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Carmen Laforet

Ana Alejandre

Carmen Laforet, novelista española, nació en Barcelona, el 6 de septiembre de 1921.

Su padre era arquitecto y, por el trabajo paterno, vivió en su infancia en Las Palmas, desde los dos años de edad hasta los dieciocho. Al finalizar la Guerra Civil, volvió a Barcelona, ciudad en la que comenzó las carreras de Filosofía y Letras y Derecho, aunque no acabo ninguna de ellas. A partir de 1942 se trasladó a Madrid. En dicha ciudad conoció a Manuel Cerezales, periodista y crítico literario, con quien contrajo matrimonio y formó una familia numerosa. Su marido influiyó profundamente en la trayectoria literaria de la escritora.

En 1944`obtuvo el Premio Nadal con su obra Nada, obra que supuso una obra innovadora en la literatura española del siglo XX, pues fue como un soplo de aire fresco que renovó la novelística española desde la Guerra Civil y la sombría situación del mundo literario que sobrevino después al finalizar esta. Su protagonista es una adolescente, Andrea, que narra su vida cotidiana en la Barcelona de posguerra. Vida en la que predomina la violencia física y verbal violencia que se encuentra insertada en la cotidianidad de la propia vida familiar, sórdida y sin esperanza, como la propia ciudad condal en esos años de penuria, tristeza y miedo.

Todos esos elementos deprimentes están débilmente iluminados por la tenue luz de la esperanza que representa la amistad, la única que parece apuntar una posible salida del mundo que asfixia a la protagonista.

Esta obra tuvo la singularidad de la juventud de su autora, pues sólo contaba 23 años cuando ganó el Premio Nadal, pero refleja una madurez literaria insospechada. Su voz como escritora, que se encarna en la de la joven adolescente protagonista, es un eco femenino solitario en la época de su publicación que surge inesperadamente en el sombrío ambiente literario de un país férreamente controlado por la censura y mediatizada por el machismo imperante que se ve roto por la voz femenina que irrumpe en ese campo en el que sólo se oían las voces masculinas, protagonistas sempiternos de la sociedad y de la literatura.

Nada es, después del Quijote, La Familia de Pascual Duarte o Cien años de soledad, la novela en lengua española más traducida de todos los tiempos, y ha perdurado, a pesar de la modas literarias, a lo largo de los años y de las innumerables ediciones y traducciones de las que ha sido objeto.

Esta novela se considera una obra clave en el realismo existencial que fue predominante en la literatura europea en la década de los 40, además de ser considerada la novela más importante de la literatura española de la posguerra. Nada fue también premiada con el premio Fastenrath de la Real Academia Española, en 1948.

Después del éxito obtenido con Nada, Laforet publicó otras obras que no despertaron tanta expectación como su primera novela. Títulos como La isla y los demonios (1952), La mujer nueva (1955), y sus novelas cortas La muerta (1952) y La llamada (1954). La insolación (1963) -primera de una futura trilogía de la que solo se publicó sólo el segundo volumen Al volver la esquina (escrito en la década de los 70 y publicado póstumamente)-. Publicó también La niña y otros relatos, en 1970.

Viajó a EE..UU., en 1965, país en el que conoció y entabló una profunda amistad con Ramón J Sénder. Su estancia y experiencias que tuvo en dicho país fueron las que inspiraron su ensayo Mi primer viaje a USA (1981).

Publicó en 2003 un epistolario titulado Puedo contar contigo, que recoge las 76 cartas que forman la relación epistolar que mantuvo con el escritor Ramón J. Sender, y en las que habla de su vida familiar, hijos, alegrías y temores, y la inseguridad que sentía hacia su propia obra de la que era una exigente crítica

Carmen Laforet padeció la terrible enfermedad de Alzheimer en los últimos años de su vida que le provocó la pérdida del habla.

Falleció en Madrid el 28 de febrero de 2004.

