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Resiliencia
Resiliencia
Empar Fernández
Los que dedicamos nuestro tiempo a esto de juntar letras sentimos cierta forma de cariño hacia las palabras. Prefieres unas, relegas otras, olvidas aquellas… Pero, igual que experimentas predilección por ciertos términos, llegas también a aborrecer otros. Yo detesto: implementar, empatizar, visionar, procastinar… y resiliencia.
Resiliencia es una palabra de extraña sonoridad que los expertos utilizan cada vez más para aludir a algunas envidiables características humanas. Equivale, como el lector comprobará, a fórmulas ya existentes: fortaleza, entereza, coraje, presencia de ánimo… Es un vocablo que tiene su origen en el verbo latino “resilio” que significa volver atrás, rebotar. Originalmente, fue utilizado en ingeniería como la magnitud física que medía la cantidad de energía que absorbe un material al romperse por la acción de un impacto creciente. El valor resultante de la experiencia evidenciaba la fragilidad o la resistencia al choque del material testado.
Recientemente adoptado por las ciencias sociales, es utilizado en psicología para hacer referencia a la preparación de los individuos para sobrevivir a hechos traumáticos o períodos de dolor muy intenso. Todos conocemos personas que muestran una actitud sorprendentemente positiva ante las mayores adversidades, personas que admiramos por su capacidad para superar lo que imaginamos insuperable.
Padres y madres que continúan con su vida con entereza tras haber perdido un hijo, personas que luchan y se muestran optimistas y esperanzadas al recibir un diagnóstico fatal, sujetos que en poco tiempo acumulan numerosas desgracias personales y que, a pesar de todo, continúan haciendo al mal tiempo buena cara. Si la persona demuestra poseer estas facultades se dice de ella que tiene una resiliencia adecuada y es previsible que no sólo sobreviva a las mayores dificultades sino que, probablemente, salga fortalecida de las pruebas más duras.
Lo que parece cierto es que la vida no le ahorra penas a nadie, que las cosas son así y así han sido siempre y que como dice el tango el mundo fue y será una porquería ya lo sé, en el quinientos seis y en el dos mil también. Conozco gente que realiza esfuerzos sorprendentes para protegerse y proteger a los suyos de la adversidad. Pero está visto que, emplearnos a fondo para escapar de los posibles cataclismos, no nos hace inmunes. La inmunidad no existe. Ricos o pobres, genios o zotes, famosos o gente anónima; no hay murallas capaces de preservar a nadie. Cuando se acaba la partida el rey y el peón duermen en la misma caja.
Personalmente, no soy amiga de los modismos, creo que a menudo aportan bien poco y suplantan términos conocidos y de probada y larga solvencia. Podemos hablar de personas valerosas, corajudas, asombrosamente fuertes… y también nos entenderíamos. A pesar de ello, debo reconocer que la imagen etimológica que nos habla de impactos cada vez mayores hasta conseguir la fractura, es de una elocuencia difícilmente superable.
Para acabar, sólo añadir que yo, que no soy creyente ni tan siquiera simpatizante, cada vez que ojeo un diario o escucho un telenoticias, subscribo de todo corazón el espíritu de la plegaria que reza así: “Que Dios no me envíe todo el dolor que soy capaz de soportar”
No quiero romperme.
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