Edición nº 5 - Noviembre y Diciembree de 2008

El viento de la Luna Antonio Muñoz Molina, Seix Barral, 2006

El viento de la Luna
Antonio Muñoz Molina,
Seix Barral, 2006

por Ana Alejandre

El viento de la luna es el último libro de este prolífico autor, publicado después de su vuelta de Nueva York, ciudad en la que ha estado dirigiendo el Instituto Cervantes. Esta última obra se puede considerar como uno de los relatos más lúcidos y brillantes sobre el ansia de conocimiento del ser humano y que, en este caso, se centra en un adolescente completamente fascinado por la aventura espacial del primer viaje a la Luna del Apolo XI, entroncando este interés apasionado con su vida en una pequeña ciudad, o pueblo, de Andalucía en la España de 1969.

Se puede considerar un nuevo episodio del ciclo de Magina que se inició con su primera obra, Beatus Ille (1986), aunque no parece estar en la voluntad del autor continuar una saga sobre dicho lugar, ya que sólo utiliza esa ciudad imaginaria como territorio en el que centrar una mirada retrospectiva, una vuelta a sus orígenes y recobrar así la memoria de sus mayores, pero hecha siempre esta recreación con profundo respeto y admiración, aunque sin dejarse influenciar por ellos, ni acallando su espíritu crítico. Esta nueva obra de Muñoz Molina vuelve a retomar el pulso a la antigua narrativa de corte social que en esta España moderna, plural, tecnificada y próspera, parecía ya haber caído en el olvido. Este autor en esta obra, y en otras muchas anteriores, ha querido demostrar, y lo ha conseguido completamente, que aún quedaban mucho por decir de una época y de una historia que es común a todos y de la que venimos.

Este intento de recobrar la memoria colectiva también lo realiza con evidente acierto en El invierno en Lisboa, Beltenebros, El jinete polaco o Plenilunio, novelas todas ellas con excelente acogida de crítica y público, algo de por sí muy difícil de conseguir al mismo tiempo, lo que le convierte en uno de esos pocos escritores que, con sus obras, consigue reconciliar a unos y a otros, en un difícil equilibrio de lucidez creativa, excelente prosa y magistral capacidad narrativa.

En El viento de la luna hay todos aquellos elementos que conforman la vida provinciana de aquellos años: clasismo atroz, vencedores y vencidos, prejuicios y miedos, ignorancia, relaciones familiares cambiantes, trabajo extenuante y sin otra posible recompensa que no sea la que se pueda encontrar después de la muerte, la inocencia primigenia siempre víctima, todo ello bajo la supervisión de una Iglesia con un poder desmesurado que controla vidas y conciencias en aquellos años en los que sucedió el viaje a la luna y que era 1969, cuando empezaba a haber una cierta bonanza y las familias ya podían irse a veranear a la playa, comprarse un utilitario y cambiar el cine al aire libre por el televisor en blanco y negro, lo que empieza a cambiar las mentalidades y el tipo de vida, porque ya no se piensa en trabajar como esclavos en la tierra o en dirimir conflictos a tiros, sino en intentar arañar algo de comodidad, diversión y, sobre todo, paz duradera y tangible, a unas vidas que discurren dentro de la monotonía cotidiana y mientras los habitantes de Magina siguen viendo en el NO-DO y en la televisión las imágenes contradictorias que les hablan, por una parte de un pasado que continua, aunque atenuado, y por otra de la promesa sugerida de que es posible otra España más moderna, próspera y tan distinta a la que conocieron y sufrieron sus mayores.

También el futuro está presente en la novela, materializado en los sueños del protagonista adolescente y en la mejora, tenue pero continua, de la calidad de vida personal y familiar, en esa ciudad imaginaria como es Magina, aunque tan real como cualquiera otra de la región andaluza o de otra zona de España y, sobre todo, en ese futuro esperanzador auspiciado por la técnica que está representado en las imágenes que llegan desde Cabo Cañaveral y que presentan a una luna más cercana, accesible y real, igual que esa bonanza de vida incipiente se convierte también en una realidad cada vez más alcanzable en sus promesas de bienestar, a pesar de que aún Franco, y lo que representa para muchos, sigue llenando, con su voz monótona, la vida de una provincia rural cualquiera que está entre dos mundos representados por la imagen del Caudillo, uno; y la de la luna y los astronautas que la pisar por vez primera, otro; pero siempre más deseable en sus promesas de un mundo mejor en el que es posible vivir sin tener miedo ni pasar penurias.

