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Las cataratas de Iguazú

Las cataratas de Iguazú

Las cataratas de iguazú

Por Paco López Mengual

Kilómetros antes de llegar al Parque Nacional de Iguazú ya se escuchaba el rumor del agua al romper contra el río; un extraño murmullo que, de manera paulatina, se iba convirtiendo en un rugido ensordecedor conforme nos acercábamos a las cataratas. De no saber a ciencia cierta lo que íbamos a encontrar, creo que ningún miembro de la expedición se hubiese atrevido a continuar avanzando hacia aquel paraje desconocido que, por el atronador sonido que de allí emergía, parecía albergar la morada de un monstruo enfurecido.

Cuando aquel día me planté ante el espectáculo natural de las cataratas, cuando mis ojos se llenaron de aquella estruendosa belleza, de aquella explosión de agua, rocas, bruma y vegetación…, coronado todo por el arco iris, quedé sin voz durante más de un minuto. Era consciente de que, junto al glaciar Perito Moreno –que había visitado tan sólo unos días antes- las cataratas de Iguazú era la imagen más espectacular que había contemplado en mi vida. Durante esos largos instantes, no pude dejar de pensar en el rostro de emoción del conquistador español Álvar Nuñez Cabeza de Vaca, el primer occidental en contemplar la maravilla que ahora yo tenía delante.

Cuando fueron descubiertas por los españoles de forma casual, al abrir una nueva ruta hacia el Paraguay, las cataratas de Iguazú era un lugar prohibido para las tribus guaraníes de los alrededores. Allí habitaba un gigantesco monstruo que exhibía forma de serpiente y que, con su endiablado rugido, ahuyentaba a los indios que osaban acercarse. Un lugar maldito que los indígenas evitaban. Contaba la leyenda que un pueblo guaraní, para mantener serena a la criatura, le ofrecía cada año un sacrificio humano. Así, los hechiceros elegían a una joven virgen de la tribu, que era lanzada a los rápidos del río para ser devorada por la serpiente.

Pero la elección de aquel año entristeció sumamente a un joven guaraní que vivía enamorado de la muchacha señalada por los chamanes. Durante días, intentó convencer infructuosamente a los ancianos de la tribu de que no sacrificaran a la mujer que pensaba tomar por esposa.

Unas horas antes de la ceremonia, cuando los tambores ya sonaban a muerte, los jóvenes huyeron del poblado río abajo a bordo de una canoa. Varios guerreros los persiguieron, pero no lograron darles alcance. Al enterarse del agravio, Boi, que así se llamaba el monstruo, enfureció. Primero, se abalanzó sobre el poblado, arrasándolo como castigo; después, lleno de cólera, se lazó al agua en busca de los fugitivos y, cuando los encontró navegando plácidamente en su canoa en busca del mar, enfurecido, para cortar el paso a la pareja de guaraníes, dio un brutal zarpazo con su enorme cola en mitad del cauce del río. El golpe que propinó fue tan violento que partió el Iguazú en dos, derrumbando rocas, hundiéndose el terreno y originando las cataratas, por las que las aguas comenzaron a precipitarse al vacío. Ante el destrozo, la serpiente contempló gozosa cómo la canoa avanzaba irreversiblemente por el río hasta caer al vacío, muriend los dos
enamorados.

Desde entonces y desde tiempos inmemoriales, el agua del río Iguazú se despeña sin descanso por el precipicio, recordando a los indígenas con su rugido, que no deben contradecir la voluntad del monstruo.

Pero también cuenta la leyenda que lo que no pudo impedir la serpiente es que, allá abajo, donde rompe el agua al caer por la catarata, donde quedaron para siempre los cuerpos de los muchachos guaraníes, el arco iris que brota del río es la artimaña que han urdido los dos enamorados para seguir unido el uno al otro cada nuevo día que amanece.

Y a mí que, al igual que a Cabeza de Vaca, me fascinan las leyendas, no encuentro otra explicación más verosímil de cómo se pudieron crear las cataratas de Iguazú: uno de los siete lugares más hermosos del mundo.

 

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