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Parientes lejanos

Parientes lejanos

Empar Fernández

Es una evidencia que los personajes que crea un novelista no sólo contribuyen a desarrollar una historia, también nos hablan de su autor. A menudo el protagonista de una novela encarna las aspiraciones de su creador, las sublima. El personaje, hombre o mujer, en ocasiones es lo que el escritor casi con toda seguridad no llegará a ser jamás, por lo menos en esta vida. Y, a diferencia de Shirley McLaine, no creo que haya otras. En ocasiones creador y personaje de ficción únicamente comparten una fobia, un rasgo menor de su carácter o la predilección por un vino o una forma de vestir.

Crear un personaje es, a menudo, un intento de ser aquello que nos viene grande (un investigador intrépido, una ejecutiva de éxito, un deportista de élite…), de dibujar en el aire y con el dedo aquello en lo que podemos convertirnos si nos dejamos caer (un alcohólico irredento, la perdedora de todas las batallas, una adicta al sentimiento de culpa, una mujer perversa disfrazada de amorosa madre…) o bien, simple y llanamente, la plasmación, negro sobre blanco, de nuestro lado más oscuro (violadores, pederastas, asesinas en serie, urdidoras de trampas…)

El catálogo de rasgos de nuestros posibles personajes de ficción es infinito, una especie de “Quién es quién” con innumerables atributos. Y algunos de esos atributos nos pertenecen, son indiscutiblemente nuestros. En todos cuantos personajes creamos hay algo de nosotros, aunque a menudo no sepamos reconocerlo o nos refugiemos cómodamente en la negación asegurando a quién quiera oírlo que todo cuanto pueden los lectores encontrar en la novela es pura y dura ficción. Alguien puede replicar que en ocasiones no es el personaje, sino la situación en que lo coloca su autor lo que establece un vínculo entre ambos. Cierto, pero no deja de ser una relación identificable entre el autor y su personaje.

Recientemente, y a raíz de una circunstancia vivida hace unos días, he vuelto a reconocer en algunos de mis protagonistas habituales, algo de mi propia vida, de mi propio temperamento. Durante la Fiesta Mayor de la población en la que llevo viviendo exactamente media vida me aproximé a uno de los puestos de venta de bocadillos y bebidas. El lugar exacto en el mostrador en el que entregabas el billete y te devolvían tu cambio estaba justo al lado del amplificador por el que la música atronaba sin contemplaciones. Guardé cola soportando estoicamente un volumen insufrible, pero durante unos segundos, incapaz de aguantar el torrente de decibelios, a punto estuve de marcharme sin recoger el pedido ni el dinero sobrante.

Fue entonces cuando comprendí que Mauricio Tedesco, y antes Enric Nasarre, hubieran renunciado al puñado de euros que en justicia eran suyos y se hubieran largado. Quizás ni tan siquiera se hubieran acercado.

Yo, como mis detectives, detesto el ruido fragoroso, aunque algunos se empecinen en llamarle música. Necesito el silencio como otros necesitan correr, tocar el arpa o practicar artes marciales. Y, tras pasar unas horas en compañía, preciso de otras tantas de descompresión. Como los buzos, como los astronautas, como algunas personas que tienden a la soledad y a la introspección y que a menudo pasan por raras y extravagantes a juicio de sus semejantes.

Y, aunque no compartimos carga genética con nuestros personajes por razones obvias, alguien debería poner un nombre adecuado a esta forma tan especial de parentesco.

 

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