Muñoz Molina recrea la España de pocos años antes de la muerte de Franco, haciendo, una vez más, una demostración palpable de su gran talento narrativo.

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(fragmento de El viento de la luna)

Encerrado en mi cuarto una tarde de julio escucho las voces que me llaman, los pasos pesados que suben en mi busca por las escaleras de la casa. Van a encontrarme pronto y van a darme órdenes que no tendré más remedio que obedecer, sumiso y hosco, con el bozo oscuro y los granos en mi cara redonda agravando mi aire de pereza contrariada, de honda discordia con el mundo.
Pero mientras suben los pasos y se acercan las voces yo permanezco inmóvil, alerta, echado en la cama, sin más ropa que los bochornosos calzoncillos de adulto que mi madre y mi abuela cortaron y cosieron para mí y han sido mi vergüenza cada vez que tenía que cambiarme en el vestuario del colegio. Menos yo, todos los demás llevan calzoncillos modernos comprados en las tiendas, slips les llaman, que se ajustan a la ingle y a la parte superior del muslo y no se prolongan casi hasta la mitad de la pierna. Nadie me ve ahora, por fortuna, nadie ve mis piernas que de pronto se hicieron tan largas y se llenaron de pelos y nadie va a burlarse de mí cuando no sepa dar una voltereta ni trepar por la cuerda ni saltar sobre ese aparato de tortura que llaman apropiadamente el potro, apoyando las palmas de las manos sobre el lomo de cuero y a la vez extendiendo las piernas hasta una horizontalidad gimnástica inalcanzable para mí. Estoy a salvo, hasta cierto punto, o lo estaba hasta que hace un momento empezaron a sonar las voces y los pasos en el hueco de la escalera: estoy tumbado en la cama, sobre las sábanas húmedas por el sudor en la siesta de verano, tan inmóvil como un animal asustado en el interior de su madriguera, como un astronauta sujeto al camastro anatómico de la cápsula espacial, con un libro abierto en las manos, Viaje al centro de la Tierra, leído tantas veces que ya me sé de memoria pasajes enteros, igual que puedo ver con los ojos cerrados sus ilustraciones de grutas tenebrosas iluminadas por lámparas de carburo y de ingentes saurios peleándose a muerte entre las espumas rojas de sangre de un mar subterráneo. En el desorden de la cama y en la mesa de noche hay varias de las revistas ilustradas que he hurtado en casa de mi tía Lola, y en las que vienen reportajes sobre la nave Apolo XI, que despegó exactamente hace dos horas y dentro de cuarenta y cinco minutos romperá su trayectoria circular en torno a la Tierra con la explosión de la tercera fase del cohete que va a propulsarla hacia la Luna. En los dosprimeros minutos del despegue el Saturno V alcanzó una velocidad de nueve mil pies por segundo.
En pies por segundo y no en kilómetros por hora se miden las velocidades fantásticas de este viaje que no pertenece a la imaginación ni a las novelas, que está sucediendo ahora mismo, mientras yo sudo en mi cama, en mi cuarto de Mágina. En el momento del despegue el ingeniero Wernher von Braun, a quien llaman en los noticiarios el padre de la Era Espacial, rezó un padrenuestro en alemán. El cardenal católico de Boston ha compuesto una plegaria especial para los astronautas, ha dicho el locutor del telediario. Se especula con la posibilidad de que puedan traer algún tipo de gérmenes que desencadenen en la Tierra una trágica epidemia. A veinticinco mil pies por segundo viaja ahora la nave Apolo, en la órbita de la Tierra, pero los astronautas tienen una sensación de inmovilidad y silencio cuando miran por las ventanillas: es la Tierra la que se mueve, girando enorme y solemne, mostrándoles los perfiles de los continentes y el azul de los océanos, como en la bola del mundo que hay en mi aula del colegio salesiano. El océano Atlántico, las islas Canarias, los desiertos de África, con un color de herrumbre, la larga hendidura del Mar Rojo. El enviado especial de Radio Nacional a Cabo Kennedy decía arrebatado esta mañana que los astronautas distinguen perfectamente el perfil de la Península Ibérica por las ventanillas de la cápsula. ESPAÑA ES MARAVILLOSA VISTA DESDE EL ESPACIO. Consulto el reloj Radiant que me regaló mi padre el año pasado para mi santo: tiene una aguja para medir los segundos y una pequeña ventana