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Mis viajes con monsieur Dupont

No todos los viajes se hacen por carretera; para realizar algunos, basta con la imaginación, como el que hizo este niño con su loro.
Mis viajes con monsieur Dupont
(Cuento Infantil)

Paco López Mengual

Al igual que solía ocurrir otros fines de semana, aquel sábado, mis padres me llevaron a dormir a casa de los abuelos. Como siempre, aparecí en la puerta con la maleta de cuadros azules y con monsieur Dupont subido al hombro. Los sábados, a Papá y a Mamá les gustaba salir a cenar con los amigos y, después, ir a bailar a una discoteca que hay junto a la playa, donde la música se mezcla con el sonido de las olas del mar. También nosotros, monsieur Dupont y yo, esperábamos ansiosos el sábado; ese día, los abuelos nos permitían dormir en el colchón de la buhardilla y, a la mañana siguiente, jugar en lo alto de los árboles del jardín. Como habréis supuesto, monsieur Dupont es mi loro; habla mucho, pero no entiendo nada de lo que dice, porque siempre lo hace en francés.
Llegó la noche del domingo y mis padres no regresaron para llevarme a casa. Al principio, no me importó el que no apareciesen por allí –¡Lo pasaba tan bien subido en las ramas de los árboles!-, pero, después, empecé a echarles de menos. El loro, también: a él le gustaba posarse sobre el hombro de Papá y acompañarlo al quiosco a comprar el periódico.
Fueron pasando días, y semanas, y meses, y mis padres no venían a por mí. Cada vez que preguntaba por ellos, la abuela enmudecía; se le humedecían los ojos y, luego, la escuchaba llorar a solas en la cocina. Yo, por si acaso aparecían, siempre tenía dispuesta sobre la cama la maleta de cuadros azules y, cuando sonaba el timbre de la puerta, la agarraba y salía con ella al pasillo. Después, cabizbajo, regresaba a mi habitación.
Una noche, el abuelo se sentó junto a mí en el portal del jardín.
-¿Ves aquellas dos estrellas que brillan tanto en la oscuridad? –dijo, señalando hacia lo más alto del cielo- La de la derecha es Papá; y la otra, la que no cesa de parpadear, es Mamá, que te guiña el ojo y te envía un montón de besos.
Moví levemente la mano en forma de saludo y estuve un buen rato mirando hacia arriba, en silencio. Me hubiese gustado preguntarles cómo habían subido hasta allí, y, también, cómo tenían pensado arreglárselas para descender de nuevo hasta el jardín de los abuelos. Pero me mantuve callado, hablando sólo con los ojos. Una vez, leí en un cuento que a las estrellas se les debe hablar con la mirada. Desde entonces, cada noche, antes de meterme en la cama, me asomaba a la ventana de la buhardilla y hablaba con ellos; les enviaba besos, y hacía un rato el payaso sobre el colchón, dando volteretas. ¡Cómo nos reíamos! También mi loro, a esas hora, se volvía más parlanchín y comenzaba a gritar palabrejas, cuyo significado yo no alcanzaba a entender.
Pasó el tiempo y mis padres no hacían el amago de descender, así que se me ocurrió la genial idea de hacerme astronauta; coger un cohete y cruzar el firmamento hasta llegar a ellos. Pensé que sería bonito viajar hasta donde estaban y, una vez allí, abrir la escotilla, saltar al espacio y acercarme flotando a cámara lenta para besarlos, aunque fuese sin despojarme de la escafandra.
Para obtener el título de conductor de nave espacial, seguro que habría que estudiar mucho, así que comencé a prestar mucha atención en clase a las lecciones del maestro sobre el Sistema Solar, los planetas, la atmósfera, la estratosfera y la litosfera.
Pero, un día, me di cuenta de que un cohete espacial vale mucho dinero, que sólo los multimillonarios pueden comprarlo. De nada serviría tener el carnet de conductor de nave si no disponía de una enorme montaña de billetes de 500 euros, y yo sólo dispongo de la paga que el abuelo me da los domingos. Pasé unos días tristes, sin asomarme apenas a la ventana de la buhardilla. ¿Cómo iba a decirles a Papá y Mamá que por culpa del dinero nunca podría subir a verlos?
