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Esther Tusquets
Esther Tusquets
Ana Alejandre
Esther Tusquets, escritora y editora, nació en Barcelona el 30 de Agosto de 1936. Cursó estudios en el Colegio Alemán. Posteriormente, estudia Filosofía y Letras, especialidad Historia, en las Universidades de Barcelona y Madrid,
Su inicio laboral fue como profesora de literatura e historia durante varios años en una academia. Más tarde, al inicio de los sesenta, continúa con la labor de su padre como Directora de la editorial Lumen, cargo que ocupó durante veinticinco años, hasta poco antes de su muerte, ejerciendo una gran influencia en el campo literario en los últimos años.
Comenzó a escribir tardíamente, pues comenzó a publicar en 1978 no aparece su primera novela "El mismo mar de todos los veranos", con la que inicia una trilogía que continúa con "El amor es un juego solitario" (1979) ganadora del Premio Ciudad de Barcelona; trilogía que finaliza con "Varada tras el último naufragio" (1980).
Posteriormente, publicó Para no volver (1985), Siete miradas en un mismo paisaje (1992), La niña lunática (1996, premio Ciudad de Barcelona 1997),El mismo mar de todos los veranos (1997), Con la miel en los labios (1997).
Su trayectoria en dicha editorial la narró en su obra, "Confesiones de una editora poco mentirosa" que fue publicada por la editorial, pero ya dirigida por su hija Milena, en 2005. Otras obras posteriores fueron "Habíamos ganado la guerra" (2007) "Confesiones de una vieja dama indigna" (2009) y "Tiempos que fueron" (2012), junto con Oscar Tusquets.
La obra literaria de esta autora se puede definir como una narrativa que tiene dos elementos fundamentales: por una parte, la visión femenina en la temática de sus novelas; por otra, el estilo completamente innovador en su época que se sustenta en la técnica narrativa utilizada y basada en el uso del lenguaje, por el que, según sus críticos, v desarrollando la visión o "conciencia femenina", por la que la trama, escasa en su obra, se va definiendo. únicamente. a través del punto de mira basado en el conocimiento psíquico y sexual de una mujer madura, que va creando un estilo peculiar al que se ha llamado barroco, por la rica creación de imágenes superpuestas; elíptico, en cuando que se aleja del momento narrado hasta otras cuestiones que engarza con el tiempo narrativo, y arabesco por la creación de un entramado que forma las ricas imágenes sugeridas y sugerentes entrelazadas entre sí. Todo ello, a través del lenguaje y el concepto que de este elemento imprescindible en una obra literaria, como vehículo de expresión en el que se basa toda obra escrita, tiene Esther Tusquets que muestra cómo su uso peculiar puede ser, además, un elemento más de la arquitectura narrativa, tanto por la expresión de la idea, como por su disposición y cadencia.
Murió el 23 de julio de 2012.
Bibliografía y Premios
BIBLIOGRAFÍA
Autobiografía:
Confesiones de una editora poco mentirosa (2005)
Habíamos ganado la guerra (2007)
Confesiones de una vieja dama indigna (2009)
Tiempos que fueron (2012), junto con Oscar Tusquets
Cuento:
Las sutiles leyes de la simetría (1982)
Siete miradas en un mismo paisaje (1981)
Olivia (1986)
Relatos eróticos (1990)
Carta a la madre (1996)
La niña lunática y otros cuentos (1996)
Con la miel en los labios (1997)
Carta a la madre y cuentos completos (2009)
Ensayos:
Libros "de lujo" para niños (1994)
Ser madre (2000)
Pequeños delitos abominables (2010)
PREMIOS
Premio Ciudad de Barcelona 1979
ENLACES
http://www.el-mundo.es/larevista/num201/textos/mujeres1.html
http://cvc.cervantes.es/obref/aih/pdf/10/aih_10_3_012.pdf
http://www.publico.es/culturas/439950/esther-tusquets-la-gran-senora-de-la-edicion
http://www.youtube.com/watch?v=M1aD3-RM3ao
http://www.elperiodicoextremadura.com/noticias/extremadura/esther-tusquets-escritora-publica-pequenos-delitos-abomi
nables-estuve-a-punto-de-morir-y-no-me-importaba-me-senti-fantastica-_545101.html
http://www.barcelonareview.com/19/s_et.htm
http://www.xtec.es/~jducros/Esther%20Tusquets.html
http://www.rtve.es/alacarta/videos/nostromo/nostromo-esther-tusquets-autoras-joan-brossa/1098538/
http://www.imserso.es/InterPresent1/groups/imserso/documents/binario/262entrevista.pdf
Nosotras siempre somos más
Nosotras siempre somos más
(El País/1 Nov 2009)
Esther Tusquets
Desde siempre he sabido que las mujeres tenemos una vida más larga que los hombres. Lo oí desde niña, y también me explicaron que esto se debía a que las mujeres, dado que no trabajábamos (o, por lo menos, no trabajábamos fuera de casa, en profesiones estresantes y de responsabilidad), consumíamos menos energía y nuestro organismo sufría un desgaste mucho menor. Siempre lo di por bueno.
