Edición nº 9 - Octubre/Diciembre de 2009

Cristo de Velázquez (izda) y Cristo de Alonso Cano (dcha).

A propósito de dos Cristos españoles

A PROPOSITO DE DOS CRISTOS ESPAÑOLES

por
Mario Soria

Este escrito no es referencia histórica de los lienzos que analizaremos: origen, vicisitudes, propietarios, atribución de autor; ni examen de influencias estilísticas y técnicas de pintura; ni reseña de la multitud de estudios realizados, especialmente respecto de Velázquez. Simplemente, son las ideas que siguen serie de reflexiones estéticas y teológicas suscitadas por el Cristo de Velázquez, existente en el museo del Prado con el número 1167, y el de Alonso Cano, sito en la academia de bellas artes de San Fernando, número 635.Similar aparece el cuerpo crucificado en ambos cuadros, hasta el extremo que las reproducciones fotográficas de los mismos, en tarjeta postal, inducen a creer, por defecto de colorido, que se trata de una sola pintura, peor o mejor iluminada en la reproducción. Representan ambos lienzos a Cristo muerto en la cruz. De frente, sigue el cuerpo el eje del madero, vertical, con ligera flexión de una cadera; clavado por manos y pies con cuatro clavos, al viejo estilo románico. Rectos, sin flexionar el codo, ligeramente elevados por encima de la cabeza, no horizontales ni formando una ípsilon mayúscula (Y), trazan los brazos ángulo abierto, de más de noventa grados, con referencia al cuerpo, y de menos de noventa en orden a la cabeza. No se extienden, pues, cubriendo el travesaño de la cruz. Las piernas bajan rectas y se apoyan los pies en peana o sopedaño, al que están fijados independientemente uno del otro, con sendos clavos. La cabeza, con leve inclinación sobre el pecho y algo ladeada hacia el hombro derecho. Breve el perizonio, lo más que permitía el pudor de la época, pero sin disimular la ostentación peculiar de la persona desnuda, intuición del héroe cristiano en la cual se unen el culto clásico del cuerpo y el dogma cristiano. El fondo de la pintura, neutro o, mejor dicho, negro en la obra velazqueña, y más matizado en la de Cano.Conforme a los expertos modernos, que a su vez siguen a Francisco Pacheco, suegro de don Diego, este tipo de Cristo lo inspira una estampa de Durero, por lo que concierne a la caída de la cabeza, postura del cuerpo, disposición de los brazos, empleo de cuatro clavos (1). Parece tener Pacheco razón. No obstante, asombrosa resulta la similitud de ambos lienzos con alguna escultura románica; por ejemplo, la talla de la parroquia de San Miguel (Aguilar de Campoo, en Palencia), o la que guarda el museo catedralicio leonés. La primera, del siglo XIII; la otra, del XII (2). Abarca la semejanza la disposición frontal del cuerpo, inclinación de la cabeza, ángulo de los brazos, rectitud de las piernas, cuatro clavos, aunque sin sopedáneo el conjunto. Cierto es que ambas imágenes son de Cristo vivo, a diferencia de las dos barrocas; sin embargo, las analogías mencionadas y hasta el mechón de cabellos caído sobre el hombro derecho recuerdan las pinturas de Cano y Velázquez. Huelga decir que son los Cristos románicos de anatomía esquemática y de perizonio donde priva lo geométrico sobre lo natural, a diferencia de los dos artistas del siglo XVII; pero como la posición del Salvador en unas y otras obras es prácticamente la misma, diríase que los andaluces, barrocos clasicizantes, saltan sobre el gótico para inspirarse en las formas románicas y adaptarlas a su tiempo de curvas, movimiento y pasión. No indican las dos tallas románicas sufrimiento alguno; quizá ni siquiera lo induzca la imaginación, más preocupado el fiel por el dogma de la Redención. Una de las efigies está coronada. Ambas son más que representación del padecer redentor, símbolo o señal del mismo, vida y muerte poco menos que impasibles. La propia simetría, señalada por mástil y travesaño de la cruz, al tiempo que la frontalidad de la figura, su posición vertical, exenta de colocación forzada, desviamiento o contorsión; la elevación poco pronunciada de los brazos; el paño de pureza geométrico o ceñido al cuerpo, sin movilidad ni atadura que lo desprendan de los flancos y lo hagan independiente, en cierto modo, de la figura de Cristo; todo ello conduce a fijar más la atención en la verdad plasmada que a alentar la fantasía para que reproduzca las circunstancias reales de la crucifixión.
