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Manadas o jaurías
Manadas o jaurías
José Luís Muñoz
El género masculino anda algo desquiciado últimamente y se aprecia en muchos aspectos un retorno a la caverna, y no a la de Platón precisamente. Parece que se haya abierto la veda de caza de los violadores y que todos anden sueltos, o que el delito de unos estimule al de otros.
En los sanfermines, fiesta tradicional que es una apoteosis de la barbarie (la sangre de los toros se mezcla con la de las cornadas, y ésta con el vino peleón y las vomiteras, así que confieso que no me esperen por allí hasta una nueva reencarnación por mucho que Orson Welles, Errol Flynn o Ernest Hemingway fueran devotos de la fiesta), se venían produciendo una serie de abusos sexuales contra mujeres (manoseos), hasta que este año ha salido a la palestra la hazaña de esa manada de chicos del sur que, presuntamente, violaron a una joven en un portal y están pendientes de sentencia judicial. Esos tipos, que lo hacen todo juntos, quizá porque de uno en uno no son nada, grabaron, además su hazaña y han pasado el testigo a unos jóvenes de un equipo de futbol que, también supuestamente, violaron a una menor en el piso de uno de ellos.
En el delito de violación, y ese es un tic machista de nuestra sociedad del que no está exento ni la mismísima judicatura, tiende a condenar a la víctima, la mujer, que siempre es sometida a un riguroso escrutinio sobre si opuso firme resistencia ante el atacante: se le exige ser una heroína. Otro de los lugares comunes que se lanzan con frecuencia es que la víctima vestía de forma provocativa, como si la forma de vestir exonerara al delincuente que le echa las zarpas encima. O que ellas dicen NO cuando quieren decir SI.
La epidemia de testosterona descontrolada salta el charco, a Estados Unidos, y un productor de los importantes, Harvey Weinstein, del que hemos visto cientos de películas, es acusado por una serie de actrices de haber abusado de ellas siguiendo el viejo patrón de Hollywood de que para conseguir un papel en una película, si eras mujer, antes tenías que pasar por una serie de camas y comportarte como una avezada hetaira. De acusaciones de ese tipo han sido objeto actores como Kevin Spacey o Dustin Hoffman, y al primero parecen haberle hundido por una buena temporada, o quizás para siempre, su carrera artística, y de ellas no se salva ni el propio presidente de Estados Unidos, Donald Trump, un tipo rijoso al que una serie de damas acusan de tener la mano demasiado larga y entrar sin llamar a la puerta en los vestidores de las concursantes de belleza.
Depredadores sexuales siempre hubo (yo traté durante muchos años con uno de ellos, un amable camarero que me servía cada mañana el café con leche y luego, fuera del bar, atacaba a niñas en los portales de sus casas) y me temo que seguirá habiéndolos mientras los colegios, las familias y la sociedad hagan dejación de su obligación de educar a los jóvenes con valores morales, que parecen haber pasado a mejor vida, y en el respeto a los demás. Lo novedoso es que los de ahora, jaurías o manadas, no sólo no parecen tener conciencia del daño causado sino que encima se vanaglorian de sus hazañas, y, si pueden, las graban para alardear de ellas.
Estamos en una época de banalización absoluta.
Lo de los homicidios de odio como el de Zaragoza, por desgracia, y más con la tensión política de los últimos meses, un escenario en el que parecía que todos íbamos a llegar a las manos, no son tampoco tan esporádicos: en los campos de fútbol siguen campando esas bandas de matones que si pierde su equipo y encuentran a un partidario del oponente lo linchan.
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