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Horacio Quiroga

 

El enigma en la vida de Horacio Quiroga

hORACIO çqUIROGA, ESCRITOR.

El enigma que representa este escritor que terminó suicidándose, después de una vida plagada de desgracias familiares y trágicas muertes de sus más allegados.

Ana Alejandre

Según la definición de gafe: “se aplica a la persona que trae mala suerte o desgracia con su presencia”, pero siempre es la víctima de la mala suerte o desgracia otra persona, no el propio gafe que permanece ajeno. Sin embargo, la mala suerte también la sufrió el propio Quiroga en su persona de forma evidente,

La vida de Horacio Quiroga parece la de un gafe en cuanto a los numerosos sucesos dramáticos que presenció a lo largo de su vida y que sufrieron personas de su entorno más próximo, como si los hechos luctuosos siempre tuvieran como testigo mudo a Horacio Quiroga que parecía ser el pararrayos humano que atraía la desgracia, pero recayendo ésta sobre los demás, aunque en muchas ocasiones, también sobre sí mismo.

Pero es necesario comenzar a narrar las tragedias que rodearon a este escritor que fue un enigma en vida y no en su propia obra

Nació en Salto (Uruguay), el 31 de diciembre de 1878. A los dos meses y medio de edad su padre se suicidó, disparándose con la escopeta de caza, delante de su familia, parece ser que a consecuencia de los graves problemas económicos que sufría. Aquí empieza a escribirse el extraño y dramático destino de Quiroga que ya empezaba a vislumbrar tintes siniestros. Su madre volvió a contraer matrimonio y se trasladó la familia en pleno a Montevideo. Sin embargo, la fatalidad ofreció de nuevo otra tragedia familiar, porque el padrastro del Quiroga, Ascencio Barcos, sufrió una hemorragia cerebral que lo dejó postrado en una silla de ruedas a consecuencia de la parálisis que le dejó como secuela. Por este motivo, sufrió un cuadro depresivo que le llevó a tomar la fatal decisión de suicidarse, lo que hizo cuando Horacio tenía 13 años y estaba presente, viendo como el desdichado se pegaba un tiro, apretando el gatillo con un dedo del pie y con la misma escopeta con la que se suicidó el padre biológico del escritor.

Todo estas tragedias se fueron sumando a la enfermedad que padecía el escritor desde su infancia porque padecía asma y, además tartamudez, por lo que tenía graves problemas para relacionarse con los demás y poder tener amigos. A los 19 años tuvo su primer amor fallido, pues se enamoró de María Esther Jukowsky que fue el primer amor desgraciado de los muchos que tuvo a lo largo de su vida. En esta ocasión, los padres de ella se negaron a que se siguieran viendo.

Practica deporte con asiduidad y es muy aficionado a las ciencias, funda la tertulia de "Los tres mosqueteros". Su comienzo en la vida literaria lo hace bajo el apoyo y el patrocinio de Leopoldo Lugones. Se traslada a París en 1900 y allí conoce a Antonio Machado y Rubén Darío. Sin embargo su estancia en dicha ciudad no fue más que un cúmulo de desastres como el propio escritor la define, pues pasó hambre, se le acaba el dinero y regresa a Montevideo en un estado lamentable.

Continúan las muertes trágicas a su alrededor, porque el 5 de marzo de 1902, cuando sólo contaba 24 años, mata por accidente, al disparársele un arma que suponía descargada, a su íntimo amigo, el poeta Federico Ferrando con el que había fundado el grupo literario “Consistorio del Gay Saber”. El hecho se produjo en un hotel donde se encontraban ambos, mientras él estaba limpiando un arma con la que su amigo tenía que batirse en duelo al día siguiente. Este terrible suceso le deja un fuerte trauma psicológico. A raíz de este aciago accidente y, después de ser interrogado por la policía, abandona Montevideo y se traslada a Argentina donde vive su hermana María con la que se instala. Su carácter se vuelve cada vez más irritable y comienza a ejercer de fotógrafo, por lo que participa en la expedición de estudio que dirige el escritor Leopoldo Lugones a la región de las antiguas misiones de los jesuitas. En esa zona comienza a conocer la vida de los indígenas y sus muchas penalidades, experiencia que le sirve de inspiración para escribir su libro de relatos más famoso Cuentos de la selva (1918).