Los Cristos románicos más antiguos extienden los brazos siguiendo el travesaño de la cruz, de tal manera que la cabeza está por encima de aquél, tapando a veces la figura prácticamente todo el madero: poste y transversal, como en el crucifijo llamado de Don Fernando y Doña Sancha, del museo arqueológico madrileño; el de la iglesia de las benedictinas de Palacios de Benaver, en Burgos (3); el de la iglesia parroquial de San Miguel, en la población zamorana de Moralina de Sayago (4). La disposición recta de los brazos, ligada a la parte horizontal de la cruz, acentúa todavía más la configuración simbólica de dicho estilo, donde predomina la abstracción geométrica y dogmática a expensas de cualquier rasgo naturalista. En efecto; tal disposición determina el cuerpo en cuatro ángulos rectos, al compás del instrumento de suplicio, difiriendo poco en longitud los dos elementos de la cruz, y pudiéndose casi inscribir el conjunto en un cuadrado. Los crucifijos tardíos ligeramente alteran los ángulos; se alarga algún tanto el cuerpo del Redentor en relación a los brazos abiertos y cabe incluir la composición en un rectángulo no muy esbelto, más prolongado el esquema geométrico que en el caso anterior.
Las dimensiones casi parejas de la cruz no turban el espíritu, no lo inducen a comparar, ni inconscientemente lo inquietan, por ser imposible o muy difícil conciliar desigualdades, se percate o no de ello el observador. Es de notar, con todo, que se halla el palo travesero de la cruz, en los ejemplos señalados, muy cerca del extremo superior del eje, a diferencia del crucifijo llamado Majestad Batlló (museo de arte de Cataluña), que casi configura con sus cuatro aspas, unidas por el centro, una cruz griega, resultando todavía más marcado el equilibrio peculiar del románico.Cuando Cristo eleva exageradamente las extremidades superiores, ya en el siglo XIV, va el tronco bajando en la cruz, de modo que sobresalga la parte superior del eje. Suben los brazos hasta formar el cuerpo una gigantesca y griega mayúscula (Y), hundiéndose necesariamente el vientre con patética deformación, conforme a las tremendas descripciones de Santa Brígida de Suecia. Como se alarga el vertical de la cruz, en contraste con el travesaño, es el todo inscribible en un rectángulo alargado, un triangulo notoriamente isósceles o un losange estrecho. Estas conmovedoras representaciones cabe encontrarlas igual en Alemania que en Castilla. Ejemplos de esta última región son el crucifijo de la iglesia de Santa Ana, en Carrión de los Condes, Palencia (5); el de la iglesia parroquial de San Pedro, en Amusco, también villa palentina (6); el Cristo de la Aguas, sito en la población zamorana de Castroviejo de Campos, iglesia de Santa María del Río (7). Y fuera de la meseta, el del templo del seminario menor en Puentelarreina (Navarra). Todavía en época barroca vuelve a tomar Rembrandt dicha expresión, pero dulcificada, conforme se ve en su Erección de la Cruz, de la pinacoteca vieja muniquesa. Técnica tenebrista y sentido teológico del cuerpo iluminado, afines al del Cristo muerto de Cano. El prerromanticismo aún retorna a estas figuras trágicas, si bien de forma casi fantástica, ensoñada, aunque basándose en hechos reales, como sucede con el Cristo en una cruz formada de nubes, de Luís de Silvestre (pinacoteca de Dresde), pintura de un extrañísimo fenómeno meteorológico. Por su parte, el romanticismo trata de nuevo el asunto con toda la crudeza primitiva, añadiéndole angustia y pormenores atroces, conforme leemos el pasaje pertinente de las visiones de sor Ana Catalina Emmerich, relatadas por ésta y recogidas por Clemente Brentano (7 bis).Imitan los Cristos barrocos mencionados, de Cano y Velázquez, obras del románico tardío; continúan el dogmatismo y la composición simbólica; la sequedad la idealizan y afinan; recogen la emoción, pero la contienen; como las figuras góticas, son alargados el cuerpo del condenado y la cruz, si bien la disposición impide retorcimientos del tronco y piernas y desgarro de los miembros torturados, induciendo una consideración afectiva, pero serena, por parte del espectador.Es la figura del Salvador de cabeza bien proporcionada en el lienzo velazqueño, algo pequeña en el de Cano; tronco delgado, brazos y pierna finos, pero sin aparentar la anatomía fragilidad. El tipo no es ni el característico de Flandes, ni el atlético italiano, por influjo de los modelos grecorromanos; ni tampoco el membrudo de Antón de Morales (academia de San Fernando e iglesia madrileña de las Carboneras). ¿Prototipo racial español? Pero también son nativos el citado de Morales y el jayán meridional de los crucifijos de Zurbarán, tórax ancho, brazos musculosos; vientre, cintura, pelvis sin la finura andaluza; aspecto de luchador, casi uno de los modelos de Hércules interpretado a lo divino.
