Edición nº 5 - Noviembre y Diciembree de 2008

antonio Muñoz Molina, escritor

En este apartado se ofrecen algunos fragmentos de obras significativas de Antonio Muñoz Molina, así como artículos publicados en la prensa, indicando en cada uno de dichos textos el título de la obra y/o fecha y lugar de publicacón de dichos artóculos.

El jinete polaco (fragmento)
de Antonio Muñoz Molina

Le ofreció el cigarrillo –era tan pulcro que también se había preocupado de traer un cenicero- pero no se quedó sentado junto a ella, se atravesó sobre la cama, le separó un poco más las piernas acariciando sus tobillos y los dedos de sus pies, le besó las rodillas y el interior suave de los muslos y fue subiendo despacio, dejándole en la piel un rastro de saliva, le apartó el vello, cuidadosamente, con determinación y lentitud, y entonces empezó a besarla exactamente igual que si besara su boca, hundiéndole la lengua, moviéndola en ondulaciones circulares, arriba y abajo, respiraba por la nariz, retrocedía para recobrar el aliento o quitarse un pelo de los labios y la miraba sonriendo, con la cara entusiasta y mojada, la veía fumar entornando los ojos, la horadaba, la olía, su carne rosa se dilataba y contraía como un corazón, cerró los ojos y respiró ella también con la boca abierta y el cigarrillo se le desprendió de los dedos, y mientras las manos de él subían para cerrarse alrededor de sus pechos las suyas descendieron y le acariciaron el desorden del pelo, la frente, las aletas trémulas de la nariz, buscaron su lengua y las comisuras de la boca y casi no podían distinguirlas del vientre y del vello empapado en el que se sumergían a un ritmo cada vez más sofocado y veloz, se abrió ella misma más aún, hasta sentir dolor en las junturas de los huesos, más allá del ofrecimiento y la vergüenza, sin saber a quién de los dos pertenecían los labios que estaba acariciando, la respiración y las palabras que escuchaba, la gradual ebriedad que los arrebataba y los hacía aplastarse el uno contra el otro como para no perder un asidero en el delirio, los sudores y secreciones y olores que envolvían y lubricaban sus miembros igualándolos en un desfallecimiento fervoroso y común.
Ardor guerero (fragmento)



Ardor guerero (fragmento)
de Antonio Muñoz Molina

De pronto se había extinguido aquella eternidad de tiempo futuro como una fortuna dilapidada por un heredero que la suponía inagotable y que de un día para otro se encuentra en la ruina: de pronto había llegado octubre de 1979, yo era tan plenamente adulto como mis tíos cuando me contaban sus aventuras cuartelarias y estaba a punto de irme a la mili, y no a cualquier parte, sino al País Vasco, a Vitoria, al Centro de Instrucción de Reclutas número once, asaltado unos meses antes por un comando de etarras que no tuvieron gran dificultad en desarmar a los soldados de guardia y robarles los cetmes.
Desde que supe adónde me había destinado mi mala suerte yo compraba cada mañana el periódico o conectaba la radio o el televisor a la hora de las noticias con un agudo presentimiento de alarma y algunas veces de pavor: casi diariamente explotaban bolbas y morían asesinados oficiales del ejército, policías y guardias civiles, y se veía siempre un cadáver tirado en la acera en medio de un charco de sangre y mal tapado por una manta gris, o caído contra el respaldo del asiento trasero de un coche oficial, la boca abierta y la sangre chorreando sobre la cara, una pulpa de carne desgarrada y de masa encefálica tras el cristal escarchado y trizado por los disparos. Se veían luego las imágenes de los funerales, los ataúdes negros cubiertos por banderas, llevados sobre los hombros de oficiales en uniformes de gala, se oían los gritos de los jóvenes fascistas que saludaban el cortejo fúnebre alzando el brazo a la romana, extendiendo manos cubiertas por guantes negros, hasta erizar el aire sobre las cabezas de los parientes enlutados de las víctimas.
Gafas negras, abrigos oscuros de pieles, fajines, gorras de plato con estrellas doradas, caras de rabia, de ira muerta, de odio, declaraciones oficiales de serenidad: después de cada crimen pensábamos que los militares ya no aguantarían más y que estaba a punto de sobrevenir un golpe de estado. Su presencia obsesiva nos daba la sensación de vivir en libertad condicional, en una libertad exaltada, quebradiza, en peligro, minada por las presiones del ejército y asaltada a diario por las salvajadas de los terroristas. Los grandes galápagos de la jerarquía militar tenían algo de dioses inescrutables e iracundos que en cualquier momento podrían fulminarnos. Se hablaba mucho entonces de ruido de sables: de vez en cuando se publicaban rumores que no llegaban a aparecer en los periódicos, o que surgían en los diarios golpistas como torcidas sugerencias de complots. Por debajo de la fiebre incesante de las novedades y contiendas políticas, de las manifestaciones, de las huelgas, de las campañas electorales, de aquel aturdimiento de tiempo acelerado y trastornado en el que vivíamos y de la incertidumbre sobre el porvenir hacia el que tan velozmente estábamos siendo empujados, había como un espacio de silencio y de miedo, un crepitar sordo y monótono de especulaciones y sospechas, un desasosiego permanente que algunas veces se volvía tan irrespirable como la expectación de una tormenta.
Escrito en un instante, (Fragmento).



