Edición nš 4 - Septiembre y octubre de 2008
Santa Teresa interpretada por Bernini
I- Nos referimos a la célebre escultura sita en la capilla de la familia Cornaro, basílica romana de Santa María de la Victoria. Reali-zada la imagen marmórea en 1646, más de ochenta años después de haber redactado la carmelita su autobiografía, 1562. La autobiografía inspiró la estatua. Estas fechas las indicamos por ser significativas, como después veremos.
Representa el caballero Juan Lorenzo Bernini (nombrado en 1622 “caballero de Cristo” por Gregorio XV) a Teresa semiechada sobre una especie de colchón de nubes. La cabeza, inclinada hacia atrás, boca entreabierta, ojos cerrados, brazos caídos, manos extendidas. El hábito, agitado en mil pliegues, curvas, arrebujos, tela amontonada, igual que si pasara por encima de él un viento fuerte o soplara desde adentro, casi animado el ropaje, movido, arrugado, levantado a trozos, caído en partes. La expresión de la Santa denota placer intenso, casi perdida la conciencia por el gozo. Parece también exhalar la boca un quejido a medias placentero, a medias doloroso.
La postura suele ser la habitual en esta clase de figuraciones, donde evita el artista mostrar un cuerpo echado o tendido. (El cadáver de Cristo extendido es de otro género representativo.) El hallarse semirrecostada da a la imagen fuerza, vida, alma, movimiento, aunque sólo sea incoado. Además, origina tal posición numerosos escorzos, como se puede ver en varios ejemplos. Pero hay que añadir que obtiene Bernini al máximo los efectos de tal representación, multiplicando las líneas interiores de la figura protagonista y ubicándola en un cuadro de contornos sinuosos.
Delante de Teresa se yergue, de pie, un ángel mancebo que sostiene una saeta con la mano derecha, saeta que va a ser clavada en el pecho de la monja. La ligera túnica del ángel, que lo deja a medias desnudo, también está sacudida por fuerte viento, arrugándose en innumerables pliegues. La cabeza, ladeada; sonríe la cara, algo malicio-samente. Grande es el contraste entre Teresa recostada, enmarcada, a nuestro juicio, entre dos arcos parabólicos y formando el cuerpo una ese, con el ángel, vertical, aunque cabeza y brazos tracen distintos ángulos respecto del plano paralelo al espectador y perpendicular a la mirada.
La escena, o “merced” concedida más de una vez a la monja, tal como el escultor la leyó en la autobiografía teresiana, cap. 29, n. 13, tiene, a nuestro juicio, mucho de recuerdo inconsciente de la mitología grecorromana: concretamente de Cupido, arquerillo, diosecillo del amor. En el relato de la religiosa y de otros místicos, como veremos, se ha reelaborado la vieja creencia, a la vez dándole sentido espiritual y revelando la verdad encerrada en aquélla, símbolo de una realidad superior. El niño Cupido se ha transformado en doncel, parece que no menos burlón y travieso, si se juzga por la obra de Bernini:
Chulo bizarro
que el rejón de la Gracia
clavas gallardo ( 1 ).
Pero todo el proceso amoroso, aparentemente idéntico al antiguo o copiado del mismo, en verdad supone una transfiguración total. Este descubrimiento o concepto simbólico del mito erótico no es ciertamente privativo de época cristiana, porque ya Platón especuló sobre el amor personificado y su sentido metafísico. Mas, particularmente en el rena-cimiento, cuando se quiso armonizar lo más posible la cultura antigua con la fe cristiana, se descubrió, o se creyó descubrir, implícita en la primera la revelación mosaica y evangélica, como lo hace, por ejemplo, León Hebreo en sus Diálogos de amor. Proceso este no del todo disimilar -dicho sea de paso- a la conexión del Antiguo Testamento con el Nuevo.
La expresión y postura de Teresa, así como el ángel adolescente empuñando una flecha, han dado motivo para interpretaciones muy poco acordes con el asunto, tal como se lee éste en la Vida de la contemplativa de Avila. Incluso ciertas descripciones originales han dado pie a consideraciones eróticas, incrementadas por la escultura.
