Edición nº 7 - Abril/Junio de 2009
“Dos siglos juntos”, de Alejandro Isayévitch Solie
por MARIO SORIA
“Dos siglos juntos”, de Alejandro Isayévitch Solienitzin
1) Obra maciza, como las grandes epopeyas del autor. Pero aquí no es al épico, émulo de León Tolstoi, a quien leemos, sino al historiador, escueto, apegado a los hechos. Afirma Solienitzin que, a lo largo de su investigar la historia de su patria, durante cincuenta años, varias veces se tropezó con la peculiar relación entre rusos eslavos y rusos judíos, relación que había influido profundamente en los acontecimientos de mayor importancia, hasta determinar el destino del país, y que no menos había despertado y despierta intensas pasiones (1). Y si el autor, contra la polémica furiosa que anima casi siempre tales indagaciones, pretende discutir serenamente el asunto (I, 8), nos parece que, a lo largo de las más de mil páginas que comprende la obra, no apacigua enconos la lectura, quizás a despecho del investigador. Entre otras razones de esta conclusión, porque aun en medio de las alabanzas no deja de escucharse en sordina la censura; por ejemplo, al oportunismo descarado de la raza en cuestión (II, 23 s.). Y, ante todo, porque parecen inexpiables los espantosos crímenes relatados.
2) Acabamos de indicar que no es la obra síntesis de fantasía e historia, epopeya, como lo son otras anteriores de Solienitzin, sino indagación de lo sucedido, para lo cual se emplean archivos estatales, estudios, enciclopedias hebreas, memorialistas e historiadores, lo mismo rusos que judíos, tanto unos y otros anteriores, contemporáneos o posteriores a la revolución de 1917, y algunos publicados mucho después, en nuestros días. También usa el escritor eslavo autores de otras nacionalidades.
No se ciñe a generalidades la obra, tal como es de costumbre en la historiografía liberal o marxista, relatora de presuntas fuerzas actuan-tes: económicas, políticas o sociales, que dejan a salvo identidad y responsabilidad personales. Cree, en cambio, el autor estar detrás de cada hecho un individuo determinado, como en las buenas biografías. Su narración, por esto, es de gran vivacidad y se emparenta con el estilo de grandes historiadores españoles: San Felipe, Toreno, Salas Larrazábal.
En dos partes se divide el libro. La primera habla del origen más o menos legendario de la población judía en Rusia, la situación de la misma antes de 1772, año cuando se efectúa el primer reparto de Polonia, incorporándose el imperio parte de la Rusia Blanca y con ella cien mil judíos (I, 32). Sigue el examen de la situación social, política, cultural y económica de los hebreos durante el siglo XIX, hasta llegar a la caída del zarismo.
Trata el volumen segundo de la intervención revolucionaria de los judíos, intervención mediante la cual culminan, en cierto modo, ideas y diversas actuaciones conspiratorias hebreas durante la mitad segunda del siglo XIX. Pero no sólo habla el historiador de la revolución misma, sino de los cargos que ocupan los israelitas en las instituciones surgidas de la subversión bolchevique: el partido comunista, los campos de concentración o gulagi, la Cheka o policía política, el ejército, la diplomacia, hasta que se rompe la luna de miel entre comunistas y judíos con los procesos y matanzas de 1937 y 1938, desembocando después la ruptura en la crisis de la época última de Stalin. En fin, el éxodo a Israel, partiendo de 1971, éxodo por el cual –afirma el autor- se disuelve el peculiar entrelazamiento (Verflechtung) de rusos y hebreos (II, 537). Y no exageramos si tal conclusión se acompaña de un profundo suspiro de alivio, no por inexpresado menos real. Aunque si unos se sienten libres, otros desventurados, sobre los cuales ha caído el peso judío, continúen el calvario sufrido por la nación eslava: los palestinos.
3) Si distinguimos dos entidades, comunidades o pueblos, y luego los relacionamos o, mejor dicho, los enfrentamos, se sobrentiende que se mantengan los mismos diversos, desde el comienzo hasta el final del proceso. Y esto es lo que hace nuestro escritor: rusos y hebreos coexistiendo en el mismo país durante más de doscientos años, no se funden ni se confunden, sino que, a lo largo del tiempo, continúan siendo distintos, si no solapada o abiertamente enemigos. Huelga decir que no es esta tesis interpretación personal de los hechos históricos, pues parece responder cabalmente a la realidad. Por lo menos, los sucesos referidos y las deducciones de los mismos sacadas abonan tal concepto de la historia rusa.
4) Para no limitarnos a las habituales generalidades de las recensiones publicitarias, incluso de revistas y diarios que parecen más detenidos y cuidadosos en sus análisis, recorreremos (es verdad que un poco a salto de mata) los doscientos años del camino, espigando acá y allá algunos episodios significativos de la gigantesca tragedia.
Empecemos por los casares, diez siglos antes del tiempo cuando comienza la etapa estudiada. Dicha estirpe turca, establecida en el Volga inferior a partir del 724, para eludir el dominio de Bagdad rechazó en 732 el islam, al tiempo que para substraerse a la autoridad bizantina tampoco se convirtió al cristianismo, prefiriendo el mosaísmo como señal de independencia (I, 13) (2). Aunque se afirme también que hubo colonos judíos en el Bósforo muchos siglos atrás, durante el reinado de Adriano (ibídem). En el siglo XIII los relativamente escasos hebreos se emplean como alcabaleros. Kiev y, más al norte, Vladimir, Rostof, Susdal sufrieron sus abusos, terminando esta moderna versión de los publicanos evangélicos expulsada o muerta violentamente. (I, 18). El siglo XV también los encuentra en calidad de recaudadores de impuestos en Esmolensko, Minsk y otros lugares. Por esta misma época se descubrió y persiguió una herejía judaizante que suscitaba la enemiga de la Iglesia ortodoxa respecto de los “renegados” que “insultan a Cristo y a su madre” (I, 21). Más tarde, tiempo de los falsos Demetrios, principios del siglo XVII, se afirma haber sido aquéllos judíos conversos al cristianismo y tener en sus respectivas cortes numerosos hebreos (I, 24 s.). Quienes consideren que estos años se denominaron “época de las revueltas o disturbios” (smuta), o sea, cuando decayó el trono moscovita y estalló toda clase de disensiones civiles, provocándose la intervención extranjera en Rusia, pueden inferir que el hallazgo de hebreos entre los invasores polacos y los considerados usurpadores del cetro zarista, no despertaron precisamente la simpatía de los patriotas por los correligionarios de Moisés (3).