Escrito en un instante, (Fragmento)
de Antonio Muñoz Molina

"Lo que más importa de un escritor no es que invente algún que otro personaje memorable. Importa que se invente desde la nada y la soledad a unos cuantos lectores, a uno solo. Escribir es hablarle a alguien a quien no conocemos, es arrojar una piedra a la lisura de un lago, es adivinar y decir las palabras que alguien estaba a punto de pensar. El agua, la conciencia, era un espejo inmóvil, y de pronto esa palabra deseada convoca en ella un ritmo de ondulaciones concéntricas, remueve el limo del fondo, resucita una sensación que habría yacido para siempre en la sepultura cobarde del olvido. Escribir es atreverse a una persecución y a un asedio y descender a esa parte escondida donde guarda el lector, el único lector, los secretos tesoros de la felicidad y de la culpa. El verdadero lector es una sombra que está esperando siempre para encarnarse y vivir en la mirada de quien escribe con el solo deseo de dibujar su rostro, de reconocerlo algún día." (Escrito en un instante, Antonio Muñoz Molina ).



Sepharad (fragmento)
de Antonio Muñoz Molina

Quien quiere o puede irse de un día para otro, romper con todo, con la vida de siempre, con los lazos del corazón y los hábitos de la vida diaria, quién no se aflige al pensar que debe perder su casa, sus libros, su sillón preferido, la normalidad que ha conocido siempre, que sigue durando a pesar de los golpes en la puerta de los vecinos o el disparo que ha segado en un instante una vida o la pedrada en los cristales de la sastrería o de la tienda de ultramarinos del vecindario, en cuya fachada aparece groseramente pintada una mañana una estrella de David y una sola palabra que contiene en su brevedad el máximo grado posible de injudia; Juden. Vas a comprar a la misma tienda de todos los días pero hay delante de ella un grupo de hombres con camisas pardas y brazaletes con esvásticas que sostienen una pancarta, Quien compra a los judíos apoya el boicot extrajero y destruye la economía alemana y entonces bajas la cabeza y disimuladamente cambias de camino, entras en una tienda cercana, conteniendo la vergüenza íntima, al fin y al cabo el boicot a los comercios judíos tiene lugar sólo los sábados, por lo menos al principio, en la primavera de 1933, y si al día siguiente o esa misma tarde te cruzas con el tendero habitual que sabe que no fuiste a comprarle es posible que apartes la mirada o cambies de acera en vez de aproximarte a él y estrecharle la mano, o ni siguiera eso, decirle unas pocas palabras normales, mostran un gesto de fraternidad ni siquiera judía, sino tan sólo humana, de vecinos de siempre.

Tú has sido señalado, pero las cosas a tu alrededor no han sufrido ningún cambio que pueda ser el reflejo objetivo, la confirmación exterior de tu desgracia inminente, de su solitaria condena. En la sala de lectura a la que ya no puedes entrar la gente sigue inclinándose pensativamente sobre los volúmenes abiertos, a la luz suave de lámparas bajas con pantallas verdes. Sales a la calle sabiendo que tienes los días contados, que deberías aprovechar para huir el tiempo que te queda todavía, para intentarlo al menos, pero el kiosquero te vende el periódico como todas las mañanas y el autobús sigue deteniéndose con puntualidad cada pocos minutos en la misma parada, y entonces te parece que el maleficio está dentro de tí, que hay algo en ti mismo que te vuelve distinto a los otros, más vulnerable, peor que ellos, indigno de la vida normal que ellos disfrutan, y de la que tú tienes indicios stiles pero también dindudables para saber que te han excluido, aunque no puedas explicarte por qué razón, aunque te obstines en creer que sin duda se trata de un error, de un malentendido que se despejará a tiempo.