Compra terrenos en esa región con los restos de su herencia e intenta plantar algodón en la región de Chaco, lo que constituye un terrible fracaso y queda completamente arruinado pues perdió la fuerte suma para esa época de 6.000 pesos. Regresa a Buenos Aires, después de tan utópica y ruinosa aventura.

Empieza a dar clases en la Escuela Normal Número 8, como profesor de castellano y literatura y allí conoce a la que sería su primera esposa, Ana María Cirés, que tiene trece años menos que él y con la que contrae matrimonio antes de trasladarse, en 1910, a San Ignacio (provincia de Misiones), lugar en el que empieza a vivir como colono, pero los problemas económicos le persiguen. Desde 1912 a 1915 intenta la aventura como industrial en diversas variantes: tanto en la de fabricación de carbón como en la destilación de zumo de naranja para licores, actividades que vuelven a ser rotundos fracasos. Del matrimonio con Ana María Cirés nacen dos hijos. Eglé y Darío, pero la mala suerte también se abatió sobre la esposa de Quiroga porque, después de una fortísima discusión matrimonial se suicidó, a los seis años de casada, ingiriendo líquido para revelar fotografías, lo que le supuso una terrible agonía de ocho días antes de fallecer. Quiroga, después del trágico final de su esposa, regresa a Buenos Aires y deja sus hijos al cuidado de su suegra.

Empiezan las sospechas sobre su extraña conducta, pues los amigos afirman que nunca habló de su esposa, ni visita su tumba. Comienza una relación con otra jovencísima mujer, Ana María Palacio que tiene sólo 17 años mientras él ya cuenta con 46, y cuya relación termina tormentosamente. Esto le inspira su segunda novela Pasado amor (1929), que también fue otro fracaso más que apuntar a la larga lista pues de esta novela sólo se vendieron 40 ejemplares.

Tres años más tarde, conoce a la que sería su segunda esposa, Elena Bravo, que repite el patrón de excesiva juventud, pues sólo tenía 18 años y era amiga de su hija Eglé. Los amigos de Quiroga intuyen que este matrimonio también iba a ser un estrepitoso fracaso, lo que se convirtió en realidad muy pronto porque su mujer lo abandonó en la selva y se llevó a la única hija del matrimonio Elena, a la que se le conocería como “Pitoca”. Como la desdicha nunca viene sola, en esa época su hermano mayor, Prudencio, murió víctima de un fatal accidente, y un amigo de su juventud, Baltasar Prum, también se suicidó al ser vencido en las elecciones para la Presidencia de Uruguay, en 1933. Pero esa desgracia no vino sola, porque a consecuencia de esa trágica muerte, Quiroga perdió el consulado que ostentaba y, con ello, la única vía de sustento que tenía. Quizás este rosario de muertes, tragedia, fracasos y desventuras le confirió una cierta lejanía hacia el drama continuado que vivía y cuando se enteró de la muerte de otro amigo de apellido Payró, se lo comentó a un amigo común de forma lacónica, sin manifestar la más mínima emoción: “¿Sabe una cosa? Murió Payró”. No volvió a hablar más de ese asunto.

En 1936, la desgracia volvió a cebarse en él, porque le diagnostican una hipertrofia de próstata de la que es operado. Pero, poco después, el 18 de febrero de 1937, le comunican que le han descubierto un cáncer gástrico. Y eso ya es la culminación de su propia resignación ante la desgracia. Sale del hospital con un permiso, visita a unos amigos y a su hija Eglé para despedirse, entra en una farmacia para comprar cianuro con el que vuelve a su habitación del hospital y, al día siguiente, lo encuentran muerto.