En efecto, si una máquina se utiliza poco, tiene por lo general más duración que si está a tope muchas horas. Vivíamos más porque no dábamos golpe, y lo malo era que, al integrarnos cada vez más en el mundo del trabajo, íbamos a perder una de las pocas ventajas de las que disfrutábamos, íbamos a morir más jóvenes y nuestra longevidad se equipararía a la de los varones.
Han transcurrido muchos años y las cosas no han ido por este camino. Cada vez son más las mujeres que trabajan -incluso en profesiones tan intensas y absorbentes como la política o los altos cargos de las grandes empresas, donde están presentes las dos máximas ambiciones del ser humano de hoy: el poder y el dinero- y es posible que anden estresadísimas, que sobrevivan a base de ansiolíticos y antidepresivos, pero la verdad es que no por ello mueren antes, ni siquiera las deteriora la mala conciencia de que por su culpa no pueda yo seguir citando (mi hermano Óscar, implacable y para mí utilísimo Pepito Grillo, me advirtió que estaba haciendo el ridículo) aquella frase que me gustaba tanto, según la cual el día que mujeres ineptas e incapaces ocuparan cargos de responsabilidad se habría logrado la igualdad entre los sexos.
¡Dios mío, si habremos visto mujeres incompetentes, ignorantes y estúpidas y nefastas ocupando cargos de poder! Y lo habrán hecho muy mal, y desde luego no se ha logrado la paridad con los varones (a partir de ahora puedo decir que la igualdad entre los sexos se habrá empezado a lograr cuando se equiparen los salarios), pero seguimos viviendo más que ellos. Es fácil comprobar que habitamos un mundo lleno de viudas.
Hace muy poco tiempo, unos meses, supe la verdadera razón de que las mujeres fuéramos más longevas. Y resultó ser la opuesta a aquella que yo había aceptado como buena desde niña.
Lo descubrí por casualidad, en una conferencia sobre el cerebro que dio el neurólogo que maneja con extraña sabiduría mi Parkinson (e incluso, y tiene mayor mérito, me controla a mí), Nolasc Acarín. Aunque iba dirigida a profanos, yo me perdí de la misa la mitad. Pero algo quedó claro: el cerebro del hombre no envejece por exceso de uso sino por uso insuficiente. Cuanto más activo esté uno, más probabilidades tiene de llegar a viejo. Y esto cobra especial importancia cuando se empieza a envejecer, cuando al jubilarte tienes la oportunidad de elegir en qué vas a emplear tu tiempo, o si no vas a emplearlo en nada. Y, al parecer, las mujeres nos mantenemos infinitamente más activas que los hombres.
"¿Sí?", pregunté un poco sorprendida, porque nunca lo había visto desde este punto de vista.
