Edición nº 4 - Septiembre Octubre de 2008
REFLEXIONES ACERCA DE LA FRAGILIDAD DEL HOMBRE Y SU MUERTE
MARIO SORIA
1) No es la duración simple cómputo de tiempo transcurrido, sino envejecimiento. Este proceso se lleva a cabo de modo subrepticio, al menos en ciertas etapas de la vida. Para el niño y el joven, equivale el paso del tiempo a crecimiento y progreso. Ven desarrollarse su cuerpo, aumentar sus fuerzas, asomar y confirmarse su independencia, multiplicarse sus conocimientos, ampliarse sus expectativas. Y hasta cosechan algún fruto obtenido mediante tal desplegarse de la savia nueva. Es el hombre maduro quien empieza a percatarse que la duración lleva consigo, a la par del crecimiento y la permanencia, el desgaste, la decadencia y la muerte. Esto lo echa de ver primero en las cosas que lo rodean, conocimiento traducido a la práctica en el esfuerzo de mantener aquéllas limpias y en buen estado: lucha constante contra el polvo, los insectos, el deterioro de los muebles y la casa, las hierbas que invaden el jardín, los desperfectos del automóvil. Después lo observa en las personas, particularmente en las que ha dejado de ver durante algún tiempo, pero también en las que trata diariamente, si, por una intuición repentina, se fija en las canas, arrugas, espalda encorvada, cansancio de la mujer, del marido, del amigo, de la madre, de los conocidos. Por último, lo nota en sí, en la cara que todos los días miraba en el espejo y que le parecía tan trivial que apenas le llamaba la atención, pero que una mañana le revela novedades: las mejillas caídas, el cabello ralo, la garganta fláccida, los ojos aguados, la melanosis de la vejez. Y, además, lo percibe en su cuerpo, al que poco antes sentía lleno de vigor, movía con placer, desperezaba con una sensación casi voluptuosa de bienestar, pero cuyos músculos comienzan a ponerse flojos y en el que advierte sensaciones extrañas, imprecisas, amago de ardores, escozores, cansancios sin motivo, somnolencias que rápidamente se disipan, sombras de dolor que no se materializan, que surgen por un instante y desaparecen durante largo tiempo, pero que vuelven, tan indeterminadas como antes, o quizás muy poco más claras. Son las manos, los pies, las rodillas, la espalda, el vientre, el pecho, el cuello, los ojos, los oídos que se hacen notar; existencia de la que antes el hombre no se había enterado, empleando los miembros con la naturalidad y casi inconsciencia con que se maneja un instrumento de absoluta docilidad.
2) Así, el cuerpo, que era sólo forma, color, contorno, revela su interior, adquiere una profundidad inquietante, primero tenebrosa, donde nada se distingue, para después ser más precisa, con sitios correspondientes a ciertos órganos. Se advierte la circulación sanguínea, la respiración, los latidos del corazón, el sutil movimiento del cerebro al recordar o pensar ciertas cosas, la secreción biliar después de una comida copiosa. Todo ello es vago, fugaz como relámpago, inasible, casi indefinible; pero constituye el resquicio por donde cabe vislumbrar un mundo aterrador, donde minuto a minuto todo se mueve, repta, acecha, combate, devora o es devorado, y donde, no obstante treguas temporales, no es dudoso el resultado de la guerra. Mundo de tinieblas, de podredumbre viva, de enemigos emboscados, de fealdad sin remisión.
De la desazón, molestias, fatigas, y en especial del dolor surgen la anatomía y la conciencia de estar nuestros miembros trabajados por el tiempo. Entonces comprendemos ciertas sensaciones; observamos diariarnente nuestra decadencia; aprehendemos los síntomas; prevemos el desmoronamiento. El conocirniento superficial de huesos, músculos y tendones; de las facciones de la cara; de la postura y el movimiento; de la fuerza física y la aptitud intelectual; la concepción del hombre como escultura, atleta, guerrero, lleno de vigor, activo, dirigiendo, decidiendo, no es sino el conocimiento que capta un momento propicio del ser humano y, canonizándolo, pretende eternizar ese instante de plenitud o, al menos, prolongarlo y prolongarlo.
El genuino conocimiento del hombre es, como dice Heidegger, e! de un ser para la muerte; pero también, el de un ser incurablemente enfermo, cuyas dolencias se incrementan día a día. Imitando a Pascal, podemos sostener que la condición natura! del hombre es la enfermedad. Esa es, ciertamente, la condición infantil, de un ente delicado que a duras penas logra cierta fortaleza, merced a la cual entra en la juventud. Entonces, la enfermedad da por lo general una tregua y parece florecer la buena disposición del cuerpo. Pero, durante esos pocos años de vigor juvenil, ¿está realmente sano el hombre? Lo creemos, al no percatarnos de la lucha sin cuartel de que es escenario nuestro cuerpo. La salud es fruto de la ignorancia o, mejor dicho, lo es la creencia en ella y aun su concepto mismo. Porque no existe la salud, a saber, la supuesta eucrasia orgánica. l,larnamos salud el desequilibrio insentido de nuestros órganos, o el equilibrio efímero nacido de una pausa de la enfermedad. Como no solemos sentir molestias o dolores sino cuando el mal ya se ha declarado, imaginarnos estar sanos hasta ese momento. Tampoco advertimos las veces que nos ataca la enfermedad y la vencernos en combates obscuros, innominados, que ninguna huella dejan en la conciencia ni en la memoria; tal vez, apenas febrícula, leve malestar. No sabemos que cualquier estado neutro, cualquier condición, cualquier edad es sólo una cortina detrás de la cual se combate una guerra implacable entre nuestro cuerpo y toda clase de infecciones, defectos orgánicos, hábitos malsanos, fisiologías morbosas, derrochando esfuerzo el organismo para que no se rompa una precaria estabilidad. La conciencia no es únicamente la parte notoria del conocimiento; es también la superficie de una ciénaga en cuyas profundidades habitan monstruos que nosotros mismos engendramos, que intentamos matar, pero que a la postre nos devorarán. Eso es él cuerpo, forma corroída desde adentro por su putrefacción nativa.
El cuerpo no está enfermo, ni es atacado por la enfermedad, ni cae enfermo: es por naturaleza morboso. Su misma forma de vida le causa mil dolencias. E1 pensamiento lo agota; el andar erguido es origen de muchas afecciones vertebrales: las ventajas de la civilización y la urbanización conviértensele en el peor de los venenos. Pero los hombres primitivos están sujetos a innumerables peligros e incomodidades que no atacan menos la salud del cuerpo y acortan sus años. Vivir es. pues. hallarse enfermo. Es producir fermentos malsanos, expulsar desechos, traer a la existencia incontables gérmenes, añadir de continuo pulgadas al muladar universal. Viviendo, siembra el hombre y cosecha su propia muerte, porque no puede existir sino suicidándose. Cuanta mayor intensidad tenga su vida y más sensaciones arrebatadoras experimente, más violenta sus órganos, hasta romperlos. Sin embargo, guardarse y resguardarse, ¿qué otra cosa es sino vegetar, vivir agazapado, fingiéndose muerto, como ciertos insectos, temeroso de todo, amenazado por todo? También, vivir muriendo.
3) Suplicio de Tántalo es la vida, con la diferencia de que el Tántalo real por fin logra alcanzar un fruto que, abierto, sólo es polvo y ceniza.
Cuando se creía que el tiempo aportaba experiencia y saber, era la vejez venerable. Ahora que el saber se renueva día a día, mera novedad técnica, y que la fuerza física pretende suplir la mayor parte de la experiencia, importan sobre todo el cuerpo y su lozanía, amén de la presteza para aprender lo necesario, olvidarlo rápidamente cuando ya no sirviere, y aprender otra cosa, reciente y efímera a su vez. Extemporánea, rutinaria, inútil termina siendo la edad; antiestética y contraria al progreso. Ni consultada, ni atendida, ni entendida, apenas puede pedir tolerancia para sí. Y si reivindica sus derechos o su conocimiento, resulta odiosamente soberbia.