5) Por otra parte, una de las ocupaciones preferidas de los judíos en los pueblos eran el comercio y la destilación de aguardiente, llevando esto último consigo el deterioro moral de campesinos sumamente proclives a la dipsomanía (I, 39 s.), a consecuencia del clima riguroso y la extrema pobreza. Además, la nobleza polaca cuyos bienes se encontraban en la Rusia Blanca anexionada, era mala administradora –según informes del senador y poeta Gabriel Derchawin, ya en tiempo del zar Pablo I- y entregaba sus bienes a arrendatarios judíos, los cuales solían reducir a la miseria a los labradores, como se comprobaba en la región citada (I, 45 ss.).
Pero no sólo Rusia: también Ucrania aborrecía a los judíos, igualmente arrendatarios de los latifundistas, aunque en esta ocasión tanto de la nobleza polaca cuanto del clero católico. Como la codicia hebrea era insufrible y los abusos infligidos a los campesinos resulta-ban parecidos a los que serían habituales, siglo y medio más tarde, en Bielorrusia, estalló en 1648 un levantamiento cosaco que costó la vida a diez mil israelitas (I, 32 s.) (4). Con todo, la revuelta no mejoró la situación, porque, apenas tres años después del levantamiento, volvie-ron los viejos administradores de las fincas reales, aristocráticas y eclesiásticas, y con ellos los sólitos abusos y privilegios, especialmente por lo que a la fabricación de aguardiente se refería.
6) En general, cabe sostener que no fueron remisas las autoridades rusas en procurar la igualdad de estos semitas respecto de los súbditos autóctonos. Se puede señalar un proceso ininterrumpido al respecto, hasta vísperas de la revolución. Así, las disposiciones de Catalina II respecto de los gobiernos de Polozk y Moghilef, las cuales emparejaban, bajo ciertas condiciones, a la población hebrea con la burguesía inferior y los comerciantes indígenas, permitiéndole además desempeñar ciertos cargos públicos. En 1778 se ampliaron dichas medidas a toda la Rusia Blanca (I, 36 ss.). Por su parte, Alejandro I desarrolló estos derechos, hasta el extremo de advertirse que la libertad comercial, profesional y universitaria de los israelitas contrastaba estrepitosamente con la condición servil de los campesinos, es decir, de la inmensa mayoría del pueblo ruso (I, 61 ss.).
Durante el reinado de Nicolás I, todos los judíos se vieron obligados al servicio militar, salvo los comerciantes, maestros de fábrica, rabinos y personas de cultura media o notable, lo cual hacía recaer la obligación sobre los individuos más pobres de las comunas (I, 100 ss.), si bien la causa que movía a la corona era convertir a los aislados hebreos en otros tantos ciudadanos normales del imperio (I, 103). Tal intento, sin embargo, obtuvo mediocres resultados, como se comprobaba todavía mucho después, en la resistencia de los afectados a cumplir el deber militar, lo mismo en tiempos de Alejandro II (I, 150 ss.), que en vísperas de la guerra rusojaponesa (I, 338 s.).
7) Restricciones para ocupar cargos públicos electivos o designados (I, 275 s.) y para habitar ciudades situadas fuera de la región o sector donde estaban permitidos los asentamientos hebreos (Siedlungsrayon), no obedecían a móviles racistas, sino con frecuencia a causa humanitaria, para proteger a la mayoría de la población, expuesta a la explotación de grupos en exceso emprendedores o inescrupulosos, especialmente en lo relativo a la fabricación y venta de aguardiente, que en algunas zonas del imperio era virtualmente monopolio hebreo y suscitaba el intenso odio de los campesinos, el cual desembocaba a menudo en matanzas (I, 283 ss.).
Por otra parte, a pesar de tales restricciones, un autor judío reconocía en 1976 que había permitido el zarismo, casi sin obstáculos, la actividad económica hebrea, lo cual rápidamente convirtió a los judíos más empeñosos en importantes industriales, comerciantes y banqueros (I, 291 ss.).
Y por lo que se refiere a la instrucción, desde 1874, gracias a un nuevo decreto sobre servicio militar que concedía a las personas instruidas ciertas ventajas en el ejército, afluyeron por miles los judíos a escuelas y universidades (I, 162, 169). Si bien la participación hebrea en los grupos revolucionarios había ya comenzado diez años antes (I, 169).
8) No obstante el paulatino levantarse de trabas civiles y la bonanza económica, fue notable la participación israelí en los disturbios de 1905, pudiendo asegurar nuestro historiador que, sin duda alguna, atizaron los hijos de Sem el ardor subversivo (I, 349 ss.). Tal estado de ánimo explica que fuese D. G. Bogrof, judío de familia acomodada, el asesino del primer ministro Pedro Stólypin, en 1911. El estadista, probablemente junto con el conde Witte, de los políticos más notables del imperio: brillante innovador que con sus numerosas iniciativas hubiese podido conjurar la guerra y la revolución; pero cayó abatido por un hebreo fanático (I, 431 ss.).
Como consecuencia, general era el antisemitismo. Nicolás II sostenía ser de cada diez revolucionarios nueve judíos, por lo cual no había que extrañarse de los pogromos (5).
9) La complicidad entre rusos radicales y hebreos, así como el odio de estos últimos al régimen zarista, no hizo sino incrementarse durante la guerra de 1914. Y hay que decir, en honor de la verdad, que para aumentar el mutuo aborrecimiento de rusos y judíos bien se esforzaron los primeros. La difundida sospecha de espionaje caída sobre todos los miembros de la conflictiva comunidad, las deserciones de que se los acusaba, así como la supuesta traición de los mismos a favor de Alemania, provocaron gigantescas y brutales deportaciones de la población hebrea habitante en las regiones cercanas al frente occidental de batalla. La evacuación alcanzó, por ejemplo, en mayo de 1915, a cuarenta mil hebreos de Curlandia, y a ciento veinte mil del gobierno de Kovno (I, 469 ss.) (6).