Y hubo una respuesta unánime y entusiasta por parte de las asistentes. "¿No te has dado cuenta? ¡Siempre somos más! ¡En las conferencias! ¡En los teatros! ¡En las presentaciones de libros! ¡En las bibliotecas públicas! ¡En las excursiones! ¡En las clases de yoga! ¡En las de gimnasia! ¡En los cursos para la tercera edad! ¡En los clubs de bridge! ¡En las conferencias! ¡Aquí mismo!".
Efectivamente, habían acudido a oír hablar del funcionamiento del cerebro humano muchas más mujeres que hombres. "En todas partes somos más, ¡menos en el fútbol!", zanjó una la cuestión. Las mujeres, además, -mucho más que los hombres- se han mantenido siempre activas al alcanzar la tercera edad. Porque parte de las funciones que tradicionalmente se les asignan -el cuidado de la casa, de los ancianos y, sobre todo, de los niños- no desaparecen con la edad. Las "tareas domésticas" siguen siendo las mismas; los padres de la pareja han llegado a la vejez y requieren mucha atención y ocupan mucho tiempo, y con frecuencia han aparecido los nietos.
También los varones se preocupan por sus padres, "colaboran" con creciente frecuencia en los trabajos caseros, y suelen adorar a sus nietos, de modo que desarrollan actividades con ellos. Pero la responsabilidad recae en la mujer. Mientras muchos hombres, al alcanzar la jubilación, consideran haber concluido con sus obligaciones y -menos curiosos, menos dados a múltiples intereses, menos activos- se pasan las horas muertas delante de la televisión.
Si esto es así, resulta que las mujeres vivimos más, no por estar ociosas, sino por mantenernos más activas, por tener intereses más amplios y variados, por forzar a nuestro cerebro (¿será siquiera verdad que, como pretenden algunos, el tamaño del cerebro se relacione con la inteligencia?, tendré que preguntárselo a Acarín) a seguir funcionando a buena marcha.
Me gusta la idea. Por una vez una teoría establecida por hombres y mujeres no nos deja relegadas a ciudadanos de segunda..
Elogio de la amabilidad
Elogio de la amabilidad
(El País/ 11 Enero 2009)
Esther Tusquets
Cada vez estoy más convencida de que los humanos cambiamos poco con la edad. Me parece por una vez cierto un dicho popular: "Genio y figura hasta la sepultura". Sufrimos casi siempre un deterioro ("no maduramos, nos pudrimos", postulaba hace años, muchos, antes de convertirse en uno de los mejores editores del mundo hispano, Jorge Herralde), pero poco cambiará nuestro modo de ser, nuestro carácter. Sí, en cambio, suelen variar nuestra ideología, nuestras costumbres, nuestros gustos, y en consecuencia eso que llamamos un poco pomposamente "nuestra escala de valores".
De joven -a mis 20, a mis 30, incluso a mis 40 años-, no se me hubiera ocurrido hacer un elogio de la amabilidad. Ni a mí, ni a los jóvenes de entonces, ni a los jóvenes de hoy.
En la primera etapa de la vida se aprecia el atractivo externo (¿con cuánta frecuencia, al hablar de alguien, es esta cualidad la primera que mencionamos?, ¿cuántas veces se añade entre las razones que hacen dolorosa una muerte, sobre todo si se trata de una muchacha o de un niño, lo guapo que era?), la habilidad en el deporte, en el baile, en hacer que las actividades sean divertidas, el valor físico, la simpatía, y también, es cierto, la inteligencia, un talento determinado para algo, la originalidad.
Para que valoremos la bondad (la bondad real, la única válida, que, al igual que el auténtico amor, no cabe confundir con la tontería, sino que requiere, al menos en los humanos -el amor de los animales, para mí y para otras personas tan importante, discurre por cauces distintos-, una dosis importante de inteligencia) deben transcurrir unos años, tenemos que haber llegado a comprender que, sin la presencia de algunos "hombres buenos", la vida, en este inhóspito planeta que nos ha caído en suerte, sería insufrible, pues sólo ellos mantienen la mínima dosis de comprensión, de interés por los demás y de generosidad (vergüenza me da añadir "de solidaridad", tan deteriorada ha quedado esta palabra por el abuso y el mal uso que se ha hecho de ella, pero no encuentro otra para sustituirla, ¡y era, es, de todos modos, tan hermosa!) que hace posible la convivencia humana y la supervivencia de los más débiles.