Todos los que lo conocían sabían que, antes o después, terminaría suicidándose. Quiroga repetía una frase de Emerson que resume su filosofía de vida: “Nada hay que el hombre no pueda conseguir; pero tiene que pagarlo”.

El enigma está en la vida de Horacio Quiroga, no en su obra que está explicada en su duro realismo, por la vida llena de muertes, horror, fracasos, desgracias y mala suerte como hay pocas vidas que puedan reunir tantas tragedias. Los gafes dan la mala suerte a los demás, según la creencia popular, pero Quiroga parecía atraer la desdicha y la muerte a quienes lo rodeaban, pero también a sí mismo, como si una extraña maldición lo hubiera acompañado desde su nacimiento hasta su muerte

… Y después de ella, porque su hija Eglé se separa de su marido y termina suicidándose también, al año siguiente de morir su padre. Su hijo Darío también se suicida en 1952; pero la lista no termina aquí, porque su amigo y escritor, además de mentor de Quiroga, Leopoldo Lugones, se suicida también el 18 de febrero de 1938, un día antes de cumplirse el primer año de morir Quiroga, en la habitación de hotel en Tigre, localidad cercana a Buenos Aires, decepcionado por el rumbo político que seguía Argentina, mezclando arsénico y whisky. Años más tarde, también se suicidaría el único hijo de Lugones.

Por si fuera poco la lista de muertes por suicidio, Alfonsina Storni, la escritora argentina, amiga y amante de éste, al año siguiente de morir Quiroga, se suicida al enterarse de que tiene un cáncer de mama.

Termina la lista el sobrino de Quiroga, escritor y académico, Jules A. Claretie, muere al arrojarse a las vías del tren.

El legado de literario de Quiroga está formado por las siguientes obras: Obras: El crimen de otro (1904), Historia de amor turbio (1908), Cuentos de amor, de locura y de muerte (1917), Cuentos de la selva (1918), El salvaje (1920), Las sacrificadas (1929), Anaconda (1921), El desierto (1924), Los desterrados (1926), Pasado amor (1929), Suelo natal (libro de lectura para niños, en colaboración con Leonard Glusberg) y Más allá (1935).

Una vida trágica, sin duda, pero que deja la inquietante pregunta sin respuesta: ¿Quién fue, realmente, Horacio Quiroga?

 

 

Las moscas , de Horacio Quiroga

hORACIO qUIROGA, ESCRITOR

Las moscas
(cuento. Texto completo),

de Horacio Quiroga

Al rozar el monte, los hombres tumbaron el año anterior este árbol, cuyo tronco yace en toda su extensión aplastado contra el suelo. Mientras sus compañeros han perdido gran parte de la corteza en el incendio del rozado, aquél conserva la suya casi intacta. Apenas si a todo lo largo una franja carbonizada habla muy claro de la acción del fuego.

Esto era el invierno pasado. Han transcurrido cuatro meses. En medio del rozado perdido por la sequía, el árbol tronchado yace siempre en un páramo de cenizas. Sentado contra el tronco, el dorso apoyado en él, me hallo también inmóvil. En algún punto de la espalda tengo la columna vertebral rota. He caído allí mismo, después de tropezar sin suerte contra un raigón. Tal como he caído, permanezco sentado -quebrado, mejor dicho- contra el árbol.

Desde hace un instante siento un zumbido fijo -el zumbido de la lesión medular- que lo inunda todo, y en el que mi aliento parece defluirse. No puedo ya mover las manos, y apenas uno que otro dedo alcanza a remover la ceniza.

Clarísima y capital, adquiero desde este instante mismo la certidumbre de que a ras del suelo mi vida está aguardando la instantaneidad de unos segundos para extinguirse de una vez.