Volvamos a nuestros dos lienzos. Tronco, caderas, muslos y pantorrillas siguen el eje central, vertical, que coincide con el mástil de la cruz, si bien el perfil de cuerpo y piernas es ondulado, desde las axilas hasta los pies. Estos y las manos, más bien delicados, correspondientes a una constitución fina, pero no enjuta. Abundante el cabello, que en el cuadro de Velázquez tapa la mitad diestra de la cara, reforzando la inclinación de la cabeza sobre el pecho y los reguerillos de sangre que caen de la frente coronada de espinas. La cara corresponde por entero a la iconografía tradicional, que recientemente se ha visto confirmada por las investigaciones acerca de la sábana santa turinesa (8); apenas, variación de los rasgos. Rostro de forma triangular, de nariz alargada, cejas bien perfiladas, ojos grandes, algo más en el cuadro de Cano; boca semioculta por barba y mostacho, quizá de labios normales, ni gruesos ni delgados; expresión tranquila, como meditabunda. Respecto del cuerpo, no dejan aparecer los pintores con dureza músculos y huesos. Aunque sea notable, por ejemplo, la pintura de las rodillas, de la articulación, especialmente en el cuadro del sevillano, no se turba con todo la armonía de un físico que es más contorno, apostura y proporción que conjunto de órganos violentados.Es Jesús en estas pinturas muy distinto del Mesías doliente que retrata David, también Redentor profetizado por Isaías (9); de los Cristos góticos dolorosos: del hombre quebrantado, polvoriento, la boca patéticamente abierta por el dolor y la sed, irguiéndose la cruz en un paisaje desolado:
Gólgota, de Nicolás Nicolayévich Gay (museo parisiense D`Orsay); del torturado, retorcido, casi putrefacto, de Matías Grünewald (10); diverso, igualmente de los Cristos de Zurbarán, aunque sea en algún caso la postura similar (Cristo muerto, del instituto de arte de Chicago, y mismo asunto, en el museo sevillano de bellas artes), pues el tipo humano rudo constituye casi la antítesis de la elegancia andaluza. Utilizan Cano y Velázquez la conmiseración por los sufrimientos de Cristo: la vuelven más punzante que cuando se contempla el padecimiento de una contextura de anchos huesos y abundante carne, menos sensible al parecer. Y también la vuelven más teológica, como si la menor cantidad de materia permitiese mayor significado trascendente.Va el barroco tras lo natural, no lo hierático, al modo románico o bizantino, ni lo estatuario, caso de muchas figuras del protorrenacimiento. Si con la antigüedad cabe cotejarlo a estilo tan versátil y removido, tendríamos que hacerlo con el arte helenístico. Por esto, acercándose a la historia de la muerte del Señor, discierne los momentos de la misma, sus dolores, su aspecto diverso. Concretamente, en la cruz muestra a Jesús parlante, expirante, orante, muerto (11).Tanto en el reposo como en el movimiento resalta el naturalismo barroco: espontaneidad y libertad de actitud, ademán, desplazamiento, apostura. Considerando los Cristos de Cano y Velázquez, no parece antinatural la inmovilidad del reo (suplicio excluido), porque en tales terribles circunstancias se ha atendido a la postura menos forzada. Pero sobre todo en la asimetría, aparente desproporción de masas y desequilibrio, eje desplazado del centro, tensión anímica, moción del cuerpo, se advierte la multiformidad barroca: esguinces, quiebros, acometidas; pasión expresada por gesticulación, ademanes descompuestos, ropa desordenada; ímpetu señalado en el semblante excitado, posición corporal tensa, contorsiones; estallidos, irrupciones, dispersiones; barrunto cinético por medio de momentos sucesivos