Edición nš 7 - Abril/Junio de 2009

Diario de Egipto, de Mario Soria

3/8 (sábado).- El Cairo, después de un viaje en avión. El hotel, “Cosmopólitan”, mejor que el “Pirámides”, lo cual no es difícil. Dormí regularmente. Había un poco de ruido. Llegué muy tarde.



4/8 (domingo).- La lección cotidiana de árabe, a las nueve de la mañana. El profesor, . Primero, junto con Carmen Alanti. Después, en vista de que no entendía las explicaciones, todas en árabe, me degradaron. Tampoco me enteraba de mucho en la otra clase y terminé mareado. Salí antes de hora a pasear por las calles Talat Harb y Kasr an-Nil. Me reconfortó el calor pegajoso.
Pasada la novedad, o sea la visita del anteantaño, ya sólo vi la multitud innumerable, el tránsito caótico de vehículos, los vendedores insistentes, la mugre de las calles. A las ciudades, como a las personas,
no hay que tratarlas demasiadas veces. Quizá nunca haya que volver a una ciudad hermosa o interesante, al menos mientras la recuerde uno.
Misa, en la iglesita armenia de la Encarnación, muy cerca del hotel, calle de Sabri Abu Salam. Edificio hecho en 1925. De tres naves y cúpula. En el presbiterio, baldaquino rematado por un templete de cúpula bulbosa, típicamente musulmán. Pinturas insignificantes, insípidas, de Cristo, Teresa de Lisieux y otros santos. La liturgia, con varias bendiciones del celebrante mediante la cruz, y una, empleando las especies ya consagradas. Comunión de los fieles con pan y vino. Debió de ser celebrada en armenio la misa, porque era ininteligible la lengua: ausencia de las consonantes sonoras y guturales árabes. Fieles, veinticinco, poco más o menos. Larga, la plática; con todo, duró la misa cuarenta minutos. La comunidad, seguramente de armenios unidos a Roma, porque no llevaba el oficiante signo alguno de soberanía o autocefalia, vale decir ni dalmática, ni capa, ni corona cerrada. Los asistentes, de tez blanca la mayoría.
Paseo, hasta la plaza de Kemal Ataturk y la iglesia de San José. Todo polvoriente, envejecido: sucias, las bocacalles que salen de las vías principales. Tiendas de ropa, repletas de mercancía. Precios, no caros para mí, si interpreté bien los cartelitos.
En el hotel, un vaso de té equivalente a cien pesetas.
Viste la gente como hace dos años, o sea que muchos hombres lo hacen con camisa de manga corta y pantalón; las mujeres, con la sólita chilaba y pañuelo a la cabeza. No van estas últimas más solas que entonces.
Molestias estomacales, quizá por el cambio de clima, pues me estoy cuidando mucho de beber sólo agua mineral y té, amén de comer arroz y carne. Intenso, el calor; el caminar lentamente, dejando rodar el pensamiento y la mirada, me tranquiliza y cura.



5/8 (lunes).- Museo islámico. Admirando sobre todo los coranes manuscritos y dorados; la letra tan legible; los festones de las páginas, de variadísimos motivos vegetales y florales. También, los mosaicos turcos, casi siempre procedentes de Nicea (Iznik), verdes y azules por lo general, de inagotable fantasía las hojas y flores que los adornaban; pocos motivos geométricos; reconocí entre las flores margaritas, peonías, claveles, rosas.- Curiosa síntesis, en una lámpara de colgar, de arte cristiano y musulmán: la cruz, aunque algo disimulada, adornaba la parte superior.- Naturalmente tuve que pagar propina por que me iluminasen las vitrinas de los coranes y me indicasen algún detalle curioso, como el de la lámpara. Ocho libras me costó la entrada y pagué seis o siete de propinas.
Catedral ortodoxa de San Marcos. Edificio terminado hace dos años, según una inscripción, pero ya polvoriento y deslucido. En el centro de una extensa finca tapiada donde se alzaban otras casas: arciprestazgo, escuela, dispensario médico, librería y demás. Pórtico de la iglesia, hipóstilo, de arcos levemente cerrados en la parte inferior. Pude atisbar por una ventana el interior del templo: tres naves y cúpula. Un gigantesco pantocrátor cerníase desde la última. De herradura me parecían los arcos que dividían el recinto. Gran iconostasio. Los campanarios que se erguían a ambos lados del templo parecían alminares. Popes vestidos de sotana negra. Gruesos, sonrientes, pero no muy amables. La iglesia, cerca de la plaza de Ramsés II, no fácil de encontrar, en una calleja. En el gran patio de delante del templo, adolescentes y niños, alguno vestido de chilaba, tan morenos y vivaces como cualquier otro egipcio.
Magnífica mezquita de al-Fath: su alminar, de varios cuerpos, probablemente uno de los más altos del Cairo; cilíndricos, estriados, poligonales, los elementos de la torre. Con gracioso tejadillo de madera, los balcones; los paños de los muros, labrados; las cúpulas, ornadas. Arte neomameluco, al menos por fuera. Lamentablemente, seguía vallada la entrada y no era posible apreciarla bien; parecía que hubiesen empleado en ella, además del sillar común a todo el templo, mármol. Por la parte posterior, encajonada entre edificios modernos, perdía prestancia.