en la que cada noche, exactamente a las doce, cambia la fecha. A las dos horas, cuarenta y cuatro minutos y dieciséis segundos del despegue empezará de verdad el viaje a la Luna, cuando se mezclen de nuevo en los depósitos del cohete el hidrógeno y el oxígeno líquidos y una larga llamarada en medio de la oscuridad libere a la nave Apolo de la órbita de la Tierra, impulsándola a una velocidad de treinta y cinco mil quinientos setenta pies por segundo. Los cronómetros de las computadoras lo miden todo infaliblemente: el combustible de los motores ha de arder durante cinco minutos cuarenta y siete segundos para que la nave adquiera una trayectoria de encuentro con la Luna. En la televisión, a la hora de comer, el despegue se vio en blanco y negro: en las páginas satinadas de las revistas que compra mi tía Lola se ve el cohete Saturno iluminado por resplandores amarillos y rojizos en las noches previas al despegue, sujeto a una especie de altísimo andamio de metal rojo: y luego la incandescencia del encendido en el momento en que la cuenta atrás llegó al cero, la cola de fuego entre la deflagración de nubes blancas cuando todavía parece imposible que esa nave colosal cargada con miles de toneladas de combustible altamente explosivo pueda desprenderse de la gravedad terrestre emprendiendo un vuelo vertical. ¡ERA ESPACIAL! ¿SABÍA USTED QUE EL VIAJE A LA LUNA ESTÁ DIRIGIDO PRINCIPALMENTE POR COMPUTADORAS ELECTRÓNICAS? He coleccionado revistas y recortado fotografías en color de los tres viajes que han precedido al del Apolo XI y conozco de memoria los nombres de los astronautas y de los vehículos, los hermosos nombres en latín de los mares de polvo y de los continentes y cordilleras de la Luna. En las revistas el cielo sobre Cabo Cañaveral es de un azul más puro y más lujoso que el que nosotros vemos cada día, y en él los cohetes Saturno acaban perdiéndose como puntas casi invisibles sobre una nube blanca, curvada, que casi parece una nube cualquiera en el cielo del verano. USTED PUEDE LLEVAR AHORA EL RELOJ CRONÓMETRO OMEGA QUE USAN LOS ASTRONAUTAS DEL PROYECTO APOLO. Mi tía Lola le regaló a su marido un reloj cronómetro Omega para el día de su santo y antes de entregárselo vino a casa para que lo vieran mi madre y mi abuela, y abrió la caja y separó con sus dedos de uñas pintadas el papel de gasa que lo envolvía con tanto cuidado y misterio como si abriera el cofre de un tesoro. Ahora mismo, la nave viaja en silencio, no en el cielo azul, sino en el espacio oscuro, y los astronautas se han liberado de la fuerza de la gravedad y flotan lentamente en la estrechura de la cápsula, girando con el impulso de un brazo o de una pierna, como si nadaran, como yo quisiera flotar para librarme del tacto pegajoso de las sábanas en el que mi sudor forma manchas más visibles y menos duraderas que las manchas amarillas que aparecen todas las mañanas, cuando me despierto por culpa de una sensación de humedad y frío en las ingles y recuerdo el sueño que ha provocado como una descarga eléctrica el breve estertor de la eyaculación.
La polución, dice el padre confesor, la polución nocturna, involuntaria y sin embargo no exenta de pecado. No exenta, dice el confesor en la penumbra, mientras yo, arrodillado, las manos juntas, los codos en el marco de madera ancha del confesonario, mantengo la cabeza baja y los ojos entornados y sólo veo el brillo del tejido negro de la sotana y la gesticulación de las manos pálidas, que son suaves como manos de mujer pero tienen nudillos gruesos y pelos fuertes en el dorso muy blanco. De la penumbra sale un olor a colonia y a tabaco, un olor a aliento demasiado cercano.
—Padre, me acuso de haber cometido actos impuros.
—¿Solo o con otros?
—Solo, padre.
—Cuántas veces.
—No me acuerdo.
—¿Aproximadamente?