insinuados, zigzagues, mixtilíneas, diagonales, rombos, elipses, trapecios, parábolas, líneas contrapuestas; trama heterogénea y compleja que exhibe figuras caminando, agachadas, corriendo, galopando, accionando con manos y pies, gritando, entrelazadas, ondulantes, cayendo, subiendo y mil formas otras. Si bien se evitan, por lo general, los retorcimientos casi imposibles o inusitados, como el de las piernas del Cristo de las batallas (12), de fines del siglo XIV, sito en la catedral palentina: flexionada la rodilla derecha y el pie de ese lado montado sobre el izquierdo, resulta inestable y difícil que estén ambos pies clavados al madero. La extraña posición -no exclusiva de esta talla, porque se repite en un calvario de Villalcázar de Sirga, iglesia de Santa María la Blanca (13), y en el crucifijo de Carrión de los Condes, iglesia de Santa María (14)-, forma una serie de curvas rítmicas que recuerdan un poco la danza cósmica de Siva. No obstante, la disposición de figuras en formas heteróclitas, induce en ocasiones a violentar posturas: el Crucificado, en el Calvario de Lucas Jordán (iglesia madrileña de los Alemanes).En la pintura de Velázquez, la leve flexión de la cadera derecha adelanta una pizca de la pierna del mimo lado, tensa, sobre la cual descansa el peso corporal; la pierna izquierda, apenas retrasada, ligera flexión, según dejan ver los toques luminosos del muslo y la rodilla. La línea de la parte derecha del cuerpo es ondulante, y esto también se advierte al lado opuesto, aunque menos notoriamente. Forma dos concavidades el perfil diestro: una de brazo, axila y pecho; y otra, más hundida, de cintura y principio de la pelvis, continuando con la convexidad de la cadera y longitud del muslo. Luego, se hace el contorno cóncavo otra vez junto a la rodilla; convexo nuevamente por la pantorrilla, se hunde el tobillo y termina con asomo convexo en el pie. Tiene el lado izquierdo, si bien menos marcadas, curvas similares.Pinta don Diego la cruz vista desde la inscripción hasta parte del pie, debajo de la peana; así la atención recae sobre el Crucificado, que dibuja una ípsilon de brazos poco alzados, pero un ápice más que los del cuadro análogo de Cano. El fondo, neutro, hace resaltar vigorosamente el desnudo. Dicho fondo parece ser un muro donde se espesa la sombra del cuerpo: brazo y perfil izquierdos, amén del supedáneo. No se abre la pintura al espacio exterior. De este modo, no existe prácticamente el mundo, ni tampoco hay más relación del espectador que con Jesús.
El color del cadáver, no lívido ni verdoso, sino amarillento o, mejor dicho, blanco con transparencia dorada, intermedio entre el áureo, habitualmente dedicado a los fondos que señalan a la Divinidad presente, tal como se encuentra en las tablas bizantinas, italianas primitivas, etc., y el blanco en sus distintas tonalidades, color del cuerpo humano. ¿Y permiten, así fundidos, blanco y dorado una interpretación teológica que no sea fantasía o disparate? ¿De esa síntesis del oro de Dios y el blanco del hombre? Quizás. Entonces, si continuamos la hipótesis, sería el Cristo de Velázquez representación cromática de las dos naturalezas coexistentes en el Verbo encarnado, mucho más significativa por color y forma que las figuras esquemáticas, o deformadas por el suplicio. Color glorioso, sin duda, transfigurador, que irritaba al expresionista cristiano Otto Dix, educado por los terribles Cristos alemanes medievales y renacentistas, y que representó de forma estremecedora el sufrimiento del Salvador, por encima de cualquier refinar o idealizar, tan frecuente en las dulzonas imágenes católicas.