Sin embargo, no hay que olvidar que en los meses anteriores a la revolución se había decidido establecer la absoluta igualdad de todos los ciudadanos rusos. La ley debería haber sido promulgada durante la pascua de 1917; pero el derrocamiento de Nicolás II convirtió en humo de pajas el proyecto (I, 498 s.). Además, ya habían elegido los hebreos, o sus grupos más significativos, la subversión total y el radicalismo más contrario a la corona (I, 499).
10) No disimulando la responsabilidad que en la catástrofe de 1917 tuvieron todas las capas de la sociedad rusa (II, 40), hace hincapié Solienitzin en la institución de las asambleas de soldados (sovieti), que privaron de autoridad a los oficiales y disgregaron los cuerpos militares, con lo cual se abría paso a la revolución. Los miembros del comité ejecutivo soviético de trabajadores y soldados -declaró el judío José Goldenberg- actuaron animados por tal propósito subversivo (II, 42). Teniendo, además, en cuenta que en dicho comité más de la mitad de sus componentes eran hebreos (ibídem).
Para muchísimos judíos muy claro estaba el partido que debían tomar, no obstando que fuesen incontables las víctimas de tal decisión: defender las conquistas revolucionarias (II, 56 s.). Aunque se declarasen defensores de la unidad rusa, contra las tendencias separatistas que amenazaban con desgarrar el imperio, igual que en 1989. Clara era la razón de tal defensa: no querían los interesados que la igualdad jurídica recientemente conquistada se interpretara de forma diversa en varias naciones autónomas, que podrían legislar contrariamente a los israelíes (II, 73 s.).
Hubo ciertamente judíos partidarios del gobierno provisional, de Kérenski, y entre los defensores del Palacio de Invierno, el veinticinco de octubre de 1917, contra los bolcheviques; sin embargo, triunfante la revolución, incontables israelitas se adhirieron a los vencedores. Por otra parte, los militares de esta nacionalidad tuvieron notable papel en el alzamiento mencionado no sólo en Petrogrado, sino también en otras ciudades, además de colaborar eficazmente para aniquilar toda resistencia contra la dictadura soviética recientemente instaurada (II, 76 s.).
11) Por otra parte, del primer politburó, octubre de 1917, formaban parte Trotzki, Sinóvief, Kámenef, Sokólnikof y Sinóvief, todos hebreos, o sea cuatro de siete (II, 80). En el soviet de Petrogrado, poco después de la revolución de octubre, era judía la mayoría absoluta de la presidencia (II, 90 ss.). Y un autor citado por nuestro historiador asegura haber afluido, por ese tiempo, miles de israelitas al partido bolchevique (II, 83). ¿Sorprende, entonces, que concluya nuestro autor haber sido la revolución de 1917, en último término, antirrusa, anties-lava, dado también que sus víctimas: sacerdotes, nobles, comerciantes, campesinos renuentes a la colectivización y al enrolamiento en el ejército rojo, fueron principalísimamente rusas (II, 97)?
Ocuparon los judíos eminentes cargos en el Komintern o Tercera Internacional, el gobierno de Moscú y San Petersburgo, los sindicatos, el Komsomol o Unión de las Juventudes Comunistas, el comité ejecutivo central panruso (Politburó o Presidium) (II, 85 s.).
Respecto de la ejecución de la familia imperial, también fue decisivo otro judío, Jacobo Svérdlof, que transmitió al soviet del Ural la decisión fatal de Lenin (II, 95 s.). Y uno de los ejecutores materiales, Jacobo Yurovski, también hebreo, se jactaba de haber acabado personalmente, ayudado del “camarada Mauser”, con la vida del zar (II, 94, 96) (6).
Participaron los hebreos en la tristemente célebre “comisión extraordinaria para luchar con la contrarrevolución y el sabotaje”, vulgo Cheka (según el acrónimo), policía política, lo mismo en los puestos elevados que en los inferiores, así como llevando a cabo las espantosas matanzas que ensangrentaron toda Rusia (II, 137 ss.). El hebreo Benjamín Gersón era secretario personal de Cherchinski, primer jefe de la institución. Otros de la misma nacionalidad encabezaron la terrible policía en varias regiones y ciudades del país (II, 114 s., 137 s., 217 ss.). Es digna de mención Rosa Sulkind- Semliatschka, ejecutora de atroces carnicerías en Crimea; también secretaria entonces de la sección moscovita del partido comunista. En 1930, junto con otros nueve connacionales, miembro del comité central del partido. (Se contaban veinticinco los componentes de dicho comité.) Y en 1939, representante de la presidencia del Sownarkom o “consejo de los comisarios populares”: vulgo, consejo de ministros (II, 89 s., 146, 294, 340). Sin omitir que también era judío Enrique (Genrich, Herschel) Yágoda, sucesor de Félix Cherchinski y de Menchinski: tercer director de la policía secreta (II, 296). Y no está de más recordar que fueron judíos los jefes de las revoluciones húngara y bávara que por entonces estallaron (II, 152 ss.). No es, pues, extraño que hubiese como respuesta matanzas de hebreos en Ucrania y Bielorrusia (II, ibídem).
No menos activos e influyentes fueron los judíos en el ejército rojo, creado por Trotzki (individuo de los más despiadados de que se tenga memoria, según prueban su actuación revolucionaria y sus escritos), Swérdlof y Efraín Sklianski, los tres hebreos. Ocuparon, pues, los pertenecientes a dicha raza puestos relevantes en las fuerzas armadas soviéticas, criatura suya (II, 87, 130 ss., 221 s.).
Igualmente en el campo financiero sirvieron a los bolcheviques los judíos (II, 110 ss.). Y no menos fueron activos en el ministerio de asuntos exteriores: las misiones diplomáticas y comerciales, abrumadoramente compuestas de hebreos, sirvieron muy a menudo para urdir conspiraciones contra los mismos gobiernos ante los cuales estaban acreditadas (II, 222 s.).
