Edición nš 9 - Octubre/Diciembre de 2009



Vivir y dejar vivir

por Mario Soria

Hace años, con motivo de la boda de Carlos de Inglaterra con lady Diana Spencer, nuestras revistas de sociedad publicaron infinidad de noticias (bastante insípidas la mayoría) acerca del padre de la novia, la madre, el divorcio de ambos, los matrimonios segundos de uno y otro, la actividad empresarial de lord Spencer, etc., tratando de mostrar siempre el aspecto laborioso y serio de la familia o sus vicisitudes, similares también a las de cualquier familia corriente.

Últimamente, mayo de 2009, la película La duquesa, del director británico Saúl Dibb, ha suscitado nuevas simplezas, ya que la obra cinematográfica se refiere a una lejana antepasada de Diana.

Sin embargo, los Spencer no son sólo lo que hogaño representan: tienen una larga historia, salpicada de anécdotas sabrosas.

Podríamos referirnos, por ejemplo, al que fue tercer conde de Spencer, miembro, antes de ostentar el título, de la Cámara de los Comunes, liberal, patrocinador, en 1833, de un decreto que restringía el trabajo de los niños en las hilanderías; pero preferimos a este y otros personajes graves los protagonistas de chismorreos y hablillas. Así, recordamos, como lo han hecho en Inglaterra, la agitadísima vida de dos hijas del primer conde de Spencer, Georgina y Enriqueta, que fueron la comidilla de su época, fines del siglo XVIII. La primera (protagonista de la película mentada) se casó a los diecisiete años con el duque de Devon, hombre seco y flemático, al que su esposa llamaba significativamente “El Perro”. La duquesa se consoló pronto de la sosería conyugal: uno de sus amantes fue nada menos que el príncipe de Gales, que después sería Jorge IV. El amor prendió apasionadamente, al menos por parte de ella, según se trasluce de muchas cartas que le envió al príncipe, cartas quemadas, desgraciadamente, ciento treinta años más tarde, por Jorge V, que era a la vez dipsómano y mojigato. Otro amante de Georgina Spencer fue el célebre político liberal Carlos Fox; lo sucedió otro liberal, Carlos Grey, que en 1832, ocupando el cargo de primer ministro, realizaría la gran reforma del anticuado sistema electoral británico. El duque de Bédford, perteneciente asimismo a la facción whig, contóse igualmente entre quienes gozaron de los favores de Georgina. Esta tuvo de Grey una hija.

En cuanto a Enriqueta Spencer, hermana de la anterior, matrimonió con lord Basborough. Tuvo la oportunidad de ser, veinticuatro años después de Georgina, amante del príncipe de Gales, cuya declaración fue tan ardorosa, según cuenta ella la escena, que los transportes del futuro Jorge IV lindaban con la violación. Enriqueta se negó a los de-seos del heredero de la corona, aunque no por gazmoñería, pues no tuvo empacho en anotar, en una especie de cuadernillo confidencial, que a los cincuenta y un años era todavía cortejada, seguida, halagada, y que hacía el amor de mil maneras (en toutes les formes dice nuestra dama) con cuatro hombres.

Este desenfado de costumbres era característico de la sociedad liberal que gravitaba en torno del príncipe de Gales, de Fox, Shéridan, los Russell, y al que se sumó por sus amoríos Georgina Spencer. Pero, en verdad, era una forma de vida propia y natural de la mejor sociedad inglesa de la época: propia y natural, al menos porque no despertaba animosidad y gozaba de amplia tolerancia, de forma que los libertinos no se veían proscritos del trato con las personas “decentes”. Cuanto los enfáticos y pedantes de hoy llaman revolución sexual, habíase ya realizado en la Inglaterra del siglo XVIII (supuesto que no nos remontemos hasta la restauración estuardista), y aunque el puritanismo renació con la reina Victoria, su dominio nunca fue absoluto: el heredero mismo de Victoria, futuro Eduardo VII, lo combatió sin ambages, a pesar de las rabietas de mamá.

Cortesía y verdad

porMario Soria

La cortesía entraña hacia el prójimo una consideración que rebasa el límite de lo estrictamente debido. Dios hace todas las cosas por cortesía, afirmaba San Francisco de Asís, pensando que Aquél a nadie está obligado. Sea en palabras, tratamiento, actitudes, da esta forma de relación, que bien podríamos denominar virtud, mucho más de lo que en justicia cabría demandar. Cuando llamamos a alguien “muy señor mío” o cedemos el paso a un viandante, o nos expresamos procurando no herir, ni siquiera lastimar a nuestro interlocutor, nos comportamos cortésmente, pues en puridad a nadie estamos forzados a reconocer como señor de nosotros mismos, tenemos idéntico derecho que otros a cruzar una puerta, del servicio que agradecemos somos acreedores, etc. Todo ello significa cierto respeto hacia los demás, evita enfrentamientos, lima las aristas de un hecho cualquiera para contento general.

Sin embargo, si alguien no es respetable, ¿también habrá que emplear la cortesía? En principio, podemos sostener que no hay hombre al cual no se le deba cortesía por su mera condición humana, no importando cual sea su puesto en la jerarquía social ni sus cualidades personales. Cabe solamente exceptuar de esta regla a quienes tengan cualquier animosidad, abierta o latente, contra nosotros, animosidad que sea además irreductible o se refiera a una discrepancia absoluta de ideas, intereses, forma de vida. Por otra parte, los hechos que es factible embellecer merced a la cortesía, no han de ser de tanta importancia que por el afeite resulte perjudicada la verdad, engañados los oyentes, dañado un principio superior al de las buenas maneras. Así, habría que considerar sobremanera ridículo no inquietar a alguien, cuando sólo hablando con franqueza fuese posible salvarle la vida, o no aterrorizar a un ladrón con insultos y gritos, etc.

Decimos esto, porque parece que ciertos espíritus timoratos, o muy ladinos, quieren aplicar a los debates políticos de forma absoluta la cortesía, de tal manera que, sea cual fuere el tema discutido o el antagonista, hubiera que emplear las palabras como quien manipula analgésicos o emolientes. Ciertamente que en temas de no demasiado fuste y con adversarios caballerosos respecto de los cuales no existan diferencias insalvables, es la cortesía imperativa. Pero la dificultad estriba en los casos en que se ventilen asuntos de máxima importancia, y cuando los oponentes (a causa de su ideología torcida, de sus intenciones y hasta de sus modales groseros, fruto de mala educación, resentimientos sociales, afiliación política) sean adversarios con quienes no cabe concordia ni amistad alguna. Entonces, nada habría menos cortés, vale decir, menos respetuoso con la verdad y la defensa de uno mismo, que proceder consideradamente respecto de personas que sólo esperan la oportunidad para embestir al contrario. El comedimiento en las expresiones y la afabilidad inducirían a engaño, y hasta a crecerse el adversario, por disimular la gravedad de una situación y tratar al enemigo con un respeto al que de ninguna manera es acreedor.

Bien vale la cortesía en la vida normal y aún en circunstancias excepcionales, pero siempre que el destinatario de aquélla sea un caballero. Esto, naturalmente, es válido de modo absoluto para la política, donde el mayor pecado consiste en ocultar la realidad y dejar que alguien atente a mansalva contra la verdad y la libertad de los ciudadanos.

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