La gran noche de Europa está cruzada de largos trenes siniestros, de convoyes de vagones de mercancías o ganado con las ventanillas clausuradas, avanzando muy lentamente hacia páramos invernales cubiertos de nieve o de barro, delimitados por alambradas y torres de vigilancia. Arrestada en 1937, torturada, sometida a interrogatorios que duraban cuatro o cinco días seguidos, en los que debía permanecer siempre en pie, encerrada durante dos años en una celda de aislamiento Ginzburg, militante comunista, fue condenada a veinte años de trabajos forzados en los campos cercanos al Círculo Polar, y el tren que la llevaba al cautiverio tardó un mes entero en recorrer la distintacia entre Moscú y Vladisvostok. Durante el viaje las prisioneras se contaban las unas a las otras sus vidas enteras, y algunas veces, cuando el tren se detenía en una estación, se asomaban a una ventanilla o a un respiradero entre dos tablones y gritaban sus nombres a cualquiera que pasara, o arrojaban una carta, o un papel en el que garabateaban sus nombres con la esperanza de que la noticia de que seguían vivas llegara alguna vez a sus familiares.

...Este hombre se ahoga, le digo a la mujer separando absurdamente las palabras, por si puede entenderme y le señalo un teléfono, hay que llamar a una ambulancia. Pero lo que yo quiero es irme cuanto antes, escaparme de allí, volver a la habitación del hotel antes de que mi mujer se despierte. Logro incorporarme, y cuando el hombre me suelta se le apacigua algo la respiración, aunque ahora casi tiene los ojos en blanco.
Sobre la mesilla en la que está el teléfono hay una pequeña bandera roja, con una esvástica en el centro, en el interior de un círculo blanco. Desde que entré en este lugar sólo ahora, mientras espero a que respondan el teléfono de urgencias, miro a mi alrededor. En una pared hay un gran retrato al óleo de Hitler, rodeado por dos cortinajes rojos que resultan ser dos banderas con esvásticas. En el interior iluminado de una vitrina hay una guerrera negra con las insignias de las SS en las solapas y con un desgarrón manchado de oscuro en un costado. En una fotografía pomposamente enmarcada Adolf Hitler está imponiendo una condecoración a un joven oficial de las SS. En otra vitrina hay una Cruz de Hierro y junto a ella un pergamino manuscrito en caracteres góticos y con una esvástica impresa en el sello de lacre.
Lo veo todo en un segundo pero no puedo discernir la cantidad abrumadora de objetos que me rodean, que llenan la habitación, aunque es inmensa, los bustos, las fotos, las armas de fuego, los proyectiles puntiagudos y bruñidos, las banderas, los adornos, las insignias, los pisapapeles, los calendarios, las lámparas, no hay nada que no sea nazi, que no conmemore y celebre el III Reich. Lo que yo percibo como confusa proliferación tiene un orden perfecto y catalogado de museo.
Artículos de Antonio Muñoz Molina

ARTÍCULOS

El libro ilimitado
Antonio Muñoz Molina
(El País, 5/12/2007 )

Voy en el metro a media mañana camino de una de mis librerías más queridas de Madrid y aunque llevo abierto el periódico miro de soslayo con un gesto reflejo cada vez que entra en el vagón alguien con un libro en las manos. No siempre es fácil identificar su título, y hay que tener mucho cuidado para que la curiosidad no se confunda con la metijonería. Es como ser un mirón digno que por nada del mundo quiere verse metido en un trance embarazoso. El libro está a veces en una posición casi horizontal, para que reciba mejor la luz del techo, y no es cuestión de adelantar la cabeza y torcer el cuello queriendo mirar la cubierta desde abajo. ¿Cuál será ese libro de bolsillo tan grueso del que no ha apartado los ojos ni siquiera al dar una zancada desde el andén ese lector que acaba de sentarse frente a mí? Lo ha doblado por la mitad, con riesgo de descuadernarlo, lo aprieta como estrujándolo entre las dos manos. Es un joven de veintitantos años con el pelo encrespado de rizos casi africanos, sin afeitar, con una mochila pequeña a la espalda. Da la impresión de que se levantó de la cama con el libro en la mano y que pasó así con él delante del espejo del baño.

