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¿Amor o Perversión?
¿AMOR O PERVERSIÓN?
María José Moreno
El diccionario de la RAE señala dos acepciones para la palabra sadismo: la de «perversión sexual», en tanto un sujeto provoca su propia excitación sexual cometiendo actos de crueldad sobre otra persona, y la más genérica de «crueldad refinada con placer en quien la ejecuta».
Sadismo es un término que debemos a Donatien Alphonse François de Sade, conocido por su título de Marqués de Sade, escritor y filósofo francés, nacido en París, el 2 de junio de 1740 y muerto en la Charenton-Saint-Maurice, Val-de-Marne, el 2 de diciembre de 1814, un manicomio en el que fue encerrado tras escribir su famosa y aberrante novela Justine o los Infortunios de la virtud. Entre fortalezas y manicomios, pasó encerrado más de 30 años, unas veces por sus ideas políticas, otras por su pensamiento filosófico y, como no, por sus novelas, de una gran crueldad sexual anormal.
En el momento actual estamos viviendo una resurgir del tándem sadismo-masoquismo desde la nueva novela romántico-erótica que domina todas las listas de ventas y que se inició con la famosa novela Cincuenta sombras de Grey y su llamado publicitario en torno al porno-mamá; al que han seguido Tómame, Poséeme... y miles más que han ido apareciendo.
El psicoanálisis establece claras diferencias entre ese sadismo perverso patológico que hemos nombrado y el sadismo originario que busca la estructuración y el fortalecimiento del Yo. Así considerado, el sadismo originario se caracteriza por la tendencia a destruir, pero «despojado de cualquier intención de hacer daño a la víctima». Es un sadismo en el que no predomina la pulsión sexual sino la «pulsión de dominio» surgida del odio primordial. El odio primordial es indiferencia, rechazo pasivo e indolencia hacia el mundo y también es protección de sí mismo, gesto de cierre y de afirmación de sí.
Es frecuente constatar que el dominio ejercido sobre ese Otro, su conquista y sometimiento, no se obtienen si no es al precio de la destrucción parcial de sí mismo. La pulsión de dominio o de conquista se confunde con una pulsión de destrucción. Y el odio agresivo y conquistador se convierte en una acción brutal y violenta, que puede llevar a la autodestrucción del Yo.
Esto se hace patente en la obra del premio Nobel, Vargas Llosa, Travesuras de una niña mala.
La «niña mala» es el ejemplo de la adaptación, de la supervivencia. Mediante una ciega y egoísta ambición aspira a salir adelante, dejar atrás su origen pobre —hija de una cocinera—, traspasar fronteras valiéndose del engaño y la mentira hasta llegar a ese Otro que pueda darle la felicidad que tanto ansía.
Aparece como la chilenita Lily, en la vida de ese Otro, Ricardo Somocurcio. Ricardito, el «niño bueno» como ella lo llama, lo tiene todo, no ambiciona nada; idealista, desprejuiciado, se enamora obsesivamente de la chilenita, sometiéndose a la voluntad de ella.
A lo largo de las páginas de la novela vemos el transcurrir biográfico desde niña a «femme fatal»; el viaje por medio mundo: Perú, París, Londres, Madrid, Tokio…, en una carrera desenfrenada por parte de Lily para llegar a la cúspide, a lo más alto, incluso por caminos de inmoralidad. Cada cierto tiempo se reencuentra con Ricardo (su Otro), que ambiciona tenerla en su totalidad a costa de su propia libertad, de su independencia; reencuentros marcados por luchas ambivalentes entre el amor y el odio, comicidad y tragedia, deseo y rechazo, sometimiento y castigo, pasión y dolor en esas sangrantes despedidas, que el niño bueno soporta una y otra vez cuando ella, cansada de la seducción de dominio, busca a Otros con los que afianzarse. La anodina vida del «niño bueno» es zarandeada, puesta patas arriba, cuando la «niña mala» aparece. Queda lastimado, hundido, depresivo aunque anhelante de un próximo encuentro.
La niña mala, Otilia (su verdadero nombre), ansía encontrarse consigo misma, alcanzar lo inalcanzable, una manera de ser coherente y estructurada que le está negado por su propio devenir biográfico. Al final, enferma y consciente de que le queda poco para morir, la niña mala vuelve a los brazos de Ricardo; el único hombre al que ella puede volver siempre, haga lo que haga. Busca una reconciliación que atempere el dolor, no ya de su enfermedad, sino de su malgastada, ambiciosa y fracasada vida, de su inconformismo, de su incesante búsqueda de seguridad, de ser ella misma.
En esta relación desequilibrada, la «niña mala» siempre tiene la predominancia. El amor casi melodramático de Ricardo le perdona todo. En el final de la novela, Ricardo se pregunta a sí mismo: ¿Se podía llamar historia de amor a esa payasada de treinta y pico de años, Ricardito?
La respuesta, desde un punto de vista psicológico, es sí. Relación de amor objetal (que no objetiva), egoísta, sádica, inmadura, maliciosa; pero al fin y al cabo, de amor para dos personas que tuvieron la desgracia (o la suerte) de encontrarse en su devenir biográfico.
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