpias: la Ciudad Jardín.
Durante la clase, opiniones de Omar sobre el cristianismo: ignorancia total, a la que se añadía una exaltación indiscreta e irreflexiva del Corán. Comentarios absurdos y aun blasfemias de mis compañeros. Intenté cortar las últimas y soslayar una discusión que no hubiera servido para nada, considerando la ignorancia del profesor y su dificultad para comprender un argumento algo complejo, ya que no domina el castellano. Se escandalizaba, como casi todos los mahometanos, por el dogma de la Santísima Trinidad: “¡Cómo es posible que tenga Dios un hijo!”
18/8 (jueves).- Excursión con Omar, Abdul Maksud y los demás.
Mezquita de Ahmed Ibn Tulún. De planta cuadrangular. Gran patio central, con un quiosco de abluciones al medio. Dos naves formadas por macizas pilastras, al lado contrario del “mihrab” y cinco, en la parte de la “quibla”. Los intradoses y trasdoses de muchos arcos, así como numerosos capiteles, decorados con variadísimas yeserías. Por lo demás, aunaba el edificio sencillez, armonía y belleza. Aparte de dichas yeserías, algunos vanos sobre los pilares de las arquerías para aligerar la pesadez y espesor de los muros. Columnas adosadas a los gruesos pilares, con el fin también de afinar las moles de sostén. Impresión de serenidad. Mirando hacia el fondo de las crujías, perspectiva que era prodigio de dimensiones concertadas. Paz y soledad. Hubiera deseado no irme nunca de allí, suspenso entre el silencio y la armonía.- Curioso alminar helicoidal, en su parte inferior, de corte iraquí. En la superior, seguía el modelo egipcio poligonal. En esta última, dos pabelloncitos decrecientes en grosor afinaban el conjunto: más delgado el superior, que remataba la torre.
Mezquita y universidad de Al-Azhar. Vi el famoso patio de la universidad, cuadrado, de arquería almendrada, de un solo cuerpo. En las galerías holgaban, sentados en el suelo, algunos estudiantes. Había dentro de la mezquita grupos discutiendo asuntos propios de sus clases o estudiantes aislados leyendo un libro. Niños, en el patio, estudiaban manoseadísimos coranes. A la mezquita se entraba por el patio. No recuerdo nada notable de ella: cuadrángulo dividido a lo ancho y a lo largo por filas de columnas. Más que la belleza sensible impresionaba la “auctoritas”: mil cincuenta años dirigiendo el pensamiento musulmán. Casi una iglesia. Era sobre todo la universidad por excelencia, como la salmantina o la sorbona en su época áurea.
Desde un mirador de la Ciudadela, magnífica vista del Cairo: las pirámides, los rascacielos del centro, la Ciudad de los Muertos. Incomparablemente más amplia que la contemplada desde la Torre de la orilla del Nilo. Alminares, cúpulas, calles, patios, plazas, edificios modernos, el río, todo envuelto en una bruma polvorienta, blanquecina. Encima, ardiente, el sol dorado.
La mezquita de Mohamed Alí, vista de nuevo, corroboró cuanto había juzgado de ella en mi visita anterior.- El palacete, junto a la mezquita, denominado Joya, tenía retratos interesantes del célebre gobernador albanés y de su familia, el dormitorio de Faruk, el saloncillo del trono, algunos pocos muebles bonitos.
Mezquita de Rifai. Además de sus puertas estrechas y elevadas, interior de claro predominio vertical: recinto mucho más alto que ancho, o sea, techos encumbrados y naves relativamente angostas. Diríase una mezquita gótica. Todas las líneas del recinto dirigían la vista hacia el centro, y desde aquí llevaban la mirada hacia lo alto. El sentimiento producido era de ascenso hacia un mundo distinto del cotidiano, del cual era la mezquita camino. Trascendencia, sin embargo, no como la suscitada por una iglesia gótica; más parecida a la que había yo sentido en la iglesia madrileña de Santa Rita: elevación y sensación a la vez de una presencia sobrehumana casi próxima, en el umbral de la realidad.- Encerraba varios enterramientos, en diversas cámaras funerarias. Algunas tumbas, ostentosas. Los muros de las cámaras, generalmente de mármoles embutidos, formando figuras geométricas de varios colores: influencia italiana. El sepulcro del emperador Reza Pahlevi, una sencilla lápida en el suelo. La estancia, cuyas paredes no se distinguían de las demás, tenía el suelo cubierto de precioso mármol paquistaní verde claro veteado de café, material del que también estaba hecha la losa sepulcral. Un ulema recitaba, durante hora y media cada día, aleyas coránicas por el alma del gran enemigo del mahometanismo en su patria. El servicio religioso, realizado por encargo de la familia imperial. El mármol verde, referencia al islamismo del difunto. ¿O a su descendencia del Profeta? El nieto de un sargento…- Siglo XVII, la época del edificio.