Pero ocurrió algo que lo cambió todo.
Una tarde, después del colegio, salí a dar una vuelta con monsieur Dupont por el parque. Con la paga del abuelo, compré una bolsa de pipas para él y un huevo de chocolate kindell para mí –me atrae mucho descubrir la sorpresa que esconde en el interior-.
-¡Qué estafa! –dije, cuando conseguí abrir la capsula amarilla y extraer del interior un pequeño papel doblado.
Después de desplegarlo y mirarlo desde diferentes posiciones, advertí que se trataba de un extraño mapa: era el plano de una minúscula isla. A la derecha, tenía plantada una palmera inclinada hacía el mar y, a la izquierda, una montaña de color azul. A los pies de la palmera, había dibujada una equis.
-¡Qué estafa! –repetí. La verdad, esperaba uno de esos cachivaches desmontado en cinco o seis piezas, que hay que formar con un poco de paciencia, tiempo e ingenio. Miré alrededor y no vi una papelera donde encestar la ridícula sorpresa que me había tocado. Doblé de nuevo el papel y lo guardé en el bolsillo de mi vaquero.
Esa noche, estaba acostado, a punto de coger el sueño, cuando me vino a la mente el absurdo plano. “¡Quizás se trate del mapa de un tesoro!”, me dije. Me enfundé las pantuflas y, sin encender la luz, para no despertar a los abuelos, me dirigí hacia la percha donde tenía colgado el pantalón. Enfoqué con la linterna y, tras volver a examinarlo, me convencí de que el papel que sostenía en mis manos era el mapa de un tesoro. Aquella equis marcaba el punto exacto donde un pirata, siglos antes, había enterrado un enorme cofre rebosante de piezas de oro. Si lo descubría, me haría inmensamente rico; tan rico como para poder comprar una nave espacial y poner rumbo a las estrellas. Además, lo tenía fácil para hacerme pirata: tenía el mapa de un tesoro y un lorito que hablaba francés. Sólo me faltaba un parche en el ojo y un buen bergantín.
Lo preparamos todo con detenimiento y, una noche, cuando los abuelos dormían, nos dirigimos a la playa con la barca hinchable. Al pasar por la discoteca y sentir el sonido de la música mezclarse con el de las olas del mar, me acordé de Mamá y miré hacia cielo. Pronto nuestra barca quedó sola en medio del mar y de la oscuridad. Las olas, más bravas que nunca, comenzaron a zarandearnos y desplazarnos de un sitio para otro. Pero no nos sentíamos solos durante aquella noche: desde lo alto, dos estrellas nos acompañaban.
Debí quedar dormido muy pronto, porque no recuerdo casi nada del viaje. De hecho, cuando los gritos de monsieur Dupont me despertaron y abrí los ojos, ya había amanecido.
-¡Tierra a la vista! ¡Tierra a la vista! –repetía, como un loro, monsieur Dupont en francés. Entonces, levanté la mirada por encima del borde de la barca y vi la montaña azul y, a la derecha, la palmera que quería tocar el agua del mar con sus ramas. La equis no estaba, pero la imaginé a sus pies.
De esa historia y de ese viaje hace ya algún tiempo. Ahora, me dirijo al espacio en mi propio cohete. De copiloto, monsieur Dupont, que está muy elegante con su trajecito blanco de astronauta. Nuestro equipaje y los regalos, los llevamos en la maleta de cuadros azules. Al fondo del firmamento, vemos dos estrellas que parpadean como locas y, como en el espacio no hay carreteras ni semáforos ni curvas, vamos directos hacia ellas. ¿Que si había enterrado un tesoro en la arena de aquella isla? ¿Vosotros qué creéis? De todas formas, podéis preguntar a monsieur Dupont: seguro que os contará gustoso esa parte de la historia, aunque, claro, lo hará en francés.

 

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