Bien pudo sostener un socialista, aunque judío: “Al principio de la revolución fueron los judíos base del nuevo régimen” (cit. en II, 85).
Durante la invasión de Polonia por los ejércitos comunistas, 1920, fueron éstos recibidos en palmas por los judíos polacos, y batallones enteros de los mismos lucharon junto con los bolcheviques contra las tropas de su propio país (II, 146).
12) Entre los judíos emigrados de Rusia a causa de la revolución, fue siempre ambigua la actitud: benévolos con el “orden” bolchevique, prefiriendo el comunismo ruso al nacionalismo alemán, defendiendo el “derecho” hebreo a profesar el marxismo, aun condenándolo en sus aplicaciones; atribuyendo la gigantesca catástrofe exclusivamente a los campesinos, el gobierno, los generales (II, 188 ss.). Por otra parte, negaban la difundidísima, en toda Europa, opinión de coincidir el judaísmo con la doctrina y la práctica bolcheviques, y hasta a veces ensalzaban el militar en los ejércitos blancos y lamentaban el desmembramiento de Rusia (II, 193 ss.). Siguiendo este camino, da Solienitzin noticia de algunos escritores judíos antibolcheviques (II, 196 ss.). Igualmente habla de judíos anticomunistas muertos en los campos de exterminio nazis o marxistas, como Elías Fondaminski y el poeta José Mandelstam (II, 179, 199). Y asimismo se refiere a Fanny Kaplan, magnicida frustrada de Lenin, y a Leónidas Kannegisser, matador del también judío Uritzki, jefe de la checa petrogradense (II, 119 s.) (7).
13) En estos años ocurren dos hechos que parecen menores, aunque sean en verdad muy significativos. Con frecuencia se ha reprochado a Guillermo II el haber permitido a Lenin atravesar Alemania y llegar a Petrogrado para aquí desbaratar el frente ruso en beneficio de Berlín y resolver de una vez por todas la guerra atascada en las trincheras occidentales. El proyecto no intentaba de ninguna manera propagar el comunismo, aunque a la postre así sucediera. Pero resulta mucho más sugestivo que Trotzki, ciudadano ruso, no norteamericano, llegase a su patria procedente de Estados Unidos y provisto de un pasaporte regular de este último país, amén de una respetable cantidad de dinero (II, 53). El asombroso favor de que gozara el demagogo judío parece tener cierta relación con la actitud benévola del capitalismo yanqui respecto de la Unión Soviética, en la década de 1931, cuando ayudó Estados Unidos al régimen moscovita a realizar los planes quinquenales, industrializándose Rusia mediante el trabajo esclavo, pero también gracias a los medios técnicos llegados abundantemente desde Norteamérica. Porque era notorio entonces el acuerdo económico y político entre Wáshington y Moscú, no escatimándose en Wall Street los elogios al régimen soviético o, por lo menos, mostrando disposición a colaborar con él (II, 290 ss.). Las obras ingentes efectuadas entonces mediante el trabajo forzado de millones de personas encerradas en campos de concentración (
gulagi), recuerdan al Egipto antiguo con la gigantesca hecatombe de trabajadores. Sin echar en saco roto la circunstancia de que dirigían tales establecimientos de esclavitud y muerte numerosos judíos (II, 303 ss.). La sintonía entre las dos capitales culminó durante la guerra mundial segunda, mediante los generosos socorros norteamericanos que le permitieron al dictador georgiano enviar sus soldados hasta Berlín y Viena, imponiendo una tiranía que iba a durar casi medio siglo (8).
14) Los años que siguieron a la guerra civil fueron áureos para los judíos rusos. En Moscovia, Ucrania, Rusia Blanca, la cantidad de autoridades hebreas fue tan alta en las ciudades como el porcentaje de judíos en la población urbana, y en el campo ascendió la relación a seis veces y media más (II, 209 s.). Hasta el extremo de haberse podido asegurar, en 1923, “que están los judíos por todas partes y en cada escalón del poder. Los ve el ruso por doquiera, en la vieja capital moscovita y en la capital del Neva, así como en la cúspide del ejército rojo… La antigua avenida de San Vladimiro se llama ahora Nachim-son… Ven los rusos a los judíos en función de jueces y verdugos… No es de extrañar, cuando se compara el pasado con el presente, que se piense ser judío el régimen actual…” (II, 211). No menos irritantes eran las desigualdades sociales: gozaban los hebreos de ventajas comerciales y de aprovisonamiento de víveres desconocidas para el resto de la población, reducida a la miseria. Lo mismo sucedía respecto de la vivienda (II, 213 ss.). Hasta Gorki protestó contra el predominio judío en el gobierno, la industria y la diplomacia (II, 223 s., 263 ss.). En cuanto a la creación y mantenimiento de escuelas (pese a algunas dificultades), teatros, universidades, difusión del yidich, etc., en esta época florecie-ron tales institutos y la respectiva enseñanza (II, 261 ss.) (10).
15) Ventajas que emplearon los judíos a menudo, siguiendo instrucciones de Lenin, para destruir en lo posible la cultura propiamente rusa: religión, arqueología, filosofía, historia, lenguaje, toponimia, ingeniería, cerrando facultades, persiguiendo a los sabios o simplemente matándolos (II, 285 s.) (10 bis). Y recuerda a propósito el historiador haber sido un judío, Lázaro Kaganóvich (cuñado de Stalin y supervisor de la economía soviética) quien destruyó o mandó destruir la catedral moscovita de Cristo Salvador y quería derribar la de San Basilio, de la misma ciudad (II, 286 s.). Y aún señala la historia a otro hebreo, Dsiga Wérlof, director cinematográfico, propagandista del régimen, que registró en una película la profanación de las reliquias de San Sergio de Radónech, en el célebre monasterio homónimo, cercano a Moscú (11). Porque los artistas judíos bien sirvieron a sus amigos bolcheviques, méritos estéticos aparte. No omitiendo el libro que reseñamos a Sergio Eisenstein, gran cineasta, pero falsificador de la realidad o, como dice de la obra de aquél Solienitzin: “… insensata (irresponsable) disociación histórica, torrente de maldiciones vertido sobre la Rusia antigua” (verantwortungslose Geschichtsklitterung…, Schwall von Verwünschungen, der über das alte Russland ausgegossen wurde) (II, 277 y ss.).