A las doce de la mañana, agobio de la multitud y los innumerables vehículos: bocinazos, empujones, gritos, discusiones, dificultad de caminar a causa del gentío, los buhoneros, las aceras mal pavimentadas, los automóviles, autobuses, bicicletas que no respetaban los semáforos. Todo esto, en el centro de la ciudad: calles Talat Harb, Qasr an-Nil, Ramsés y otras, amén de la plaza de at-Tahrir, muy peligrosa de cruzar por la superficie. Generalmente no reparaban los cairotas en roces y empujones leves; no se suelen ceder el paso y rara vez lo hacen a la mujer. Al salir y entrar en el metro, atropellándose como japoneses. Siempre han vivido en multitud, tocándose unos a otros, viéndose, oyéndose. Esto seguramente les hace más soportable el apiñamiento. No obstante, vi en el metro cederse el asiento entre hombres.
Almorcé en un restaurante cercano al hotel: treinta y cinco libras me cobraron, o sea más de mil trescientas pesetas, por un “kebab”, arroz , pan, agua y té. Exorbitante.
Por la tarde, largo homenaje al Nilo, quizá el espectáculo más hermoso del Cairo. Primero, viéndolo desde el puente de at-Tahrir, verde parduzco, tardo en moverse, dividido en varias corrientillas por las plataformas que sostienen el puente. Luego, paseo río arriba, siguiendo la ribera, hasta el puente del hotel “Meridiano” y el del palacio Manial. Pescadores, novios, ociosos, muchachos en conversación, soldados, amén de faluchos anclados y embarcaciones de recreo esperando clientes. Plátanos, enormes ficus de hojas carnosas, magnolios. Cuando no veía el río, debido a la espesura de la vegetación o los edificios, lo sentía, brillando oculto y dando vida.
Al ponerse el sol, parecía haberse incendiado el agua en las profundidades, dejando asomar el fuego dorado, llamas las olitas, sin parar nunca su luciente aletear, deslizándose unas sobre otras, siguiéndose, encadenándose, apagándose, volviéndose a encender, impredecibles, juguetonas, deslumbre de un instante. Después, no quedó de ese incendio más que un rastro de luz que dejaba el sol, igual que si hubiese navegado por el río y subídose de pronto al cielo.
Encontré el palacio Manial. Esta vez no me lo escamoteó el genio del mismo. No vi el interior. Junto al palacio, horrendas construcciones modernas de quince o más pisos.



6/8 (martes).- Cada vez más fastidiosas, las clases. Sólo en árabe habla el profesor, , en voz baja, boca adentro, por lo cual no entiendo ni siquiera aquello que sé. Tampoco me explicaron los ejercicios que habían hecho y siguen haciendo, que aunque muy sencillos me resultan difíciles porque ignoro el sentido de muchas palabras. Noto que al profesor, joven, lo pone nervioso mi torpeza, que quizá sea más bien la suya. Los otros condiscípulos, dos, se retrasan al no ir yo al paso suyo.
Desde la plaza de Ahmed Maher, continuando la calle homónima, a la puerta Zuvaila. De ésta, a un bazar que hay frente a ella, donde encontré gran cantidad de cojines típicos muy bonitos, especialmente los de motivos islámicos. Luego recorrí la calle de la Puerta Roja (Darb al-Ahmar) hasta la de at-Tabbana, buscando la mezquita Azul. A lo largo de dichas calles, bellos alminares de estilo mameluco, poligonales, de varios cuerpos superpuestos, con balcones de antepechos calados, cúpulas bulbosas, mocárabes a modo de modillones debajo de los balcones, etc. A menudo las cúpulas, delicadamente labradas; nunca esféricas ni provistas de linterna. Amplios y altos edificios de sillar, bonitas ventanas simbólicas, cresterías de tréboles esquematizados, puertas estrechas, de bóveda alveolada. Pero todo ennegrecido, ruinoso, clausuradas muchas mezquitas, rotos los cristales de las ventanas, tapiadas las puertas, semideshechas las celosías, basura junto a los muros, paredes apuntaladas en muchos casos. La mezquita buscada, de dos alminares, uno más cercano al estilo turco, esbelto y estriado, y el otro netamente egipcio, amén de una hermosa cúpula, cerrada como hace dos años y seguramente que más deteriorada todavía.
En Khan el-Khalili, calle de las mezquitas, Al-Muiz li-Din Allah. Mismo barullo de siempre, de paseantes, compradores, turistas, vendedores, vehículos de toda clase. Pero aquí resultaba simpática la baraúnda, aun a pesar de las incomodidades, no como en las calles de at-Tabbana y Darb al-Ahmar, donde todo era sórdido y parecía la vida casi gusanera. Apenas diez minutos antes.
Curiosa mezquita de al-Kavlún, dividida –si no me equivoco- en dos edificios, uno de ellos con dos puertas: gótica la primera y mameluca la segunda. Aquélla, con columnas a los lados, sostén de numerosas archivoltas; en el tímpano, calado un trébol, símbolo sin duda de la Santísima Trinidad. Hermosas y variadas celosías de hierro en las ventanas. De la época de las cruzadas.
Bello alminar cuadrangular, cubierto de yeserías, de la mezquita del sultán Barquq.
