Edición nš 9 - Octubre/Diciembre de 2009
El rosal agostado
por Ana Alejandre
Hace cierto tiempo noté que un rosal de un jardn cercano dejó de dar cada primavera las máss hermosas rosas que haba visto nunca. El jardinero, preocupado, observaba la extraña y reciente esterilidad para crear belleza de aquel arbusto que haba sido siempre el mejor ornamento del jardn y, sobre todo, su obra ms preciada y por la que senta un legtimo orgullo.
Inquieto ante la esterilidad devenida a aquel manantial vegetal de hermosura renovada, empezó a podarlo, abonarlo, y le aplicaba todos esos productos contra los pulgones, las plagas y demás enfermedades que pudieran explicar aquella extraña languidez, aquella terquedad en negarse a seguir ofreciendo su carga floral de todas las primaveras. Nada consegua devolver, a aquella planta tan admirada antes, el preciado don de la galanura en forma de rosas pujantes en su lozanía.
Desesperado, el jardinero me confeó, un día, que odiaba ahora lo que tanto había cuidado y mimado siempre con esmero, porque no le encontraba explicación a aquella repentina esterilidad y le parecía casi un acto de rebeldía hacia él no seguir ofreciéndole cada año su nueva ofrenda floral.
Admití que era muy extraña aquella ausencia de rosas en ese pródigo rosal, en otros tiempos, que maravillaba por el esplendor de su belleza a todos los que pasábamos por delante del rosal con frecuencia. Ahora, en plena primavera, observaba la angustia estéril del jardinero por devolver la lozanía perdida a aquel arbusto que no mostraba ningn síntoma de enfermedad o plaga, sólo la extraña ausencia de las ansiadas y fragantes rosas.
Había pensado en ello porque me extrañaba aquel misterio, aunque empezaba a comprender la causa de aquella mustiedad sobrevenida, ausente de floración. Por eso, un día, al pasar por delante del rosal desprovisto de flores y encontrar al jardinero que seguía aplicándole toda clase de productos para reanimarlo aunque el arbusto que se mantenía erguido y firme, pero sin ofrecer en esta primavera sus extraordinarias rosas, le dije con tono firmemente convencido: „No siga obligando al pobre rosal a que florezca con todos esos productos que le echa para nada. El problema no está en que le haya atacado ningn hongo o plaga, ni padezca ninguna enfermedad desconocida que le haya secado su capacidad de floración. El pobre arbusto hace lo que puede para sobrevivir y mantenerse erguido sin secarse y para ello dedica toda su energa y su savia nada más que a tal fin, porque sabe que tiene su propia naturaleza agostada con tantas primaveras en las que dió lo mejor de sí mismo. Ahora, sólo pide que le respete su cansancio natural y su deseo de que le cuide con igual esmero y cariño que antes, pero sin exigencias, aunque no siga dando rosas por algún tiempo. Sólo, cuando haya descansado y recuperado un poco su fuerza regeneradora, podrá seguir cosechando la nuevas y hermosas flores. Es un error lo que está haciendo, porque la belleza nace siempre espontáneamente, pero nunca puede crearse en un tiempo determinado ni exigir que brote a la fuerza“.
Despus, al marcharme, eché la lútima mirada al rosal, mientras recordé como en la primavera anterior quise oler una de sus extraordinarias rosas y el rosal me devolvió, en muestra de protesta y rebeldía ante mi presencia intrusa, un fuerte pinchazo con una de sus muchas espinas protectoras, quizás porque sabía que su fuerza creadora haba disminuido y, por eso mismo, su instinto conservador le hacía protegerse con espinas ms duras y afiladas.
Sabía que aquel arbusto, con descanso, buenos cuidados y ninguna exigencia reproductora de pujantes flores, volvería a ser un nuevo manantial de belleza renacida, aunque para ello tuviera que emplear un largo tiempo en crear numerosos y tiernos brotes de los que nacerían nuevos y prometedores capullos que se transformarían en espléndidas rosas en la primavera siguiente, o más adelante, en el año aquel en el que se viera libre de la falta de exigencias recolectoras del jardinero meticuloso que no admitía la falta de las etéreas rosas nacidas como en primaveras pasadas.
Mientras me alejaba sabía que el jardinero seguía extrañado ante mis palabras que no comprendía en su verdadero significado, confundido en su propio afán de cuidados hacia aquel rosal agostado, ignorando los secretos de la propia naturaleza de aquella criatura vegetal a la que había criado y cuidado con tanto esmero, porque olvidaba que la capacidad creadora tiene sus propias leyes y no se aviene a exigencia alguna cuando se la quiere tener sometida a la férrea voluntad de quien, por creerse su dueño, olvida que el mágico don de la belleza nace espontáneamente y nunca forzada por las imposiciones de la voluntad que exige obras maestras por encargo.