La mezquita de Hassán formaba en su parte principal una gran cruz latina. En la intersección de los brazos con el astil, un cuadrado secante a aquélla. Cuatro altos pórticos trazaban en los brazos de la cruz otras tantas exedras, de modo que la composición figuraba hasta cierto punto una cruz griega superpuesta a una latina, así:
Combinación de cuadrados, rectángulo y elipses, según la fantasía geométrica desbordante que imaginaba las más extrañas y audaces decoraciones y formas, haciendo, al contrario de Occidente, de tan árida ciencia como la geometría no instrumento para disecar la realidad y pretender comprenderla así disecada, sino medio de conseguir efectos estéticos extraordinarios y, sirviéndose de los mismos, suscitar la admiración y el sentimiento religioso.
El cuadrado mayor constituía el patio, con la fuente de abluciones al centro. El ástil de la cruz lo ocupaban el oratorio y el mausoleo del sultán constructor. En el primero, el “mimbar”, púlpito sobre columnas, parecidísimo por éstas al de la iglesia Colgada, es decir, plataforma que sostenía un gran atril donde se colocaba el Corán para leerlo a los fieles. Detrás del oratorio, el recinto funerario con el sarcófago de Hassán. Las ventanas de esta gran habitación, situadas a mucha altura, pequeñas y cubiertas de celosías, daban a la estancia una luz recogida, propicia a la meditación, muy distinto el ambiente de la serenidad de Ibn Tulún y de la elevación de Rifai.- Albergaba la mezquita las cuatro escuelas jurídicas ortodoxas del Islam.- También tenía el edificio, como Rifai, la entrada alta y estrecha; pero en el tiempo de la construcción, siglo XIV, aún no habían logrado el efecto arquitectónico y místico que caracterizaba a aquélla.
Después de almorzar, largo recorrido por Khan el Khalili. Visitamos tiendas de muebles, alfombras, joyas, especias, pinturas, sedas, vídeos, cerámica, etc. Multitud agobiante de gente y vehículos. A ratos no podíamos caminar y nos empujaban los automóviles. Volvimos al hotel en un autobús atestado. Llevábamos con nosotros paquetes de especias que había comprado Abdul, constituido en guía, anfitrión y mentor, y que en condición de tal usó y abusó de sus prerrogativas, disponiendo como le daba la gana de nuestro tiempo, sea mostrándonos monumentos, sea dándose a conocer a aquellos comerciantes cuyas tiendas nos había llevado a ver y para los cuales le servíamos de respaldo y prestigio, pastor del rebaño de compradores posibles. Medio zorro, medio amigo. Molestias y ventajas de ir acompañado.
También tuvo sus tristezas el día: ver a unos asfaltadotes que trabajaban con alquitrán ardiente, al pie de la ciudadela de Saladino, bajo el sol egipcio, y no ganaban –alguien lo aseguró- lo necesario para comprar la leche que diariamente necesitaban tomar como antídoto contra las emanaciones tóxicas del alquitrán. Si la compraban, no podían comer, ni ellos ni sus familiares. ¿Cuántos años vive esta gente?
19/8 (viernes).- Mezquita Azul, en la calle de At-Tabbana. Cerrada. Edificio notable por sus dimensiones, pero seguramente arruinado en el interior, a causa del terremoto y la incuria general.
Volví a ver los dos bellos alminares de la puerta Zuwaila. El edificio anejo, escuela o mezquita, tenía muchas ventanas de esta forma: o sea, en un rectángulo inscritos un círculo, en la parte superior, y dos ventanas alargadas, terminadas en arco de medio punto, en la inferior. Ausencia de celosías. ¿Símbolo cristiano de la Santísima Trinidad? Quizá. De otro lado, según David Talbot (“Arte islámico”, Pág. 146), la mezquita de Qait Bay, en el cementerio cairota del este, vale decir, una de las famosas construcciones de los sultanes mamelucos, empleaba como elemento decorativo el número tres, inscribiendo en una especie de trébol tres círculos dispuestos piramidalmente y abriendo debajo tres ventanas del mismo diseño de las que indiqué antes. Ventanas similares a Zuwaila también se veían en la mezquita de Hassán.