Volví por la calle de al-Azhar hasta llegar a la de Port Saíd. Desazón, casi ahogo por la muchedumbre de automóviles, autobuses, ruido, calor. Con sumo cuidado había que caminar por muchas partes de al-Azhar, como por casi todas las calles de los barrios artesanos, comerciantes, populares, pues o no existían las aceras, o estaban convertidas en lagunas (a la hora de regar), talleres mecánicos, muelles de carga y descarga, carpinterías, cocinas, herrerías, salones, cafeterías, aserraderos, fumaderos, garajes, tiendas, almacenes, vertederos, restaurantes, mientras iban y venían a miles los vehículos por la calzada, junto con los peatones, imposibilitados éstos de transitar por otro sitio. Luchan en El Cairo viandantes y vehículos, molestándose mutuamente. Invaden aquéllos cada vez más la calzada, empujados por el gentío que se agolpa, come, conversa, vende, trabaja, fuma, toma té o café, se sienta en aceras estrechas, mal empedradas, de distintas alturas, a menudo llenas de basura. En esa lucha del hombre con la máquina, es dudoso que gane la última. Al menos en los barrios populares, no pasa el hombre por las calles: está en ellas, de modo que no deja al enemigo el campo libre. Y en tales zonas más se nota el ímpetu de una población joven y vigorosa.
Exhausto acabé el día. Bebí sólo agua mineral, té caliente y un vaso de jugo de mango. Almuerzo en el hotel: sopa de tomate, carne frita, calabacines, pepinos, tomate en rodajas, zanahorias y abundante perejil. Siempre, temeroso de la gastroenteritis.



7/8 (miércoles).- Hice novillos.
Museo Egipcio. Lleno de turistas. Varias veces escuché hablar español a guías y tropa. Casi tres horas de recorrido y sólo vi superficialmente el piso inferior.
En piedra no lograron los egipcios grandes estatuas de pie exentas. Siempre tienen éstas por detrás un soporte o el personaje mismo forma un bloque estable, macizo. Pies enormes de Ramsés II y otras estatuas; artificio para prolongar la lateralidad de la figura y dar impresión todavía de mayor firmeza y fuerza del magnate. Vista de frente la escultura, un pie delante de otro, da también la impresión de estar avanzando. El mismo artificio que empleó Nicolás de Bussy para “mover” su Cristo de los carmelitas murcianos, descontando la maestría escultórica del artista francés.
Extraordinaria la fuerza con que aferran unas manos, solas, como desprendidas de su cuerpo, el bastón de mando, en el jardín de la entrada; de granito rojo. Ese vigor se repite en muchas esculturas: mantener los brazos pegados al cuerpo y empuñadas las manos, símbolo del poder absoluto y divino de los faraones.
Tapa de sarcófago de granito, con la efigie de un enano ya adulto, de quizá treinta años. Muy bien realizado el relieve en punto a proporciones, perfil de la cara, contorno del cuerpo. Quizá del período persa.
Sala vigésimocuarta. Preciosas cabezas y estatuas de suma elegancia, no grandes. Cabecita de una reina, inacabada; quizá de Nefertiti; hermosa.
Bellas piezas también, en la sala del llamado reino nuevo. Notable retrato, en piedra calcárea, de una princesa atacada de elefantiasis. Dinastía décimoctava.
Estatua de Amenhotep, joven, representado como escriba. Detalles: inclinación meditabunda de la cabeza y pliegues de grasa del vientre. Granito negro. El mismo personaje, anciano, de cara demacrada. Se reconocían los rasgos de la primera escultura en la segunda. Granito gris. Dinastía décimoctava. Misma sala de antes.
Estatua del rey Hor, en madera: excelente tallado de pecho, vientre, piernas, manos; pies proporcionados. Esquemáticas, las articulaciones. Dinastía décimotercera.
En una sala lateral del imperio antiguo, estatua de Ty, dinastía quinta. Perfil casi griego, o sea en línea recta nariz y frente; muy bien hechos labios, mentón, hombros. Aprobados por el crítico, los pies. Otras estatuas, igualmente de acertado perfil y, por consiguiente, de inconfundible personalidad la cara. Lo mismo cabe decir de la célebre pareja Rahotep y su mujer, Nofret, aunque inferiores las esculturas, a mi juicio, a la de Ty, de extraordinaria prestancia.
Estatua de madera de un hombre cincuentón, calvo, gordo, carirredondo: “el alcalde de la villa”. Magnífico retrato. Asimismo, estatua de Kefren, dinastía cuarta. Diorita. Fuerte contextura de pecho y hombros; rasgos tensos, de gran energía la expresión. Estas obras, en otra sala lateral del imperio antiguo.
La gran escultura de Alejandro, de rasgos más finos que sus predecesores, pero sin la delgadez morbosa de Akenatón. Bien modelado el perfil, expresivas las facciones, asomo de manzana de Adán, correctos pecho y vientre: éste, con su correspondiente curva, pero no abultado; delgados, los brazos. Toscas, en cambio, las piernas, casi bodoques informes.
Materiales empleados en cuanto vi: madera, mármol, alabastro, granitos negro, rojo y gris, basalto, piedra arenisca, piedra calcárea, esquisto, diorita.
Comí en un figoncillo de la calle Alfi, donde había ido hace dos años con Omar. Lentejas machacadas aceitosísimas y muy saladas; garbanzos también machacados; tortilla de huevos y cecina; ensalada de tomate, pimientos, perejil, pepino y otros ingredientes que no pude identificar; “faláfil”, o sea tortitas de habas fritas y espolvoreadas de granitos de anís y sésamo. El gusto de las lentejas lo suavizaba un poco de jugo de limón. Precio, nueve libras.
Con el vientre algo suelto. Supongo que a causa del mucho beber, aunque procuro tomar siempre agua mineral templada y té caliente.
