Galería Heráldica
Escudos de Apellidos
porJacques-A. Schnieper
A modo de introducción
Permítame, amable lector, ante todo, agradecer la oportunidad que se me brinda para relatar lo que me dicta una obsesión por ciertos símbolos –heráldicos en este caso– que me viene de la más tierna infancia… Y, a modo de introducción, reproducir las palabras de mi buen amigo y hermano Bernard Boulens, presidente de la Guilde Héraldique - Genève y miembro de la prestigiosa Sociedad Suiza de Heráldica, ya que expresan, mucho mejor de lo que yo podría hacerlo, el sentimiento de que la heráldica es una ciencia y arte muy viva en los albores del siglo XXI:
“Se podría creer que la heráldica es un lejano vestigio histórico, pasado de moda, que no interesa más que a algunos estudiosos polvorientos llenos de añoranza por la Edad Media, un amable anacronismo para ociosos jubilados. Nada más incierto, ya que el común de los mortales está confrontado a la heráldica sin tan siquiera darse cuenta, como el burgués gentilhombre de Molière, que hablaba en prosa sin saberlo: pictogramas de la vida moderna, señales de tráfico, logotipos comerciales y símbolos de todas clases invaden nuestra vida.
“De este modo, los colores orgullosamente enarbolados por los seguidores de un equipo de fútbol descienden en línea directa de los emblemas que portaban los caballeros, aparecidos para reconocerse mutuamente en los tiempos de las Cruzadas, casi a la par con los linajes y apellidos. Con el tiempo, en todas las épocas, heraldos y reyes de armas han constituido la lista de esas “marcas”, convertidas en blasones cada vez más complejos. Estos armoriales han permitido, a menudo, encontrar antiguos rastros, filiaciones, alianzas, por simple comparación gráfica.
“Grafismo. Hemos pronunciado la gran palabra. El arte del diseño heráldico ha tenido escuelas muy diversas, según el origen de los autores y un mismo blasón puede ser interpretado de forma diferente, según seamos de París, de Londres, de Madrid ... o de Ginebra, como Jacques Schnieper. Es un amigo de tiempos muy remotos, que se inició a la heráldica como quien entra en las Órdenes. Cuando vivía en Ginebra, fue fundador, junto con algunos amigos, de la Guilde Héraldique - Genève, de la que sigue siendo miembro activo y nuestro corresponsal privilegiado en Madrid. Nuestra “guilde” –gremio– le debe mucho. Sus actividades, tanto en el marco de nuestra asociación, como en sus investigaciones personales, le han permitido alcanzar un estilo de dibujo sobrio e incisivo, muy “medieval” en su hechura, permitiendo distinguir muy fácilmente los diferentes elementos del blasón, incluso para un lector neófito”.
Confieso sonrojarme cada vez que releeo estas líneas, pero es cierto que defiendo a ultranza la idea de que, si queremos crear una heráldica para el nuevo milenio, debemos beber de las fuentes y olvidar los siglos –del XVI a nuestros días– que la han llenado de blasones mal descritos –el blasón es la descripción escrita de la composición de un escudo y sus adornos externos–, escudos mal dibujados, leones que parecen “ratas despeinadas” y otros engendros que no son sino producto de la ignorancia de muchos presuntos “heraldistas”. La belleza de un escudo es complemento indispensable de la que es ciencia auxiliar de la Historia, la Heráldica: “un conjunto de piedras preciosas cosidas al manto de la Historia”.
Un poco de historia
La ciudad de Ruán, capital del ducado de Normandía desde su invasión en 911 por las tribus normandas que le darían su nombre, amanecía soleada aquel día de Pentecostés de 1128. Enrique, rey de Inglaterra y duque de Normandía, se alegró al pensar que su hija única podría contraer matrimonio a la luz del sol, y no bajo la protección de la capa de nubes que solía cubrir el cielo de la región en aquella época del año. Lo tomó como un buen presagio, tal como se lo habían anunciado sus astrólogos al preguntarles sobre aquel enlace.
