Usted está aquí:  >>> El rincón del gato 

Desde mi balcón

Desde mi balcón

Antonio Machado


Mi vivienda era un piso de alquiler en el centro de Madrid, en el tercer piso de un antiguo edificio de 1858, con altísimos techos y con miradores que se asomaban a una calle de pronunciada cuesta.

Sobre mi estancia en aquella grandiosa vivienda, sólo indicaré que tenía un pasillo de dieciocho metros de longitud y que podía, desde de mi balcón, observar a los vecinos en su diario caminar sobre los desiguales adoquines de la calzada o hacer equilibrios en la estrecha acera que lamía la elevada tapia que ocultaba al sol las toscas piedras.

Cuando las luces del día luchaban por vencer a la noche, la gente que pasaba llevaba impreso en su rostro el olor a lecho abandonado. Somnolientos y cabizbajos, ignoraban a los compañeros de aventura diaria que caminaban, también, con sus ojos fijos en no tropezar por culpa del irregular piso.

No veían cómo Amparo, la panadera del barrio, levantaba los cierres y empezaba a hornear el cotidiano pan.

Ni se daban cuenta que unas luces amarillas iluminaban sus adustos gestos, era Manuel que prendía las de su bar-restaurante para ofrecer sus desayunos a los mañaneros.

Antes de la comida, cuando el sol ya había destrozado los cortinajes de nubes, algunas vecinas regresaban del mercado portando sus bolsas con la compra diaria, saludaban a la panadera, se detenían a comentar las noticias del barrio y, con sus piezas de pan favoritas en la mano, pasaban por la puerta del restaurante, al que algunos, los antiguos habitantes del barrio, todavía le apodaban “la casa de comidas de Manolo” quien por su nombre saludaba a todos los parroquianos, pues los conocía desde que acudían a tomar el aperitivo con sus padres, aquellos domingos de hacía tanto tiempo.

Anochecido, regresaban los madrugadores con un paso lento, cansado, sólo su fatiga laboral parecían sentirla mucho menos cuando se emitía algo interesante por la televisión.

Aunque seguían sin ver la macilenta luz de los faroles que les guiaban hasta su casa, en donde, como cada día, les esperaba el sosiego de su lugar favorito, frente al televisor, y sus zapatillas de paño a cuadros.

Tranquilidad sólo alterada por las inoportunas visitas de su suegra o de aquel familiar tan odioso, o por que los niños tuvieran un mal día en el colegio, o en la casa, o que se torcieran un tobillo, o cogieran un catarro.

Sin embargo y hasta que se tropezaban con la realidad, alguno esbozaba una leve sonrisa y un “buenas noches” a la panadera que cerraba su despacho o a “Manolo el del bar” que parecía invitarles con su amabilidad a penetrar en el establecimiento.

Todos ellos ignoraban que tras un elevado muro en la acera de enfrente, existía un hermoso y amplio jardín que me permitía disfrutar de los cambios estacionales en su gama de pardos gorriones y rojos geranios y que estaba vedado a los habitantes de un barrio carente de zonas verdes.

Después, sólo los ojos de las casas de alguna lejana calle o algún trasnochador que alborotaba, daba sensación de vida a la visión que desde mi balcón, tenía de mi calle.

Sólo me quedan recuerdos de la perdida existencia, hace ya más de cincuenta años.

.

 

Los textos, videos y audios de esta web están protegidos por el Copyright. Queda totalmente prohibida su reproducción en cualquier tipo de medio o soporte, sin la expresa autorización de sus titulares.
Editanet © Copyright 2013. Reservados todos los derechos