Palacio de Manial. Ya pica la cosa en historia: estuve en la puerta de entrada a las cinco y cerrada me la encontré. El horario de visita, de nueve de la mañana a la hora susodicha.
De todos modos, largo paseo viendo el Nilo. Baile tembloroso, incansable, de la luz sobre las ondas verdosas. Alegría del río, brisa que soplaba ligeramente fresca, niños y muchachos bañándose en improvisadas y estrechísimas playas de uno de los canales, carrizos que crecían hasta alcanzar cuatro metros y llegaban desde el lecho del río a la calle, elevada sobre el cauce. Parecía no haber ni sol ni cielo: sólo luz, calor y el agua interminable.
Librería de libros y estampas antiguos. De los primeros, franceses y algunos ingleses: Lamartine, Châteaubriand, Fenelón, de los que recuerdo. Una historia de Luis Felipe costaba trescientas libras, o sea más de doce mil pesetas, quizá tan cara como en París. Absurdo que en una ciudad oriental cobren precios occidentales por libros que quizá nunca venderán, tan solicitados como pudiera serlo en Madrid una biografía de Ibrahín Pachá escrita en árabe.


8/8 (jueves).- Todo el grupo de españoles, al barrio copto. Absurdamente fuimos en taxi, bordeando el Cairo antiguo y la Ciudadela. Y volvimos de la misma forma, porque Omar –profesor, guía, tutor, mentor- empeñóse en ello, ya que había contratado los dos vehículos que nos llevaron.
Iglesia Colgada. De fines del siglo IV y comienzos del siguiente. Construida sobre la puerta sur de la fortaleza Babelion. De ahí procede el nombre del templo. En una estancia lateral, soberbia pintura en yeso, quizá del siglo VI: Magdalena limpiando los pies de Jesús. Caras delgadas, narices afiladas, ojos grandes y negros, bocas pequeñas. Colores vivos, sin matiz. Escena variada, de muchos personajes.- Confirmé la influencia árabe predominante en la ornamentación, aunque la estructura del edificio fuese cristiana. Siempre teniendo en cuenta que reivindican los coptos la paternidad de esos adornos que juzgamos propios del arte musulmán.
San Jorge. Otra vez, la penumbra calurosa y sensual que ya conocía. En ella, algunos destellos dorados del fondo de los iconos. Acabada representación de un estado místico: el contemplativo existiendo en medio de la profundidad obscura de Dios. La propia estructura circular del templo significaba la perfección.
Santa Bárbara. De techo semejante al de la Iglesia Colgada, o sea el arca de Noé, barco de salvación, invertido, la quilla hacia arriba. En una capillita lateral, reliquias de San Jorge y la titular, según nos aseguró el guardián del templo. Les encendimos velas Carmela Alanti y yo. Autentificamos los restos.
San Sergio. Muy parecida a la anterior: de tres naves y dos alturas.
Mezquita de Amr ibn al-Asi. A la entrada, extendíanse siete naves separadas por columnas. Después, un gran patio. Al fondo, la zona del “mihrab”. Esta parte, cerrada por obras. Las columnas, de mármol blanco y capiteles de hojas naturales, a la romana. Al centro del patio, un quiosco de abluciones muy parecido al de la mezquita de Hassán, pero sin su belleza ornamental.
Sinagoga. Dentro del barrio copto. Tres naves; la central, de doble altura que las laterales. Techo plano, pintado con adornos de lazos y estrellas; totalmente árabe. En el centro de la nave principal, un púlpito muy semejante a los de las iglesias coptas y ciertas mezquitas. Sobre las naves laterales se alzaban galerías de arcos de medio punto cuyas dovelas alternaban el blanco y el negro. Al fondo de la nave principal, una especie de presbiterio, sin altar naturalmente, con una puerta taraceada y dorada. Limpio, el edificio, por dentro y por fuera; muy bien cuidado. ¡Qué contraste con el exterior de iglesias y mezquitas!
Mal sabor de boca me dejó una pregunta maligna de , acerca de la efigie de Cristo, viendo el bello pantocrátor de San Jorge: ¿Cómo era posible conocer la cara del Señor, si no había en su tiempo fotografía? Yo hable de la sábana santa turinesa y Carmela no tuvo empacho en mencionar el velo de la Verónica. Hizo un gesto escéptico el malicioso.
San Jorge. Olvidaba decir que la inscripción griega de la entrada, donde se mencionaba la contribución de aquel país a la restauración del templo, la tapaba un reposterillo con el águila bicéfala rusa.
Al caer la tarde, ya solo, por la calle de al-Yalá, paralela a la de Ramsés II, para ver una iglesia copta llamada nada menos que de San Constantino y Santa Elena. Doblé por la calle de as-Sahafa y me metí en dos o tres callejuelas. No fue difícil de encontrar el edificio, moderno, imitación de la catedral vieja de San Marcos, en pequeño. El templo, recinto rectangular con algunos santos en los muros y el iconostasio más bien modesto, característico de los coptos. Todo, limpio y muy cuidado. Lo más interesante, una veintena de niños a los que dos profesores jóvenes enseñaban a canturrear algo de memoria, canto o proposiciones del catecismo. El barrio, pobre, tirando a miserable. Eran un oasis de limpieza y orden patio y edificios de la iglesia. Pasé por delante de la embajada italiana, en la calle de al-Yalá: el escudo de la república, ladeado, semidesprendido de la pared, sucio, acorde con la basura y el polvo del sitio. Un poco más allá, la entrada del instituto “Dante Alighieri”, que causaba risa por el nombre pomposo en medio de la porquería. Y más lejos, la redacción de “Al-Ahram”.
