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Ideario (continuación)

Política española de ayer y hoy II

Rodríguez Zapatero, con miembros de su Gobierno y representantes sindicales.

II

por Mario Soria

En una democracia, el poder político y económico no lo poseen sólo el estado y sus órganos administrativos; lo ejercen numerosas personas e instituciones, públicas o privadas. Ese reparto no se realiza de acuerdo con una regla fija, pero sí puede aseverarse que tanto más democrática es una sociedad, cuanto menos concentrado esté el poder. ¿Y qué pasa, según este principio, en nuestro país? La democracia española, aparentemente, mantiene la clásica división de los tres poderes, con cierta supremacía del legislativo, encarnado en el parlamento. De otro lado, no se hallan excluidos los partidos minoritarios de las tareas de gobierno. Representantes suyos ocupan, proporcionalmente a la importancia de las respectivas facciones, puestos en los gobiernos regionales, comisiones parlamentarias, consejos rectores de ciertas entidades públicas autónomas, delegaciones españolas en el extranjero, etc. Tampoco faltan nombramientos de trascendencia, como los de miembros del tribunal constitucional que se efectúan conforme a un pacto, más o menos forzado, entre gobierno y oposición.

Separadamente de la gigantesca maquinaria de la administración pública, la opinión ciudadana se expresa mediante diarios, semanarios, televisores y radios de las más variadas tendencias, sin mencionar las conversaciones particulares, de irrestricta libertad y con frecuencia acompañadas de palabrotas, si se nombra a algún hombre público. Existe, pues, también en España el célebre cuarto poder, indicador de los deseos, aprobaciones y censuras del común. A más de lo anterior, no son escasas las ingentes acumulaciones de capital y que, formando empresas de venta de bienes y servicios, constituyen verdaderos oligopolios que dictan los precios u obtienen para sí, en el trato con el pueblo llano, leoninas ventajas, como es el caso de los grandes bancos y las compañías eléctricas. Junto a tales mastodontes, la Iglesia y los sindicatos gozan también de predicamento, arrastrando consigo a numerosas personas. Y si, por último, pensamos en los diecisiete gobiernos regionales, se mostrará España como una sociedad viva y activa en todas sus partes, ocupada con un multiforme quehacer cuyas disonancias se encargan de armonizar las autoridades centrales. ¿Es engañosa tal apariencia?

Sea por las índole de los españoles o, mejor dicho, a causa de hábitos que se remontan mucho más allá de la época de don Francisco Franco; sea por la evolución general de las sociedades modernas, donde la democracia nominal se ha convertido, como advirtió Heriberto Spéncer, ya hace un siglo ( 1 ), y ha examinado minuciosamente en nuestros días Beltrán de Jouvenel ( 2 ), en oligarquía, lo cierto es que en España se encuentra el poder económico y político reunido en manos de poquísimas personas, quizá no más de dos mil: ministros, subsecre-tarios, presidentes de gobiernos autónomos, banqueros, directores de compañías eléctricas, el jerarca de turno en las televisiones, algunos empresarios acaudalados, ciertos periodistas. En tal entramado, diminuto es el papel del parlamento, donde todo está de antemano decidido, las discusiones nada alteran ni resuelven y la disciplina partidaria domina férreamente el voto de los representantes populares, sin olvidar que el propio reglamento de las cámaras reduce drásticamente la posibilidad de intervenir diputados y senadores en los debates. A mayor abundamiento, la oposición, o bien se sitúa, por su mala fe y empecinamiento, en la linde de la guerra civil, o bien casi no existe como entidad política, a saber, discrepante y censuradora.

Prensa, y televisión, más que expresar la opinión general, intentan formarla. Repiten machaconamente lemas y consignas; aleccionan de forma sutil; hacen resaltar ciertos aspectos de un suceso cualquiera y disimulan otros; buscan coartadas para evitar la acusación de parcialidad, pero nunca abandonan el camino de la propaganda. Critican, sí, detalles de la política socialista, conservadora o centrista, según las circunstancias; pero nunca llegan a incriminar la totalidad del sistema. No es muy frecuente que mantenegan campañas que desemboquen en el descrédito total de un personaje relevante o de una ilustre pandilla. Satirizan a los políticos, no los condenan. Y, a pesar de todo, los políticos, susceptibilísima casta, bufan y se encrespan ante los ataques. En época de Franco, permitíase censurar a los alcaldes; así se desahogaba el malhumor ciudadano. Durante la democracia, a veces hasta resultó difícil discrepar de cuanto hacía o decía el alcalde madrileño Enrique Tierno Galván, santón canonizado, no obstante su dogmatismo marxista del peor cuño, por tirios y troyanos: el primer edil, como lo llamaban los cursis, sabía acallar sin contemplaciones a sus críticos.