Nos ilusionamos con la eterna juventud. Basta que aparentemos unos años menos de los que en realidad tenemos, para creer que nunca envejeceremos. Y cuando el espejo nos demuestra la vanidad de nuestras ilusiones, nos asimos a la creencia de ser jóvenes nuestras arterias, nuestro corazón, etc. La apetencia sexual prolongada y una andropausia tardía ayudan a mantener nuestro sueño. A la postre, nos desengañamos también de estas últimas miserables fantasías, percatándonos de nuestra edad auténtica.
La vejez resume todas las tristezas. Con su enorme acopio de saber y de experiencia, predomina en ella el pesar, el desengaño. Qtri addit scientiam, addit el laborem, escribe la Biblia'. Más que etapa de la vida es percepción metafísica.
Viejas pintarrajeadas que están a punto de estallar dentro de sus pantalones y blusas ajustados. Viejos de pretensiones atléticas, que muestran por las camisas abiertas el esternón y disimulan la artrosis; viejos que mandan por delante de sí, como heraldo suyo, el bandullo hinchado. Eso es la longevidad para nuestra civilización hedonista. Longevidad de payasos que se aturden para evitar la angustia. Títeres que lleva, hoy, la edad insensiblemente a la fosa, pero que mañana otros los llevarán violentamente al matadero, por razón de utilidad. Forma innoble de envejecer de tantos y tantas, al contrario de lo que, de niño, uno ha visto en su casa y casi siempre en la familia de amigos y conocidos.
La vejez es otra gran escrutadora de la realidad corporal, junto con la enfermedad. Aceptarla significa una especie de asunción perceptiva que descubre la verdad propia y la de las personas y cosas que nos rodean. La pretensión de prolongar la .juventud, tan frecuente ahora, no sólo es un intento estrafalario, sino también el cegarse voluntariamente para no contemplar la decadencia y la muerte inevitables. Si a esta última, como al sol, no es posible rnirarla de frente, según dice La Rochefoucauld, por lo menos hay que mirarla de reojo, con objeto de acostumbrarse a ella. La vejez nos entrena para el encuentro inevitable; nos enseña, mediante el menoscabo de nuestras fuerzas, que la muerte no es algo ajeno a nuestro ser, que la llevamos con nosotros desde que nacemos, se va fraguando paulatinamente y, al cabo del tiempo, surge de nuestra propia piel como fruto maduro. Por la vejez sabemos que la muerte se sienta a nuestra mesa, come con nuestros dientes, bebe con nuestros labios; que con ella nos acostamos: ella nos cierra los ojos; con ella soñamos y descansamos en su regazo, no sabiendo si a la mañana despertaremos, o si será definitiva nuestra unión con la omnipresente. (,Cómo no escuchar a la sabia aleccionadora. intentando hacer novillos de una escuela que por todas partes no,, repite la misma enseñanza? Insensata, esa condesa de Castiglione, de extraordinaria hermosura, pero que, incapaz de aceptar el declive de su belleza, encerróse en su palacio y mandó romper todos los espejos, porque no quería ni que la viesen quienes tanto la habían admirado, ni verse a sí misma sin el esplendor de la juventud. Y ridículas, las mujeres que pretenden conservar la gallardía juvenil mediante cosméticos, operacionea quirúrgicas y vestidos extravagantes; y los setentones que se empeñan en probar su virilidad intacta, no ahorrando para ello jadeos, esfuerzos ímprobos ni riesgos de infarto. Ciegos, sordos, enajenados, no ven, ni escuchan, ni entienden que para huir de nuestro fin habría que reventarse los ojos, perforarse los oídos, arrancarse la piel abandonar como una carroña músculos y entrañas, pulverizar los huesos, en todo lo cual muerde la muerte, es puerta abierta para ella.
Lejos de la idealización ciceroniana, que tantas ventajas depara a la vejez: “Quid enim est jucundus senectute stipata studiis juventuti”2v, la verdad es muy distinta Es la de la miseria física y mental que la vida misma ha creado pacientemente, por medio del desarrollo especioso y la plenitud aparente; efecto de los propios órganos gracias a su buen funcionamiento, sus apetitos, su afán de perdurar. Verdad del cuerpo en asilos de ancianos y hospitales; testimonio de los depósitos de cadáveres y las salas de disección, prédica del memento homo; camino y meta que recorren y a la que tienden todos los hombres y adonde nos lleva arrebatados el tiempo: :Alle Sn-assen mtinden in schwarzee.Verwesung,...3
4) Pero, ¿nada vence al tiempo'? Nada -creemos- ni siquiera la esperanza.
Es ésta una especie de ilusión resistentísima, que renace de sus cenizas; despedazada, aplastada, sabe reconstituir de cada pingajo sangriento una cuenta galana; de extremada paciencia, acecha la menor oportunidad para alzar de nuevo la cabeza; pasa de la agonía a la salud más vigorosa en un abrir y cerrar de ojos, enferma prodigiosa.
Esperamos desde que nacemos, porque desde el momento primero de nuestra vida nos pide el cuerpo alimento y abrigo. E,sperar es tener el convencimiento de ser posible obtener lo que se quiere. Esperanza y gana son el anverso y el reverso de la misma moneda. Esta unión inescindible está también fundida con los entresijos de nuestra existencia. Primero se trata sólo de una convicción inconsciente, como la que tiene el niño, que de forma irreflexiva trata de saciar su hambre o su sed. Después, esa posibilidad se distingue más y más claramente, hasta ser no sólo el sostén del deseo, sino origen ella misma de deseos: a partir del momento en que creemos factible conseguir algo, lo queremos.
Así corno el deseo resurge siempre y, por mucho que lo satisfagamos, vuelve a aparecer de múltiples modos, Proteo que nunca nos deja tranquilos, también la esperanza de continuo anima, guía, aunque un contratiempo o una desgracia la hayan momentáneamente derrotado. Esperamos que el mañana nos traiga lo que el hoy nos negó; esperamos conseguir con esta artimaña lo que no obtuvimos con aquella; esperamos que pasen los tiempos malos y nos animamos los desdichados unos a otros, repitiendo frases de sabiduría popular, hecha ella tarnbién de una insobornable esperanza: "Después de la tempestad viene la calma", "No hay mal que cien años dure". Nada importa que la experiencia nos enseñe sin cesar lo vano de nuestras ansias y de la esperanza misma que las acompaña. Porfiadamente nos negamos a aprender. Somos como el caballo apaleado que corre, queriendo alcanzar la zanahoria colgada delante de su hocico. Esperamos contra toda esperanza. Esperamos hasta lo humanamente imposible, vivir eternamente, que no mueran nuestros seres queridos, que se produzca un milagro y nos salvemos de la catástrofe inminente, que recibamos noticias de quien ya no nos ama y al que seguimos amando, que no envejezcamos, que seamos ricos por arte de birlibirloque. Esperarnos hasta convertir en sueño la esperanza y creer que tal sueño es realidad. Todo un mundo se crea conforme a dicha creencia y llegamos a actuar de acuerdo con él.
Un día, sin embargo, el tiempo se encarga de despertarnos, sacudiéndonos con implacable rudeza. Entonces empieza a bambolearse la esperanza. Se extingue el cosquilleo que sentíamos de continuo en el corazón y, en su lugar, se extiende por todos nuestros rniembros una pesadez que nos hace difícil el moverlos, que casi nos impide pensar, que tiene gusto amargo. Ha llegado la tristeza. Hemos descubierto lo absurdo y hueco de nuestras ilusiones, que nos entretenían para que no sintiéramos transcurrir el tiempo y no nos desengañáramos de nosotros mismos, de nuestros semejantes, del mundo todo. Dícese que mientras hay vida hay esperanza; pero, ;,qué es la vida sino sucesión de esperanzas muertas`?