Aparte de la idea anotada, Jesucristo muerto es Dios, pero también es ente físico, extenso, colorido…, ser humano, si bien más bello que los hijos de los hombres, en frase de David (15). Esta intuición del Salmista, unida al platonismo, sirve para concebir una estética religiosa peculiar, que fluctúa entre la hermosura emocionada y la emoción terrible, pero siempre bella; estética que inspira, verbigracia, las Meditaciones del amor de Dios, de fray Diego de Estella, y la Historia de la Sagrada Pasión, del jesuita Luís de la Palma (16). Y por esa influencia bíblica injertada en la idea griega, se alcanza a veces lo sublime. Preparado por la época anterior inmediata, el arte español del siglo XVII ha sido extremadamente hábil para unir belleza y sufrimiento, más aún que los italianos, caídos a veces en cierta teatralidad que falsea el asunto: caso de la Santa Teresa, de Juan Lorenzo Bernini (iglesia romana de Santa María de la Victoria), y de su San Sebastián (estaba en el museo Thyssen, Madrid), tan parecidos ambos por expresión facial, postura y contorsiones, siendo sin embargo del todo dispar el tema.Sorprendentemente - ya lo hemos indicado – está la cruz, en el Cristo de Velázquez, erguida delante de un muro. El fondo negro lo es. En dicho fondo se notan con cierta precisión las sombras del brazo izquierdo, extendido, de Cristo; el contorno corporal del mismo lado, el borde de la pierna también izquierda, la abertura formada entre esa pierna y el astil, por la cual entra la luz, y la silueta oblicua del sopedáneo. Como no se ve roca alguna donde se ahínque el armazón, ni pueden proyectarse sombras en el vacío nocturno, hay que concluir que se halla la cruz en un recinto cerrado. ¿Acaso el muro delante del cual se alza el Señor clavado, indica simplemente el taller del pintor y la escena consiste sólo en un juego estético: escenografía del patíbulo enhiesto y en éste colocado un modelo en postura adecuada, amén del foco de luz, ubicado a la derecha? ¿Está, además, la pared cubierta, para lograr mejor el contraste, de un arambel negro? ¿O más bien ha sido Velázquez inspirado por el mito platónico de la caverna (17), si bien interpretándolo con sentido teológico, no sólo filosófico? ¿Personifica este Cristo al Salvador resplandeciente en la espelunca del mundo? ¿O simboliza la estancia del espíritu obscurecido por la culpa y donde brilla la gracia de Jesús? Difícil es determinarlo; de todas maneras, no hay que olvidar la noción teológica que indudablemente anima el lienzo.El paño de pureza, asimétrico; más anchos, la parte que cubre la cadera siniestra y el extremo del lazo del mismo lado, como para compensar, mediante una geometría superior a la igualdad, pliegues repetidos, caída rígida de la tela, el ligero levantamiento del flanco derecho. Anudado al frente, lienzo blanco ceñido a la pelvis, cubriendo cuidadosamente lo que podría parecer inconveniente, pero que a veces no se juzga así, como se atreve a hacerlo Gregorio Fernández sin que intervenga la Inquisición, aunque a la postre haya habido que cubrir, en casi todas las figuras desnudas del gran escultor gallego, cuanto aliente más la curiosidad lasciva que la piedad o la admiración. Y como también está velado el Cristo blanco, de Benvenuto Cellini, basílica del Escorial.¿Y que decir de Cano?Ya observamos que es casi el mismo que el del pintor sevillano el tipo de hombre que representa al Mesías: cuerpo delgado, cabeza algo pequeña (en lo cual difiere Cano de don Diego), extremidades finas, pero no en demasía. Asimismo, un poco más esbelto el del granadino y con una nonada de torsión de la cadera izquierda. Ligeramente hundido el vientre y saliente el pecho. Tronco, casi imperceptiblemente vuelto hacia la derecha, no del todo frontal, como el anterior. Las piernas, en cambio, enfrentadas al espectador. Varón de contextura más grácil que el de Velázquez. Está igualmente más desnudo que este último, por la razón que después daremos. Tal vez también de estatura algo más alta, si bien sea menor la longitud medida realmente, desde la intersección de los maderos hasta la peana, o sea, desde la cabeza de Jesús hasta