Esta es la verdad. Como ella, jamás se ha presentado a mi mente una más rotunda. Todas las otras flotan, danzan en una como reverberación lejanísima de otro yo, en un pasado que tampoco me pertenece. La única percepción de mi existir, pero flagrante como un gran golpe asestado en silencio, es que de aquí a un instante voy a morir.

¿Pero cuándo? ¿Qué segundos y qué instantes son éstos en que esta exasperada conciencia de vivir todavía dejará paso a un sosegado cadáver?

Nadie se acerca en este rozado: ningún pique de monte lleva hasta él desde propiedad alguna. Para el hombre allí sentado, como para el tronco que lo sostiene, las lluvias se sucederán mojando corteza y ropa, y los soles secarán líquenes y cabellos, hasta que el monte rebrote y unifique árboles y potasa, huesos y cuero de calzado.

¡Y nada, nada en la serenidad del ambiente que denuncie y grite tal acontecimiento! Antes bien, a través de los troncos y negros gajos del rozado, desde aquí o allá, sea cual fuere el punto de observación, cualquiera puede contemplar con perfecta nitidez al hombre cuya vida está a punto de detenerse sobre la ceniza, atraída como un péndulo por ingente gravedad: tan pequeño es el lugar que ocupa en el rozado y tan clara su situación: se muere.

Esta es la verdad. Mas para la oscura animalidad resistente, para el latir y el alentar amenazados de muerte, ¿qué vale ella ante la bárbara inquietud del instante preciso en que este resistir de la vida y esta tremenda tortura psicológica estallarán como un cohete, dejando por todo residuo un ex hombre con el rostro fijo para siempre adelante?

El zumbido aumenta cada vez más. Ciérnese ahora sobre mis ojos un velo de densa tiniebla en que se destacan rombos verdes. Y en seguida veo la puerta amurallada de un zoco marroquí, por una de cuyas hojas sale a escape una tropilla de potros blancos, mientras por la otra entra corriendo una teoría de hombres decapitados.

Quiero cerrar los ojos, y no lo consigo ya. Veo ahora un cuartito de hospital, donde cuatro médicos amigos se empeñan en convencerme de que no voy a morir. Yo los observo en silencio, y ellos se echan a reír, pues siguen mi pensamiento.

-Entonces -dice uno de aquéllos -no le queda más prueba de convicción que la jaulita de moscas. Yo tengo una.

-¿Moscas?…

-Sí -responde-, moscas verdes de rastreo. Usted no ignora que las moscas verdes olfatean la descomposición de la carne mucho antes de producirse la defunción del sujeto. Vivo aún el paciente, ellas acuden, seguras de su presa. Vuelan sobre ella sin prisa mas sin perderla de vista, pues ya han olido su muerte. Es el medio más eficaz de pronóstico que se conozca. Por eso yo tengo algunas de olfato afinadísimo por la selección, que alquilo a precio módico. Donde ellas entran, presa segura. Puedo colocarlas en el corredor cuando usted quede solo, y abrir la puerta de la jaulita que, dicho sea de paso, es un pequeño ataúd. A usted no le queda más tarea que atisbar el ojo de la cerradura. Si una mosca entra y la oye usted zumbar, esté seguro de que las otras hallarán también el camino hasta usted. Las alquilo a precio módico.

¿Hospital…? Súbitamente el cuartito blanqueado, el botiquín, los médicos y su risa se desvanecen en un zumbido…

Y bruscamente, también, se hace en mí la revelación. ¡Las moscas!

Son ellas las que zumban. Desde que he caído han acudido sin demora. Amodorradas en el monte por el ámbito de fuego, las moscas han tenido, no sé cómo, conocimiento de una presa segura en la vecindad. Han olido ya la próxima descomposición del hombre sentado, por caracteres inapreciables para nosotros, tal vez en la exhalación a través de la carne de la médula espinal cortada. Han acudido sin demora y revolotean sin prisa, midiendo con los ojos las proporciones del nido que la suerte acaba de deparar a sus huevos.