Otras instituciones, de las cuales cabía esperar un áspero desacuerdo respecto de algunos aspectos de la administración, bien están mudas, bien hablan con un sinfín de distingos y precauciones, como si temieran descubrir su pensamiento. El ejército es el gran silencioso. Dicen que a veces se escucha por cuarteles y salas de banderas ruido de sables, pero la cosa nunca pasa de hablilla. Humillados los militares, mejor dicho, autohumillados en el juicio donde se los obligó a expulsar de sus filas y encarcelar a prestigiosos compañeros suyos, entre los que estaba el general Jaime Miláns del Bosch, héroe del Alcázar toledano, de la guerra civil y de la División Azul, después admitieron sin rechistar toda clase de reformas que los convertieron en simples funcionarios uniformados, sometidos incluso para los ascensos al criterio, conveniencias y arbitrariedad de los gobernantes de turno. Cierta independencia, el constituirse en una especie de corporación, que parecía posible tras la muerte de Franco, disipóse como la niebla en verano, y los mílites volvieron a estar tan postergados y sujetos como antes, aunque muchísimo menos respe-tados que antes.

No menos desairada es la situación de la Iglesia. Fuera de haber perdido la religión gran parte de su influencia por la creciente descristianización de la sociedad española, fenómeno perceptible sobre todo en las urbes, diríase que el clero acepta mansamente que se marchen sus fieles, sin hacer nada para recuperarlos. En concreto, sólo de forma suave, tal vez con el fin de guardar las formas y tener una especie de coartada (al menos, esa es la impresión general), han censurado los “pastores de almas” ciertas leyes socialistas. El aborto, la restricción de subvenciones oficiales a la enseñanza privada, las campañas irreligiosas de ciertos medios de comunicación, apenas han merecido algo más que tímidas repulsas de un episcopado mediocre. Y tampoco han aprovechado los obispos la oportunidad de crear sindicatos católicos o de mantener una prensa moderna efectiva, que no fuese pedisecua de las consignas gubernamentales. No obstando sus palabras, de hecho se han replegado al interior de los templos, cada vez más vacíos, con una resignación equivalente a total derrota.

En cuanto a los sindicatos, que en un gobierno socialista deberían contarse entre las piezas maestras del régimen, no se distinguen por su criterio independiente. Parecería que han aceptado el papel del obrero bueno, ideal de los conservadores. Se han tragado el sapo de la “reconversión” de astilleros y refinerías del estado o, para decirlo sin eufemismos, el despido de miles de trabajadores, a cambio de una vaga promesa de reempleo de los afectados. Han admitido, asimismo, aumentos de salarios menores que la inflación; el empeoramiento de los servicios de la seguridad social; los contratos temporales, que dejan al trabajador completamente a merced de los empleadores; la privatización o venta de muchas empresas públicas, también con el consiguiente desahucio de parte de su personal. Y el último trágala que soportarán unos gremios tan dóciles como nunca los hubiera soñado dictador alguno, probablemente será el despido libre y casi sin indemnización. De modo que, desde la época de Mendizábal, el expoliador de los bienes eclesiásticos y comunales, que enriqueció todavía más a los ricos de su época y lanzó a miles de campesinos a la miseria, no ha habido en España gobierno más contrario a los intereses de los trabajadores que el de Rodríguez Zapatero.

Paradoja socialista.

Si la vida pública está rígidamente reglamentada, reina, por el contrario, en la vida privada amplísima libertad. Parecería que, para compensar la nula perspectiva de progreso social y económico, el empobrecimiento de la clase media, la inexorable disminución del empleo, la subida incesante de los impuestos, la miseria de una parte de la población, se permite una inusitada, para España, libertad de costumbres. Aproximadamente con dos decenios de retraso efectuó este país la revolución sexual, pero rápidamente se ha vuelto capaz de dar lecciones a sus propios maestros. El poder público ha alentado a los súbditos, y una parte de éstos, sobre todo mujeres, se ha desnudado, a veces en el sentido literal de la palabra, de la moral vigente hasta no hace mucho. La perplejidad que tal situación provoca en muchas personas la ilustra perfectamente una entrevista realizada en la televisión a cierta actriz, a la cual le preguntaron si era o no virgen. La pregunta, que pocos años atrás habría recibido una respuesta contundente, desconcertó a la interrogada, que no quería parecer mojigata, pero tampoco ligera de cascos; de modo que contestó que “un poco”. También el proyecto de legalización del uso de la marihuana muestra el propósito de contentar a una juventud viciosa, sin trabajo ni futuro, para la que se multiplican los locales de diversión y a la que se halaga anulando el servicio militar y proporcionándole fiestas populares, conciertos gratuitos de música sincopada, exposiciones pornográficas, teatro (también gratuito) de ínfima calidad y, en ocasiones, hasta la impunidad para muchos delitos. El péndulo, que en otra época tendía al puritanismo y la hipocresía, hoy propende a la desvergüenza. Ayudado, no hay que olvidarlo, el impulso soberano por la índole de un de un pueblo que más a gusto parece vivir en los extremos que en el justo medio. pueblo que más a gusto parece vivir en los extremos que en el justo medio.
Notas

Representative government: What is it good for?, From freedom to bondage, apud The man versus the state. Londres, 1969, págs. 239, 323.El poder, passim.

 

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