Convicción de la inutilidad de nuestra esperanza es la tristeza. Si aquélla nos hace correr en pos de un fantasma, la otra nos apega a la tierra, dura y fría, pero sólida. La tristeza es una de las formas de la sabiduría; molesta, como suele serlo el saber. Pocas veces la acariciamos, como a una fiera doméstica; generalmente tratarnos de librarnos de ella mediante fármacos y fantasías, porque nos gusta, pese a saberlo del todo infructuoso, el ir de ilusión en ilusión, el rascarnos para sentir prirnero placer, aunque después nos ensangrentemos.
Esperar: jugar al demiurgo. intentando con el pensamiento que el fiat se convierta en mundo.
Esperar: ver en la nubes caras, ciudades, animales.
Creer que el azar obedecerá a nuestras expectativas, eso es la esperanza.
Quien espera, supone que el tiempo procede conforme a fines racionales o es un caballo montaraz al que con vigor y maña termina uno dominándolo.
El dichoso se imagina que el minuto siguiente al actual, feliz, será idéntico; el desdichado, que será distinto. Igual demencia.
Sólo podemos esperar con certeza que el techo se derrumbará sobre nuestra cabeza o que el suelo se hundirá bajo nuestros pies. Si huy no sucediera la catástrofe, tengamos paciencia, que ineludiblemente sucederá de modo real o metafórico. Esperar, suplicio de Tántalo que atormenta la vida entera.
La esperanza, "de no cumplir lo que promete vive`.
Por la mañana, solemos levantarnos esperanzados. La tarde nos trae el desengaño. De noche, nos impiden dormir la tristeza y la inquietud.
Tambaleándonos y cayendo, seguimos el espejismo de la esperanza. Tan cerca parece estar el oasis, tan cerca el agua y la sombra. Al final nos desplomamos para nunca volver a levantarnos, llena de arena la boca.
Cuando somos niños o jóvenes, esperarnos la felicidad. Después, sólo unas horas de contento. A la postre, habiendo todo fracasado, anhelamos encontrar al menos un poco de tranquilidad. Y así temernos, temblamos y nos sobresaltamos, hasta qire !lega la gran tranquilizadora, liberándonos de la zozobra de la vida.
5) Pesa el tiempo, mientras no pasa, y al pasar advierte uno cómo trae la vejez, la enfermedad y la muerte.
Cuando nos preguntan si sucede algo y no sucede nada de extraño, debiéramos responder: No ocurre nada malo especial; Sin novedad, respecto de lo malo en generaI.
Jóvenes, la muerte es un acontecimiento que casi nada tiene que ver con nosotros, con nuestra vida, nuestra salud, nuestro cuerpo. La muerte de un farniliar rnuy querido o de un amigo, lo es siernpre de otro. Pero, cuando envejecemos, nos vamos percatando de que también nosotros somos mortales. Entonces, con el fallecimiento de nuestros seres amados morimos un poco nosotros mismos, hasta la defunción definitiva, la propia. El joven percibe la muerte como muerte propia, sólo cuando es soldado y está en campaña.
Respecto de las enferrnedades graves sucede lo mismo que con la muerte. Son otros los enfermos; nosotros nos creemos inmunes, al menos mientras somos,jóvenes. Después, advertimos que no escaparemos de las mil dolencias que acechan al ser humano. Poco a poco adquirimos una curiosa cultura médica, hecha de penas propias y ajenas.
La enfermedad súbita. el dolor agudo, los órganos que dan muestra de su existencia mediante un malestar grave, al principio nos llenan de asombro: ¡También yo soy vulnerable!
De los médicos solemos burlarnos, como Quevedo y Moliere: g,ozamos de salud; pero al estar enfermos, como si fueran dioses esperarnos su diagnóstico, que puede precipitarnos en la desesperación o aliviar nuestra inquietud.
El médico es para el enfermo, sobre todo si son alentadores sus dictámenes y aciertan, lo más apreciado de la existencia, rnientras dure la enfermedad; después. llegada la salud, siernpre encuentra el restablecido rnotivo para explicar la curación, razones que disrninuyan la intervención del galeno. Hasta Dios sirve para rebajar el papel de la rnedicina.
Enfermos, daríamos todos nuestros bienes para curarnos. Ya sanos, ¡cuán cara siempre nos resulta la factura del médico!
Enfermos, estamos pendientes minuto a minuto de nuestra salud, lo advirtamos o no. Aunque no echemos de ver esa vigilancia ininterrumpida, de cualquier variación sí nos percatamos de inmediato. Unas horas de bienestar nos parecen un regalo rnaravilloso. Nos llenamos de alegría, casi como si estuviéramos curados. Volvemos a proyectar cuanto habíamos arrumbado; reanudamos con brío nuestra actividad habitual.. Ha amanecido en nuestra alma. Pocas horas más tarde, al día siguiente, vuelven los síntomas del mal y, con ellos, la tristeza y el desánimo. Pasajera ha sido la mejoría; pasajero nuestro contento; pasajeros los planes que teníamos de vida ligera. La enfermedad nos repone en nuestro ser auténtico, de larga moribundia.
Nos parecen naturales el equilibrio del mundo y la salud, ese equilibrio no menos misterioso que el del universo, de órganos y funciones. Sin embargo, al saber que estamos amenazados por millones de enemigos invisibles y que continuamente debemos adaptarnos a toda clase de situaciones adversas, de las que ni el menor indicio notamos, nos damos también cuenta de que nuestra salud es cono invertido, apoyado en la cúspide.
La salud es un milagro de coincidencias que se prolonga temeroso de momento a momcnto.
Cuando advertirnos que vamos a morir, las cosas más estimadas resultan insignificantes. Parece como si ya hubiéramos comenzado a alejarnos de las mismas o que éstas hubiesen tomado de súbito otro aspecto, incomparablemente menos atractivo del habitual que poseen; adquieren aspecto nublado, borroso. Tarnbién las personas acaban, en tal situación, siéndonos en cierto modo indiferentes; sólo si fueron buenas con nosotros, todavía nos conmueve su recuerdo, nos sonríe su presencia.
La bondad ajena facilita la muerte. Y si pensamos en cuanto nos dieron durante la vida, ¡cómo lo agradecemos y qué lágrimas tan cálidas llorarnos!
Desde que el cuerpo comienza a decaer, ya nunca volvemos a encontrar lo que llamábamos salud. Ora nos duele este órgano, ora aquél; ya estamos mareados, ya soñolientos, ya sobresaltados, ya débiles, ya titubeantes; a una molestia sigue o se suma otra distinta. Vanse añadiendo las enfermedades y complicándose unas a otras. Los remedios cada vez son menos útiles, porque si curan o alivian unos males, producen otros, al dañar órganos distintos de los que pretenden sanar. Así, el exceso de ciertos antibióticos causa gastritis, etc. Y si por un momento nos sentimos bien, entonces nuestros seres queridos caen enfermos, y no salimos de la angustia propia sino para caer en las garras de la ajena.La enfermedad es, además de otras cosas, desamparo. Por eso el cristianismo ha hecho de visitar a los enfermos obra de misericordia.
La soledad dolorosa de la enfermedad busca cualquier compañía, hasta la que durante la salud considerábase tediosa o indigna.
Invariablemente aparece Dios durante la enfermedad, sea para implorarle salud, sea para blasfemar de El, sea para alardear de incredulidad.
El hombre más devoto de la ciencia, al haber fracasado todos los procedimientos de la medicina habitual, busca en los curanderos la salvación. Estos son su ultima ratio, como fueron su primera.
Aumentada la longevidad, aumentan también las enfermedades y flagrante resulta la impotencia de la medicina clásica en multitud de casos. De ahí procede el auge de las heterodoxias terapéuticas.