La plaza del Viejo Mercado —donde, siglos más tarde, ardería en la hoguera Juana de Arco—, hervía de comerciantes atareados venidos de toda la región, algunos incluso desde París o desde Londres, deseosos de sacar provecho de la avalancha de curiosos que por nada en el mundo se perderían aquella boda principesca.
La catedral estaba ya engalanada con miles de flores y ramas de muérdago, esa costumbre de los viejos druidas celtas que se había entremezclado con el culto cristiano, y las campanas de la torre de San Román —cuyos tres primeros pisos serían los únicos supervivientes del incendio que destruiría el templo en el año 1200— bruñidas y dispuestas para sonar anunciando la hora de la boda.
Pocas horas más tarde, la princesa Matilde de Inglaterra cruzaba triunfalmente la plaza de la catedral del brazo de su padre para unirse en santo matrimonio al hijo del conde de Anjou, Godofredo «Plantagenet» —sobrenombre que le venía de su costumbre de fijar en el casco un ramillete de retama (genêt en francés)—. Estaba a punto de nacer la dinastía Plantagenet —que se llamaría casa de York a partir de 1461—, que iba a reinar en Inglaterra desde Enrique II hasta Ricardo III, quien sería derrotado y muerto en la batalla de Bosworth Field por el futuro Enrique VII, dando paso a la dinastía de Tudor.
Durante aquella ceremonia, el rey Enrique I, deseoso de mostrar a su yerno el gran afecto que le tenía, colgó de su cuello un escudo pintado de azul, sembrado de leoncillos de oro, primer ejemplar conocido de la ciencia y arte que, siglos más tarde, se llamaría «Heráldica».
La heráldica apareció a principios del siglo XII, con la celebración de las justas y torneos medievales y se generalizó –en términos modernos diríamos que se globalizó– durante las cruzadas. Los combates entre dos caballeros, o entre grupos en los campos de batalla, obligaron a buscar una forma de identificarles, pues su fisonomía quedaba oculta bajo los hierros de las pesadas armaduras.
De manera espontánea, al principio, los caballeros comenzaron a marcar sus armas, escudos y armaduras sin imaginar siquiera que estaban creando un lenguaje de signos y una simbología que se convertiría en algo más que un arte.
En tales espectáculos medievales, la armadura acabó enriqueciéndose y completándose con piezas múltiples hasta cubrir el cuerpo en su totalidad. En esta situación los caballeros eran irreconocibles, tanto para sus gentes como para el público que asistía expectante a los duelos, y lo mismo ocurría en los campos de batalla. El único modo de reconocer a los “señores" era a través de las armas que portaban: lanza, espada, daga, mazo, maza, hacha y mandoble, o por sus piezas defensivas, como el escudo, el yelmo o los petos, o, incluso, en sus adornos en el casco, en la cimera, los lambrequines, el burelete, y en la silla y ropajes de la cabalgadura.
Y a la misión original de los heraldos –antiguos portavoces o embajadores de los reyes– se añadió la de referenciar los símbolos heráldicos de los señores y caballeros de cada bando.
Los símbolos heráldicos
Las figuras –o muebles– del escudo son también historia; hay que saber leerla. Las pinturas, los grabados, los lienzos, las coronas, los animales, las plantas, los símbolos guerreros, acaso están contando gestas legendarias de personajes que se ganaron el respeto y la admiración, para incorporar a su blasón roeles, espadas y castillos. El significado primitivo del escudo, no obstante, se perdió entre los siglos XVI y XVIII, como si se hubiera abierto un paréntesis, con la elaboración de diseños que rayaron el barbarismo: cabezas cortadas de indios y moros, sables ensangrentados y otros fondos violentos eran dibujados anárquicamente, en una exaltación del poder, el dominio y las conquistas. Se olvidó la estética original, el sentido de la identificación de los caballeros e incluso las leyes del blasonamiento y construcción de los escudos.
A simple vista, el escudo defensivo era el más fácil de identificar, más aún si se pintaba en su frontal el signo de distinción del caballero. Figuras geométricas, castillos, águilas, leones, flores y otras simbologías se erigieron en los emblemas de los combatientes.