 

 

Bibliografía, Premios y enlaces








BIBLIOGRAFÍA


Nada (1944)
La isla y los demonios (1950)
La llamada (1954)
La mujer nueva (1955)
Un matrimonio. (1956)
Gran Canaria (1961)
La insolación (1963),
Paralelo 35. Barcelona: Planeta, 1967.
La niña y otros relatos (1970)
Mi primer viaje a USA (1981)
Al volver la esquina (2004)
Carta a don Juan (2007)
Romeo y Julieta II (2008)


PREMIOS


Premio Nadal (1944)
Premio Fastenrath (1948)
Premio Menorca de Novela (1955)


ENLACES

http://www.carmenlaforet.com/

http://www.materialesdelengua.org/LITERATURA/HISTORIA_LITERATURA/LAFORET/index_laforet.htm

http://www.elpais.com/articulo/narrativa/trozo/cielo/pequeno/elpepuculbab/20090131elpbabnar_5/Tes

http://www.joanducros.net/corpus/Carmen%20Laforet.html
http://www.escritoras.com/escritoras/escritora.php?i=-761813936

 

 

Nada (Primera parte. Capítulo I)

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Nada (Primera parte. Capítulo I)

Carmen Laforet

Por dificultades en el último momento para adquirir billetes, llegué a Barcelona a medianoche, en un tren distinto del que había anunciado, y no me esperaba nadie.

Era la primera vez que viajaba sola, pero no estaba asustada; por el contrario, me parecía una aventura agradable y excitante aquella profunda libertad en la noche. La sangre, después del viaje largo y cansado, me empezaba a circular en las piernas entumecidas y con una sonrisa de asombro miraba la gran Estación de Francia y los grupos que estaban esperando el expreso y los que llegábamos con tres horas de retraso.

El olor especial, el gran rumor de la gente, las luces siempre tristes, tenían para mí un gran encanto, ya que envolvía todas mis impresiones en la maravilla de haber llegado por fin a una ciudad grande, adorada en mis sueños por desconocida.

Empecé a seguir –una gota entre la corriente- el rumbo de la masa humana que, cargada de maletas, se volcaba en la salida. Mi equipaje era un maletón muy pesado -porque estaba casi lleno de libros- y lo llevaba yo misma con toda la fuerza de mi juventud y de mi ansiosa expectación.

Un aire marino, pesado y fresco, entró en mis pulmones con la primera sensación confusa de la ciudad: una masa de casas dormidas, de establecimientos cerrados, de faroles como centinelas borrachos de soledad. Una respiración grande, dificultosa, venía con el cuchicheo de la madrugada. Muy cerca, a mi espalda, enfrente de las callejuelas misteriosas que conducen al Borne, sobre mi corazón excitado, estaba el mar.

Debía parecer una figura extraña con mi aspecto risueño y mi viejo abrigo que, a impulsos de la brisa, me azotaba las piernas, defendiendo mi maleta, desconfiada de los obsequiosos “camàlics”.

Recuerdo que, en pocos minutos, me quedé sola en la gran acera, porque la gente corría a coger los escasos taxis o luchaba por arracimarse en el tranvía.

Uno de esos viejos coches de caballos que han vuelto a surgir después de la guerra se detuvo delante de mí y lo tomé sin titubear, causando la envidia de un señor que se lanzaba detrás de él desesperado, agitando el sombrero.

Corrí aquella noche, en el desvencijado vehículo, por anchas calles vacías y atravesé el corazón de la ciudad lleno de luz a toda hora, como yo quería que estuviese, en un viaje que me pareció corto y que para mí se cargaba de belleza.

El coche dio la vuelta a la plaza de la Universidad y recuerdo que el bello edificio me conmovió con un grave saludo de bienvenida.

Enfilamos la calle Aribau, donde vivían mis parientes, con sus plátanos llenos aquel octubre de espeso verdor y su silencio vívido de mil almas detrás de los balcones apagados. Las ruedas del coche levantaban una estela de ruido, que repercutía en mi cerebro. De improviso sentí crujir y balancearse todo el armatoste. Luego quedó inmóvil-

-Aquí es- dijo el cochero.

Levanté la cabeza hacia la casa frente a la cual estábamos. Filas de balcones se sucedían iguales con su hierro oscuro, guardando el secreto de las viviendas. Los miré y no pude adivinar cuáles serían aquellos a los que en adelante yo me asomaría. Con la mano un poco temblorosa di unas monedas al vigilante, y cuando él cerró el portal detrás de mí, con un gran temblor de hierros y cristales, comencé a subir muy despacio la escalera, cargada con mi maleta.