La enfermedad tiene aproximadamente tres etapas: sorpresa, desesperación, resignación. Durante la segunda, una de las cosas que más nos angustian es la impotencia para realizar nuestras actividades acostumbradas. Dependemos de otras personas, estamos pendientes de su llegada, del éxito de sus gestiones. Tranquilizados un momento, vuelve a renacer la inquietud por un sinnúmero de causas.
La esperanza, "de no cumplir lo que promete vive`.
Por la mañana, salemos levantarnos esperanzados. La tarde nos trae el desengaño. De noche, nos impiden dormir la tristeza y la inquietud.
Tambaleándonos y cayendo, seguirnos el espejismo de la esperanza. l an cerca parece estar el oasis, tan cerca el agua y la sombra. Al final nos desplomamos para nunca volver a levantarnos, llena de arena la boca.
Cuando somos niños o jóvenes, esperarnos la felicidad. Después, sólo unas horas de contento. A la postre, habiendo todo fracasado, anhelamos encontrar al menos un poco de tranquilidad. Y así tecnemos, temblamos y nos sobresaltarnos, hasta q,re llega la gran tranquilizadora, liberándonos de la zozobra de la vida.
5) Pesa el tiempo, mientras no pasa, y al pasar advierte uno cómo trae la vejez, 9a enfermedad y la muerte.
Cuando nos preguntan si sucede algo y no sucede nada de extraño, debiér<mios responder: No ocurre nada malo especial; Sin novedad, respecto de lo malo en genera I .
Jóvenes, la muerte es un acontecimiento que casi nada tiene que ver can nosotros, con nuestra vida, nuestra salud, nuestro cuerpo. La muerte de un familiar rnu_y querido o de un arnigo, lo es siempre de otro. Pero, cuando envejecernos, nos vamos percatando de que tarnbién nosotros somos mortales. Entonces, con el fallecimiento de nuestros seres amados morimos un poco nosotros mismos, hasta la defunción definitiva, la propia. El joven percibe la muerte como muerte propia, sólo cuando es soldado y está en campaña.
Respecto de las enfermedades graves sucede lo rnismo que con la muerte. Son otros los enfermos; nosotros nos creemos inmunes, al menos mientras sonuos jóvenes. Después, advertimos que no escaparenxrs de las mil dolencias que acechan al ser humano_ Poco a poco adquirimos una curiosa cultura médica, hecha de penas propias y ajenas.
La enfermedad súbita, el dolor agudo. los órganos que dan muestra de su existencia mediante un malestar grave, al principio nos llenan de asombro: i I ambién yo soy, vulnerable!
De los médicos solemos burlarnos, como Qluevedo y Molière: g,ozamos de salud; pero al estar enfermos, como si fueran dioses esperarnos su dia,nústicu, que puede precipitarnos en la desesperación o aliviar nuestra inquietud.
El médico es para el enfermo, sobre todo si son alentadores sus dictámenes y aciertan, lo más apreciado de la existencia, rnientras dure la enfennedad; después. llegada la salud, siernpre encuentra el restablecido rnotivo para explicar la curación, razones que disrninuyan la intervención del galeno. Hasta Dios sirve para rebajar el papel de la rnedicina.
Enfermos, daríamos todos nuestros bienes para curarnos. Ya sanos, ¡cuán cara siempre nos resulta la factura del médico!
Enfermos, estamos pendientes minuto a minuto de nuestra salud, lo advirtamos o no. Aunque no echemos de ver esa vigilancia ininterrumpida, de cualquier variación sí nos percatamos de inmediato. Unas horas de bienestar nos parecen un regalo maravilloso. Nos llenamos de alegría, casi como si estuviéramos curados. Volvemosa proyectar cuanto habíamos arrumbado-, reanudamos con brío nuestra actividad habitual. Ha amanecido en nuestra alma. Pocas horas más tarde, al día siguiente, vuelven los síntomas del mal y, con ellos, la tristeza y el desánimo. Pasajera ha sido la mejoría; pasajero nuestro contento; pasajeros los planes que teníamos de vida ligera. La enfermedad nos repone en nuestro ser auténtico, de larga moribundia.
Nos parecen naturales el equilibrio del mundo y la salud, ese equilibrio no menos misterioso que el del universo, de órganos y funciones. Sin embargo, al saber que estamos amenazados por millones de enemigos invisibles y que continuamente debernos adaptarnos a toda clase de situaciones adversas, de las que ni el menor indicio notamos, nos damos también cuenta de que nuestra salud es cono invertido, apoyado en la cúspide.
La salud es un milagro de coincidencias que se prolonga temeroso de momento a momento.
Cuando advertirnos que vamos a morir, las cosas más estimadas resultan insignificantes. Parece como si ya hubiéramos comenzado a alejarnos de las mismas o que éstas hubiesen tomado de súbito otro aspecto, incomparablemente menos atractivo del habitual que poseen; adquieren aspecto nublado, borroso. También las personas acaban, en tal situación, siéndonos en cierto modo indiferentes; sólo si fueron buenas con nosotros, todavía nos conmueve su recuerdo, nos sonríe su presencia.
La bondad ajena facilita la muerte. Y si pensamos en cuanto nos dieron durante la vida, ¡cómo lo agradecemos y qué lágrimas tan cálidas lloramos!
Desde que el cuerpo comienza a decaer, ya nunca volvemos a encontrar lo que llamábamos salud. Ora nos duele este órgano, ora aquél; ya estamos mareados, ya soñolientos, ya sobresaltados, ya débiles, ya titubeantes; a una molestia sigue o se suma otra distinta. Vanse añadiendo las enfermedades y complicándose unas a otras. Los remedios cada vez son rnenos útiles, porque si curan o alivian unos males, producen otros, al dañar órganos distintos de los que pretenden sanar. Así, el exceso de ciertos antibióticos causa gastritis, etc. Y si por un momento nos sentimos bien, entonces nuestros seres queridos caen enfennos, y no salimos de la angustia propia sino para caer en las garras de la ajena.
La enfermedad es, además de otras cosas, desarnparo. Por eso el cristianismo ha hecho de visitar a los enfermos obra de misericordia.
l.a soledad dolorosa de la enfermedad busca cualquier compañía, hasta la que durante la salud considerábase tediosa o indigna.
Invariablemente aparece Dios durante la enfermedad, sea para irnplorarle salud, sea para blasfemar de Él, sea para alardear de incredulidad.
EI hombre más devoto de la ciencia, al haber fracasado todos los procedimientos de la medicina habitual, busca en los curanderos la salvación. Estos son su ultima ratio, corno fueron su primera.
Aurnentada la longevidad, aumentan también las enferrnedades y flagrante reaulta la impotencia de la medicina clásica en rnultitud de casos. De ahí procede el auge de las heterodoxias terapéuticas.
La enfermedad tiene aproximadamente tres etapas: sorpresa, desesperación, resignación. Durante la segunda, una de las cosas que más nos angustian es la impotencia para realizar nuestras actividades acostumbradas. Dependemos de otras personas, estamos pendientes de su llegada, del éxito de sus gestiones. Tranquilizados un momento, vuelve a renacer la inquietud por un sinnúmero de causas.
Enfermos crónicos. Más que aspirar a curarse, hay que acostumbrarse a convivir con la enfermedad. Consejo del abate Galiani a la señora de Epinay, y que también hace suyo Keyserling. Sin siquiera sospechar esta fanfarria de nombres ilustres, así procede, dolorosa, firmemente, un hijo de campesinos segovianos.
Enfermos desahuciados que se compran ropa, arreglan su casa, viajan, ríen, se abandonan a toda clase de proyectos, trasnochan de jarana, se rodean de entes frívolos y ganosos de sorprender síntornas repugnantes, desfallecimientos, miel de chismorreo. Enfermos que intentan disimular su decrepitud, debilidades, dolores. palideces, no por consideración a los demás, sino para engañarse y engañar. Caquécticos saltimbanquis de feria, aturdidos, sin querer escuchar lo que ensordecedoramente truena la noche.