Los pasos se han detenido, en el rellano del piso inferior, pero las voces son más fuertes, retumbando en el eco de la escalera, exageradas por el malhumor de no haber obtenido respuesta,repitiendo mi nombre. Es mi abuelo quien me llama, y no habría necesitado escuchar su voz para reconocerlo, me habría bastado el sonido fuerte de sus pasos en los peldaños de baldosas con los filos de madera. Tan distintos como las voces son los pasos, su resonancia, su cadencia, su ritmo mientras suben, el grado diverso de esfuerzo, el peso corporal que cada uno descarga sobre los peldaños, la energía o la fatiga. Los tacones altos de mi tía Lola repican con un ritmo festivo cada vez que viene de visita a nuestra casa, y enseguida se oye el rumor de sus pulseras y llena el aire la fragancia de su agua de colonia, que disuelve transitoriamente los olores habituales, el del estiércol en la cuadra, el del grano almacenado, el olor a trabajo y fatiga con que mi padre y mi abuelo vuelven del campo al final del día. Los astronautas esperan el momento de la ignición de los motores de la tercera fase. De nuevo tendrán que atarse las correas, de nuevo sentirán el plomo de la inercia, antes de volverse ingrávidos del todo, quizás con náuseas, por el desconcierto de moverse sin arriba ni abajo. Durante los cinco minutos que dure la explosión el peso de sus cuerpos, ahora tan liviano, multiplicará por cuatro el que tenía en la Tierra. Imagina que pesaras de pronto doscientos cuarenta kilos. Los pasos de mi abuelo retumban fuertes y seguros, tan recios como su voz, delatando su estatura grande y su peso fornido, que excluye la prisa igual que la fatiga. Mi abuelo tiene los pies muy grandes y el empeine levantado, y ahora, en verano, calza unas alpargatas de lona con la suela de cáñamo, que amortigua y hace más grave el sonido de sus pasos. «Dónde se habrá metido», le oigo murmurar después de repetir otra vez mi nombre, y por un momento piensoque va a desistir si consigo quedarme inmóvil y no dar señales de mi presencia, como acabaría desistiendo el cazador si el animal perseguido permaneciera el tiempo suficiente paralizado dentro de la madriguera. Pero después de pararse en el rellano ha empezado a subir otra vez, el último
tramo de escaleras que lleva directamente al pajar y a mi cuarto. Ahora sí que he de contestar, para que no abra la puerta y me encuentre tirado en la cama en calzoncillos, como un zángano:
—¿Qué? —grito desde la cama.
—¿Cómo que qué? ¿Es que no me oías?
—Estaba dormido.
—Pues espabila y baja, que te están buscando.
Mejor que no suba y no vea la cama en desorden y los libros y las revistas en ella, que no perciba el olor húmedo que quizás todavía inunda el aire y que sin duda se superpone al del sudor y al de la falta general de higiene, porque en esta casa no hay ducha ni lavabo ni cuarto de baño, y ni siquiera agua corriente. Aproximadamente cuántas veces, pregunta el padre confesor, el padre Peter, que es también el encargado de las proyecciones de cine. Yo me quedo en silencio, sin saber qué contestarle, incapaz de hacer el cálculo. Cuántas veces me he despertado en mitad de la noche con una sensación de frío y humedad en el vientre y con el recuerdo fragmentario de un sueño de turbia y pegajosa dulzura. Cuántas veces, recién acostado, de noche, o en la penumbra de la siesta, he recordado una imagen, una cierta postura, el hueco de un escote, he empezado a pensar en una escena de una película o en un pasaje de un libro y me he ido dejando llevar, con una excitación tan intensa como el remordimiento anticipado que no llega a malograr del todo la delicia del primer espasmo. Y luego el tacto mojado, el olor, la mancha que al secarse se volverá amarilla. Si hubiera un lavabo, un grifo de agua fría, una pastilla de jabón para borrar rastros y olores, como en casa de mi tía Lola. A mi tía Lola le debo la primera emoción precoz de la belleza femenina, cuando ella era aún más joven y todavía faltaba mucho para que saliera de nuestra casa vestida con un largo traje de novia. En su cuarto de baño, cuando voy a visitarla, hay pastillas de jabón que huelen como ella, aunque también frascos de loción de afeitar que desprenden el olor masculino y agresivo de su marido, mi tío Carlos. Pero aquí sólo nos podemos lavar sacando un cubo de agua helada del pozo y volcándolo en una palangana desconchada. El agua corriente es un sueño tan lejano como el de la lluvia puntual y abundante en nuestra tierra áspera. El agua caliente y fría, inagotable, siempre dispuesta, tibia cuando se desea, es un milagro que fluye de los grifos cromados en casa de mi tía Lola, igual que sale un frío intenso en lo más ardiente del verano cuando se abre la puerta de su frigorífico, o que en invierno un calor delicioso brota de los radiadores de su calefacción.