Todo empezaba a ser extraño en mi imaginación; los estrechos y desgastados escalones de mosaico, iluminados por la luz eléctrica, no tenían cabida en mi recuerdo.

Ante la puerta del piso me acometió un súbito temor de despertar a aquellas personas desconocidas que eran para mí, al fin y al cabo, mis parientes y estuve un rato titubeando antes de iniciar una tímida llamada a la que nadie contestó. Se empezaron a apretar los latidos de mi corazón y oprimí de nuevo el timbre. Oí una voz temblona:

“¡Ya va! ¡Ya va!”

Unos pies arrastrándose y unas manos torpes descorrieron cerrojos.

Luego, me pareció todo una pesadilla.

 

ARTÍCULOS

Carmen Laforet



 

Instantánea de un encuentro

Carmen Laforet

(El País, 16/09/1983)


Con ocasión del último Premio Pablo Iglesias, la lectura de un magnífico artículo de Antonio Colinas sobre una de las más claras mentes filosóficas de nuestro tiempo, María Zambrano -en la que el razonamiento más riguroso se une a la poesía como esencia de su mensaje-, me hizo recordar vívidamente a María como personaje humano. Uno de los más breves, pero imborrables encuentros que tuve en la época en que viví en Roma, en el barrio del Trastevere, fue mi encuentro con ella.Nunca he buscado a celebridades de ningún tipo, ni siquiera los que por sus obras literarias han sido personajes de mi vida interior, admirados y amados. Encontré algunas veces a personajes de éstos, pero cuando los he conocido intervinieron la casualidad, el azar, la suerte para llevarme a ellos. La casualidad, el azar, la suerte, en este caso, comenzó con mi encuentro con el poeta y escritor Enrique de Rivas en un pequeño teatro romano donde, traducida al italiano, se paso en escena -hace unos 10 años, si no me equivoco- Noche de guerra en el Museo del Prado, de Rafael Alberti. A la salida, Enrique les decía a Rafael y a María Teresa León que María Zambrano estaba en Roma por unos, días -María había vivido en Roma mucho tiempo, pero por entonces ya se había instalado en Suiza- y deseaba que sus amigos fuesen a verla. Enrique se volvió hacia mí y me informó que María me había citado en uno de sus últimos artículos y que seguramente le gustaría verme también. Un par de días más tarde, Enrique telefoneó para decirme que aquella tarde María nos esperaba para tomar con ella una taza de té.

Fue un día importante. Un día de los que la superstición obliga a señalar con piedra blanca. Esa tarde comenzó mi entrañable amistad con Enrique de Rivas y descubrí no sólo su admiración incondicional por María Zambrano, sino una amistad con ella muy íntima, de raíces profundas con toda la familia Rivas Cheriff (los padres de Enrique, sus abuelos incluso). Por mi parte, la visita que íbamos a hacer me atemorizaba un poco. María, informada de que huyo siempre de las reuniones sociales de cualquier tipo, nos recibía solos a Enrique y a mí, y aunque he tratado amistosamente a otros filósofos notables y, en lejanos tiempos, comencé una carrera que precisamente se llamaba Filosofía y Letras, pensaba que María tenía que llevarse conmigo una decepción, porque una mente menos filosófica que la mía es dificil de encontrar.

Esperaba ver una señora anciana. Me recibió una persona llena de magnetismo y sentido del humor; viva, despierta y sin edad... Extasiada escuché su charla con Enrique sobre Grecia -ella se proponía visitar Grecia con unos amigos en los próximos días de Pascuas-, escuché alusiones a los misterios del paganismo griego que llegan a nuestros días. Enrique había investigado con María algunos de esos misterios, los ecos que parecen quedar en algunos lugares de las islas griegas... María, al hablar de Grecia, lo hacía tan vívidamente que sólo pude comparar su poesía con la de Henry Miller en El coloso de Marusi. De pronto se volvió hacia mí y me preguntó sobre mis impresiones de Roma, donde yo era aquellos días una recién llegada. Confusa, dije algunas vulgaridades; entre ellas confesé mi asombro paleto ante los gatos callejeros de Roma. Me gustan los animales, y aquellos lustrosos gatos, vagabundos del barrio antiguo, a los que la gente hace ofrendas de comida y con los que tiene atenciones delicadas -por ejemplo, hay gente que deja abiertas las ventanillas de sus automóviles en invierno para que los gatos se refugien en su interior-, me parecían los gatos más felices del mundo. Cosa que me encantaba... Pero, inesperadamente, los ojos de María centellearon. Me interrumpió. Según ella, yo estaba equivocada. Roma era una ciudad ingrata con los gatos. Los gatos merecían todo el amor de los romanos, ya que salvan de la peste a la ciudad milenaria conteniendo a las también milenarias ratas del subsuelo.