Igualmente, participaron los judíos, durante esta época, en la colectivización agraria, que había de provocar gigantescas deportaciones campesinas, millones de muertos y una extensa hambruna. Y participaron de manera tan efectiva, que fueron considerados el enemigo más odiado de los campesinos (II, 252 ss.).
Tan grande resultaba el influjo hebreo en las instituciones bolcheviques, que se ha llegado a asegurar no haber sido sólo participantes los incontables miembros de esta raza en el régimen comunista ruso, sino haberle insuflado su índole misma, vale decir, ignorancia, arrogancia, celo para apoderarse de los bienes eclesiásticos y perseguir a los intelectuales disidentes (II, 288).
16) El asesinato de Sergio Kírof, primer secretario del soviet de Leningrado, en diciembre de 1934, sirvió como pretexto, según indica Conquest, para enviar a la muerte a centenares de rusos, incluidos conspicuos miembros del partido (12). El crimen, urdido por Stalin a consecuencia de la oposición entre él y el “moderado” Kírof (13), y el terror consiguiente, uno más en la historia del bolcheviquismo, sacó a la luz la gran cantidad de judíos que ocupaban puestos importantes en el estado y que iban a caer bajo el hacha del georgiano, igual que ellos habían sacrificado innumerables víctimas.
Había israelíes dirigiendo transportes, agricultura, comercio exterior, finanzas, hacienda pública, justicia, educación, comités regionales, ejército, cultura, gobierno (II, 294 ss.). Y precisamente a estos “dueños de nuestro destino”, como dice el historiador (II, 307), los alcanzó el impensable golpe aniquilador (II, 307). Así, transcribe Solienitzin la lista de judíos fusilados, prominentes miembros del partido y del ejército, igual que de personas independientes (II, 310 ss.). El terror de 1937 eliminó también las instituciones culturales hebreas que habían florecido un decenio antes (II, 324 ss., 335 ss.).- Pueden estos sucesos explicarse también, aparte de la ambición estaliniana del poder absoluto, incluso dentro del partido, por la vieja oposición entre el nativo de Georgia y el hebreo Trotski, y por un atávico antisemitismo que salía a la luz cuando era necesario o se daba rienda suelta a inveteradas antipatías (II, 323 s.).
17) No menos estremecedor que el relato de las atrocidades comunistas es el de los crímenes nazis, en parte cooperando a cometer-los la población autóctona. En 1939 vivían en la Unión Soviética casi cinco millones de judíos, entre rusos y refugiados del Oeste (II, 341). De todos ellos, algo más de la mitad sucumbieron durante la contienda de 1941 a 1945, si bien la cifra encierra tanto las víctimas de las matanzas nacionalsocialistas, como los muertos en combate regular, guerrillas, deportados por Stalin y población cercana al frente de batalla, evacuada o desterrada (II, 399).
Y una duda: si a este número trágico se añadieran los hebreos polacos, rumanos, checos, húngaros, alemanes, y aun franceses e italianos asesinados, ¿darían todos ellos la cantidad redonda y propagandística de seis millones? Mucho lo dudamos, teniendo en cuenta haber residido la gran mayoría de los israelitas en la Unión Soviética.
18) Por otra parte, indagada la causa última del aborrecimiento antisemita y de las barbaridades cometidas a este respecto, se verá que no dejaron los judíos de atraer el rayo sobre su cabeza, al colaborar tan estrechamente con los bolcheviques, confundiéndose con ellos. Así, parecía que la defensa de la civilización occidental entrañaba también repeler a un enemigo implacable: los judíos. Estos, hasta cierto punto, corroboraron sin quererlo la insípida falsedad zarista titulada Protocolos de los sabios de Sion. A lo cual hay que añadir su tendencia al aislamiento en medio de la población con la cual coexistían. De esta forma, si no se zambullían entre sus conciudadanos, envenenándolo todo, como en la Unión Soviética, se apartaban ostensiblemente, caso de Alemania, donde contribuyeron a la par el racismo hebreo y las insensateces hitlerianas sobre la supremacía aria, a agravar la separación e impedir la coexistencia pacífica y la fusión de alemanes y judíos (14).
19) Pero, aun dado por bueno el guarismo de la propaganda hebrea, la cacareadísima hecatombre-holocausto, shoa, no muy grande es si se considera la cantidad de rusos caídos en la contienda mundial última: cerca de veintisiete millones (II, 399) (15).
Tan espantoso número se suma a la sangría incesante empezada en 1905, seguida por la primera guerra mundial, continuada a causa de la revolución comunista y la lucha civil, incrementada con la colectivización de la agricultura. Cementerios en los cuales hay que sepultar además a las víctimas del hambre y la necesidad durante la conversión liberal, época de Yeltsin.
20) También es autor Solienitzin de varios escritos histórico- políticos, donde explaya su convicción cristiana y fundamentalmente conservadora. Y es, asimismo, agudo politólogo. Lo demuestra, por ejemplo, en su librito Reflexiones sobre la revolución de febrero (de 1917). Aquí desenvuelve, entre otras cosas, una requisitoria contra Nicolás II y el gran duque Miguel, por no haber sabido resistir, decidir y combatir la revolución, y además lamenta que los monárquicos petersburgueses no hayan sabido erigir, metafórica o realmente, una fortaleza como sería años más tarde “el inmortal alcázar de Toledo” (16).
Y a este respecto, impugna a quienes pretenden no ser el bolcheviquismo sino una expresión moderna de la idiosincrasia rusa, o sea, zarismo y ortodoxia adaptados al siglo XX y así aceptados por un pueblo habituado a la esclavitud (II, 480 ss.). De esta forma, se denigra definitivamente a toda una nación, su historia e instituciones, y de paso se salva la responsabilidad hebrea en los crímenes revolucionarios, cuya siniestra pedagogía sirvió a los nazis, aprovechados discípulos: caso, por ejemplo, del envenenamiento mediante gas, ideado por che-quistas judíos, y con el que eliminó la policía política a innumerables desgraciados (II, 309 s., 483).