Quien se creta enfermo de gravedad, resulta, después del correspondiente examen clínico, sano. ¡Albricias! ;EI juez ha diferido la ejecución.
Relato de síntomas patológicos a un médico impaciente o distraído. Este ausculta, pregunta, se responde, juzga, sentencia. Pide radiografías, electrocardiogramas, ecografías, ergometrías. De todo ello deduce hallarse perfectamente bien el presunto enfermo. Pocos días más tarde, está el sano de cuerpo presente. Error, desconsideración, incorrección del difunto, que debió haberse atenido al diagnóstico.
Nuestros achaques son avanzadillas de la muerte. Se nos caen los dientes, perdemos el pelo y se encanece el que queda, nos fatigamos, las articulaciones nos duelen, oímos y vemos peor, etc., no sólo porque envejecemos, sino porque vamos muriendo poco a poco. Moribunda membra, decía Virgilio`.
Nunca el enfermo se considera un caso general, sino algo de excepción. Su enfermedad es única; su dolor, el mayor que se pueda sufrir o el más interesante. No resulta, por lo tanto, su situación efecto de ley alguna. Esta convicción le permite descubrir lo absolutamente peculiar de sí mismo e intuir la vanidad de las inducciones y deducciones científicas, aunque no deje de implorarles, como si fueran Dios, la salud. Contradicciones de la condición humana.
Juzgar los males propios como hecho absolutamente peculiar, irreductible a generalidad o norma alguna, significa creerlos efecto del azar o de una voluntad superior.
El enfermo llega a convencerse de que todos vivimos de milagro, sobrevivimos por milagro y morimos a causa de cesar el milagro.
Quienes atienden a un enfermo hay momentos en que se impacientan con la debilidad y quejas de aquél, complaciéndose en hacer sufrir un poco más a quien ya está sufriendo.
Estar enfermo y rodeado de mujeres cariñosas es una situación deliciosa, casi preferible a la salud. La compañía masculina ea para los sanos.Cuanto más talento posea un enfermo, menos detalles contará de su dolencia. interesándose más bien por la salud ajena o por asuntos generales.
En el enfermo despiértanse a veces energías que usualmente permanecen aletargadas. Es más diligente, más irónico, intenta hacer lo que en época normal abandonó, aprende idiomas, arregla asuntos pendientes, lee, reanuda amistades descuidadas. Pero también, ¡cuán crédulo se vuelve y con qué facilidad lo engañan parientes y servidores!
La medicina cura muchas enfermedades infecciosas. Otras se le resisten tenazmente, como la disanosia o inmunidad defectuosa, vulgo "sida", si bien es de esperar que tarde o temprano terminará venciéndolas. En cambio, no puede sanar las enfermedades degenerativas, porque éstas atañen en directo a la labilidad esencial del hombre, a su condición de ser finito; expresan física y clínicamente la naturaleza humana deleznable; constituyen el testimonio doloroso, deforme, alienado, de sutiles ideas que se enseñan en cátedras y libros. Puede la medicina aliviar esta clase de dolencias, como se cambia de postura al enfermo para que no se le llague la espalda. Utiliza la vis medicatrix nulurae, la despierta, la secunda, la anima; pero no puede crearla ni resucitarla; no puede regenerar. En el momento de reconocer tales límites va no hablamos de medicina, sino de filosofía.
Hasta en su tarea más delicada de poner prótesis y trasplantar órganos, se sirve la medicina principalmente de esa fuerza natural a la que acabamos de referirnos, una en todos los enfermos, pero peculiar también en cada uno de ellos. Por esto, debiera tener la medicina dos cualidades imprescindibles: ser intuitiva, para aprehender esa fuerza característica, y modesta, con el fin de comprender que, al pretender la curación, se adentra en un universo dinámico del que apenas conoce una infinitésima parte.
Atienden los hospitales a los enténnos, los curan, pero también dejan morir o rnatan. Un enfermo indefenso, ¿qué garantía tiene, caso de ser incurable o difícilmente curable, de que no será víctima de la impaciencia o desprecio de un enfermero o un médico? Existen muertes súbitas hasta delante de los ojos más atentos y las manos más hábiles y cuidadosas; ¿,quién lo duda? Sin embargo, cuando se sabe de ancianos que estaban hablando en voz alta y que de pronto se callan para siempre, con un médico al lado, ¿no se le vuelven a uno huéspedes los dedos? ¿Será cierto que en toda la Europa occidental se aplica la eutanasia, aunque únicamente se atreva a confesarlo y propugnarlo Holanda, uno de los países más corrompidos y degenerados del mundo?
Deontología médica: Muy, a menudo, significa socaparse unos a otros los profesionales del gremio para cometer impunemente groseros errores y asesinatos.
La rnedicina socializada atiende por lo general deficientísimamente al enfermo; la particular, a menudo lo explota. ¿Cuál lo cura?
La edad es, pasada la niñez, fuente de salud y, pasada la madurez, la enfermedad más grave.
Hay personas que, después de haber estado en peligro de muerte, no pretenden, restablecidas, hacer otra cosa que divertirse, porque -según afirman- han descubierto el valor de la vida. Precisamente a ésas de nada les ha servido la lección que quiso darles la vida.
El joven proyecta sus planes para dentro de largo tiempo: las vacaciones del verano próximo, el curso universitario siguiente, el futuro profesional. Para el hombre maduro todo es incierto. ¿Qué ocurrirá mañana? ¿Vivirá esta noche? Lo que uno da por descontado, el tiempo, el otro lo cuenta casi segundo a segundo. El inmenso capital del primero consiste para el experimentado en miserable calderilla obtenida con mucha dificultad.
La melancolía y la enfermedad suelen aportarnos la lucidez que, por lo común, nos falta; pero, desaparecidas, tornamos a nuestra petulancia, a nuestras ilusiones.
Viejos, creemos haber rejuvenecido; pobres, ser ricos; feos, nos lanzamos a mil aventuras amorosas; miserables, nos volvemos insolentes.
6) Vivir, madurar para la muerte.
Lo único cierto de la vida es la rnuerte; por lo menos, es su certeza máxima. Moriremos: futuro ineludible.
La muerte enmienda el error de haber nacido, al que Calderón Ilarnaba el delito mayor del hombre. Por este error o delito se sornete el ser hurnano a las vicisitudes de una existencia pasajera, liberal en desgracias y corta en bienes, remachando así la aberración primitiva y añadiendo a la culpa original otras posteriores.
Morir es como heredar de súbito cien rnillones de dólares: terrnínanse todas las preocupaciones, todas las incertidumbres.
Yerro es el nacimiento, por el cual sale el hornhre del seno materno. Pero no sale motu proprio, lo expulsan. Si de él dependiera, jamás abandonaría su albergue. Más desgraciado que culpable en el instante de nacer, en ese mismo instante se torna más culpable que desgraciado, porque se aferra a la vida con ansia incoercible,Entonces, la violencia sufrida se vuelve pecado. Señal del primer traspié es el llanto del recién nacido, que no sólo padece por el cambio molesto de temperatura, sino que inmediatamente vaticina que la morada nueva no le será propicia y empieza a añorar el paraíso perdido, donde la acolchada tibieza de la madre lo resguardaba del mundo hostil. En lo sucesivo, no obstante todas sus luchas por la supervivencia, el hombre fluctuará entre la nostalgia de lo que fue y la esperanza de recuperarlo, entre la inconsciencia y la muerte, o sea, entre el sentir sin entender y el entender de la perfecta lucidez, de la consciencia transparente a sí misrna. Sólo en una de esas situaciones es feliz el hombre; no haber nacido o estar muerto son las únicas condiciones naturales de este ser sensible, gemebundo y quebradizo. "El hombre es del cielo natural -dice maestro Fernán Pérez de Oliva-, por eso no te maravilles si lo ves Ilorar estando fuera de él—`. No hay dificultad en concederle al rector de Salamanca que el hombre sea nativo del "cielo", si por tal se entiende la inclinación a la soledad total, al ensimismamiento, a la libertad ilimitada; pero cabe añadir que el homhre, en las circunstancias actuales, resulta aún más extraño a la vida que afín al cielo, y que se puede definirlo como la especie incapaz de vivir adecuadamente.