"Pero los romanos son increíblemente duros. ¿Quieres creer que he tenido problemas aquí por tener gatos en mi apartamento? En otros lugares de Italia no sucede lo mismo. Hay más amor a los animales. En el sur de Italia me ofrecieron una finca para que mis gatos pudieran vivir en paz, ¿verdad, Enrique?".

Enrique asintió con la cabeza y cambió la conversación. Incitada por Enrique, María habló con brillantez y sentido del humor de temas diferentes -algunos de ellos, de erudición- sin asomo de pedantería. Cuando terminó la visita y salimos a las viejas calles de la vieja Roma, todas embrujadas por la Luna y los siglos, aunque Enrique me indicaba algunos edificios, algunos rincones interesantes, yo sólo me fijaba en las siluetas movedizas de los gatos. Enrique se echó a reír. Me dijo que María era la mujer más equilibrada del mundo, que su cultura -como podía apreciarera inmensa; su cerebro, pasmoso; su ecuanimidad, también, aun en los debates, aun en los entusiasmos o las indignaciones; pero que su amor por los gatos era la excepción que confirma la regla. Los quería aún más de lo que los quieren los romanos, lo que ya es decir. En una ocasión recogió tantos gatos vagabundos en su casa que dio ocasión a un conflicto vecinal. En aquel momento, según suponía Enrique, los gatos vivían en una casa de campo que María tenía en la frontera franco-suiza, pero seguramente tendría alguno en su casa de la ciudad porque, como a Richelieu, a María contemplar los juegos de los felinos le ayudaba a pensar. Una vez, uno de sus gatos preferidos se escapó de su casa de Roma. María escribió un artículo prodigioso, que reprodujeron todos los periódicos, dando las señas del gato perdido. Es muy difícil reconocer y encontrar a un atigrado gato romano entre montones de atigrados gatos romanos.

Durante semanas le fueron llevando gatos de ese tipo, pero ninguno era el suyo. Italia entera se volcó ofreciendo a María gatos de todos tipos y razas, y en verdad tuvo un serio ofrecimiento de una finca del sur de Italia donde ella y sus gatos podrían de por vida vivir siempre espléndida y gratuitamente. Pasó el tiempo, y todo el mundo -menos María- dio por muerto al gato fugitivo. Y una madrugada despertó sobresaltada. Había soñado que en la esquina de una calleja próxima la esperaba el gato. Alucinada se vistió y salió a la calle. Lo extraordinario fue que, en efecto, encontró al gato en aquella esquina.

Pasó cerca de un mes desde mi visita. Yo imaginaba a María Zambrano ya de regreso en Suiza, después de su viaje a Grecia, cuando Enrique me invitó a su casa con dos o tres amigos. Esperaban también la visita de María. Fue una alegría inesperada volver a verla, sonriente, agitada por haber subido demasiado deprisa las escaleras de casa de Enrique. Y así, con su sonrisa humorista y vivaz, la recuerdo hasta hoy.

"No. No fuimos a Grecia al fin. Resultó que Grecia esos días estaba totalmente llena. Ni de perfil cabía un turista más. Fuimos a Venecia, donde siempre, siempre, hay algo nuevo que descubrir, aunque uno crea que lo ha visto todo. Os contaré...".

Entusiasmada prendí fuego a mi cigarrillo para escuchar más a gusto a María. De pronto me contuve. Ella me miraba y le pregunté si podía molestarle el humo.

"¿Molestarme un cigarrillo? Acuérdate de los gatos. ¿Tú crees que a mí pueda molestarme la presencia de un gato? No, claro que no. Pues para mí un cigarrillo es lo mismo que un gato. Haz el favor de darme uno de los tuyos para fumarlo contigo".