los pies. Hay que tener en cuenta que el Cristo de Velázquez aparece más cerca del espectador, en tanto el de Cano se yergue un poco alejado, de tal modo que la impresión de ser inmenso disipa por completo la medida actual, haciendo parecer al del granadino incluso mayor que el otro.La cabeza igualmente inclinada sobre el pecho, pero menos ladeada que en el cuadro del sevillano; parece más ancha que en el lienzo mentado, casi braquicéfala, y la cara no tan hermosa: cejas bien dibujadas, ojos grandes, nariz recta, cabellera espesa; un mechón de pelo caído, asimismo, por el lado derecho, aunque sin tapar la mejilla. Barba y mostacho prácticamente idénticos en ambas punturas, ocultando la boca. Mucho más moreno el modelo de Cano, casi cetrino. No se percibe en este cuadro tanto la hermosura de Cristo como en el óleo del mismo autor,
Cristo recogiendo sus vestiduras (parecidísimo de rostro al Cristo con la cruz a cuestas, de Juan de Juanes), o en otro del mismo Cano, Cristo y la samaritana, donde hay que admirar la cabeza alargada, perfil pronunciado y cuello largo del Salvador. Huelga decir que se miran desde distinto punto de vista las caras y en circunstancias dispares.
Cabe preguntarse si hubo referencia real para el rostro, a saber, si es el último retrato. Creemos que sí, pero que fue modificado sin transformarlo, más o menos idealizado según el asunto, hasta crearse una especie de arquetipo que se impuso en esta corriente semiclásica, a diferencia, por ejemplo, de Zurbarán y otros, naturalistas, como su fisonomía propia (señalemos de paso que parece ser otro, mucho más atlético, cariancho, el modelo que usó Cano al pintar su soberbio Cristo atado a la columna, existente en el convento carmelita de San José, Ávila).
Se ve la cruz desde la cúspide hasta el pie, que se hinca en el suelo, asomando adelante la calavera de Adán y la roca del Calvario. Esta representación total de la escena con sus particularidades, de mayor magnitud espacial que la de Velázquez, empequeñece el cuerpo, pero al mismo tiempo lo agranda estéticamente. El fondo del cuadro, muy oscuro, donde vagamente se percibe, en la parte inferior siniestra, una ciudad; a la derecha, un monte. Hondura negra arriba, clarea ligeramente al medio y abajo, tornándose por lo demás de color castaño muy fosco, rojizo a trechos. A la izquierda, blanquea un punto el horizonte, detrás de los edificios desdibujados; el tono negro reaparece en la roca donde arraiga la cruz. Muy bajo el horizonte, ocupa el cielo prácticamente todo el fondo de la pintura, lo cual da al cuerpo desnudo enorme magnitud, equiparándolo a la inmensidad del firmamento, con claro propósito dogmático. Porque si llena el cielo la parte posterior, la cruz de Jesucristo abarca todo el plano anterior, habiendo apenas sitio para la tierra.
El blanco (tenues matices amoratados, grisáceos, dorados) del cuerpo atrae a sí toda la atención y es, simultáneamente, ardid estético y símbolo teológico. Irradian luz pecho, brazos, antebrazos, muslos, espinillas. Sobre la cadera izquierda, discreta mancha de sangre que baja desde la herida cordial y alcanza la parte superior de la pierna, al mismo lado. Existe un foco luminoso a la derecha, fuera del cuadro, pero siendo invisible y en apariencia inexistente, cae tan de lleno la claridad sobre la persona del Crucificado, que apenas deja sombras y diríase que la luz más que concentrarse en Jesucristo, nace de Este. Son las sombras mínimas: la de la cabeza encima del hombro derecho, la del hombro derecho, la de las axilas, la de la parte del paño de pureza que vuela hacia atrás. Ha logrado el pintor mostrar que, absorbida, nace la luz del Salvador muerto, de acuerdo con el evangelio de San Juan, si bien aquí no está aquélla concebida como prototipo creador, sino a modo de persona redentora del mundo en tinieblas. No tiene el cadáver la blancura brillante de la transfiguración del Señor, pero sí muestra el color que, sin ser el resplandor glorioso del monte Tabor, a la vez que natural es de más profundo sentido, pues contrasta vigorosamente con el plano último, formando el polo contrario al mundo en tinieblas.