Mantengo la vigilancia mientras leo el periódico. El titular de la primera página es el desastre de los índices escolares de lectura en España. Sólo hace unos días la enigmática ministra de Educación aseguró que ella no ve ningún problema en que los chicos usen el teléfono móvil mientras están en clase. La enseñanza pública se deteriora irreparablemente en España gracias a una conspiración de ignorancia tramada desde hace años por la chusma política y la secta pedagógica y las autoridades ya tienen un culpable: el franquismo. Quién si no. Como mi tierra natal está incluso a la cola del desastre leo que la consejera de Educación de la Junta de Andalucía ha descubierto una causa todavía más lejana: nuestro atraso histórico. A ellos, los socialistas que llevan gobernando en Andalucía un cuarto de siglo, que los registren.

Pienso en mis maestros, los que me enseñaron contra viento y marea a leer y a escribir y a amar el conocimiento en años de oscurantismo y pobreza; pienso en tantos profesores vocacionales y derrotados que conozco, en las cartas despectivas o perdonavidas o del todo insultantes de pedagogos y expertos, de enchufados de diverso pelaje, que he recibido sin falta cada vez que he escrito sobre las quejas amargas de mis amigos profesores y sobre lo que yo estaba descubriendo con mis propios ojos con sólo hojear los libros de texto de mis hijos y escuchar las historias que me contaban al volver de la escuela.

A los expertos, a los gurús de la jerga psicopedagógica y a los enchufados no les cabía la menor duda: los que alertábamos sobre la degradación de la enseñanza nos habíamos vuelto de derechas y no sabíamos nada, no entendíamos de nada. Ellos sí que entendían: a la vista están los resultados. Cierro el periódico con asco y el hombre joven que leía frente a mí levanta los ojos de su libro. A mi atención de espía le basta un segundo para descubrir el título: es el Viaje al fin de la noche. Ahora parece evidente que el aire de ligero trastorno que tenía ese hombre desde que entró en el vagón procedía de la lectura de Céline. Vamos en el mismo tren de la línea 4 pero su viaje es mucho más hondo y más terrible, un descenso de fiebre por los espantos del mundo. Yo voy por los túneles del metro de Madrid y por el presente inmediato y más bien desolado del periódico: él por las trincheras de la guerra, por la miseria de los suburbios proletarios de París, por el Nueva York futurista de los años veinte, por las tinieblas coloniales del Congo que ya había roturado para la literatura Joseph Conrad.

Ahí lo dejo, sumergido en el libro, continuando su viaje, con su barba de varios días y su mochila de vagabundo celineano. ¿Cuántos lectores como él no llegarán a existir gracias a la gran conjura de los necios y de los comisarios políticos que ha asolado la educación española? Pero no se trata sólo de esa embriaguez, del dulce vicio que le acompaña a uno en la soledad y le hace gratos los minutos de un viaje en el metro: mucho más grave es que la escuela esté fracasando en su tarea de despertar en cada uno sus mejores facultades, de actuar como palanca de progreso social. ¿Qué porvenir laboral tiene un hijo de trabajador o de inmigrante que a los quince años no es capaz de comprender un párrafo de tres líneas? ¿Qué podrá aprender sobre la complejidad del mundo y la de su propia alma quien no cuenta con la luz de las palabras escritas? El nivel cultural y académico de los padres es factor decisivo, asegura el periódico. Subiendo por las escaleras del metro me pregunto con ira y dolor qué habría sido de mí, de tantos de nosotros, si no hubiera sido por la escuela y por el instituto. Nuestros padres, niños en la guerra, escribían y leían con dificultad. En nuestras casas, donde había tan poco, mal podía haber libros. La escuela nos hizo lo que somos.