(Para ver el artículo en El País, pulsad aquí)

 

Juventud antirreglamentaria

Carmen Laforet

(El pais, 22/12/1983)

El 14 de noviembre di un grito de entusiasmo al enterarme de que Rafael Alberti había obtenido el Premio Cervantes. No es que la gloria de Alberti -poeta grande entre los grandes poetas de todos los tiempos de nuestra literatura- aumentase o disminuyese con el premio que se da a los autores vivientes ya consagrados con muchos años de trabajo valioso y de vida a las espaldas. En otro momento hubiera recibido yo esa noticia con alegría mucho más serena, incluso extrañada de que ese premio no lo hubiera recibido Alberti muchos años antes. Pero... "el ángel de los números, pensativo, volando...", escogió esa fecha, 14, para que mi gran despiste fuese sacudido, varias horas antes del fallo del jurado, con un cúmulo de noticias que recibí durante una comida con algunos amigos de Rafael. Así supe del oleaje de pasiones a favor y en contra del poeta, la campaña anti-Alberti desde distintos sectores (entre ellos parte de la Prensa) y las presiones casi irresistibles que se estaban haciendo sobre el jurado, apoyadas en la palanca del error burocrático de la Academia de Colombia, que presentaba al poeta como candidato, pero que envió la documentación primera a nombre de Borges (candidato nulo por haber obtenido ya el Cervantes). Un error, a mi juicio, disculpable si la confusión fue debida a que alguien, por lógica, estaba convencido de que era Alberti quien tenía ya ese premio. La pérdida de tiempo en rectificaciones a través del Atlántico que supuso ese error. La propuesta válida, que llegó tarde, aunque, por fortuna, antes del fallo del premio... Pero (me informaron) aunque Rafael sea el más popular, leído, cantado de !os grandes poetas vivientes de: lageneración del 27, tiene enernigos muy poderosos. Es un genio admirado y querido, pero también se le aborrece con saña. Este, centauro -sagitario de diciembre- corre a galope por la vida disparando flechas que provecan el amor y el odio por donde pasa.Por lo general, los escritores no levantan tales pasiones, más propias de los políticos que de los literatos. Pero hay que descartar la política en este caso. Otros escritores de no mayor categoría que Alberti, y pertenecientes al imismo partido político al que Rafael está unido desde su juventud, han sido ampliamente alabados y exaltados en los mismos sectores de la Prensa, de nuestro país que, dejando a salvo su grandísima categoría de poeta, arremeten contra la personalidad de Alberti.

Defectos y virtudes mezcladas forman todas las personalidades humanas. Y no se trata de comenzar un proceso de beatificación, sino de dar un premio a una labor literaria que no tiene discusión p or su categoría máxima. ¿Qué nota distintiva levanta el escándalo en la personalidad de Alberti y las de otros personajes añosos y notables que pueden concurrir al premio sin levantar escándalo? Busco y encuentro al fin la raíz secreta de entusiasmos y odios implacables que levanta Alberti. Lo que no tienen otros personajes notables, lo que no tenemos casi nadie, es su juventud. ¡Ahí es donde apuntan secretamente las flechas de la envidia! A esa juventud que salta, como un pura sangre, las barreras de sus cumpleaños de diciembre a diciembre.

Su juventud escandalizó cuando a los 20 años obtuvo el Premio Nacional de Literatura.Pero, al fin y al cabo, es perdonable ser joven a los 20 años (aunque muchos veinteafieros no sean jóvenes de espíritu). Pero esa misma juventud de inteligencia y de carácter a los 81 años irrita hasta la locura a sus detractores. Alberti sigue con sus mismos ideales, sin cambios de chaqueta. Y sigue sin disimular sus apasionamientos y sus enfados Gustos o ínjustos" o injustísimos). Perolo peor que duele es su alegría vital. En sus memorias no oculta los avatares dolorosos y a veces trágicos de su vida, pero -cosa grave- ni pide compasión ni se recrea en ellos. La lectura de La arboleda perdidaestá valorada -aun en la narración de sus épocas peores- por mil anécdotas contadas con sentido del humor y chispa andaluza.