Este fenómeno se extendió como una manifestación de primer orden. Se convirtió en un legado histórico con su presencia continuada no sólo en las armas, sino también en los sellos de las casas reales, nobiliarias y familias que tomaron la heráldica como testimonio de su individualidad. En sus inicios, los símbolos preheráldicos, marcas y demás señales eran enarbolados, a título personal, únicamente por los caballeros que las portaban. Además, se cambiaban o intercambiaban de un torneo a otro por puro capricho. Con el paso de los años, se convirtieron en armas “hereditarias”. Así, son “primitivas” o “puras” las originarias de cada linaje. Después, los escudos pasaron de las armas a las fachadas de los castillos y de las casas, a los sepulcros, a los sellos, a los documentos y a objetos de todo tipo; la riqueza de símbolos y señales que acompañan a cada familia ha creado esta nueva disciplina científica; va desde los estudios heráldicos a los emblemas, las formas y los usos, con una proyección que permite equiparar esta materia con otras de similares características, como la numismática, la arqueología y hasta la sociología, por las enormes connotaciones que conllevan. Por ejemplo, los adornos exteriores de cada escudo heráldico reflejan orígenes, poder, clase social, riquezas, pertenencia a órdenes militares, condecoraciones, etcétera.
El desarrollo de la heráldica experimentó un crecimiento desigual en Europa. Las diferencias en los niveles cultural y económico de cada región eran evidentes. No obstante, los escudos de armas alcanzaron su esplendor en el siglo XIII, con su aparición incluso fuera del ámbito exclusivo de los ejércitos. Cualquier individuo se preciaba de tener sus propios símbolos heráldicos, con independencia de su clase social. Reyes y nobles encabezaban una sociedad que asumía los emblemas también en las capas marginales, pasando por burgueses, artesanos, campesinos y minorías de todo tipo; así lo prueban los legados y testimonios que se han descubierto en ropajes, sepulcros, tallas, bonetes, calzados, platos, cinturones y, por supuesto, armas, aparte de otras decoraciones en numerosos objetos.
En la Baja Edad Media el uso de la heráldica alcanzó su plenitud. Posterior-mente, se produjo la decadencia, al reducirse el carácter identificativo de los símbolos, propio de los siglos XIII a XV, para transformarse en una señal de “distinción social”, a partir del siglo XVI. Asimismo, influyó la progresiva codificación de los diseños y su tecnificación, hecho que anuló la espontaneidad de su creación. Su evolución condujo a una línea de cambios que se instaló en conceptos puramente estéticos, hecho que hoy en día ha convertido la heráldica y su lenguaje en un arte digno de ser admirado.
La tendencia moderna del diseño heráldico, en Europa al menos –y cabe destacar las tendencias inglesa, alemana y suiza–, radica en recuperar la sencillez y armonía del estilo medieval.
La heráldica, como ciencia auxiliar de la Historia, es también una herramienta que permite conocer las historias particulares de todas y cada una de las familias; de los Rodríguez, de los Pérez, de los González, hijos de Rodrigo, de Pedro y de Gonzalo. Pero también de aquellos otros que tomaron el nombre de una ciudad por apellido (Córdoba, Toledo, Zaragoza...) o quizá su oficio (Barbero, Sastre, Herrero...).
Del mismo modo. el diseño heráldico y, sobre todo, sus adornos exteriores, describen los títulos nobiliarios recogidos por la realeza, creados por monarquías de Castilla, de la Corona de Aragón, de América, Portugal, Filipinas, Flandes, Alemania, Italia y cuantos territorios pertenecieron a la soberanía española; las reales cédulas expedidas por los reyes exponían un rico pasado histórico en sus nombramientos, que, a su vez, se acompañaban con un largo campo de apellidos por los títulos nobiliarios poseidos: rey de Castilla, de Aragón, de las Dos Sicilias, de Jerusalén, de Navarra, de Granada, de Toledo, de Valencia, de Galicia, de Cerdeña, de Córdoba, de Córcega, de Murcia, de Jaén, de los Algarves, de Algeciras, de Gibraltar, de las Islas y Tierra Firme del Mar Océano, archiduque de Austria, duque de Borgoña, de Brabante, de Milán, de Atenas y de Neopatria, conde de Barcelona, de Habsburgo, de Flandes, de Tirol y del Rosellón, señor de Vizcaya y de Molina.