II- Así, Carlos des Brosses, que sería más tarde presidente del parlamento borgoñón, por lo cual se lo conoce habitualmente como “presidente des Brosses”, exclamó al ver la escultura, cuando su viaje a Italia, más o menos desde julio de 1739 a abril de 1740: “Si esto es el amor divino, yo lo conozco”, apoyándose en la actitud y expresión de Teresa, tal como las había plasmado el artista napolitano ( 2 ). A su vez, decía Stendhal: “¡Qué voluptuosidad!”. Y Jacobo Burckhardt, en su Cicerone, escribe escandalizado: “En histérico desmayo, con la mirada quebrada, yaciendo sobre una masa de nubes, extiende la Santa sus brazos, mientras un lascivo ángel con la flecha (símbolo del amor divino) apunta hacia ella. Aquí se olvidan, por cierto, todos los problemas del estilo ante la indignante degradación de lo sobrenatural” ( 3 ). Y un personaje de Julia Sáez de Angulo admira -¿fetichismo?- sobre todo el pie colgante de Teresa, izquierdo, frente del espectador: fuerte, alargado, bien formado, de firme perfil, del cual se ha desprendido la sandalia conventual, pie que, lo mismo que la mano también colgante, del mismo lado, parece pertenecer no a una religiosa ascética, sino a una buena moza ( 4 ). Vale decir que, conforme a cuatro finos catadores, parece Bernini haber marrado el tiro, ya que, más bien que el amor a Dios o el éxtasis místico, juzgaríase saltar a los ojos un orgasmo, culmen del amor humano.
Y que no se nos arguya la ambivalencia del vocabulario extático, que también valdría para las actitudes corporales, puesto que aquél toma términos y conceptos sexuales para aplicarlos a los arrobos sobrenaturales. Los místicos, ante la dificultad de expresar sus vivencias, suelen transferir analógicamente ideas y palabras de un plano a otro muy distinto, tratándose entonces de similitudes formales de asuntos tan diversos entre sí como el cielo de la tierra. Porque pocos son los espirituales que logran, rompiendo leyes lógicas y hasta en cierto modo las ontológicas, balbucear su experiencia y dejarla entrever a los profanos: el Pseudodionisio, Santa Catalina de Génova, ciertos au-tores del siglo XVII francés, Eckhardt…
III- Pero esta representación de Bernini han querido muchos juzgarla certera, es decir, haber el artista interpretado justamente lo que llamaba Teresa “visión” y “merced de Dios”, pero que, sin advertirlo, plasmó Bernini como sublimación del deseo sexual y consiguientes autoespasmos nacidos de la calenturienta imaginación de la carmelita, y que provocaban todo el derroche de imágenes y alucinaciones que ella refiere en sus escritos.
Repliquemos, en primer lugar, que habla la abulense en dos partes de este hecho que tratamos: en las Moradas, VI, cap. 2, n. 1, y en la Vida, cap. XXIX, n. 13, según ya indicamos. En el primer pasaje lo hace de manera más bien general, sin los detalles del otro texto. No obstante, en ambos, a pesar de los términos que emplea la autora para explicar su experiencia: “dolor”, “herida”, “pena”, “quejido”, “tormento” y otros, parece dicha experiencia, por el contexto, sobre todo espiritual, no exclusiva o preferentemente somática. Lo afirma la propia religiosa, dando a todo tinte inconfundible: “No es dolor corporal, sino espiritual, aunque no deja de participar el cuerpo algo, y aun harto”. ( 5 ).
Por otro lado, no creemos atinado sacar este episodio de la transfixión o transverberación, del contexto donde se desarrolla la existencia de la carmelita reformadora. Parece más propio, ante todo, juzgar estos hechos por otros hechos relatados en la autobiografía y demás escritos místicos, que ir a buscar criterios foráneos (psicopato-lógicos, sexuales, sociales, feministas, raciales y demás), generalmente no sólo ciegos y sordos para entender la peculiaridad de estos sucesos, sino deformadores de los mismos, lechos de Procusto a cuya medida ha de adaptarse la realidad. Para entender estas experiencias extraordi-narias, debe el crítico, observador o analista considerar posible lo examinado, no negarlo a priori, porque entonces o es vano el examen, o se desplaza la disputa del estudio místico o biográfico a la filosofía o la teología: ¿Es posible la experiencia mística?, ¿Cabe que se comunique de ese modo Dios? Y más radicalmente aun: ¿Existe Dios?
