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La vida de los niños durante la Guerra Civil

Niños en la Guerra Civil

Niños en la Guerra Civil

 

LA VIDA COTIDIANA DE LOS NIÑOS DURANTE LA GUERRA CIVIL.

Como resistieron la contienda los niños “españoles de a pie”

Laura López Ayllón

Cuando el programa “Hoy por hoy” de la cadena SER, dirigido hace unos años por Iñaki Gabilondo, lanzó un llamamiento para que los oyentes le enviaran recuerdos de la guerra civil no se imaginaba que iba a recibir los años 2001 y 2002 tantos materiales hasta entonces desconocidos sobre las vivencias que sufrieron los “españoles de a pie”.

Esto unido a los libros que han intentado desde entonces recuperar aspectos no conocidos durante la contienda española como “Hijos de la guerra” de Jorge M.Reverte y Socorro Thomás, donde recogen las vivencias de los que entonces eran niños.

Entre lo recibido por “Hoy por hoy” destaca una carta que Josefa Casalé, envía a su familia, sobre todo a su hija mayor María, horas antes de ser fusilada y porque sabe que a través de un conocido les va a llegar,

“María, te escribo más a ti que a nadie para encargarte cuides mucho de tus hermanos. Si no puedes, no vayas a la escuela y cuida bien de casa y de la abuela, que cuando seas mayor, ya aprenderás”.

Josefa le pide a su hija que rece todos los días por ella a la Virgen y que enseñe a sus “hermanicos” todas las cosas buenas que ella le ha enseñado y, sobre todo, que lleve a sus hermanos muy limpios.

Ceferina Calurano explica que lo que asustaba mucho a los niños eran los registros en las casas, pero que lo peor fue que cuando vinieron a buscar a mi padre, que estaba sentado en la puerta con ella en las rodillas.

A mi madre, nos cuenta, la detuvieron después y tenía en casa cuatro niños, la pequeña todavía mamando, y entonces mi abuela fue a hablar con su pariente el comandante para contarle lo que pasaba y él vino y consiguió que la sacaran de la cárcel.

Antes de cumplir los ocho años y ante la situación que había en casa, una familia de dos hermanas, una casada y otra soltera, se ofrecieron a llevarla a su casa para que pudiera alimentarse y le daban las sobras de las fuentes. Yo volvía a casa merendada y ya no cenaba, cuenta Ceferina. En aquella casa aprendí a leer y escribir.

Pero donde aprendí más, nos dice, fue en la casa donde con ocho años me llevaron de niñera pues la señora, cuando acababa de repasar los deberes con sus hijos en la escuela, me enseñaba a mí. Frente a estos ejemplos la niña recuerda que en la escuela y en los comedores casi nunca les dieron nada.

Manuel Rabanal, de Badajoz, nos habla también de que a su padre lo subieron en un camión donde estaba gritándoles a los que le habían subido y de como un teniente coronel que lo conocía le pregunto, que hacia allí. Mi padre dijo que no se bajaba sin su amigo y el militar consiguió que bajaran los dos.

Algunos cuentan que al cine de la calle no se iba, se iba al “cine de las sábanas blancas”, es decir, a la cama, y que en algunos colegios habían lecturas de party-baby, aunque precisa que los religiosos que le educaban le tachaban con tinta algunas frases que no debían leerse. Consiguió en una ocasión leer la frase al revés y decía “y le besó la mano y le hizo una reverencia como si fuera una reina”. Acabó leyendo siempre al trasluz lo tachado.

Los niños jugaban mientras los mayores hablaban de política en la habitación de al lado, pero la madre de uno de ellos le dijo que el matar de los rojos estaba muy mal, pero que matar en nombre de Dios era peor.

Tampoco se podían poner nombres extranjeros y en Badajoz cambiaron el nombre Gambrinus de una cafetería por el de Gibraltar.

Había hambre en la calle y recuerdo aquello de los “cupones”, señala, pero en mi casa no se pasó hambre, aunque en una ocasión vino un hombre medio muerto de hambre y le dieron de comer y beber en abundancia, aunque luego dijeron que se murió como consecuencia de lo que había comido.

Mi madre trabajo mucho para darnos de comer, señala otro, pero no pasamos hambre porque nos íbamos al campo y allí se hacía queso y además mi abuela hacia tortas de cebada y maíz y con eso hacíamos pan.

Al final de la guerra mis padres me enviaron a estudiar al colegio de San Agustin de El Escorial. El profesorado era casi todo nuevo porque habían fusilado a todos menos a los más viejos. Terminada la guerra hicieron desfilar a un montón de gente delante de don Primitivo que había sobrevivido a un fusilamiento pero se negó a identificar a nadie.