Pero la nobleza no fue –ni es– la esencia misma de la ciencia heráldica; tan sólo ha sido un usuario más. La fuente de estos símbolos, tras su nacimiento a manos de los caballeros y sus armaduras, han sido los linajes familiares, tanto nobles como hidalgos y plebeyos. Existen innumerables casos de familias campesinas cuyo escudo comporta el símbolo de marcar las vacas, o algún objeto relativo a su profesión (ruedas de molino, tijeras, etc.), o calderos concedidos por el rey por dar de comer a sus tropas durante la Reconquista, y otros muchos que no tienen ningún vínculo con la nobleza. Digamos, nuevamente en términos modernos, que el escudo es el logotipo de una familia, de un linaje, de los descendientes directos de cierto antepasado que en su día portó esas armas y las transmitió a sus descendientes. Por ello la genealogía está íntimamente ligada a la heráldica. Es fundamental conocer a sus antepasados para poder afirmar el derecho a usar un escudo determinado.
El blasonamiento y el diseño heráldico
El “blasonamiento” es el arte de describir en palabras claras e inequívocas la composición de un escudo de armas. Los Heraldos o Reyes de Armas eran –y siguen siendo– los encargados de esta tarea.
Por desgracia, durante demasiado tiempo, algunos “eruditos” han querido desempeñar este papel sin tener los conocimientos básicos necesarios, por lo que hoy nos encontramos con muchas descripciones de escudos que, no solamente no se expresan con los términos adecuados, sino que, además, confunden la diestra con la siniestra, las barras con los palos, las bandas con los “bandados”, amén de las composiciones posteriorer al siglo XVI, donde un blasón se convertía en una viñeta de cómic cuyo contenido sólo servía para adornar las paredes de alguna hacienda familiar. Como ejemplos de todo lo contrario, quisiera citar con admiración los trabajos de Jean-Baptiste Rietstap y del continuador de su obra, Henri Rolland, cuyos armoriales fueron publicados durante la primera mitad del siglo XX y son el reflejo de un blasonamiento hecho con el máximo rigor. En España también ha habido excelentes tratadistas –y otros menos excelentes– a lo largo de los últimos siglos, y hablaremos de ellos en próximos artículos.
No entraremos tampoco en la costumbre que algunos quieren convertir en “ley” de utilizar un solo tipo de casco o yelmo para la heráldica española y pretender ponerle siempre cinco plumas al penacho –uno de cada color– y convertir los lambrequines –trozos de tela desgarrada en los combates– en hojas de lechuga, también de todos los colores. Una auténtica tortura para la vista.
Esa moda nos viene del siglo XVIII, pero estamos en los albores del XXI. La Heráldica ha sufrido, desde su nacimiento, una constante evolución, tanto en sus adornos exteriores como en el contenido del campo del escudo. Y no hay motivo para que esa evolución se pare ahora.
Como diseñador heráldico defiendo un estilo de diseño resultante de una observación “universal” del diseño heráldico, con influencias suiza, alemana, inglesa, francesa y, evidentemente, española, pero sin estereotipos. El equilibrio y la belleza, dentro de las normas básicas de la ciencia, son mi objetivo primordial.
En próximos artículos trataremos de analizar la realidad de la ciencia y arte de la heráldica en nuestros tiempos. Hablaremos del “negocio” de vender escudos sin analizar previamente la genealogía de quien los compra; hablaremos de cómo algunos “presuntos heraldistas” han dictaminado la heráldica municipal de ciertas comunidades autónomas y de cómo otros “auténticos heraldos” lo han hecho en otras; analizaremos algunos de los innumerables armoriales o libros de armerías españoles y europeos; y, por supuesto, responderemos a las preguntas que usted, amable lector que ha tenido la paciencia de llegar al final de este texto, quiera hacer al respecto.
Finalmente, quiero agradecer la especial colaboración de mi buen amigo Félix Rosado Martín, autor de algunos párrafos de este artículo, extraídos de nuestra obra común, el Armorial de apellidos españoles (Auryn, 1999 y Brand Editorial, 2000).