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Las trampas de la memoria

Las trampas de la memoria

Ana Alejandre

La memoria siempre agranda las dimensiones físicas de los edificios u objetos visto hace tiempo, embellece o afea a los lugares o a las persona en los que estuvimos o a quienes tratamos, magnifica lo que sentíamos en una determinada época ,aumenta la felicidad sentida en tal o cual situación, como también eleva hasta el paroxismo el dolor, la pena, el sufrimiento o el esfuerzo padecido o realizado por tal o cual causa del pasado en la que fracasamos.

En una palabra, la memoria nos hace caer siempre en la trampa de que todo lo pasado: vivencias, lugares, personas, afectos, desafectos, logros, fracasos, ilusiones o desengaños fueron mucho más intensos, gozosos, dolorosos, o decepcionantes, según el caso.

Esa percepción exagerada, tanto de la dimensión física como de ña intensidad emocional, o psicológica, es un recurso de nuestra mente para intentar ocultar a nuestro yo consciente aquella parte dolorosa, frustrante, penosa o mediocre de la realidad que hemos vivido, sentido, experimentado o padecido en una determinada época en la que no nos sentíamos felices ni satisfechos, quizás sí muy decepcionados con la vida que nos había tocado vivir. El yo consciente intenta tapar, velar, ante nuestra mirada la verdad de nuestro pasado, por lo que, desde el hoy, intenta vestir al ayer con unos ropajes falsos de luto o felicidad exultante que oculten la decepción, la tristeza o el dolor que realmente sufrimos y que no podemos o queremos aceptar en su mediocridad, por lo que optamos por revestir de intensas emociones una situación que no nos dejaba más sensación que la de la poca satisfacción que nos provocaba vivirla.

Es, por tanto, la insatisfacción de lo que sí vivimos, la que se disfraza de bellos recuerdos magnificados por el tiempo, como un mecanismo de compensación inconsciente para poder asumir unas vivencias cuyo recuerdos, así fantaseados y maquillados por nuestra propia imaginación, las hace más intensas, interesantes, apasionantes y menos frustrantes que la realidad vivida y la verdad, anodina o mediocre –como suele ser la realidad demasiadas veces-, de personas, lugares y experiencias auténticas.

Pero ese deseo de maquillar lo ya vivido con los colores que elegimos, no significa que siempre se haga de forma positiva embelleciendo unos recuerdos que, de otra forma, nos parecerían insignificante o anodinos, sino que también se produce, con femasiada frecuencia, que los recuerdos negativos de dolor, decepción, frustración o desdicha se aumentan por el yo consciente para ocultar sentimientos de culpabilidad en esa misma época a la que se refieren los recuerdos, por sentir que no se ha actuado adecuadamente, o para no tener que reconocer la falta de esfuerzo real, de interés o de voluntad para conseguir un determinado fin o una meta fallida.

Así, esos problemas sufridos y aumentados en la memoria, esos obstáculos insalvables para obtener un logro codiciado, pero no hasta el punto de haber luchado para hacerlo realidad, sirven de salvavidas para no ahogarse en el arrepentimiento por no haber hecho lo debido, o lo que otras personas demandaban; por no haber prestado la ayuda solicitada o por no haber sabido amar sin egoísmos ni fisuras.

Todas esas trampas de la memoria nos permiten seguir viviendo, falseando el pasado, los recuerdos, los sentimientos, las vivencias y, en definitiva, la realidad vivida y sentida que, de esta forma, va tomando un cariz más benévolo, hermoso, consolador o, al menos, menos acusador, frustrante, amargo o revelador de lo que, en verdad, fuimos, de lo que, de verdad, somos ahora, en este presente. La memoria nos sirve de espejo deformante que nos ayuda a seguir viviendo y esperando/temiendo el futuro que, intuímos, pueda ser igual de frustrante, amargo, doloroso o insatisfactorio que nuestras pasadas ilusiones fallidas, cuando no igual de mortecino, mediocre, gris y anodino que el pasado al que le exageramos los claroscuros en lo negativo, y los colores brillantes en lo positivo, para intentar velar la grisura que lo envuelve todo, matiz ceniciento de la propia insatisfacción que nos acompaña siempre y que es el color real que tiene toda vida humana en la que la realidad apaga los colores de la felicidad y tamiza los claroscuros de la desdicha.

 

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