Tratando yo de leer el rótulo de una calleja que llevaba a la iglesita citada, se acercó un hombre bien vestido y algo me dijo. No sé si era el sujeto amigable u hostil. Son a veces tan bruscos los egipcios, que no sabe uno cuándo están irritados y cuándo hablan normalmente. Sin duda, el turista que camina por esos andurriales donde nada hay notable que ver, o es cristiano que busca la iglesia cercana, o periodista que pretende redactar crónicas desfavorables de la ciudad. Ambos casos quizá de poca recomendación para un patriota musulmán.
La insignificancia arquitectónica de esta iglesita me ha quitado las ganas de ver otras, aunque las indique el plano que tengo; con excepción de la catedral nueva de San Marcos, que sí me interesa.
En la cafetería “Groppy”, helado que parecía alminar por lo alto: de fresa, coco, chocolate; con dos galletas y base de plátano y mangos. Diez libras.



9/8 (viernes).- Lumbago, al levantarme, y cargadísima la orina, amén de escozor y dolor al orinar.
Al barrio copto, en autobús fluvial. Volví en metro. Pobre, la zona entre el embarcadero y las iglesias, pero no miserable. Había mercadillos, cafés, tiendas, carretas con hortalizas. Negruzco, el Nilo. Estaba medio nublado el día. A veces parecía el agua balsa de aceite negro o permanecía quieta en grandes espejos de luna obscura que duraban un momento y se diluían en miles de ondas. Tersura tan fugaz como un parpadeo. Cuando reaparecía el sol, volvía a tomar el agua su color habitual, verde parduzco. Delicioso, ver las olitas que levantaba el lanchón y escuchar cómo reventaba la espuma blanca.
Iglesia Colgada. Planta basilical. Cuatro naves de distinto ancho y misma altura. Un poco más angosta la lateral izquierda inmediata a la principal. Dividían las naves arcos góticos, de medio punto o cortes cuadrangulares. En este último caso, se apoyaba el entablamento en las columnas y sostenía un murete donde se abrían arcos redondos que subían hasta la altura de los góticos, poco más o menos así:















Turistas rubios, de esos que calificaría uno “a priori” de ateos o indiferentes, poniendo dinero en el cestillo donde pedían los coptos limosna para sus obras.
Compré una gramática copta, o sea del idioma litúrgico actual, que fue también el de los egipcios antiguos, antes de la invasión musulmana. Y bonitas postales de iconos, amén del iconostasio de la Muhalakam (Colgada).
Por la televisión, más de una hora duraron el sermón y oraciones transmitidos -creo- desde la mezquita de al-Azhar, respetaurada. Magníficas, pronunciación y entonación; registro notable del predicador o director del rezo, desde el bajo profundo hasta el tenor; belleza de los techos pintados de lazos y estrellas; fervor de los asistentes, hasta de los niños, salvo algún gesto travieso.
En la ciudad, al contrario de hace dos años, por lo menos a lo largo del Nilo y en las plazas de at-Tahrir y Talat Harb, junto con las calles adyacentes, apenas se notaba ser viernes, salvo por el número menor de personas con que se topaba uno y por los vehículos raleados, circunstancias ambas que hacían grato el caminar. No se escuchaba por doquiera, como en otra ocasión, el resonar de sermones y rezos que salía de los altavoces. Abiertas, las tiendas; concurridos, los cafés, con sus habituales fumadores. ¿Disminuye la fe?
Me contó una de las españolas que componen la expedición, que hace unos meses, en Londres, salía de la misa del gallo junto con otros católicos, y los abuchearon algunos tolerantes ingleses, de la misma especie de los que desempolvaron, semanas atrás, todo el odio histórico, con motivo de un partido de fútbol entre España e Inglaterra.



10/8 (sábado).- Viaje a Alejandría, en tren.
Desde la salida del Cairo, un vergel a ambos lados de la vía, hasta el horizonte. Maíz, plátanos, palmeras, chumberas, calabazas, sauces, carrizos, pinos, vides, patatas, girasoles, algodón, naranjos, eucaliptos, hortalizas, frutales. Población pobre y tierra fértil, gracias a los canales del Nilo, alguno de los cuales vi, anchurosa acequia. Las estaciones, en contraste con las casas, bien construidas, andenes pavimentados, señales claras. Entrada la mañana, todavía niebla.
El mejor espectáculo de Alejandría es su bahía, extensa, abierta, y el mar, mar de luz. Verdosa el agua, por la mañana de neblina, recuperó después su color azulado, sobre todo mirada a la distancia, allá donde se confundía con el cielo. Todo se fundía en el mar: sol, calor, color del firmamento. No había más que el gigante en movimiento perpetuo, de olas cercanas encrespadas de espuma. Triste de mí: lo vi de forma muy rápida para gozarlo con los ojos, con el olfato, con todo el cuerpo, con el espíritu: azul, verde, blanco, dorado, caluroso, de aire húmedo, oloroso, portador de viejas historias de egipcios, persas, griegos, romanos, bizantinos, árabes, turcos. Sensualidad del espíritu y espíritu vuelto memoria e imágenes innumerables. ¡Hermoso estaba, cubierto como un rey con la capa de oro del sol! Capa adornada de los brillantes temblorosos de las olas, enceguecedores, efímeros, destellos del día vuelto agua y balanceo. ¡Y fuego en el aire!