Si se ha marrado el camino al nacer, no menos equivocada es la pasión con que el hombre se abraza a la vida, cual si ésta constituyera el bien supremo. El pecado original estriba hasta cierto punto en el afán de subsistir, en ese amor propio que se traduce, además de en la ambición de sobresalir, tener y poder, en el anhelo de conservar incólume la existencia del cuerpo, a cualquier precio, despreciando toda norma, subordinando a la vida física todos los valores, como si así se consiguiera la inmortalidad. Las culpas personales no son sino el dar rienda suelta a esa tendencia fundamental, su corroboración.
La muerte borra estas quimeras, descuhriendo el verdadero fin de la vida y devolviendo a la razón extraviada la sensatez. Cuando se hace un balance sereno de los placeres disfrutados, del poder que se tuvo, la belleza que se conoció, el saber que se aprendió, la compañía que nos animó y acarició, ¿no parece que todo eso fue apenas un sueño, tan pronto aparecido como pasado? Y las cosas preciosas misrnas que atesoramos, ¿no nos encandilaron sólo un momento y disipó después su encanto la costumbre? Al rnorir, por fin descubrimos la verdad del rnundo y de nosotros mismos.
Pero si la rnuerte borra las ilusiones, pone igualmente de relieve los dolores sufridos desde que se abren nuestros ojos a la luz. Ella nos los presenta de nuevo, nos recuerda cada una de sus circunstancias, su sabor amargo, las humillaciones que los acompañaron. Así nos convence de que aquéllos tienen una consistencia incomparabfernentc más sólida que el placer. Éste huye como agua entre los dedos, pero el sufrimiento persiste, sin que nada ni nadie pueda hacer olvidarlo. Hasta Cristo, ya glorioso e impasible por definición, conserva para toda la eternidad las huellas de su auplicio. L.a muerte, imaginación obsesiva del sentimiento y del resentimiento.
Agravios de la suerte, enfermedades, injurias, traición o indiferencia de los arni-os, hastío del arnor, asechanzas del enemigo, defunción de los padres, mediocridad que no corresponde ciertamente a la aurea mediocritas, magra capacidad espiritual y corporal, anhelos frustrados, todo grita el desengaño, todo está presente ,siempre, como el malestar sordo del incurable. Ninguna alegría puede borrar una tristeza, ningún goce una pena; tan sólo consiguen aliviarlas momentáneamente; pero después vuelve intacta la vieja pesadumbre, acrecentada con la amargura que deja el placer. Mirando lo pasado nos hemos convertido, como la mujer de Lot, en estatua de sal. Querríamos no sólo detener el rarísimo instante feliz, sino hacer retroceder el tiempo para vivir nuevamente los años despreocupados de nuestra juventud y de nuestra infancia (tanto más felices cuanto más cerca del no ser), para corregir las decisiones que acarrearon nuestra desgracia, para gozar otra vez del afecto de las personas amadas. ¡Ah!, si el milagro se produjese, repararíarnos nuestra displicencia con una cascada de besos y cuidadasisimamente sopesaríamos las consecuencias de cualquier decisión. Por desgracia, el cariño se extinguió para siempre, quienes nos amaban murieron y, por lo que se refiere a elegir, es nuestra vida como un camino que más y más se estrecha a cada paso que damos. Al final, se cierra el camino y solo nos queda el fardo del remordimiento.
7) i,Y ea tan terrible ese fin? Decía Séneca: 'Coram te, vita, beneficio niortis habeo7. Quizás la paradoja del filósofo fuese la forma de expresar la desesperación por un estado de cosas intolerable, sobre todo en el aspecto político. ¿Pero, aunque así fuera, no resultaría esa situación inaguantable el camino de Damasco para quienes tercamente se aferran a la vida? Si ésta no es otra cosa que tiempo, contradictoria y absurda como él, continua autotrascendencia, ¿qué cosa rnás natural que la rnuerte? Ella brota del tiempo y de la vida como el fruto de la flor. El anhelo de duración desemboca en el fin, porque la muerte es, sin que lo queramos saber nunca claramente, el logro de lo que busca la vida, el ténnino de su carrera. Si, cerca ya de la meta, el corredor se espanta del premio, tanto peor para é! por su imprevisión.
A la muerte se le da, por lo común, un aspecto horroroso. Induce a cerrar los ojos y huir. Pero a veces es dulce como la languidez, como el sueño de la madrugada, y ofrece goces, dolorosos y placenteros a la par. Entonces nos asomamos con gusto al abismo, sin vértigo, como cediendo a la atracción del vacío. ¿Quién no ha sentido la punzante melancolía que invade el alma cuando cae la lluvia sobre elcampo? El cielo y la tierra se confunden. Los turbiones liman la esquina de las casas y velan el ojo de las ventanas. Todo parece diluirse en una cascada limpia y fría, y hay algo en nosotros que quisiera irse con los arroyos y perderse en la tierra. Y también es grato y penoso por igual sentarse entre las ruinas, aguzando el oído para escuchar el rumor de las cosas que van desmoronándose lentamente. E imitar al Creador, restaurando muros, extendiendo techos, cubriendo de hojas los árboles, poblando las estancias, aglomerando gente en patios, calles y plazas. Además, ¿por qué no estar de fiesta, hacer que se enarnoren los jóvenes, celebrar bodas y bautizos ...? Pero, ¿no pasará también el tiempo para las criaturas de miestra imaginación"? ¿No habrá funerales después de los bautizos, y altercados luego de las fiestas, v tormentas al cabo del día soleado? ¿No terminarán nuestros risueños fantasmas muriendo y todo volverá a la destrucción primitiva, y e! diosecíllo se encontrará. de nuevo solo, abocado él también a la muerte? No obstante, ¡qué sugestivo es pasear por la amplia mansión que alberga las cosas que ya no existen, escuchando el eco de los propios pasos, perdiéndose en largos corredores, cruzando aposentos espesos de penumbra y recuerdos...!
También la hermosura tiene en ocasiones por vecina a la muerte. Y tanrbtén, en tal caso, es la última grata y deseable. La hermosura se concibe como flor de vida. El color de la salud, e! vigor de los miembros, la habilidad del genio la producen. Sin embargo, esa fuerza pujante puede contener su propia antítesis. Quien conoce la hermosura, la ama, siente su fascinación y desea tenerla presente siempre, sin moverse de delante de ella, adorador de un sagrario dorado. l.a pasión de verla sin cesar, de absorberla, de respirarla a cada momento, se torna dolorosa desde que el enamorado (pues no de otro modo cabe denominarlo) de la hermosura se percata de la inanidad de su afán. Sufre por tener que alejarse; sutre por el temor de olvidarse del ernbrujo; sufre por la sospecha de que son irrepetibles los momentos de éxtasis. Entonces ansía morir, corno el único rnedío de unirse eternamente con la helleza deseada. Cree que muriendo podrá contemplar ininterrumpidarnente el objeto de su arrobo, sin sobresaltos, sin incornodidades, vuelto ojo que reciba la luz, pensamiento que conozca sin intermediario material la armonía de masas, colores y formas. Y no hablarnos de que rabiemos por confundirnos con otra persona. Más bien que al arnor vulgar nos referimos a lo que llaman los griegos "tilocalia", amor de la belleza, anhelo de fusión estética. casi delirio de fundirse con el mármol, el hierro, la rnadera o la piedra, supuesto que sea su forma hermosa. Sentimiento que también nos asalta cuando contemplamos una puesta de sol con su oro declinante, o el cielo estrellado. sin medida extenso y lejano, o en el fondo de un bosque, donde el silencio verde nos invita a acostarnos v dormir eternamente.