La tesis de no constituir el comunismo ruso sino una forma del carácter indeleble de la nación eslava, sirvió durante la guerra fría a la propaganda norteamericana, y aún sigue sirviendo hoy para caracteri-zar el régimen de Putin, poco amigo de las expansiones imperialistas de Wáshington. Tal interpretación peina canas, habiéndose desarrollado a partir del siglo XVIII, incluso por algunos rusos, tan pesimistas respecto de la índole e historia de su país, como el portugués Oliveira Martins cuando hablaba de su patria: pensamos en Pedro Chadáyef (16 bis). Uno de los últimos ejemplos de dicha tendencia es el yanqui Samuel Huntington, que en su famosa Lucha de culturas siempre excluye del mapa de “Occidente” a la Unión Soviética o Rusia, como si ésta fuera asiática. Pero la interpretación, al menos en lo que se refiere al período bolchevique, la desmienten la guerra civil y el terror institucionalizado para someter la población rebelde al régimen leninista.
Caído el comunismo, todavía emplea la patraña “la presuntuosa Norteamérica, que tan ligeramente considera sus propios crímenes” (II, 487), como el haber entregado a Stalin, es decir, haber condenado a muerte, miles de cosacos refugiados en Estados Unidos o en territorio europeo dominado por Wáshington o por los ingleses (ibídem).
21) En los años últimos de Stalin, más o menos a partir de 1948, incrementóse en la Unión Soviética una política claramente antisemita que clausuró instituciones culturales, procesó a hebreos notables, desenmascaró a judíos ocultos bajo nombre ruso, encarceló, fusiló, mandó asesinar a miembros influyentes de dicha comunidad (II, cap. 10). Los arrestos no se detenían ni ante los más conspicuos funciona-rios del partido o sus parientes: v. gr., la mujer de Mólotof, enchique-rada precisamente en 1948 (17).
22) Por lo que concierne al distanciamiento hebreo del resto de la comunidad, no estribaba exclusivamente en la religión, porque muchos judíos eran ateos y, sin embargo, no se consideraban diferentes de sus connacionales, fuesen éstos creyentes en una religión o agnósticos. Tampoco se apoyaba en el idioma, puesto que muchas veces ignoraban los propios hebreos el yidich y habían de aprenderlo. Concretamente esta lengua, después de la revolución bolchevique, fue fomentada en las escuelas, a menudo en perjuicio del ruso y el ucraniano. Ocurriendo cosa parecida en universidades y escuelas profesionales, donde se postergaba totalmente la historia y la ciencia propiamente rusas (II, 264 ss.).
Verdaderamente, se apoyaba y apoya tal reclusión en sí en una intensa conciencia de identidad étnica, de sentirse ante todo judío, a despecho de pertenecer o no a un país cualquiera y de tener tal o cual cultura (II, 9 ss., 532 ss.). Y esta separación no puede vencerse -cree-mos- sino mediante una asimilación no administrativa, ni política, ni cultural, sino religiosa, gracias a una conversión sincera al cristianismo, tal como sucedió en la España del siglo XV con algunos conspicuos hebreos o, mucho más tarde, con los franceses Agustín y José Lemann, las alemanas Dorotea Mendelssohn (mujer de Federico Schlegel) y Edith Stein, etc. La cadena racial sólo puede romperla la gracia teológica (17 bis).
23) Otra consecuencia que saca un lector de este libro es la siguiente: la comunidad judía, completamente inasimilada, resultaba una especie de cuerpo intruso, deletéreo, en el organismo nacional. Deletéreo, porque nunca cabía considerar a los hebreos ciudadanos fieles, ya que, en su calidad de colectividad extraña, tenían sus propios fines, su nacionalidad privativa, fines que a veces coincidían con los generales, a veces no. Esta fue también la idea de numerosos políticos rusos de la época, los cuales, por otra parte, querían, mediante restricciones secundarias, evitar la violencia ciega de los pogromos (18).
24) Parecía pues, estar completamente equivocado Renán al calificar a los judíos de “levadura” del mundo entero, considerándolos abanderados de las tesis “progresistas” (II, 23 s.), y no más bien corruptores, al modo que los juzgaba Papini, aunque con no menor exageración el italiano que el francés. Y cuando ese veneno se trataba de neutralizarlo mediante la intolerancia, no se conseguía sino fomentar el rencor y el disimulo, caso de los judaizantes españoles, registrándose entre ellos la más refinada hipocresía, conforme ocurrió con la madre de Juan Luis Vives, por ejemplo. Por esto, la autoexclusión de los judíos, a la que sigue como natural reacción el rechazo de sus huéspedes, se siente uno tentado a pensar que no se resuelve (excepto la anotada conversión) sino mediante el éxodo, tal cual ha sucedido finalmente en Rusia, o mediante la expulsión a manera de medida higiénica, profiláctica, procedimiento de Isabel I de Castilla y Fernando V de Aragón, amén de otros países europeos.
Salvo si, al contrario de esa disimilación fundamental, se produce lo que podemos llamar hiperasimilación, o sea, cuando un pueblo entero se incorpora o sigue el modo de ser judío, convirtiéndose tácitamente en algo así como apéndice de los proyectos israelitas, aunque sigan intactos otros modos del ser nacional. Hebreos, pues, incircuncisos, mas enteramente fieles a los ideales raciales y políticos de esta curiosa especie de captores o seductores. Esto sucede en Estados Unidos, que es, en cierta forma, Israel madre, padre y vástago, del cual son las distintas formas de dominio, incluido el típico imperialismo, tentáculos de un pulpo gigantesco, aparentemente fruto de una nación hegemónica toda en armas; pero, en buena parte, efecto de la extraordinaria habilidad con que procede una exigua parte de la población, acorde con el congénito mesianismo protestante de la mayoría, más político y económico que religioso (18 bis).