Acuario. Algunas peceras vacías. Con todo, admiración del pez turco, del emperador ángel y otros. Todos coincidieron (había ido con los demás españoles) en que aquella variedad caprichosísima de colores (blanco, plateado, gris, violeta, morado, amarillo, castaño, rojo, rosado, verde, celeste, azul turquesa, azul añil, negro), rayas, formas, lunares, no era fruto de la supervivencia de los más aptos ni servía exclusivamente para la reproducción, sino que tenía valor estético: fruto, por lo tanto, era de una imaginación creadora infinita. Darwinismo refutado por esta extraordinaria exposición.
Comida: arroz con carne, “kebab” en espetón, ensalada, las consabidas pastas de garbanzos, guisantes y otros ingredientes, amén de un puré especial de patatas y deliciosas remolachas. Todo, quince libras por persona, incluidos té y café.
Visita rapidísima a un mercadillo de calles estrechísimas: botones, hilos, cintas, pulseras, prendedores, encajes, cremalleras y miles de otras baratijas expuestas con tanta gracia, variedad y colorido, que resultaba fascinante mirar cajas, mostradores, vitrinas, muestrarios.
Seguían restaurando -¡desde hace dos años!- la mezquita de Abu al-Abbás. Admiración del interior: el barroco (por así decirlo) de los adornos, incluidas las cúpulas caladas y demás ornamentos exteriores, era en cierto modo preparación estética del octógono doble de la planta, para que se fijase el espectador en ángulos, columnas, techos, lados del polígono, todo profusamente decorado. Los dos octógonos concéntricos imitan, sin duda, la planta de la mezquita hierosolimitana de la Roca, y continúan el espíritu propio casi siempre de la ornamentación musulmana: cubrir el elemento arquitectónico o disimularlo con una profusión de adornos, horror vacui, de la que cabe señalar parecido sólo en los barrocos andaluz e iberoamericano.- Al lado habían alzado otro templo, de estilo parecido en líneas generales.
Playa de Montazah. Muy estrecha, lo mismo que la de toda la bahía. Cubiertas las mujeres de pies a cabeza, jugaban en la arena o cuidaban de los hijos, mientras los hombres, con torso y piernas desnudos, se chapuzaban. Después del breve baño masculino, toda la familia se cobijaba debajo de una sombrilla: abuela a veces, padre, madre y críos.
Incidentes diversos: dolor mío de cintura, muy fuerte, al llegar a Alejandría, hasta el extremo de marearme. Se me alivió caminando. Salomé Acuña dejó olvidada su cámara fotográfica en un taxi y hubo que perseguir al conductor; consiguieron recuperar el artilugio. Se enfurruñó Emilio Ojea, militar, porque no pudo ver el museo grecorromano. Casi perdieron el tren de vuelta, por barzonear solas, Casilda de la Hera y Paloma Oñate.
Alejandría, aún más caótica que El Cairo, no por el gentío que llenase sus calles polvorientas, escasamente y mal empedradas, a menudo convertidas en vertederos, sino a causa del tránsito de vehículos. Si en la capital existen normas a las que a regañadientes se atienen los conductores, salvo los ciclistas, en la ciudad mediterránea automóviles, taxis, camiones, autobuses van, vienen, se cruzan, doblan, se interceptan unos a otros como les da la gana, a lo cual se unen los tranvías, que tampoco respetan escrupulosamente paradas ni señales. Yendo en taxi, diez veces estuvimos a punto de chocar y de que nos chocasen. Tampoco hay tarifas regulares de transporte: a un egipcio le cobra un taxista tres libras, desde la mezquita de al-Abbás hasta la playa de Montazah; a un extranjero, diez.
Esperando en la estación principal alejandrina, paró un tren que iba hacia El Cairo. Viejo, de hace veinte o más años, desvencijado, sucio; ya llegó lleno. Parado, abalanzóse la multitud a las portezuelas, y como no podían entrar todos los pasajeros, muchos de éstos se arracimaron en las puertas, hasta diez o más en cada entrada, sujetos los hombres de los sitios más inverosímiles, para así viajar durante tres horas hasta su destino. Pero los mencionados iban al menos sosteniéndose de algo. Otros, en el techo del tren, de pie, sentados, echados, también viajaban. La clásica estampa de los trenes indios, igualmente egipcia.
Cuando llegó nuestro tren, no hubo casi prisas. Todos teníamos asientos numerados, reservados. Aire acondicionado en los vagones. Asientos abatibles. Una especie de escabel para apoyar los pies. Televisión, té y refrescos. Tan grande era el contraste entre aquella situación y ésta, que quedé aterrado. A los egipcios jóvenes que nos acompañaban, y
, no debieron de haberles pasado inadvertidas tamañas diferencias, tan estridentes como, en las calles, la que asoma entre los coches destartalados y los “Mercedes” que de vez en cuando se ven en El Cairo y Alejandría.