Soy lo que he leído. Me gano la vida gracias a que existen lectores. En el escaparate de la librería distingo con expectación impaciente el libro que vengo buscando. Verlo me da tanta felicidad como descubrir en un escaparate de la infancia la cubierta en colores de una novela de Julio Verne. Son Los ensayos de Montaigne que acaba de publicar Acantilado, editados y traducidos admirablemente por Jordi Bayod Brau. Muy pronto el gozo de las manos se añade al de la mirada: sopeso el volumen, paso los dedos por su tapa tan sólida, lo abro y rozo las páginas con las yemas de los dedos, y al hacerlo percibo un olor exquisito de papel y de tinta. Por cualquier página que se abra este libro ilimitado se reconocerá la voz sabia y serena, la inteligencia irónica y voluble, la curiosidad entre erudita y chismosa de aquel hombre feliz que se retiró hace más cuatro siglos a escribir y a leer en la biblioteca circular de su torre. Como Cervantes o Shakespeare si empezamos a leerlo nos acompañará a lo largo de toda nuestra vida, y a medida que pase el tiempo y sigamos leyendo nos enseñará cosas que ni siquiera habíamos sospechado en las primeras lecturas. Como el señor don Quijote de la letanía de Rubén el señor de Montaigne nos asistirá en nuestra diatriba contra los fanáticos y los propagadores de la ignorancia, contra los sinvergüenzas, contra los estafadores de la jerga psicopedagógica, contra los políticos que sólo pueden eternizarse en su parasitismo gracias a una ciudadanía analfabeta y embotada. En el viaje de vuelta soy yo quien entra en el vagón del metro con la nariz hundida en el libro, quien se queda tan absorto leyendo a Montaigne que cuando levanta los ojos descubre que se ha pasado de estación.

La política española resulta tan difícil de explicar al extranjero porque está toda entera contaminada de delirios, algunos de ellos tan difundidos, tan arraigados, que casi todo el mundo ya los confunde con la realidad. El delirio ha sustituido a la racionalidad o al sentido común en casi todos los discursos políticos, y los personajes públicos atrapados en él lo difunden entre la ciudadanía y se alimentan a su vez de los delirios verbales y escritos de unos medios informativos que en vez de informar alientan una incesante palabrería opinativa. La actualidad no trata de las cosas que ocurren, sino de las palabras que dicen los políticos, de los cuales no se conoce apenas otra cosa que sus exabruptos verbales. En ningún país que yo conozca los titulares están tan hechos casi exclusivamente de declaraciones entrecomilladas. El que llega de fuera se ve asaltado, nada más subir al taxi en el aeropuerto, por un zumbido perpetuo de opinadores que someten a escrutinio las declaraciones y contradeclaraciones previamente enunciadas por los charlistas de la política. Da la sensación de haber entrado en un bar de barra pringosa en el que el humo de la palabrería fuera más denso que el del tabaco, y en el que un número considerable de afirmaciones tajantes parece dictado por la ofuscación de una copa matinal de coñac.

Estado de delirio,
por Antonio Muñoz Molina
(El País, 27/01/2007 )

La política española resulta tan difícil de explicar al extranjero porque está toda entera contaminada de delirios, algunos de ellos tan difundidos, tan arraigados, que casi todo el mundo ya los confunde con la realidad. El delirio ha sustituido a la racionalidad o al sentido común en casi todos los discursos políticos, y los personajes públicos atrapados en él lo difunden entre la ciudadanía y se alimentan a su vez de los delirios verbales y escritos de unos medios informativos que en vez de informar alientan una incesante palabrería opinativa. La actualidad no trata de las cosas que ocurren, sino de las palabras que dicen los políticos, de los cuales no se conoce apenas otra cosa que sus exabruptos verbales. En ningún país que yo conozca los titulares están tan hechos casi exclusivamente de declaraciones entrecomilladas. El que llega de fuera se ve asaltado, nada más subir al taxi en el aeropuerto, por un zumbido perpetuo de opinadores que someten a escrutinio las declaraciones y contradeclaraciones previamente enunciadas por los charlistas de la política. Da la sensación de haber entrado en un bar de barra pringosa en el que el humo de la palabrería fuera más denso que el del tabaco, y en el que un número considerable de afirmaciones tajantes parece dictado por la ofuscación de una copa matinal de coñac.

El delirio contamina todos los saberes y con frecuencia termina por sustituirlos del todo. Hay una geografía delirante, que se manifiesta, por ejemplo, en los textos escolares y en los mapas de las noticias sobre el tiempo, y en virtud de la cual cada comunidad autónoma es una isla rodeada de un gran espacio en blanco y sin nombre o se dilata para abarcar territorios soñados. Casi cualquier delirio es un delirio de grandeza. El País Vasco abarca en los mapas Navarra y una parte de Francia: Cataluña se extiende hacia el norte y a lo largo del Levante y por las islas del Mediterráneo, en un ejercicio de megalomanía geográfica que se parece bastante al de los reinos que don Quijote imaginaba que conquistaría con su bravura de caballero andante. Galicia se agranda por las anchuras atlánticas de la lusofonía y por los confines de niebla de los reinos celtas. Y no quiero pensar qué ocurrirá cuando los cerebros políticos de mi tierra natal descubran por azar algún libro en el que se muestre que hubo una época en la que el territorio de Al-Andalus cubrió casi entera la península Ibérica y una parte del norte de África.