Y tienen que transcurrir unos años más, tal vez estar ya cerca de la vejez, saberse más frágil, más vulnerable, más necesitado de los otros, para apreciar de veras la amabilidad -pariente próxima muchas veces de la bondad-, más allá de formulismos ridículos y de los manuales de urbanidad de nuestros abuelos. Que, al salir de casa, el portero te dedique una sonrisa o un gruñido; que el taxista te salude amable y te permita elegir entre el silencio, una buena música, una conversación agradable, o te condene a escuchar a todo trapo la Cope, un partido de fútbol o su intercambio de insultos obscenos con los conductores que se cruzan en su camino; que otros pasajeros te cedan el asiento o te aparten a empujones de la puerta del metro o el autobús; que los camareros, los dependientes -y no digamos los funcionarios- te atiendan cordiales o te condenen a la invisibilidad, son pequeñas cosas que le cambian el color y la música al día, que modifican nuestro estado de ánimo, aumentan o disminuyen nuestra calidad de vida.
La amabilidad tiene mayor valor para los débiles, porque necesitan más de ella, al ser menos capaces de valerse por sí mismos.
Esto lo descubre una, con distintos grados de amargura -si se añaden unas gotas de buen humor es más soportable-, al ingresar en esa espantosa etapa de la vida que antes llamábamos vejez y ahora llamamos tercera edad. Los jóvenes no saben lo que significa envejecer, y el significado que adquiere la amabilidad, y cómo a veces la necesitamos y les necesitamos.
Pero tal vez el caso extremo de indefensión dentro de la vida que consideramos normal (o sea, dejando a un lado las cárceles, los manicomios, las guerras, las catástrofes) se dé en las consultas de los médicos y en los grandes centros hospitalarios, sean públicos o privados. Muy fuerte tiene uno que ser para, ante la enfermedad propia o la de un ser querido, no sentirse perdido e inerme en los pasillos y las salas de espera o de urgencias, donde con frecuencia nadie te dice nada, ni te explica nada, ni parece verte siquiera. En ese estado de indefensión total, una palabra alentadora, un gesto cariñoso, puede atenuar tu ansiedad y serte más útil que los conocimientos del más sabio de los doctores del centro.
Si algún día tengo que someterme a una operación de alto riesgo, lo tengo claro: no recurriré al mejor especialista mundial, me pondré en las manos de un médico que una, a la competencia en el oficio, una fuerte dosis de humanidad. Del más cariñoso, del más bondadoso, del más amable, en definitiva.
Demasiadas cosas prohibidas
Demasiadas cosas prohibidas
(El País/ 15 Mayo 2007)
Esther Tusquets
Comprendo que vivimos en sociedad, la mayoría de nosotros en grandes grupos, cada vez más hacinada la población en las ciudades. Y comprendo que, para que la convivencia sea posible, son precisas un montón de normas y de leyes, un montón de restricciones y de prohibiciones. Lamento, sin embargo, que, en lugar de aplicarlas con cierta flexibilidad, con un mínimo sentido común, ateniéndose a las circunstancias de cada caso, los agentes de la ley las apliquen con frecuencia a rajatabla, lo cual, qué duda cabe, hace más sencillo su trabajo. Y me llena de asombro que mucha de la gente que me rodea, lejos de aceptar estas prohibiciones como un mal menor, las acoja con entusiasmo intransigente, encantada de tener oportunidad de echarte una reprimenda o de denunciarte. Todo esto puede ser muy cívico y tal vez con el tiempo lleguemos a ser un país tan ordenado como Suiza, pero ¿no crea una atmósfera un poco asfixiante? ¿No resulta muy dura, al menos para los miembros de mi generación que nos considerábamos de izquierdas y habíamos hecho de la libertad un mito, esa merma creciente de las libertades individuales?