IV- Cabe afirmar que Bernini interpretó a su modo el éxtasis producido por la transfixión, y además (cosa que no es extraña en los artistas) se repitió, satisfecho del resultado de su cincel, excelente sin duda, desde el punto de vista estético. Así, volvió a esculpir con la misma expresión de Teresa de Jesús a la Beata Ludovica Alberoni, estatua yacente admirada en la iglesia también romana de San Francis-co de Ripa, ejecutada por el artista ya octogenario, en 1675, a saber, treinta años después de la que nos ocupa. Además, en una obra de menor tamaño, “San Sebastián”, que estaba expuesta en el museo “Thyssen”, el protagonista, retorcido de dolor por las saetas clavadas en su cuerpo, mima también los rasgos de la carmelita y de la Beata Alberoni. (Ya no se encuentra la estatua en el sitio indicado, donde la contemplamos. De propiedad del barón Thyssen, a la muerte de éste la retiraron los herederos.)
V- Por otro lado, es la carmelita mujer del renacimiento. Su rela-ción en la Vida parece pormenorizada, precisa, si bien no deja de ser clara y serena, pese a lo inusitado del evento. Incluso se mezclan en ella reflexiones de paso, o sea, lo contrario de un estilo arrebatado. Lo mismo ocurre con lo escrito en las Moradas. El sentimiento no origina exclamaciones ni entusiasmos más o menos extemporáneos: se suceden las oraciones más bien con tono descriptivo que lírico. De continuo intenta la escritora perfilar lo narrado, como temerosa de ser mal enten-dida.
En cambio, pertenece Bernini al barroco: estilo todo pasión, hiper-trofia, sentimiento bullente, retorcimiento, exageración, líneas oblicuas o serpentinas, movimiento, ímpetu. Es el napolitano contemporáneo de sor María Coronel de Agreda, de sus relaciones recargadas, de su continua exaltación, como se comprueba en la
Mística ciudad de Dios. Carácter muy distinto de la serenidad apasionada de la doctora abulense. Las esculturas del gran italiano corresponden, pues, a ese pathos ajeno en cierta forma a la compostura castellana, que también aflora en la hija de los Ahumadas y Cepedas.
VI- Además, plasmó Bernini una realidad muy compleja, conforme se analizan la cara de Teresa, actitud del cuerpo, dirección de cabeza, brazos y piernas; forma dada al suceso, agitación del ropaje, etc. Moro-sa tiene que ser la descripción de todo ello, porque se trata de un conjunto de detalles imaginados por un artista genial y salidos de su cincel de increíble prolijidad. No se trata de ninguna obra esquemática, sino de un microcosmos exquisitamente acabado. Sin embargo, este conjunto hállase situado en el espacio, fijo en él, pese al espíritu que lo anima, o sea, que por una parte está cristalizado, inmóvil, definitivo, y por otra representa ante todo el aspecto exterior de una vivencia: traduce o exterioriza un suceso espiritual y lo fenomeniza. Esto significa que dicha expresión es incomparablemente más limitada, al menos en este caso, que la descripción literaria, donde puede, y lo hace, la escritora precisar indefinidamente lo referido, atendiendo a sus recuerdos y la coherencia de lo narrado, e incluso corrigiendo en cierta manera lo acabado de decir. Las obras de Bernini y de Teresa comparadas parecen, por lo tanto, un edificio del cual muestra aquél la fachada, mientras la otra describe habitaciones, corredores, jardines y hasta recovecos. Así, la interpretación del napolitano, incluso siendo óptima desde el punto de vista artístico, porque esto nadie puede negarlo, sólo roza el misterio entrevisto mediante las palabras de la Santa, misterio interior, del alma iluminada. Puede suponerse que, al menos en el caso presente, el medio de expresión berninesco sea única o prevalentemente el gesto de la pasión física, incapaz el artista, como sí lo hicieran otros, de trascender la esfera inferior.
VII- A los superficiales les resulta fácil relacionar ciertos aspectos de la transfixión, tal como los describe la abulense, con el coito. El sentido real de la flecha angélica, ciertos caracteres suyos, e incluso la propia figura del mancebo, se les antoja veladamente fálicos; la penetra-ción dolorosa y placentera a la par, “que me llegara a las entrañas”; los efectos de dicha unión, que la dejaban a Teresa “embobada” (loc. cit., n. 14), igual que los amorosos sólo piensan en el goce experimentado, en quien se los ha proporcionado, y en repetirlo, primerizos en el asunto, abonan la tesis señalada. Y siguiendo con esta hipotética aclaración del pasaje, sostienen quienes toman el rábano por las hojas, ser todo ello ilusión y sublimación de necesidades de imprescindible satisfacción, que, coartadas por el celibato y la reclusión, provocan toda clase de desvaríos mentales.