Poco aprecio estético de Omar y los dos profesores citados hace un momento, a la hermosa mezquita de Abu al-Abbás; ni siquiera la visitaron con nosotros; la explicación mía de haber sido murciano el santo les importó un ardite; ni siquiera la tumba del místico y maestro, sita en el templo, les hizo mella. Parecían tener respecto de las mezquitas un sentido meramente utilitario, lo cual quizá aclare que se estén destruyendo en la parte antigua del Cairo tantos monumentos mamelucos, abandonados a la incuria. No advierten los egipcios el sentido arquitectónico religioso de sus mejores edificios, o sea la disposición especial que ayuda a concentrarse. Porque ciertamente, para la oración ritual basta extender una alfombra en cualquier parte, como lo he visto en la plaza de at-Tahrir, frente al hotel “Milton”, y hoy, en el hotel, en un ángulo de la pared próxima al ascensor. Mas, para elevarse de la letra a cierta comunicación con Dios son necesarios ambientes parecidos a los de Rifai, Hassán, la propia iluminación radiante de Mohamed Alí, la exquisita armonía de Ibn Tulún. Eso lo sabían muy bien los constructores. Saber ignorado del vulgo orante.



11/8 (domingo).- San Marcos. Catedral ortodoxa. Tres naves de igual altura. La central, más del doble de ancha que las laterales. La cúpula la forma un gran óvalo donde está pintado un enorme pantocrátor, de aire moderno, no obstante la intensa fijeza de la mirada, de acuerdo con la perspectiva invertida. Planta basilical. Arcos góticos (no de herradura, como dije) dividen las naves. En las laterales, sobre dichos arcos divisorios, se elevan dos pisos de balcones, formados los inferiores de huecos cuadrangulares y los superiores de arcos también apuntados. Gran iconostasio de dos cuerpos y remate mostrando la Sagrada Cena. Diecisiete iconos conté en el piso superior. De color castaño y dorado la mampara. Divididas las imágenes en cada piso por pilastras. En las columnillas inferiores, apoyado un entablamento adornado de volutas y cruces, y sobre él situada la serie superior de iconos. Estos, no tan vistosos como los griegos, pese a tener fondo dorado cada tabla. Menos coloridos, más esquemáticos.
Escuché misa. El coro, compuesto de hombres solos, de dos voces, una más baja. El canto, a veces parecía lamento salvaje, si bien de ritmo ondulante y alternancias de voz. El celebrante, ataviado sólo con amplia alba y mitra, sin casulla. Reconocí algunos ritmos alegres oídos en San Andrés y San Demetrio, pero aquí cantados con voz bronca.
Peculiaridades litúrgicas advertidas: bendecía el celebrante a los fieles no poniéndose de frente a ellos, sino de medio lado, rápidamente; paseaba por toda la iglesia un gran incensario sahumando: dicho incensario no tenía campanillas, sino una especie de esquila, de sonido tosco; al incensar el altar, no se limitaba el sacerdote a balancear el incensario, sino que lo hacía girar, formando un círculo completo; hombres y mujeres separados en las naves, también para comulgar. Lo hacían por dos puertas distintas: por la puerta de la derecha del iconostasio, comulgaban primero con pan los hombres; a continuación, las mujeres por la puerta izquierda; después, con vino aquéllos; por último, también con vino las mujeres.
Larguísimas las oraciones previas al evangelio: más de una hora se prolongaron. En cuanto a la consagración, por lo menos tardó media hora. La realizó el oficiante con las manos cubiertas de lienzos. El sermón y las lecturas, probablemente en árabe dialectal; cogí algunas palabras; a pesar de la buena pronunciación y la sonoridad de la voz del predicador, careció la homilía del tono majestuoso propio del clásico.
Duró la ceremonia casi tres horas. Solemne, pero no hermosos los cánticos, ni adecuada la figura, gestos y actitudes del sacerdote u obispo: gordo, de andar un poco torpe, casi sesentón, sin prestancia ni ritmo. ¡Qué diferencia con el padre Demetrio!
En misa, más hombres que mujeres. Edad media: de treinta y cinco a cuarenta años. Profesionales, comerciantes.
Hizo notar Carmen Alanti que en Egipto casi todos los hombres usan pantalones de pinzas. Discusión general sobre la forma de expresar los egipcios su virilidad, ya que la disimulan dichos pantalones. Conclusión: los nativos de este país la manifiestan dejándose un breve bigotillo, así como los turcos la prueban por sus grandes mostachos.
Compré pastelillos egipcios: no los había nunca probado. Quizá más empalagosos que los sirios que se venden en Madrid. Miel, yogur, almendras, cabello de ángel, hojaldre.
Trastornos digestivos, sólo que esta vez quizá a causa del té que continuamente tomo: estreñido. De nuevo, cargada la orina.



12/8 (lunes).- Palacio Manial. Arregladas mis diferencias con el genius loci, pude visitarlo. En realidad, es una gran finca en la cual se alzan varios edificios. Todo el terreno, cercado con alta tapia de sillar; la entrada muestra dos pisos de ventanas que se prolongan a un lado y otro del portalón.
El parque mismo, espectáculo: altísimas palmeras algunas; otras, más bajas: de todas colgando racimos de dátiles. Ficus arborescentes, framboyanas en flor, ibiscos también florecidos, cactus gigantescos y mil otras plantas que hacen del lugar casi un ameno bosque. Todo limpio, regado, cuidado.
Los edificios, dispersos por el parque: mezquita, palacio, salón del trono, museo, salón dorado. De principios de siglo.
Dividida la mezquita en dos estancias. Cubiertos los muros de mosaicos otomanos, de color predominantemente azul y motivos florales casi naturalistas, amén de inscripciones coránicas. El “mihrab”, a modo de puerta estrecha, alveolada, de mezquita mameluca. El techo representa un gigantesco sol en el recinto anterior y las estrellas en el del “mihrab”. Cuadrangular la torre, al estilo mogrebí.
