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El abuelo navarro

Calle Convento, Huelma (Jaén.

El abuelo Navarro

Paco López Mengual

Hay viajes que, a su regreso, te empujan a leer libros; como también hay libros que te conducen a conocer lugares. Pero a la Sierra de Mágina y a la historia que voy a narrar no me llevó el contenido de una novela, sino su portada.
Cuando en 2009, la editorial Maeva publicó El mapa de un crimen, colocó en la portada de la novela una fotografía de la calle del Convento de Huelma, un pueblo de Jaén, enclavado en la sierra de Mágina; un lugar del que no tenía siquiera referencias. Era un retrato en sepia que reflejaba de forma magistral el ambiente de la historia que habitaba en el interior del libro; una estampa de la España de posguerra; una calle solitaria, jalonada de puertas cerradas que esconden secretos y pasiones. Pero no fue hasta 2013 y gracias a Facebook cuando conocí a la autora de aquella enigmática fotografía que ilustraba mi novela, Pepa García. Y fue ella la que me animó a viajar a su pueblo para presentar allí el libro y conocer in situ la calle que puso rostro a la novela.
Le propuse al cantautor José Antonio Abellán, que ha musicado algunos de mis libros, que me acompañara con su voz y su guitarra en aquella presentación. Así que un sábado viajamos, junto a nuestras mujeres y a bordo de mi viejo coche, hacía aquella cita a ciegas, ya que no conocíamos ni el pueblo ni a Pepa.
Cuando llegamos, nuestra anfitriona lo tenía todo preparado. Su acogida fue tan calurosa que desde el primer momento comenzamos a sentir que el fin de semana prometía. Y en efecto, el acto de presentación de El mapa de un crimen fue un éxito; nos recibió el joven alcalde del pueblo y la concejal de Cultura; el salón donde se celebró la presentación, una antigua cárcel, se llenó de público y hasta acudieron los concejales de la oposición. Y fue allí donde conocimos a Diego, el hermano de Pepa, y a Herminia, su mujer; que nos invitaron a visitar su cortijo al día siguiente, después de que nos fotografiásemos en la calle del Convento, el escenario que ilustraba mi novela.
El cortijo de nuestros amigos estaba enclavado en el corazón de Sierra Mágina, en un lugar privilegiado, aunque de difícil acceso. Llegamos allí a bordo del furgón de Diego, que superaba con habilidad, una tras otra, todas las trampas que nos iba tendiendo el camino. Al bajar del vehículo nos pareció haber desembarcado en una isla que sobresalía entre un encrespado mar de olivos.
La casa, que siempre había pertenecido a la familia, estaba restaurada; había sido levantada con mucho esfuerzo y con sus propias manos por el abuelo Navarro, que allí vivió toda su vida. Pepa, Diego y Herminia, al igual que el joven alcalde de Huelma y la mayoría de vecinos de los pueblos de la sierra, son comunistas; y en el interior de la vivienda convivían colgadas en las paredes retratos de la Pasionaria y de Julio Anguita con estampas de santos, maridaje que producía una sensación extraña al visitante. Como también producía sorpresa el saber que, aunque el abuelo Navarro había muerto hacía muchos años nunca había abandonado el cortijo. Pepa lo veía pasar a menudo por la ventana, con la chaqueta y el sombrero negro; y a veces, sentía su presencia al pasar junto a una silla colocada frente a la chimenea o al caminar cerca de la roca donde solía sentarse a contemplar la sierra. A Herminia no le importaba quedarse sola en aquel recóndito paraje, porque tenía la certeza de que el abuelo la protegía; y eso que juraba sentir una fobia atroz hacía los bichos que correteaban por aquellos campos. Una mañana, mientras laboraba las tierras que rodean la casa, Herminia sintió algo raro sobre su pie derecho. Al mirar hacia abajo, el susto fue descomunal: descubrió una culebra de cierta envergadura trepando por su pierna. En ese momento, perdió el conocimiento; y no despertó hasta unos minutos más tarde. Entonces, se sorprendió a sí misma recostada en un banco, alejada del peligro. Y se sorprendió al ver la culebra decapitada junto a una azada. Ella, incapaz de pisar una cucaracha en el pasillo de su vivienda, juraba que no pudo ser la valiente que acabara con el reptil. Desde el primer momento, estuvo convencida de que fue el abuelo Navarro quien la salvó del trance.
El día que visitamos el cortijo, Diego nos agasajó con unas migas ruleras echas con los mismos ingredientes y en la misma sartén que las hacía el abuelo cuando recibía visita. En la sobremesa, al sol del otoño, José Antonio sacó la guitarra y nos cantó temas de Serrat. “Al abuelo Navarro le ha encantado escucharte. Lo sé.”, dijo Pepa.
Cuando regresábamos en el coche, comentando el acierto de aquella cita a ciegas, la impagable hospitalidad de nuestros nuevos amigos Pepa, Diego y Herminia, la belleza del paraje y la inmersión vivida en ese mundo real, pero mágico, en el que conviven en perfecta armonía la Pasionaria, San Antonio y los espectros de los antepasados, fue José Antonio el que lanzó una pregunta que nos inquietó a todos: ¿Mira si el abuelo Navarro se ha subido al coche y viene con nosotros en el coche para conocer Murcia?

 

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