8) Objeto de 1a muerte es el cuerpo y las cualidades con que éste se adorna. En él se ensaña la implacable destructora, debilitando los músculos, restando agudeza a los sentidos, entorpeciendo las articulaciones, embotando ar veces la inteligencia más buida, porque cuanto la edad enflaquece y corrompe la enfermedad, es primicia de la ruina definitiva. Como el aire, como el polvo, penetra la muerte por todos los resquicios, envolviéndolo e impregnándolo todo: In ipsa vivimus, movemur elt sumus.
Sin ernbargo, existe algo que la rnuerte suele dejar indemne hasta el último instante de la vida: el albedrío. Nos consurnimos libremente, sin que nadie nos fuerce a ello ni nos engañe prometiéndonos la inmortalidad. En cuanto elegimos la vida, elegimos en realidad la muerte, porque, si bien se mira, cualquier elección recae siempre en lo que, velis nolis, se conseguirá al final. Sólo en el caso de que pudiérarnos conseguir una existencia perpetua, cabría sostener que la opción de la vida entraña, en última instancia, la opción de vivir. También los niños piden cosas cuyo uso no conocen y se niegan a adrnitir que esos juguetes, de seductora apariencia, encubren sorpresas fatales. Al nacer nos regalan una pistola cargada con la cual, indefectiblemente, terminaremos disparando contra los demás o contra nosotros mismos. Cuanto rnás nos prendarnos a la vida y tratemos de conservarla, a trueque de esfuerzos inauditos y de arrollar consideraciones y afectos, igual que esos náufragos que arrojan del bote a los compañeros más débiles, lo único que en rigor hacemos es cultivar la almáciga de donde brotará la muerte.
Únicamente lo libre y personal es privativo del ser humano. Por su cuerpo, se halla el hombre emparentado con los demás animales y sometido a las leyes que rigen el universo material; en cambio, sus cualidades espirituales hacen de él un ser único, irrepetible, irreductible, y su libertad lo convierte en dueño de sí. A tal idiosincrasia se acopla perfectamente la muerte, ya que ésta concede la libertad perfecta y toca la intimidad más recóndita de la persona. De la muerte casi puede afirmarse lo mismo que de Dios escribe San Agustín: “Tu es interior intimo meo e! superior .summo meo". Cualquier otro acto o situación se refiere a algo distinto del hombre. El amor necesita amante y amado; la vida, multitud de condiciones para conservarse; el conocimiento de la naturaleza, esta rnisma naturaleza con sus trampas y seducciones; el atesorar riqueza, los bienes guardados, en los que queda prendido el afecto, como pájaro en la liga. Sólo la rnuerte es absolutamente personal. Gracias a ella nos consumamos al consurnirnos. Ella nos despoja de todo lo extraño y es la última virtualidad que se desarrolla en nosotros, igual que antes se desarrollaron los miembros y el espíritu. EIIa nos pone frente a nosotros misrnos, en completa desnudez, sin arrequives ni perifollos, para que separnos que únicamente nos pertenece nuestro ser escueto y que no somos otra cosa que lo que somos: conciencia, polvo y ceniza. Así, por acompañados que estuviéramos durante la agonía, moriremos completamente solos; nadie morirá por nosotros ni con nosotros. Amigos, parientes, honores, nos abandonarán en el momento solerme en que únicamente podremos apoyarnos en nuestra soledad. Por esto, nada une a los vivos con los muertos; ninguna palabra, ningún afecto puede atravesar el abismo que separa la vida, con sus incontables relaciones, entrecruzamientos y compañías, de la absoluta soledad de la muerte. Ni siquiera las lágrimas rnás ardientes conseguirían saciar la sed de los muertos, suponiendo que éstos se abrasaran, y su sufrirniento nos atormentaría igual que si, desde detrás de los cristales de una ventana, viéramos llorar a un niño y no pudiésemos correr a consolarlo.
Porque aspira a la perfecta libertad es mortal el hombre. Nace formando parte de varias colectividades; pero toda su existencia se resume en la lucha para adquirir su propia personalidad, primero sin salir del grupo social al que pertenece, y después abandonándolo, si fuese necesario, en pos de una libertad que no tenga obstáculos ni atienda a norma alguna. Empieza el niño dando pasos vacilantes y, paulatinamente, va adquiriendo mayor seguridad e independencia, de modo que disminuye el dorninio de los padres y aurnenta, en cambio, la capacidad de actuar con autonomía, a la par que se desenvuelven las facultades físicas y mentales. Adulto, puede el hombre buscar con sus propios medios el sustento y construir su casa; la razón le sirve para juzgar por sí misrno las cosas, sopesando el acierto de los juicios ajenos, que hasta entonces lo habían guiado. Sin embargo, advierte también que no es completamente libre; que, dotado de fuerzas exiguas, necesita del concurso ajeno para subsistir; que su independencia se difumina en vastos conjuntos, de los cuales él es mero elemento; que no logra satisfacer incontables deseos, bien porque carezca de los medios imprescindibles para hacerlo, bien porque las instituciones de la sociedad se opongan a ello. Está unido a sus semejantes por mil lazos tenues, imposibles de romper, y aunque tal circunstancia sea a veces placentera y le dé la reconfortante sensación de hallarse siempre en compañía, a la postre la siente cono insoportable promiscuidad. Se ha liberado de ciertas trabas, pero a costa de ligarse con ataduras más sutiles, ciertamente, pero todavía más tiránicas que las primeras. Lo indujeron a rebelarse contra leyes e instituciones tradicionales; y gracias a ello lo han encadenado a los mil mandatos de la ideología predorninante y la propaganda.
Mediante la muerte se espera alcanzar la libertad total. Ella es garantía de absoluta soledad, gracias a la cual queda el hombre encerrado dentro de si, corno en una cámara de espejos que reflejan infinitas veces una sola imagen. Entonces, el que estaba en esta tierra atado de tantas formas, no limita ni choca con nadie: saca de su propio fondo un pensamiento inagotable, en cuya multiforme concordancia se complace. Los recuerdos de personas y cosas ajenas a la intirnidad del alina quedan borrados por la distancia; no hay más que armonía dentro del espíritu, la cabal arrnonía de un ser problemático con la inteligencia que lo cumprende. No sufre ninguna presencia irnportuna; nada lo obliga vi lo conmueve; no oye voces que no quiere oír, ni pasos que lo amedrenten; nadie se apresura cuando él va lentamente, ni estorba si él tiene prisa; permanece inmóvil, camina, corre u salta sin encontrar obstáculos; no tropieza con lugares cercados, ni se para delante de flores cuyo aroma le esté prohibido aspirar, ni otea casas donde no pueda entrar, ni persigue liebres que sean de otro cazador. Ni siquiera el amor, egoísmo de dos, es añorado en la perfecta soledad. Las promesas de amor eterno carecen de sentido en la muerte. Nadie puede alimentar allí !as pasiones de esta vida, ni lamentarse con un dejo de sensualidad nostálgica:
Amor, ch 'a nullo amatto amar perdona
mi prese del costui piacer si forte
che, como vedi, ancor non m’abbandona.
AI menos, esto cree el hombre: muerte es libertad. Por ella se substrae la víctima a sus torturadores. Se hunde en ella el hastiado, desvalido, desengañado, perseguido, como si se extendiera en una cama tibia para descansar y dormir un sueño sin ensueños. Descanse en paz, se dice de los muertos, de todos los muertos, sin atreverse nadie a indagar si realmente se esconde la paz en el fondo de sombras.
9) La hipotética armonía consigo mismo que se logra mediante la muerte, ¿no cabría conseguirla antes, de forma más sencilla, encerrándose uno en la torre de marfil del solipsismo, haciendo brotar las cosa, como del sombrero de copa de un mago, del propio yo, de la mente razonadora, de los sistemas, conceptos o estructurasde la última? Felicidad del sabio en su gabinete, demiurgo de universos como burbujas irisadas. Si eso fuera la soledad y así tuviera por resultado la dicha, encontraríamos abundante felicidad en los manicomios, donde, sin embargo, no suele abundar.