A los 20 años, Alberti padeció de tuberculosis (entonces tan temible como hoy el cáncer), pero sólo da cuenta de ese hecho cuando es imprescindible en su narración. Cuenta, en cambio, que gastó el dinero de su primer premio (que le consagró ya) en convidar a helados a conocidos y desconocidos. También se compró un traje: "Un pantalón rosado y chaqueta sport del mismo tono (que horrorizaba a su fámilia), una corbata caramelo de ancho nudo y una gorrita inglesa gris claro. En su genial Autorretrato, escrito el 14 de noviembre de 1983, cuenta, en tercera persona, que "el poeta... ahora lleva los cabellos aún más largos y usa camisas (criticadas camisas) estentóreas". Confiesa que se siente feliz con la popularidad, "...y de fastidiar de cuando en cuando a muchos, y de pensar que el descanso es el trabajo, y el Yolar, su respiro, y el creerse un cometa, su mejor ilusión". Estas características juveniles de Alberti hacen gritar a sus detractores que no es serio... Pero precisamente en la acepción española de la palabra serio como sinónimo de auténtico, valioso y profundo, Alberti, como escritor, es Serio, con la mayúscula del genio. Y, por no variar, lo ha sido desde su adolescencia, cuando deja la pintura -su primera vocación, hoy también recuperada- para iniciar la gran lucha creadora a la que nunca renunciaría... "Quería ser poeta, y lo quería con furia, pues a los 20 años aún no cumplidos me consideraba casi un viejo para iniciar tan nuevo como dificilísimo camino" (La arboleda perdida).

No encontramos en las memorias de La arboleda perdida ni autoalabanza ni autocompasión, pero sí frases como ésta: "Mi tremenda, mi feroz y angustiosa lucha por ser poeta había comenzado.". La admiración entusiasta, generosa, de Alberti por los grandes poetas es tan viva hoy, cuando vuela de país en país dando a conocer la gran poesía de todos los tiempos escrita en lengua española, como lo era el día en que Juan Ramón Jiméneí, interesado por aquel joven genial, le recibe por primera vez en su casa... "Ya en la calle, me despedí de Hinojosa. Y no volví a mi casa hasta las claras del día. No sé por dónde anduve esa noche de mayo. Lo hice a ciegas, sin rumbo, como borracho de dicha, como le hubiera sucedido a cualquier joven aspirante a poeta que saliese de visitar a Góngora o Baudelaire...".

Juventud. "Si Garcilaso viviera, yo sería su escudero. Qué buen caballero era ... En la mano, mi sombrero ... ¡Qué buen caballero era". Ya entonces había escrito Rafael estos versos, que nunca ha traicionado. Juventud. "¿De dónde saca Rafael su eterna juventud?", dice María Teresa León en su Memoria de la melancolía... Y quienes le conocen sólo en su capacidad de disfrute entre gentes de todos tipos (tanto amigos como nuevos conocidos que le ase.dian) aseguran que es hombre que no tiene tiempo de trabajar, ni pensar, ni hablar de nadaserio.

En la Roma de los años setenta, en que a menudo su casa estaba invadida por turistas españoles que llegaban a verle por su fama y por distintos motivos, ocupando sus tardes, sus amigos y también sus conocidos y vecinos del barrio del Trastevere sabíamos que hacia mediodía solía bajar al café de la Porta Settimiana y solíamos rodearle en una tertulia al aire libre, en la que le gustaba escuchar y reír cualquier anécdota divertida. Pero todos sabíamos también que aquél era el primer descanso que se permitía después de seis o siete horas de trabajo. En la madrugadora Roma, la luz de la casa de Alberti era la primera encendida para el trabajo antes del alba... Y en el Madrid de los años treinta también sabían sus amigos noctámbulos que Rafael y María Teresa ya estaban levantados cuando ellos se iban a acostar... Y subían a su casa a compartir la última tertulia y el último café con el desayuno de ellos.

El Premio Cervantes lo obtuvo Alberti, reñidamente, por mayoría suficiente. No sé qué razones daban sus oponentes para no querer concedérselo. En caso negativo, creo que la única razón válida -en un premio a la vejez gloriosa de un escritor- hubiera sido alegar lo que en tal premio pudiera ser antirreglamentario: la juventud inocultable del candidato.

(Para ver el artículo en El País, hacer clic AQUÍ)

 

 

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