Dice uno de ellos, “yo tenía entonces siete, ocho o nueve añitos y veía que llegaban unos coches con presos. Los llevaban en unas camionetas muy grandes a las cárceles, pero en mi casa no se habló nunca nada de política” Había gente que decía “Pues se han llevado a Fulano, pues se han llevado a Mengano”. A mi tío Antonio lo cogieron un grupo del pueblo, se lo llevaron y no volvió más

Tio Antonio era manigero de una cuadrilla, nos relata Dolores Aguilar, y los trabajadores le decían “Antonio, hijo, que salimos a las seis o las siete de la mañana y volvemos a las ocho de la tarde, ya no podemos más”. Pues vámonos. No se si de ahí vino la cosa, pero vinieron y se llevaron a mi tío. Al hermano de mi madre, Juan, pues igual. Ambos eran trabajadores del campo, maestros en llevar cuadrillas.


Nos cuenta Dolores Aguilar que para Reyes decía una madre “Anda, ve a casa de Fulano, que vende muñecos” y eran de barro todo colorado. A estos muñecos les hacíamos la ropita de los muñecos con trozos de vestidos viejos de mi mama, pero como se te cayeran te ponías a llorar porque se te había roto el muñeco.

Para comer teníamos migas de harina de maíz o unas poleás también de harina de maíz. La gente iba a las panaderías con unos palos muy largos y les hacían cortes (medio o entero para dos días) para señalar los días que iban y no habían pagado. Era pan con muchos pajotes porque la mezclaban con otras cosas para coger las raciones.

Blanca Candón nos habla de que en su pueblo, tras un saqueo de víveres, el alcalde y un grupo hacían rondas por la noche en la iglesia por si los mineros venían ya que no estaban dispuestos a que se la quemaran. Repartieron las figuras de la iglesia y en mi casa estuvieron San José y santa Rita.

Los que vinieron después, en su mayoría falangistas y requetés, preguntaron a mi padre que a quien había que matar y mi padre, añade, dijo que a ninguno porque solo habían hecho tropelías sin importancia. Otro que se portó bien fue el cura, hombre extraordinario que cuando fue con mi padre y dijo “Aquí todo el mundo se ha portado muy bien y no puede haber ningún muerto ni nada”.

Recuerda que a tres mujeres les raparon el pelo, les pusieron un lacito con la bandera nacional y les dieron aceite de ricino., añade. La escuela siempre estuvo abierta y si antes del alzamiento fueron a las escuelas y quitaron los crucifijos luego lo volvieron a poner.

A mí me mandaban en el campo a hacer bolsas de carbón de modo que hacía un pozo, echaba agua y hacía bolas. Luego se dejaban secar..En el bosque estaba de maqui uno que llamaban La Fora y que tocaba la gaita para dar a conocer que estaba vivo dentro.

Me entere de la muerte de Calvo-Sotelo en Calamocha por una canción, cuenta Juan Caja, “Pobre casa la esquirola/se te va a caer el pelo,/por haber asesinado/ a José Calvo Sotelo”.

Recuerda que en esta localidad los niños se enteraron del comienzo de la guerra porque todos gritaban que venían los rojos, aunque no llegaron a venir, los soldados que vinieron fueron los soldados, los italianos, muchos supervivientes de la batalla de Guadalajara.

Tras los italianos vinieron los de la Legión Condor, entre ellos dos que luego fueron ases de la Segunda Guerra Mundial, y llegaron en un vagón de mercancías. También llegó García Morato que pilotaba un avión ruso más pequeñito que hacía el ataque en picado, que llamaban la cadena, y arrojaba las bombas a pocos metros del blanco.

Un avión alemán llegó al pueblo para estudiar la posibilidad de hacer un campo de aviación pero sufrió una avería y estuvo un tiempo. Quizá por todo ello los niños hacían aviones de madera.

Los soldados italianos hacían chuscos en un bar y nosotros íbamos allí para hacernos amigos y conseguir el pan, pero aprendimos italiano, hicimos amigos y algunos de varios años.

Luego vinieron los “cazarojos” falangistas y la gente no se atrevía a salir de casa. Se llevaron a gente a fusilar y los niños les oíamos gritar y acudíamos a verlos en la distancia. Luego trajeron a fusilar maestros de otros pueblos. Se cargaron también al juez que consideraban masón y que se lo llevaron de casa en pijama.