25) Tampoco ese típico aislamiento era fruto de la situación política y administrativa de los hebreos durante el siglo XIX, al menos en lo que respecta a los judíos rusos: de su falta de derechos civiles plenos. Es cierto que dicha situación pudo influir en el retraerse y apartarse; pero, por una parte, era la exclusión fácilmente remediable mediante una conversión sincera al cristianismo. Y, por otra, ofrecía esta misma época numerosos ejemplos de judíos o descendientes suyos influyentes en la corte y los negocios, y que menciona el propio autor (I, 233 s., 486 ss.) (19). Esto sucedía en el imperio zarista. Y había que mentarlo, compararlo, porque en Austria, Alemania, Inglaterra y Francia los casos de israelitas encumbrados a lo largo de estos años son de sobra conocidos. Debiéndose mencionar, además, la seguridad que solían ofrecer a las poblaciones hebreas los gobiernos de entonces, supuesto que aquéllas no se desmandasen con los nativos. Lo sabían muy bien los interesados, que, por ejemplo, vitoreaban entusiastamente a Francisco José de Austria, cuando una visita imperial a la Galicia polaca, y que suscitó el famoso comentario del monarca a un acompañante: “Ahora ya sé por qué me llaman rey de Jerusalén”, uno de los títulos con que se engalanaban los emperadores habsburgueses (20).
26) Realiza Solienitzin una catarsis histórica, damnatio memoriae o Vergangenheitsbewältigung, como dicen los alemanes. Hasta hace poco se había efectuado la misma respecto del bolcheviquismo, de sus errores y horrores, al menos en parte; pero no en lo que atañe al papel de los judíos en tales atrocidades. Nuestro autor consigue hacerlo con ecuanimidad, sin trabas además, gracias a estar bajo la égida del zar Vladimiro, de sus gaso y petrorrublos, porque, de lo contrario, seguramente habría sufrido las vicisitudes de David Irving y los franceses suficientemente atrevidos para dudar de algunos dogmas impuestos por el sionismo, dogmas que transfieren la historia de mano de los historiadores a la competencia de políticos, jueces y policías, de acuerdo con el mejor criterio obscurantista. Al menos Rusia ha logrado a medias esa damnatio, cosa que no ha conseguido Alemania, por las trabas que han impuesto precisamente los judíos de que aquí habla-mos, los izquierdistas de toda ralea y los liberales (21).
Pone nuestro historiador el dedo en la llaga, siquiera sea en lo que respecta a su patria. Sin que olvidemos nosotros, fuera de Rusia, la complejidad del asunto en general. Los judíos, publicanos evangélicos, alcabaleros medioevales, taberneros y fabricantes de aguardiente rusos, polacos, ucranianos; revolucionarios bolcheviques, especuladores o banqueros norteamericanos y franceses, tiranuelos de Oriente Medio. Pero también fundamento doctrinal del cristianismo, espléndidos poetas e inspirados profetas, estirpe de Jesucristo y de San Pablo, almáciga del evangelio, y de los cuales puede decir con razón el Occidente, aunque no sea sino en este campo: Ex Oriente lux.
27) En fin, parece que no se han disipado los viejos rencores sionistas contra los rusos y que se aprovecha para desfogarlos cualquier circunstancia. A causa de la reciente disputa sobre Georgia, verano de 2008, han salido a la luz la asistencia militar israelí y la venta de armamento procedente de Tel Aviv a Tiflis. De larga data. Así como la existencia de connotados políticos georgianos cuya raigambre judía es notoria (22).
NOTAS
Zweihundert Jahre zusammen, Múnich, año 2002, zum Thema. Faltos de una traducción española, usamos la versión alemana. El prologuito, zum Thema, citado está fechado en 1995, probablemente de cuando fue terminada la obra, por lo menos en su conjunto, a falta tal vez de retoques. Data la versión germana de 2002, tomo primero, y 2007, el segundo. En lo sucesivo, para no multiplicar las notas, citaremos entre paréntesis, en el texto, tomo en números romanos y página en arábigos. Esta teoría supone la extinción de los judíos como raza y el nacimiento pseudosemita de una comunidad de raigambre exclusivamente religiosa. Pero esta es otra cuestión.
I, 24 s. Para más detalles de los sucesos de entonces: N. Brian-Chaninof: Historia de Rusia, pags. 111 ss. (Barcelona, 1955); Erdmann Hanisch: Historia de Rusia, vol. I (Madrid, 1944), pags. 94 ss.
Hanisch: op. cit., I, pag. 109; Angelina Scheggia: Historia de Ucrania, pag. 45. Madrid, 1963.
Constantino de Grunwald: El zar Nicolás II, pag. 193. París 1965.
El embajador francés en San Petersburgo, Mauricio Paleólogo, se refiere repetidas veces a estas decisiones inhumanas del gobierno y el alto estado mayor rusos. Las notas al respecto se leen en el diario del embajador: veintiocho de octubre de 1914, treinta de marzo de 1915, uno de julio del mismo año, ocho de agosto de igual año, cinco de septiembre de 1916.- Empleamos la edición parisiense de 1921 y 1922, en tres volúmenes, con el título La Rusia de los zares durante la gran guerra.
Cf. Alberto Falcionelli: Historia de la Rusia soviética, pags. 70 s. Madrid, 1958.- Yurovski, después de su hazaña de Yekaterimbur-go, trabajó en Moscú, a las órdenes de Cherchinski, en la Cheka (Solienitzin: op. cit., II, 97).
Acerca de más detalles del proceso, por así llamarlo, o sea, del interrogatorio, torturas y asesinato de esta Carlota Corday rusa, lamentablemente fracasada: Orlando Figgs:
La revolución rusa, pag. 775. Francia, 2007.- El católico francés Pedro Pascal, residente en la Rusia bolchevique largos años y completamente conquistado por la revolución, “rezó” por el restablecimiento de Lenin, cometido el atentado, porque el dictador había consagrado vida y alma “al pueblo”, y en cierta forma pertenecía “al alma de la Iglesia” (Diario, vol. I, pag. 320. Lausana, 1975).
Respecto de los bienes y créditos recibidos por Moscú, Georg von Rauch: Geschichte des bolschewistischen Russland, pags. 425 ss. Wurzburgo, 1965; Lothar Gruchmann: Der zweite Weltkrieg, pag. 142. Múnich, 1967.