El tabaco es nocivo, y yo misma, cuando veo a chicos y chicas jóvenes fumando por la calle, tengo que reprimirme para no darles sabios consejos que no iban a escuchar. Pero el fanatismo antitabaco -como cualquier fanatismo-, sobre todo el de los ex fumadores, su intolerancia absoluta, su falta de comprensión, me desagrada tanto que yo, que nunca he fumado, enciendo un cigarrillo. He buscado en vano, en el aeropuerto de Barcelona, un rincón para fumadores, como los hay en todos los aeropuertos que conozco, y no lo he encontrado. Y a una de mis amigas la denunciaron, sin ni siquiera advertírselo antes, por fumar a solas en su despacho. ¿No da un poco de miedo ese deseo fervoroso de algunos ciudadanos por colaborar con la ley?
Sin pretender en absoluto defender el tabaco, señalaré algo que me sorprende. Hace unos años, cuando un hombre nos preguntaba cortésmente a las mujeres si nos molestaba que encendiera un cigarrillo, todas sin excepción asegurábamos que no. ¿Cómo es posible que ahora resulte físicamente insoportable que alguien fume, o haya fumado, al otro extremo del edificio?
A todos nos molesta que por la noche los ruidos del vecindario no nos dejen dormir y es razonable que se regulen. Pero también aquí debiera existir cierta flexibilidad. No es lo mismo, por ejemplo, la noche de Fin de Año que otra noche cualquiera. Y, aunque una deteste los petardos, no llamará a la policía una noche de verbena. El pasado agosto, en Cadaqués, celebrábamos el cumpleaños de un chico, la casa era pequeña, hacía calor, y nos pusimos, dos niños, sus padres y dos amigas, a bailar y bromear en la calle. No eran todavía las once de la noche. Los vecinos nos llamaron la atención. Paramos en el acto. Pues, aun así, allí estaban a los cinco minutos los mossos, porque nos habían denunciado.
No se puede llevar a los perros a la playa. Y es razonable. Se sacuden, te mojan, te arañan dentro del agua, pisotean las bolsas y las toallas. Molestan. De modo que, también en Cadaqués, llevo a mis perros antes de las siete de la mañana a una playa alejada, donde no hay nadie (y si hay gente durmiendo no protesta, porque también se sienten en falta, ya que está prohibido dormir en la playa, o en el coche, o aparcar laroulotte o hacer camping donde se te ocurra), y voy bien provista de bolsas para recoger lo que ensucien. Pero aun así llegan los mossos, y, como la amiga que me acompaña no se ha enterado y sigue bañando a los perros, me exigen les entregue el carné de identidad.
Me he resignado a que el Estado vele por mi integridad física y me obligue a utilizar, incluso en ciudad y en los asientos traseros, el cinturón de seguridad, aunque no estoy segura de que mi integridad no sea asunto mío, como debiera serlo prolongar o no mi propia vida, pero ¿no es excesivo que, movido por su afán protector, el médico de la seguridad social amenace al paciente con no hacerle las recetas para conseguir gratis los medicamentos, si no se vacuna antes contra la gripe?
Seguramente estamos, habida cuenta de que buena parte de la izquierda supera en este aspecto el puritanismo de la derecha, en el camino correcto. Con un poco de suerte dentro de unos decenios -en un mundo donde se habrán extinguido cientos de especies animales, donde habremos dejado morir sin que se nos mueva un pelo la mitad de la población de África, donde el Mediterráneo se habrá convertido en un estercolero- seremos un país tan civilizado como el que más.
Las libertades individuales no deben de ser tan importantes, dado que no parecen importarle a casi nadie, y supongo que todos, qué remedio, nos habituaremos a sobrevivir, sin excesiva asfixia, entre ese cúmulo creciente de cosas prohibidas. Sin excesiva asfixia, pero con resquicios de rebeldía y de tristeza.
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