Ejemplo de solidaridad fue que en casa de Juan Caja estuvieran dos chicas hasta recuperarse, que trabajaban con el marido de la hermana de su padre pero estaban depauperadas. Internado más adelante en Zaragoza solo tenían para lavarse unos lavabos de porcelana con grifos de agua fría.

Dos hermanos nos cuentan que Durango era un pueblo ocupado por los milicianos, que eran los soldados de la guerra. Nosotros, dicen, que nos enteramos de la guerra en casa, pensábamos que la guerra significaba muerte.

El Comité de Orden Público ordenó matar a los perros y a los gatos para que no los comieran. Nosotros íbamos por los caseríos en busca de maíz y alubias.
Nos sorprendió el bombardeo y nos metimos en una “cárcava”, porque en todas hicieron refugios con troncos de pino, chapas y sacos terreros. Para ver a los muertos nos subíamos a los árboles -platanales- que rodeaban una avenida llena de muertos.

Había un avión de la república al que llamábamos “El abuelo” que en una ocasión tiró cuatro bombas y una nos cayó cerca. Los chavales nos metíamos en un tubo de desagüe grande con sacos en la entrada.

Vi en una ocasión a un padre que iba con el hijo muerto. Le salió un hermano y se lo quitó de los brazos. La mujer le dijo en euskera ”otro mas”.

Em Durango los aviones bombardearon el frontón y murieron muchos refugiados. Entonces las milicias de la ciudad asaltaron la cárcel, sacaron a veinte o veintiún presos y los mataron.

En Bilbao el alcalde repartía pisos a los refugiados y en él piso vivíamos con otra familia. Vueltos a Durango y cuando se llevaron a mi padre me quedé solo tres mes y medio. Durante este tiempo en una casa me daban el desayuno y de dormir, en otros de cenar.
Para ayudar picaba leña y luego vendía el saco a 1,5 pesetas. Los trabajadores que eran presos y trabajaban en las casas en ruinas me guardaban vigas y leña para cortar.

Al regresar volvimos a nuestra casa pero estaba ocupada por otra familia. Cuando ocupaban alguna ciudad tocaban campanas y en una ocasión pusieron una cuerda y en una parte ponían 27 de abril de 1937 y un pan negro y en la otra ponía 28 de abril de 1938 y había un pan blanco.

Antes de la guerra no había banderas ni nada pero después había que cantar el cara al sol como en el cine.

Ana Lezama, también de Durango, cuenta que al lado de su casa metieron proyectiles que cuidaban los milicianos y que ella iba a mirar. Luego cuando entraron los nacionales pasaron muchos soldados de izquierdas o milicianos y fueron a dejarlos allí.

La comida escaseaba mucho. En la plaza daban azúcar o carbón pero estabas en la cola y tocaba la sirena y todos a correr.

Juan González de Derio nos cuenta que no habían bombardeado hasta que les cayó una bomba en casa y además que, en otra ocasión, destrozaron el cementerio, aunque no acertaron a la gente que se refugiaba en los panteones de arriba. Cuenta asimismo que cuando salían de Derio sin nada y con lluvia vieron dos cadáveres tapados con mantas y las cogió. Describe también los fusilamientos y los gritos de “Yo no he hecho nada”.

María del Rosario Bruno recuerda que su madre ponía en Madrid la radio en el balcón para que la gente la escuchara y que colocaba colchones en los balcones. Luego embarcaron en un carguero hacia Rusia y estuvieron en Moscú hasta que llegaron los demás niños cuando estalló Guerra Mundial.
También Angelita Gabaldón recuerda su exilio a Francia en la bodega de un carguero y el impacto que le produjo ver un escaparate el chocolate. En general dice que los franceses se portaron muy bien con los niños españoles.

Enrique Ripoll dice que su recuerdo más fuerte es el hambre y el miedo cuando tenían que bajar al metro por los bombardeos. Recuerda también la primera escuela, con un maestro que enseñaba en clase que Don Quijote estaba escrito pensando en el mar que separaba Francia de Inglaterra y que por eso se llamaba “de la mancha”.

En el segundo colegio había una organización cuáquera de Estados Unidos que les enviaba leche en polvo y pan. A veces, comenta, iba a buscar comida a las basuras y en ocasiones recuerda un cura que iba a su casa un señor que decía misa.

Pere Sunyer señala que una de las bombas que cayó en Tarragona y cerca de la cual jugaban estuvo quince años sin desconectar y Eduardo Mangada recrea su sensación de angustia cuando no sabía si su padre estaba vivo o muerto.

 

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