La geografía fantástica se corresponde con el delirio lingüístico: en esos mundos virtuales el español es un idioma molesto y residual que sólo hablan guardias civiles, emigrantes y criadas, y que por lo tanto no merece más de dos horas de enseñanza semanal en las escuelas, aparte de comentarios despectivos sobre su rusticidad y su patético provincianismo. Al fin y al cabo sólo se habla en tres continentes. Cuando no hay modo de prescindir de este idioma al parecer extranjero que sin embargo es el único de verdad común de toda la ciudadanía, se le desfigura en lo posible con una ortografía delirante, que debe de ser un enigma para la inmensa mayoría de los cientos de millones de hablantes que lo tienen como propio. Y cuando los jerarcas de tales patrias viajan por el mundo se convencen a sí mismos en su delirio de que hablan inglés, para no rebajarse a la indignidad de hablar español: pero con raras excepciones hablan inglés tan mal y con un acento español tan inconfundible que sólo los entienden los españoles diseminados entre el público, que constituyen, por otra parte, la mayoría de éste. Los dignatarios -da igual el partido o el territorio al que pertenezcan- cultivan un delirio grandioso de política internacional, y viajan por el mundo con séquitos más propios de sátrapas que de gobernantes democráticos, con jefes de prensa y de protocolo, con asesores, con periodistas, con fotógrafo de corte y cámaras de televisión, incluso con pensadores áulicos, en algún caso muy selecto. Se alojan en los mejores hoteles y gastan el dinero público con una magnanimidad de jeques petrolíferos. Viajan con el pasaporte de un país cuya existencia niegan y utilizan los servicios diplomáticos y consulares de un Estado al que no se consideran vinculados por ninguna obligación de lealtad, y aseguran que el motivo de tales viajes es la promoción internacional de sus respectivas patrias, provincias, principados, o reinos: obtienen, es verdad, una gran cobertura mediática, si bien no en los periódicos del país que han visitado, sino en los de la comunidad o comarca de origen, en la que todo el mundo parece aceptar sin sospecha el delirio de los resultados provechosos del viaje, así como la cuantiosa inversión necesaria para que sus excelencias celebren en Nueva York o en Melbourne una mariscada suculenta de la que habrían disfrutado lo mismo sin marcharse tan lejos, o hagan unas declaraciones a la televisión autonómica o al diario local a seis mil kilómetros de distancia.

El delirio afecta lo mismo al pasado que al presente, por no hablar del porvenir. Jovenzuelos malcriados que disfrutan de uno de los niveles de vida más altos del mundo se adornan de un corte de pelo carcelario y de un pañuelo palestino y se imaginan que participan en una intifada o en un motín kurdo o irlandés quemando los cajeros automáticos de sus opulentas instituciones

bancarias y los autobuses de un servicio municipal de transportes lujosamente subvencionado, sin correr más peligro que el de un siempre desagradable enfriamiento después de la carrera delante de los paternales policías. En la escuela les han enseñado geografía fantástica y una historia mitológica inspirada en folletines truculentos del siglo XIX. Los tebeos de Astérix y las columnas de astrología de las revistas del corazón son más rigurosos que la mayor parte de sus libros de texto, pero tienen efectos menos tóxicos sobre las conciencias.

El delirio no sólo determina las historias que se cuentan en la escuela. Una editorial de prestigio le encarga a un escritor un libro sobre la caída de Barcelona al final de la guerra. Al escritor no le cuesta confirmar lo que sabe o sabía todo el mundo: que las tropas de Franco fueron recibidas en Barcelona por una muchedumbre entusiasta -ya observó Napoleón que en cualquier gran ciudad hay siempre cien mil personas dispuestas a vitorear a quien sea- y que en el ejército vencedor y entre la nueva clase dirigente había un número considerable de catalanes. Al escritor le dicen que el libro no puede publicarse, sin embargo: no porque cuente mentiras, sino porque las verdades que cuenta no se ajustan al delirio oficial sobre el pasado, según el cual la Guerra Civil española fue una guerra de España contra Cataluña, y ningún catalán fue cómplice de los zafios invasores, igual que ningún vasco llevó la boina roja de los requetés en el ejército de Franco.