Pero estas heridas de amor, transfixiones, transverberaciones, y su efecto en forma de estigmas o llagas, visibles o no, es muy difícil reducirlas a transfiguración de la unión sexual. Incluso desde el punto de vista somático son sus huellas mucho más que fantasías o deseos realizados en forma de una curiosa hipermasturbación. Ante todo, correspondiendo a la afirmación teresiana: “Este (el dardo) me parecía meter (el ángel) por el corazón algunas veces que me llegara a las entrañas”, resultan de los exámenes médicos del corazón de la Santa, conservado en Alba de Tormes, comprobadas las señales físicas, heridas o estigmas de la transfixión ( 6 ). En segundo lugar, tales experiencias y su consecuencia a modo de estigmas no son de ningún modo priva-tivas de la carmelita española: las han experimentado decenas de hombres y mujeres, seglares o religiosos, siempre con el parecido esencial de una fuerza exterior penetrante en el cuerpo pasivo del místico. Que sean o no tales vivencias todas auténticas y no efecto de origen patológico, es cosa que tendrán que determinar los peritos en la materia, no cualquier chisgarabís.
Pueden muchas veces tales condiciones malsanas haber sido sublimadas; pero también cabe que una dolencia corporal determinada fuese concomitante a la presencia divina, o hasta causa accidental de la misma, de manera que Dios emplease una enfermedad para provocar la experiencia mística, igual que una causa cualquiera tiene a veces efectos inesperados y contradictorios: la humedad que impide madurar las cerezas del Jerte, en cambio hinche de jugo los naranjales y limona-res murcianos. Por lo tanto, es innegable que la transverberación teresiana resulta un caso más, aunque el más famoso, de experiencias ocurridas en distintas épocas y lugares varios, desde el siglo XIII al XX, lo mismo en España que en Italia, Alemania, Francia, Brabante, Portugal, Suecia, Perú, Canadá, Brasil, Estados Unidos, Suiza, Grecia, porque tampoco es el fenómeno privativo de la Iglesia latina: también la griega lo conoce, según lo manifiesta el gran espiritual heleno Nicolás Cabásilas, laico devoto, de la escuela o corriente de San Gregorio Pála-mas, arzobispo de Salónica. Y aun puede rastrearse antes la vivencia en los poemas místicos amorosos (Erota) de San Simeón el Nuevo, siglo X a XI ( 7 ). Igual que en la Iglesia romana se conoce en la oriental al “Arquero divino que hiere las almas con su flecha”. ( 8 ).
Pero, retrocediendo todavía más, este conocimiento místico puede rastrearse hasta San Agustín, siglo IV, cuando en sus Confesiones llama el de Hipona a Dios virtus maritans mentem meam (“virtud fecundante de la mente mía”) ( 9 ), y en otra parte dice saber Dios sagittare ad amorem.
En fin, la transfixión, cuyos efectos –como hemos indicado- pue-den o no traducirse en estigmas visibles, o, caso de Santa Teresa, hiriendo lo íntimo del cuerpo y siendo sobre todo transverberación espiritual; esta experiencia no la tienen sólo las mujeres. El primer transverberado fue Francisco de Asís, a principios del siglo XIII, y uno de los últimos de que hay noticia lo fue el padre Pío de Pietralcina, en la centuria pasada. Ciertamente, forman mayoría las estigmatizadas, es decir, las contemplativas agraciadas con señales visibles o lesiones de la transfixión.