El médico tenía razón. No puede ser su oficio más lucrativo.

Mas he aquí que esta ansia desesperada de resistir se aplaca y cede el paso a una beata imponderabilidadá No me siento ya un punto fijo en la tierra, arraigado a ella por gravísima tortura. Siento que fluye de mí como la vida misma, la ligereza del vaho ambiente, la luz del sol, la fecundidad de la hora. Libre del espacio y el tiempo, puedo ir aquí, allá, a este árbol, a aquella liana. Puedo ver, lejanísimo ya, como un recuerdo de remoto existir, puedo todavía ver, al pie de un tronco, un muñeco de ojos sin parpadeo, un espantapájaros de mirar vidrioso y piernas rígidas. Del seno de esta expansión, que el sol dilata desmenuzando mi conciencia en un billón de partículas, puedo alzarme y volar, volar…

Y vuelo, y me poso con mis compañeras sobre el tronco caído, a los rayos del sol que prestan su fuego a nuestra obra de renovación vital.

FIN

 

A la deriva , de Horacio Quiroga

A la deriva
(Cuento. Texto completo)

de Horacio Quiroga


El hombre pisó algo blancuzco, y en seguida sintió la mordedura en el pie. Saltó adelante, y al volverse con un juramento vio una yaracacusú que, arrollada sobre sí misma, esperaba otro ataque.

El hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de sangre engrosaban dificultosamente, y sacó el machete de la cintura. La víbora vio la amenaza, y hundió más la cabeza en el centro mismo de su espiral; pero el machete cayó de lomo, dislocándole las vértebras.

El hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las gotitas de sangre, y durante un instante contempló. Un dolor agudo nacía de los dos puntitos violetas, y comenzaba a invadir todo el pie. Apresuradamente se ligó el tobillo con su pañuelo y siguió por la picada hacia su rancho.

El dolor en el pie aumentaba, con sensación de tirante abultamiento, y de pronto el hombre sintió dos o tres fulgurantes puntadas que, como relámpagos, habían irradiado desde la herida hasta la mitad de la pantorrilla. Movía la pierna con dificultad; una metálica sequedad de garganta, seguida de sed quemante, le arrancó un nuevo juramento.

Llegó por fin al rancho y se echó de brazos sobre la rueda de un trapiche. Los dos puntitos violeta desaparecían ahora en la monstruosa hinchazón del pie entero. La piel parecía adelgazada y a punto de ceder, de tensa. Quiso llamar a su mujer, y la voz se quebró en un ronco arrastre de garganta reseca. La sed lo devoraba.

-¡Dorotea! -alcanzó a lanzar en un estertor-. ¡Dame caña1!

Su mujer corrió con un vaso lleno, que el hombre sorbió en tres tragos. Pero no había sentido gusto alguno.

-¡Te pedí caña, no agua! -rugió de nuevo-. ¡Dame caña!

-¡Pero es caña, Paulino! -protestó la mujer, espantada.

-¡No, me diste agua! ¡Quiero caña, te digo!

La mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana. El hombre tragó uno tras otro dos vasos, pero no sintió nada en la garganta.

-Bueno; esto se pone feo -murmuró entonces, mirando su pie lívido y ya con lustre gangrenoso. Sobre la honda ligadura del pañuelo, la carne desbordaba como una monstruosa morcilla.

Los dolores fulgurantes se sucedían en continuos relampagueos y llegaban ahora a la ingle. La atroz sequedad de garganta que el aliento parecía caldear más, aumentaba a la par. Cuando pretendió incorporarse, un fulminante vómito lo mantuvo medio minuto con la frente apoyada en la rueda de palo.

Pero el hombre no quería morir, y descendiendo hasta la costa subió a su canoa. Sentose en la popa y comenzó a palear hasta el centro del Paraná. Allí la corriente del río, que en las inmediaciones del Iguazú corre seis millas, lo llevaría antes de cinco horas a Tacurú-Pucú.