Tomé leche de coco, jugo de tamarindo y mango, helado de mango, coco y melón. Almorcé bien en la Torre del Cairo y descansé. El panorama de hoy, visto desde lo alto de esa especie de alminar moderno gigantesco que construyó Násser, más claro que la primera vez. Como casi no había bruma, divisábanse las pirámides y la Ciudadela con su mezquita de mármol; entreveíase la Ciudad de los Muertos; al pie de la torre espejeaban el sol las piscinas y parecía inmóvil el Nilo.
Compré dos libros: el citado de Talbot (no con abundantes detalles, pero barato) y uno sobre caligrafía islámica, de autor egipcio.
Fuerte alergia en el pie izquierdo, en las partes interior y exterior del tobillo: enrojecimiento de la piel, sarpullido, picor intenso, granos casi sangrantes.
b> 20/8 (sábado).- Aniversario del nacimiento de Mahoma.
Día muy claro. Desde la ventana veía lucir a la distancia dos de las tres grandes pirámides: Keops y Kefren, muy perfiladas, de color pardo violáceo, sirviendo de fondo el cielo azul y el sol dorado.
Museo Egipcio. Me fijé esta vez en las estelas, de granito rosado o piedra calcárea. Delicados bajorrelieves mitológicos, litúrgicos, domésticos, y primorosa escritura jeroglífica. Punteado en la piedra, para señalar las líneas encima de las cuales habíase de escribir.
Los rostros en bulto de estilo faraónico (por llamarlos de algún modo, aun a sabiendas de la tosca generalización) tenían las facciones concebidas conforme a una rígida frontalidad. Así, los ojos solían estar casi en el mismo plano de los arcos superciliares, como si la cuenca ocular apenas tuviera profundidad. En algún caso, como en el de los colosos de Abu Simbel, se llegaba a la exoftalmia. Las cejas no limitaban la frente, no formaban un borde, sino que eran mera línea. La boca, horizontal, raramente torcía sus comisuras. Redondeadas las mejillas, no dejaban entrever sino de forma excepcional los pómulos. Las cejas se prolongaban hasta cerca de las orejas, ampliando la frente y dando una impresión como de cierto aplastamiento de las facciones. La cabeza se mantenía siempre recta, mirando hacia adelante, erguida en la misma línea vertical del cuerpo, igual que si no tuviese cuello o éste no pudiera ladearse o inclinarse. De ahí que todas estas caras fuesen parecidas.
El carecer de iris y pupila muchos de los ojos tenía como consecuencia una expresión de mirar sin ver, de ausencia, de abstracción en una lejanía remotísima. Pero, incluso habiéndoseles pintado el iris y señalado la pupila a los ojos, la expresión era enajenada y similar a la de las cabezas “ciegas”. Tutankamón cazando mostraba la misma expresión de Tutankamón subido sobre el lomo de una pantera. Las estatuillas de trabajadores, tan vivas y reales tocante a la actitud corporal, miraban algo muy distante de lo inmediato. Esfinges, sarcófagos, bajorrelieves, colosos, bustos parecían múltiples versiones de la misma cara ausente en lo infinito. Los trabajadores ponían el cuerpo en sus faenas, pero su mente estaba Dios sabe dónde, según una especie de curiosa esquizofrenia artística. Marchaban los soldados y empuñaban sus lanzas, aunque no veían ni el campo de batalla ni el enemigo.
Además, la postura del cuerpo, rígida; el movimiento era ante todo situación de tronco y miembros en el espacio, como si se hubiera helado la figura marchando, labrando, danzando. Inmovilidad muy expresiva, ciertamente, pero no llegando a ser resultado de una acción orgánica expresada en tensión de músculos, flexión de articulaciones, disposición viva general, de la cabeza a los pies, y esfuerzo.