VIII- No olvidemos, al respecto de cuanto decimos, la inevitable concepción individual privativa del artista. Ya en vida supo Santa Tere-sa de este parecido un tanto infiel, cuando, femenina, le reprochó a fray Juan de la Misería, que había pintado su retrato: “Dios te lo perdone, fray Juan, porque me has hecho fea y legañosa”. De tal caracterización, según la índole del pintor o escultor, da también testimonio el ya citado San Francisco. Las representaciones plásticas del mismo son tan adecuadas o inadecuadas, tan completas o incompletas como puedan serlo las de la carmelita. Si se compara la actitud serena, receptiva, entregada, del santo italiano arrodillado, según lo retrata Altdorfer, en medio de árboles, piedras, montañas, cielo, presentándose pasivamente a la acción celeste, y penetrados manos, pies, costado por rayos que caen del firmamento; si se compara -decimos- esta representación con la de Rubens, también arrodillado el protagonista, pero algo inclinado hacia atrás, y extendiendo con brío los brazos, y presentando el cuerpo, mediante un movimiento del tórax, a Cristo, que aparece delante de él, con alas de serafín irradiante; y en el suelo, semitendido un fraile tapándose los ojos por el resplandor de la aparición; y el escenario, paisaje fragoso; si se comparan personajes y circunstancias, se enten-derá también lo subjetivo y personal de tales representaciones, lo limitado en ocasiones de las mismas. Y asimismo se entenderá que no agota, ni muchísimo menos, Bernini la experiencia teresiana, supuesto que no hubiese dado el artista, desde el punto de vista religioso, una en el clavo y ciento en la herradura.
IX- En segundo lugar, esta gracia o merced, como diría Teresa, de la transverberación, no es hecho excepcional, anómalo, inclasificable. Es, como hemos visto, mucho más común de lo que piensa el vulgo, letrado o iletrado. Está catalogado por la teología mística y constituye una etapa de la vida contemplativa muy elevada: “amor vulnerante y transformante”, “toques divinos”, “heridas”, “llagas de amor”, “enferme-dad”. Así hablan, entre otros, de sus experiencias Magdalena de Pazzis y Francisco de Sales, casi con las mismas palabras de la monja española ( 10 ).
A mayor abundamiento, no sólo los teólogos místicos, teóricos, sino los propios espirituales, muchas veces teólogos doctos, sistema-tizan su experiencia en este campo, aunque no lo hagan con el estilo autobiográfico de la abulense, sino vertiendo en términos generales cuanto han sentido y vivido, si bien su forma inflamada, vibrante, de tratar el asunto no deje lugar a dudas acerca del origen personal de cuanto se expone doctrinalmente. Tal sucede con San Juan de la Cruz ( 11 ) y con San Francisco de Sales ( 12 ).
X- Rechazar en suma, el sentido auténtico y obvio del texto teresiano, sea mediante una representación artística objetable, desde el punto de vista real y teológico, como la de Bernini; sea basándose en cualquier doctrina falsa, cambia, como ya advertimos, el estudio impar-cial de los testimonios evidentes y su lectura sin prejuicios, por conside-raciones muy distintas, filosóficas o teológicas.
El materialismo y el ateísmo lógicamente no aceptarán el funda-mento sobrenatural de la transfixión ni la veracidad de su relato corres-pondiente, puesto que se oponen de manera frontal no sólo al místicismo, sino a cuanto rebase el simple conocimiento físico.
En cuanto a la herejía protestante, que persiste en su viejo y fundamental error de considerar al cristiano justificado por la gracia simul justus ac peccator, se cierra la puerta a toda experiencia mística, que es virtualmente incompatible con cualquier pecado grave. Salvo quizá, a diferencia de los empecatados “evangélicos”, el pietismo, que constituye dentro de la herejía ecclesiola in Ecclesia, y cuyo alejarse de los dogmas luteranos y calvinistas, así como su sentimentalismo, lo ha llevado a apreciar profundamente el misticismo católico, hasta el extre-mo de pasar insensiblemente del error a la ortodoxia: caso de Novalis, y también camino que recorrieron, aunque quizás no hasta el final, otros “reformados”, entre ellos la señora Staël ( 13 ).
XI- Cabe preguntarse si la experiencia de quien es doctora de la Iglesia, por nombramiento de Pablo VI en 1974, fue visión imaginativa o si fue intelectual, es decir, intuición de la inteligencia, formas según las cuales la afectaban principalmente estos sucesos extraordinarios ( 14 ). Para un lector sin prejuicios trátase, efectivamente, de una visión imaginativa acompañada de intensos sentimientos, conforme refieren los términos que emplea la escritora: “Vía”, “visión”, “víale”, aparte de otras palabras que entrañan la misma percepción: vívida descripción del ángel y el dardo. Y, por último, la relación de la parte más sentida de la vivencia: “Meter por el corazón”, “llegar a las entrañas”, “sacando (el dardo) llevándose las entrañas consigo”, “dolor”, no hay deseo que se quite… con menos que Dios” ( 15 ). Hubo, pues, a nuestro juicio expe-riencia visual y sensible acorde con lo referido, tan gráfica y vigorosa es la narración.