El hombre, con sombría energía, pudo efectivamente llegar hasta el medio del río; pero allí sus manos dormidas dejaron caer la pala en la canoa, y tras un nuevo vómito -de sangre esta vez- dirigió una mirada al sol que ya trasponía el monte.

La pierna entera, hasta medio muslo, era ya un bloque deforme y durísimo que reventaba la ropa. El hombre cortó la ligadura y abrió el pantalón con su cuchillo: el bajo vientre desbordó hinchado, con grandes manchas lívidas y terriblemente doloroso. El hombre pensó que no podría jamás llegar él solo a Tacurú-Pucú, y se decidió a pedir ayuda a su compadre Alves, aunque hacía mucho tiempo que estaban disgustados.

La corriente del río se precipitaba ahora hacia la costa brasileña, y el hombre pudo fácilmente atracar. Se arrastró por la picada en cuesta arriba, pero a los veinte metros, exhausto, quedó tendido de pecho.

-¡Alves! -gritó con cuanta fuerza pudo; y prestó oído en vano.

-¡Compadre Alves! ¡No me niegue este favor! -clamó de nuevo, alzando la cabeza del suelo. En el silencio de la selva no se oyó un solo rumor. El hombre tuvo aún valor para llegar hasta su canoa, y la corriente, cogiéndola de nuevo, la llevó velozmente a la deriva.

El Paraná corre allí en el fondo de una inmensa hoya, cuyas paredes, altas de cien metros, encajonan fúnebremente el río. Desde las orillas bordeadas de negros bloques de basalto, asciende el bosque, negro también. Adelante, a los costados, detrás, la eterna muralla lúgubre, en cuyo fondo el río arremolinado se precipita en incesantes borbollones de agua fangosa. El paisaje es agresivo, y reina en él un silencio de muerte. Al atardecer, sin embargo, su belleza sombría y calma cobra una majestad única.

El sol había caído ya cuando el hombre, semitendido en el fondo de la canoa, tuvo un violento escalofrío. Y de pronto, con asombro, enderezó pesadamente la cabeza: se sentía mejor. La pierna le dolía apenas, la sed disminuía, y su pecho, libre ya, se abría en lenta inspiración.

El veneno comenzaba a irse, no había duda. Se hallaba casi bien, y aunque no tenía fuerzas para mover la mano, contaba con la caída del rocío para reponerse del todo. Calculó que antes de tres horas estaría en Tacurú-Pucú.

El bienestar avanzaba, y con él una somnolencia llena de recuerdos. No sentía ya nada ni en la pierna ni en el vientre. ¿Viviría aún su compadre Gaona en Tacurú-Pucú? Acaso viera también a su ex patrón mister Dougald, y al recibidor del obraje.

¿Llegaría pronto? El cielo, al poniente, se abría ahora en pantalla de oro, y el río se había coloreado también. Desde la costa paraguaya, ya entenebrecida, el monte dejaba caer sobre el río su frescura crepuscular, en penetrantes efluvios de azahar y miel silvestre. Una pareja de guacamayos cruzó muy alto y en silencio hacia el Paraguay.

Allá abajo, sobre el río de oro, la canoa derivaba velozmente, girando a ratos sobre sí misma ante el borbollón de un remolino. El hombre que iba en ella se sentía cada vez mejor, y pensaba entretanto en el tiempo justo que había pasado sin ver a su ex patrón Dougald. ¿Tres años? Tal vez no, no tanto. ¿Dos años y nueve meses? Acaso. ¿Ocho meses y medio? Eso sí, seguramente.

De pronto sintió que estaba helado hasta el pecho.

¿Qué sería? Y la respiración...

Al recibidor de maderas de mister Dougald, Lorenzo Cubilla, lo había conocido en Puerto Esperanza un viernes santo... ¿Viernes? Sí, o jueves...

El hombre estiró lentamente los dedos de la mano.

-Un jueves...

Y cesó de respirar.

 

 

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