Soledad no es lo mismo que apartamíento de la realidad o, mejor dicho, adulteración de la misma por rnedio de generalidades y abstracciones y de la indiferencia. Se puede estar solo y conocer muy bien el mundo, gracias a una fina sensibilidad, al husmear las variaciones de aquél, a la compasión por los desdichados. En cambio, cabe vivir siempre en medio de la nrultitud, tratando de continuo con los hombres, manipulando sin cesar las cosas, aunque separado de todo por un muro de conceptos falseadores, prejuicios e intereses bastardos. Muchos moran entre sus semejantes, pero nunca se han fíjado en los rasgos crispados por el dolor, el paso vacilante, la voz a punto de sollozar. Viven codo a codo con la belleza o la fealdad, pero no prestan atención a cuanto los rodea; no se impresionan: dejan resbalar los ojos sin haber intuido nada.
No hacen buenas migas sensihilidad y soledad. Se estorban, se punzan, disputan, se mantienen despiertas en incómoda vigilia. Entonces, no puede la soledad taparse los oído,, hasta el extremo de no oír los gritos del exterior, ni dejar de presentir a los desgraciados que merodean en torno de la fortaleza. Tarde o temprano deberá abrir al menos un portillo al mundo y verse desgarrada por sus inquietudes. Sensibilidad y sociedad, acérrimos enemigos. Acostarse desnudo sobre un zarzal es ésta para aquélla. Orgullo, presunción, hiperestesia insoportable el sentir, y distinguirse por tal sentir, para el común. De esa incompatibilidad nacen odios inextinguibles, aparentemente absurdos, infundados, pero totalmente justificados a causa de dos modos antitéticos de ser, de entender, de querer, de vivir.
10) No consiste el hornbre solo en una inteligencia que obtenga, por medio del explayarse sin trabas del pensamiento. su felicidad. Esa inteligencia es peculiar, personal. dotada de ciertos caracteres que otra no posee, dueña de la experiencia correspondiente, intransferible hasta cierto punto. Madre también de un pensamiento a la vez común con otras inteligencias y propio o nacido de la originalidad del conocedor. La dicha, igualmente, no ha de ser goce impersonal, idéntico para todas las naturalezas, rudas o sensibles, sino resultado de acomodar cumplidamente Ias aspiraciones de un hombre concreto a la posibilidad de satifacerlas, de manera que todas sean saciadas. No satisface la soledad tantas condiciones; sirnplemente puede dar paz, mediando una ocupación placentera. Pero hasta en los refugios más cerrados se cuela, como aire helado, la desgracia.
Ni la idiosincrasia de individuo alguno ni su experiencia son inmejorables, por mucho que se haya vivido o estudiado. La última suele ser incompletísima, llena de errores, carente a menudo de la información necesaria, hipertrofiada en ciertos aspectos, atrofiada en otros, hija de la precipitación o de la pereza, más recibida que autónoma, soberbia, intolerante, amén de la limitación del ingenio, que induce a contentarse muchas veces con groseros remedos de la verdad. En cuanto al carácter, adolece, pese a las egregias cualidades que se tengan, de no rnenos notorios defectos. Quien goza de talento, es cobarde; el bravo, necio; el juicioso y audaz, inescrupuloso; el bondadoso, débil; el fuerte, cruel; el generoso y enérgico, lascivo, borracho, pródigo. Y así sucesivamente. De forma parecida, por lo que a los actos de cada persona se refiere, cabe contar por uno de heroísmo, cien villanías; por un rasgo de generosidad, el egoísmo pertinaz; por un gesto amistoso, la superabundancia de mala intención. Sin mencionar culpas todavía peores, de las que probablemente nadie se halle exento, si no por haberlas cometido, al menos por haberlas sentido, imaginado, proyectado o querido. Sea esto último de modo consciente o inconsciente, voluntario o involuntario, pues resulta en todos los casos indicio de la cloaca moral y ontológica de donde procede. De nada sirve, para probar la inocencia propia, aducir que uno no cometió delito alguno o que ni siquiera consintió en la veleidad de cometerlo. La absolución sólo puede basarse legítimamente en la pureza perfecta. Pero, como se pregunta San Agustín, ¿quién es sabio hasta el extremo de no tener que luchar con sus malos deseos?11
Muerto el hombre, este acervo de imperfecciones, fallas, vicios, rnaldades, se entierra junto con su autor, como las mujeres, los servidores y el ajuar de los reyezuelos bárbaros, para que sigan conviviendo con él en el escenario transparente de la conciencia. Entonces se encuentra el hombre frente a frente, y para siempre, con su imago diuboli. Y aunque nada ni nadie extraño lo coartara, su propio mal lo lirnita, su propio ser es su camisa de fuerza, la tumba que lo asfixia. Así subiste, igual que el leproso con sus llagas a cuestas, punzado por el remordimiento, desgranando sus culpas sin cesar, cuentas de un rosario interminable. Tal soledad sería el cielo de un ser perfecto; la de uno imperfecto es el infierno, prolongación agravada de la zozobra, los dolores, las maldiciones que arranca la vida. Y supuesto que en ese estado no hubiese otros atormentadores de uno que uno rnismo, no por eso se sentiría menos el sufrimiento, que el verdugo de sí es tan implacable como el sayón más sanguinario. La ira, el pesar, la tristeza, la ansiedad, el terror, el hastío, son el fuego en que se quema el espíritu, fuego tan voraz como el que carboniza la carne, deja los huesos mondos y los hace estallar y saltar, igual que granos de maíz en la sartén. Imagen escapada del tiempo y fija en mueca horrible.
Durante la vida, los otros (según la terminología de Sartre) constituyen el infierno: vecinos, compañeros de trabajo, conocidos, condiscípulos, viajeros del mismo medio de transporte que uno usa, a menudo los familiares, coviandantes, jefes, inferiores. Sucios, ruidosos, malintencionados, codiciosos, mediocres, feos, aburridos, van tejiendo una telaraña de asechanzas, trabas, zancadillas, molestias malignamente calculadas, burlas, desprecio, hurtos, rapiñas. Y cuando creemos salvarnos de todos los enemigos, después de la muerte, el diablo se quita la máscara y reconocemos en él nuestra propia cara.
***************
Reflexiones son del hombre sin Dios, del que Dios está ausente espiritual o gnoseológicamente; y también del hombre que va bordeando a Dios, como jugando al escondite con Él, sin nunca aventurarse en la misteriosa tierra prometida, avanzando y retrocediendo, en vaivén de aceptar o eludir las gracias ofrecidas, para terminar reducido a sí mismo, sus pensamientos, su desesperación innata.
____________________
1 Ecclesiastés, I, 18.
2 CICERÓN. De senectute, cap. IX, § 28.
3 LUIS TRAKL: “Grodek”, en Das dichterische Werk (Múnicch, 1972), pág. 94.
4 CONDE DE VILLAMEDIANA. Poesía(s Madrid 1969), 148.
5 VIRGILIO: EneidaVI, 732.
6 Diálogo de la dignidad del hombre (Madrid, s/d.), pág. 68.
7 De consolatione ad Marciam, cap. XX, §3.
8 AUGUSTO DE PLATEN: “Tristán”, en Das deutsche Gedicht (Francfort del Meno, 1972), pág. 227.
9 Confesiones, lib. III, § 11.
10 DANTE. Infierno. V, vs. 103 ss.
11De civitate Dei, lib. XIX, cap 4.§3. Recuérdese la terrible afirmación de La Rochefoucauld: Hasta en la desgracia de nuestros mejores amigos encontramos algo que no nos digusta (Máximas, 583). ¿Es tal sentimiento elícito o espontáneo?¡Qué más da!El monstruo, de cualquier manera, está presente.Y con él, sus retoños.