Museo copto. Arte paleocristiano e iconos del siglo XVIII. Uno de éstos, nada menos que de la resurrección del Señor, lo cual resultaba ininteligible, pensando en el monofisismo de estos cristianos. Caían, sin advertirlo, en la herejía de la muerte de Dios, correligionarios de la más depravada teología protestante.- El palacio- museo, muestrario de bellísimos techos de estilo árabe, de madera tallada y taraceada. Fuentes que aliviaban el calor. Hermosas celosías de madera, también tallada, dejaban pasar una luz tamizadísima, a veces a través de bellos vidrios de colores. Tranquilizaba la luz, creando un ambiente íntimo y apacible, muy distinto del de una casa moderna. Mansión de un aristócrata árabe.
El cementerio copto, que vi por fuera, empinándome junto a una tapia, tenía tumbas con cúpulas que parecían transportadas de la Ciudad de los Muertos, exceptuada la cruz.
También atisbé por una ventana, en el gran jardín del convento de San Jorge, una iglesia circular, detrás y por encima de la ahora cerrada y de la misma advocación. Sugestiva penumbra en su interior.
Fui a misa, a la iglesia del Sagrado Corazón, y después esperé casi hora y media, en la plaza de At-Tahrir, un autobús o taxi. Al final tuve que pagar veinte libras por un taxi compartido, porque todos estaban ocupados y los autobusillos no trabajaban, quizá por la fiesta.
Muy nervioso, deseando estar ya de vuelta en Madrid.
21/8 (domingo).- Confirmé mi pasaje de avión. Al menos, eso me aseguró un empleado de “Egypt Air”, eficiente en apariencia, desenvuelto con sus ordenadores.
Más tranquilo, fui al museo Islámico. Edificio bonito, por fuera; de más empaque y más sabor local que el Egipcio. En realidad, simple museo de artes decorativas: puertas talladas, paneles, escudillas, platos, techos, azulejos, pavimentos, celosías, lámparas, telas, libros, empuñaduras de alfanjes o cimitarras. Al habérseles vedado la representación de la figura humana, no pudieron los musulmanes desarrollar la escultura y la pintura, si bien fatimíes y mamelucos eludieron la prohibición, permitiendo figuras de hombres y animales en lugares secundarios: entre mil complicados ornamentos de puertas, en el fondo de platos y cuencos, en dinteles, en paneles hechos para ornar muros, etc. Naturalmente que para los persas fue letra muerta la prohibición, al menos en lo que respecta a la cultura secular: escenas cinegéticas, cortesanas, populares; ilustraciones narrativas, de obras médicas, etc.
Espléndidos coranes persas y egipcios. Páginas íntegramente doradas por expertísimos artesanos, y el texto escrito a mano, con tanta elegancia como claridad. Hermosas orlas. Letra sumamente legible, aun de los ejemplares del siglo XVI, con minuciosa vocalización y representación de los tonos de la salmodia, pausas y demás. La secularización del libro sagrado como objeto material, o sea conjunto de páginas impresas, que en Occidente habíase llevado a cabo con la imprenta (la Biblia resultó otro libro más, como el “Amadís de Gaula”, aunque estuviese sometido a censuras y privilegios), entre los muslimes no se ha realizado todavía, puesto que las ediciones del Corán siguen distinguiéndose por el papel, adornos, cuidado exquisito de la impresión, etc., caso de las versiones hechas en Medina.
Bellísimos azulejos florales turcos; colores, sobre todo azul y verde.
Aquí, como en todas partes, plaga de las propinas. Tuve que dársela de tapadillo a un bedel, para que me encendiese unas luces que me permitieron ver mejor un artesonado.
En el hotel le robaron a uno de los españoles (profesor salmantino) una petaca incrustada en plata. O sea que, además de apartadísimo del centro de la ciudad, sito en una calle ruidosa, de habitaciones mal atendidas, el hotel “Pirámides” resultaba sucursal de la cueva de Alí Babá.
Terminaron hoy las clases. Omar, el profesor, ingenuo, sentimental, impulsivo, testarudo, estaba casi conmovido por dejarnos. Se había encariñado con nosotros.- Aprendí algo; muchas dificultades para memorizar el léxico de una lengua relativamente sencilla en cuanto a la morfología y la sintaxis.
La libra, a cuarenta pesetas. Todo era menos barato de lo que yo creía, equivocándome a menudo y calculando el precio de la libra egipcia a treinta y tres pesetas.