XII- El relato induce también a preguntarse si fue lo relatado objetivo, real, o si simplemente tratóse de fantasía inconscientemente formada, o hasta de una alucinación nacida de adulterar deseos, ideas, recuerdos.
De un lado, ya hemos dicho nuestro parecer acerca de la sinceridad y verdad de tales fenómenos, desde el ángulo personal: la monja sintió, padeció y vio lo que refería, no lo fingió ni fantaseó. Pero de otro, lado, el rigor cognoscitivo plantea el problema de si es posible que semejante experiencia, dada la textura de la realidad, sea verdadera, análogamente a una montaña percibida o al frío invernal sentido.
La capacidad prácticamente inagotable de conocer que tiene el ser humano, así como la multiformidad de lo real, no oponen objeción alguna a una vivencia de esta clase. Sólo la frialdad de las ciencias experimentales, por su positivismo, sus presupuestos ideológicos, su voluntaria limitación a lo empíricamente más craso, su encerrarse en el círculo fenoménico y sistematizar tales fenómenos en leyes definitivas pero siempre revisadas, pueden poner en tela de juicio la copiosa capacidad del espíritu o deformar las experiencias que contradigan los estrechos presupuestos de la ciencia natural. Un gran filósofo gallego, Angel Amor Ruibal, sostiene al respecto una teoría que aclara cuanto sostenemos. Trataremos de resumirla.
El proceso cognoscitivo humano parte de la intuición del ser limi-tado y, elevándose, llega hasta la noción de ser puro, infinito, etc. Es decir, que desde el conocimiento inicial, embrionario, está presente una noción ontológica que se reencuentra, aunque incomparablemente más complicada, al final del proceso. Esta noción, huelga decirlo, es incoa-tiva o acabada, in nuce o explícita, la misma idea de Dios ( 16 ). Y el misticismo, por lo tanto, no hace más que dilucidar la presencia divina presupuesta desde el comienzo del percibir y entender, convirtiéndola en objeto empírico o, como dice nuestro autor: “Las intuiciones de lo real dan la base de la intuición mística con sólo vaciar el contenido del concepto que responde a aquéllas, en los moldes del concepto religioso también correspondiente… Por eso, la conciencia de la presencialidad divina en las cosas y el ver así a Dios en todo es distintivo de la orientación de los místicos” ( 17 ). Nótese de paso que para el pensador gallego el fundamento de la experiencia mística es más bien filosófico que teológico, al contrario de otros tratadistas señalados.
De esta suerte, nada hay en las intuiciones extraordinarias que hemos señalado opuesto a la naturaleza bien entendida. Por el contrario, son en cierto modo culminación de aquélla, mediante una intervención suplementaria divina. De aquí que la representación de Santa Teresa hecha por Gregorio Fernández y Alonso Cano, v. gr., en la cual no se niega ni desvirtúa estéticamente lo carnal, sino que por el contrario se lo exalta, volviéndolo envoltura de algo superior, sean mucho más adecuadas para expresar el éxtasis místico que la alborotada y magistral escultura berninesca. El estilo español nos resulta más apto para tales menesteres que el italiano. Porque diríase que no tuvo Italia, pese a sus eximios artistas, la necesaria agudeza para mostrar atinadamente la síntesis de tierra y cielo propia de la contemplación y muy en especial de la transfixión. Donde la balanza se inclinaba, sin negar ninguno de los dos elementos, hacia lo celeste, aquéllos la inclinaron más bien hacia lo terrenal. Sostenemos esto pensando en dos obras inferiores, ciertamente, al genio de Bernini, pero significativas y de ningún modo insignificantes: “Transverberación de Santa Teresa”, pintura de Lucas Jordán, y una bella escultura anónima napolitana, quizás de Nicolás Fumo, principios del siglo XVIII, que repiten –con detalles grotescos, el lienzo de Jordán- las impropiedades del caballero ( 18 ).