Es el palacio edificio de dos pisos, de varios salones, no excesivamente amplios: comedor, pieza de fumar, dormitorios (que no vi). Más mansión de particular rico que de príncipe soberano. Antítesis de los palacios occidentales, desmesurados: Escorial, Versalles, Mafra, Schönbrunn y tantos otros. Sigue el viejo modelo de la Alhambra: riqueza no para la ostentación, sino para la intimidad, el goce estético, la comodidad. Sólo puede comparárselo al ambiente que a veces consiguieron los últimos Braganzas, uniendo en sus palacios belleza, lujo y recogimiento hogareño; pero la hermosura de cada detalle inclina la balanza del lado del palacio egipcio.
Permite la dimensión relativamente reducida del edificio cuidar con la mayor aplicación y esmero todos los pormenores, considerando cada punto casi a modo de unidad estética, no como parte de un conjunto o compuesto. De aquí que sea la decoración primorosa, bella en cada uno de sus elementos; fina, de extrema delicadeza, casi filigrana, como en el arte de las celosías. Es el resultado suma de múltiples preciosidades, no síntesis. Esta, en cambio, nace de la mirada deslumbrada, más que de la realidad estética misma.
Antítesis también cabe juzgar el palacete del modo de vivir actual, porque en aquél paredes, puertas, ventanas, techos, escaleras, muebles, enseres domésticos están cubiertos de azulejos, paneles labrados, lindísimos herrajes, colores intensos, bronces cincelados, relieves, artesonados, pinturas de lazos laberínticos, polígonos, líneas indefinidamente prolongadas y quebradas en mil ángulos. Especialmente los ladrillos vidriados turcos, de incontables motivos florales, cubren las paredes formando placas, festones, zócalos, jambas, frisos. El dibujo magistral y la fantasía casi vuelven ramplones otros estilos; por ejemplo, los toscos diseños geométricos de los abundantes azulejos en la casa sevillana de Pilatos. Con tanta finura, comparable sólo el damasquinado toledano. Lucen los techos tallas y pinturas de mil colores y formas, siempre conforme al canon abstracto y geometrizante musulmán. No se encuentran en este lugar glorias ni alegorías. No se abre el techo hacia otro mundo; se cierra en su propio espacio encantado.
Prácticamente no existe punto donde no se detengan los ojos para gozar; cada detalle está destinado al placer visual, no sólo a la utilidad. Deja la casa de ser cobijo para convertirse en espacio bello; los muebles ocultan su servicio bajo innumerables adornos; las puertas y ventanas se engalanan con paneles, tallas, bronces, tiradores y bocallaves labrados, vidrios de colores, disimulando su función de iluminar, cerrar, guardar. “Horror vacui”, como en el plateresco y las obras de los Churrigueras, pero además engalanado con variadísimos colores. Tanta era la minuciosidad de la ornamentación, que un salón barroco francés, del piso superior al pabellón del trono, parecía basto, charro, desmesurado, abrumadoramente dorado. Todo, en fin, conforme a la estética musulmana, según los entendidos, ganosa de cubrir la estructura con ornamentación: paredes, cúpulas, techos, suelos, lámparas, etc., mediante azulejos, mosaicos, mármoles, estuco, ladrillo, cerámica coloreada, hilo de oro, cristal, pan de oro, taraceas diversas, madera dorada o calada, alfombras y demás, o de transformar el ambiente en fiesta de luces: innumerables lámparas barrigonas o faroles encendidos de acuerdo con determinada disposición. Y hasta los utensilios más prosaicos, de modo que platos, empuñaduras o vainas de espada, cofres, cajas, joyeros y otros objetos, conviértense en centelleo dorado. Sin olvidar el empleo de grandes piedras preciosas, cabujones, en llamativas alhajas. Y hasta para las fachadas humildes cabe usar el esgrafiado segoviano, tan morisco por su diseño y concepto ornamental.
Si bien hay que notar que en este palacio y en casos análogos ha perdido el adorno su primitivo sentido trascendental: sugerir la insubsistencia de la estructura mediante juegos luminosos y contrastes cromáticos, o señalar la diferencia entre apariencia y realidad, “estética del velo” (1). El adorno ha convertido el antiguo significado en puro hedonismo.
Salón del trono, de techo muy bajo; sorprendentemente largo. Quizá la altura, tres metros, y diez veces o más la longitud. En el techo, un sol en relieve extendido desde la entrada hasta el fondo. Sillones de terciopelo rojo a los lados y la cabecera; adornos dorados. Arquitectura destinada a impresionar: ver al príncipe sentado a lo lejos; los funcionarios a lo largo de las paredes, en sus situales; gravitando sobre el visitante el sol; largo pasaje, en medio de la atención de los circunstantes, hacia el señor del fondo.
En el museo, extraordinaria colección de alfombras turcas; también espléndidos servicios de mesa, de porcelana; coranes. De éstos, alguno muy lindo, como el que tenía preciosos dibujos de la gran mezquita de la Meca, con la Kaaba; del siglo pasado. Merecían las primeras exhaustivo estudio artesanal y semántico. Generalmente, de lana; pocas de seda. Toda la gama de colores e incontables diseños, siempre de acuerdo con el canon musulmán: elementos figurativos, sólo hojas y flores, amén de complicadas combinaciones cromáticas y lineales. Muchas debieron de ser alfombras de oración, pues en el centro de las mismas dibujábase un “mihrab”.
No vi el salón dorado ni el museo cinegético.











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Edición nš 7 - Abril/Junio de 2009