Vinicio Araldi: U.R.S.S.: Medio siglo de represión, pags. 252 s. Madrid, 1973.
(10bis) Acerca de la política estaliniana, fluctuante entre destruir la conciencia nacional rusa y restaurar el patriotismo, en vista de la amenaza extranjera, véase también de Solienitzin: La Russie sous l’ avalanche (París, 1998), pags. 231 ss. Solienitzin: Dos siglos, II, 277. Cf. Pedro Kovalevski: San Sergio y la espiritualidad rusa, pag. 166. Bourges, 1958.- Durante la exposición “Rusia”, habida en el museo bilbaíno “Guggenheim”, abril a octubre de 2006, se proyectaron cortos de dicha profanación, siendo tal vez lo más patético de las escenas de saqueo y destrucción, el silencioso dolor y la consternación de los fieles presentes. El gran terror, pags. 73 s. Inglaterra, 1971.
Op. cit., pags. 71 ss.
Ernesto Nolte: Der Faschismus, pags. 462 s. Alemania, 2000.
La cantidad es prácticamente la misma que le indicó Gorbachof a Helmut Kohl o a uno de sus asesores: Wie es war. Die deutsche Wiedervereinigung, pags. 126, 132. Berlín, 1999. A tal magnitud hay que añadir dieciocho millones de inválidos: ibídem.
En cuanto a Ucrania, se cifra en más de diez millones de muertos el precio de la colectivización estalinísta del campo, años 1932-1933, cuando todavía colaboraban estrechamente los judíos con los bolcheviques, es decir, cuando éstos y aquéllos eran todos uno. Cf., respecto de este genocidio, Víctor Yúchenco, presidente ucraniano, en el diario El País, veinte de noviembre de 2008, pag. 6.
Y si vamos más hacia Oriente, a China, cuya historia se emparenta en ciertos períodos con la rusa, encontramos tales holocaustos, desde poco después de caída la monarquía, 1911, hasta la muerte de Mao, 1976, que centuplican las carnicerías occidentales debidas a la guerra y el marxismo.
Al lado de todas estas horribles cantidades, palidecen las altisonantes de la shoa. Reflexiones, pags. 26 s. y cap. II. Francia, 2007. (16 bis) Sobre este pensador ruso, cuyas ideas, derivadas de un extremo occidentalismo, no parecen ser todas erróneas, véase A. Gratieux: A. S. Khomiakov et le mouvement Slavophile, vol. I (París, 1939), pags. 44 ss.- Solienitzin, huelga decirlo, se acuesta más bien hacia la escuela eslavófila: Khomiákof, Dostoyevski, el pintor Alejandro Ivánof, los hermanos Aksákof, Gógol, Glinka… Conquest: op. cit., pag. 360. Cf. Solienitzin: op. cit., II, 412.(17 bis) Esta solución al “problema” judío la patrocina también el filósofo argentino Alberto Buela, en cuya patria se da igualmente, aunque no de forma tan aguda como en Rusia y Alemania, el antagonismo entre nacionales y hebreos: Pensamiento de ruptura, pags. 47 s. Buenos Aires, 2008.Henri Troyat: Alejandro III, pag. 117. París, 2004. (18 bis) Especialmente en lo que se refiere a Oriente Medio sorprende la subordinación norteamericana a los judíos, sin importarle a Wáshington que dicha subordinación en zona tan alterada del planeta pueda desembocar en un conflicto mundial. Cf. al respecto, John Mearsheimer y Stephen Walt: El lobby israelí y la política exterior de Estados Unidos. Madrid, 2007. De sangre judía era Carlos Roberto, conde de Nesselrode, acérrimo enemigo de Napoleón, embajador ruso en París y ministro de asuntos exteriores durante los reinados de Alejandro I y Nicolás I. Pero ya en época de Catalina II, el príncipe Potemkin estimaba mucho a los hebreos, hasta el extremo de formar con ellos un regimiento para combatir a los turcos: Simón Sebag Montefiore: The life of Potemkin, pags. 282 ss., 394. Londres, 1988.Helmuth Nürnberger: Joseph Roth, pag. 26. Hamburgo, 1985.
Sin olvidar, empero, que mucho falta para que sea medianamente satisfactoria la investigación de los crímenes bolcheviques en Rusia, desde 1917. La Iglesia ortodoxa ha canonizado a Nicolás II, su familia y todas las víctimas de la tiranía comunista. Existe una asociación particular, “Memorial”, que impulsa la rehabilitación de los asesinados, e investiga el tiempo en que se realizaron las matanzas y el lugar de las numerosas fosas comunes, por ejemplo en Crimea (Marco Canynnyk: Die Massengräber von Kiev, art. publ. en la rev. Kontinent, nº 57, pags. 43 ss. Bonn, 1991). Pero no parecen querer realmente las autoridades actuales poner a la luz por entero el genocidio. V. gr., encontrar los cementerios donde yacen centenas de miles de ejecutados, determinar el atroz resultado de las hambrunas provocadas por Lenin en tierras del Volga (Solienitzin: op. cit., II, 79), por Stalin en Ucrania y Kazajistán; tratar de las ingentes deportaciones que sufrieron regiones rusas enteras y los países bálticos, etc. (El País, de veintisiete de diciembre de 2007, pags. 8 y 9). Se publican biografías sobre algunas víctimas notables de la dictadura, como la gran duquesa Isabel Feodorovna, hermana de la zarina; se señalan enterramientos colectivos; aparecen en la Rusia actual memorias de perseguidos y exiliados, aplastantes pruebas contra el régimen inaugurado en 1917; se multiplican las obras históricas inculpatorias; pero aún se exhibe la momia de Lenin en Moscú, hay innumerables estatuas de Stalin y calles conmemorativas de época del georgiano; alaban los textos escolares por patriotismo, según se afirma, los años del terror, haciendo hincapié en la modernización del país, y exaltando, además, el poderío soviético nacido de la guerra mundial segunda. Y así en mil otros casos.
Angel Maestro: “¿Qué ha pasado, en realidad, en Georgia”, art. de la revista digital El Manifiesto. com., de veintinueve de septiembre de 2008.
MARIO SORIA
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