Claro está que todo lo dicho anteriormente acerca del talante artístico español y del italiano es sólo aproximativo, regla alterada por numerosas excepciones. Porque precisamente el barroco napolitano nos ofrece, al menos en pintura, soberbios ejemplos de síntesis de luz, color, forma, claroscuro, escorzos, expresión, actitud, con el sentimiento devoto más puro. Señalemos “San Juan Evangelista”, de Bernardo Cavallino; “San Antonio de Padua”, de Andrés Vaccaro, y “San Francis-co orando”, del mismo. La luz casi transfigura la carne, uniendo así ambos elementos: el terreno y el celeste.
En honor de la verdad.
Notas
(1) Pablo García Baena: “Nana de los niños cordobeses”, en Poesía completa (1940-2008), pag. 275. Madrid, 2008.
(2) Viaje a Italia, carta XXXIX, vol. II, pag. 192 de la versión española de Nicolás Salmerón. Madrid, 1922.
(3) Cicerone, vol. III, pag. 306. Barcelona, 1953.
(4) “El viaje a Roma de Linda Bolzano”, cuento de Las amigas de Judit, pag. 112. Madrid, 1995.
(6) Vida, loc. cit.Juan María Hoecht: Wundmalechristiträger, pags. 150 ss. Stein am Rhein, Suiza. 2000. También, R. De Maumigny, S.J.: La práctica de la oración mental, pag. 363. Madrid, 1952.
(7) Mirra Lot-Borodin: Un maestro de la espiritualidad bizantina en el siglo XIV: Nicolás Cabásilas, pags. 145, 157, 180 s. París, 1958.
(8) Op. cit., pag. 145.
(9) Confesiones, lib. I, n. 21. Cf. Nazario de Santa Teresa, C. D.: Filosofía de la mística, pags. 300 s. Madrid, 1953.
Por su parte, Juan Orcibal advierte este fenómeno de la transfixión ya en Orígenes (siglo III), y en Ricardo de San Víctor, los místicos alemanes medioevales, etc.: San Juan de la Cruz y los místicos renanoflamencos, pags. 50, 69. Madrid, 1987.
(10) Juan González Arintero, O. P: La evolución mística, pag. 585. Madrid, 1959. En general, todo este “apéndice” de la obra del padre Arintero se refiere al asunto que tratamos: pags. 582 y ss. Igualmente, Maumigny: op. cit., trat. II, parte 2ª, cap. VIII.
Y muchos más autores cabe mencionar, contemplativos o simples teóricos, de distintas órdenes religiosas, que se refieren aprobadoramente a dicha transverberación, conforme la relatan los dos grandes espirituales carmelitas: Juan de Yepes y Teresa de Ahumada. Así lo trae, por ejemplo, Isaías Rodríguez, C. D., en varios sitios de su libro Santa Teresa de Jesús y la espiritualidad española. Madrid, 1973.
(11) Llama de amor viva, canc. II, v. 2, n. 9, donde se lee a la letra la transfixión de Teresa.
Acerca de este pasaje de la Llama (y, por ende, de la relación teresiana), véanse: Agustín Antolínez, O. S. A.: Amores de Dios y el alma, pags. 215 ss. El Escorial, 1956; Crisógono de Jesús Sa-cramentado, C. D.: San Juan de la Cruz. Su obra científica y su obra literaria, vol. I, pags. 299 ss. Avila, 1929; Efrén de la Madre de Dios, C. D.: San Juan de la Cruz y el misterio de la Santísima Trinidad en la vida espiritual, ns. 418 ss. Zaragoza, 1947; Henri Sanson: El espíritu humano según San Juan de la Cruz, pags. 321 ss. París, 1953.
(12) Tratado del amor de Dios, lib. VII, cap. 10.
(13) Alberto Cherel: Fenelón en el siglo XVIII francés, pags. 589 ss., 596 s. París, 1917.
(14) P. Pourrat: Espiritualidad cristiana, vol. III, pags. 239 ss. París, 1944.
(15) Vida, loc. cit.
(16) Los problemas fundamentales de la filosofía y el dogma, vol. II, pags. 464 s. Madrid, 1974.
(17) Op. cit., pag. 470. Explana el filósofo ampliamente dichos conceptos en esta parte de su obra magna. Nosotros hemos procurado indicar apenas una idea fundamental del sistema.
(18) VV. AA.: Las edades del hombre, pags. 511 ss. Avila, 2004.
Mario Soria
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