El delirio niega la realidad pero puede tener efectos devastadores sobre ella. En España no queda nadie o casi nadie que simpatice de verdad con el fascismo o con el comunismo, y sin embargo se oye con frecuencia creciente que al adversario se le califica de facha o de rojo, con una insensatez verbal que hiela la sangre, y que revela una voluntad de ruptura de la concordia civil copiada de lo peor de los años treinta. Cuando a uno lo pueden llamar rojo por creer que el atentado del 11 de marzo lo cometieron terroristas islámicos o fascista por no eludir siempre la palabra "España" o defender la Constitución de 1978 está claro que el debate político ha caído en un extremo irreparable de delirio.

Por culpa del delirio de José María Aznar nos vimos involucrados en una guerra de Irak que ya era en sí misma otro delirio y en la que no contábamos militarmente para nada, pero que enconó el clima político del país y nos hizo más vulnerables a la amenaza del terrorismo integrista. Poseído por un delirio en el que ya vería a sí mismo coronado por los laureles de la Paz, esa bella palabra, el actual presidente no consideró oportuno prestar atención a los muchos indicios que venían avisando de que su negociación con los pistoleros y con los socios y beneficiarios de éstos no iba por buen camino. Tratar con gánsteres puede ser a veces tristemente necesario, pero conlleva el peligro de que los gánsteres tomen por blandura la benevolencia cautelosa del interlocutor y al menor contratiempo vuelquen la mesa de póquer y se líen a tiros. Que los servicios secretos no hubieran advertido lo que se aproximaba no tiene mucho de extraño, ya que tales servicios, casi en cualquier parte del mundo, se caracterizan por no enterarse de nada, contra lo que sugiere una extendida superstición literaria y cinematográfica: lo asombroso es que nadie en el entorno presidencial leyera los periódicos. La insolencia creciente de las hordas vándalas del norte, las cartas de chantaje y amenaza, los robos de pistolas y de explosivos, el descaro con que los terroristas presos amenazaban de muerte a los magistrados que los juzgaban (ante el apocado retraimiento, por cierto, de los policías encargados de reducirlos, quizás temerosos de provocarles una luxación si les ponían las esposas desconsideradamente): es increíble la cantidad de cosas que uno puede no ver cuando se empeña en cerrar los ojos.

También es llamativa la complacencia con que tantas personas de izquierda han resuelto en los últimos años abolir toda actitud que no sea de inquebrantable adhesión al Gobierno. He leído textos conmovidos sobre la felicidad de estar "al lado de mi presidente", y escuché hace poco en la radio a un entusiasta que llevaba su fervor hasta un extremo de marcialidad, asegurando que él, en estas circunstancias, se ponía "detrás de nuestro capitán, en primer tiempo de saludo", tal vez no el tipo de incondicionalidad más adecuado para el primer ministro de una democracia. Quizás uno, como va cumpliendo años -enfermedad política que denunciaba hace poco en estas mismas páginas Suso de Toro, a quien cabe suponer venturosamente libre de ella- conserva el recuerdo de otra época en la que las personas de izquierdas podíamos ser muy críticas y hasta en ocasiones hostiles hacia otro gobierno socialista, o por lo menos no incondicionales hasta la genuflexión, hasta las lágrimas. No digo que no haya motivos para oponerse a una deplorable Oposición, avinagrada y sombría, que no parece capaz de desprenderse de su propio delirio de conspiraciones, y en la que todo el talento de sus dirigentes da la impresión de estar puesto al servicio, sin duda generoso, de favorecer a sus adversarios. Lo que me sorprende es este nuevo concepto de la rebeldía y de disidencia, que consiste en rebelarse contra los que no están en el poder y en disentir de casi todo salvo de las doctrinas y las directrices oficiales. El delirio perfecto, sin duda: disfrutar de todas las ventajas de lo establecido imaginando confortablemente que uno vuelve a vivir en una rejuvenecedora rebeldía, inconformista y a la vez enchufado, obsequioso con el que manda y sin remordimientos de conciencia, gritando las viejas y queridas consignas, como si el tiempo no hubiera pasado, en la zona VIP de las manifestaciones, enaltecido a estas alturas de la edad por una cápsula de Viagra ideológica.