Las piernas, en la misma posición ambas, a pesar de la apenas perceptible flexión de la cadera izquierda. De los pies, una gota más adelantado el izquierdo, como se advierte por el dedo gordo de ese lado, que se asoma fuera del borde de la peana y echa un hilo de sombra al frente de la misma. Tipo el de Jesucristo más estilizado y serpentino que el del sevillano, cuerpo de curvas y contracurvas amplias, recuerda un poco al Cristo de la Resurrección, del Greco (Prado), si bien de contornos más precisos el de Cano y depurados. Prolongada convexidad forman la cadera y el muslo siniestros, desde la cintura hasta la rodilla, a lo cual ayudan el tronco delgado y las finas extremidades inferiores. Notables, también, la convexidad de la pantorrilla y la concavidad claramente dibujada por la articulación de pie y pierna.
Además, hay que notar que el Cristo de Velázquez tiene aureola, dorada, que se distingue claramente de la pulida cruz, de color agamuzado claro o parduzco. En cambio, el de Cano muestra apenas un tímido resplandor que circunda la cabeza y sirve para distinguirla, pelo negro, de la cruz y el fondo, igualmente oscuros como la cabellera. La cara, en el cuadro de don Diego, tiene tapado por el pelo caído el lado derecho, si bien el izquierdo está casi tan iluminado como el cuerpo. Por el contrario, en la figura de Cano se ve completamente el rostro y la guedeja cae junto a la mejilla diestra sin cubrirla, sobre el cuello, y es menos abundante que en el lienzo anterior. Está la cara sombreada, de modo que se distinga nítidamente del cuerpo, siendo evidente el propósito de hacer resaltar el último, cosa que se advierte incluso en el color y contextura de la cruz: madero claro, desbastado, cuadrangular, labor de carpintería, la obra velazqueña, mientras es la de Cano leño quizá apenas descortezado, negruzco, sobre el que descuella la delicadeza somática, blanca, del Salvador.
En cuanto a los brazos, son similares en ambos cuadros, quizá más atentos los artistas a la verdad anatómica que al fin estético; no obstante, parecen más largos en el lienzo de Cano, sin serlo, medidos desde la muñeca hasta el hombro. En ambos casos, perfectamente corresponden las extremidades al tronco: ligeramente más gruesas en el cuadro velazqueño; más finas, las del granadino, atendiendo a la gallardía y estilización curvilínea del resto.
Pinta Cano el cuerpo desnudo cuanto es dable presentarlo así. Apenas sujeto por un cordel el perizonio, reducido a la vista, formando la tela la breve cobertura correspondiente; fijado a la cadera diestra y semicaído en el muslo izquierdo, no enlazados los cabos, toscamente enrollado sobre el pubis, agitado por el viento a la derecha un largo extremo sobrante; colocado con buscada negligencia. Estos detalles indican, de una parte, que al contrario del Cristo de Velázquez, encuéntrase el de Cano situado en el monte Calvario, al aire libre, encima de la Tierra; y de otra, la desnudez máxima posible, mayor que en el otro lienzo. Esta desnudez de Cano señala el propósito de oponer lo más agudamente que quepa, el cuerpo redentor a la oscuridad posterior, significativamente ilimitada. Y, además, darle a la humanidad de Cristo mayor relevancia todavía que en la otra pintura.
Don Miguel de Unamuno, inquieto y versátil, que dedica un poema famoso al Cristo de las claras palentinas:
… porque este Cristo de mi tierra es tierra…
No hay nada más eterno que la muerte.
Todo se acaba – dice a nuestras penas -;
no es ni sueño la vida;
todo no es más que tierra;
todo no es sino nada, nada, nada…,
y hedionda nada que al soñarla apesta (18),
también se entusiasma con el Cristo de Velázquez y le escribe versos que, en puridad, corresponden más bien por concepto, composición, escena y color, al de Cano:
… Es sueño,
Cristo, la vida, y es la muerte vela.
Mientras la Tierra sueña solitaria,
vela la blanca luna, vela el Hombre
desde su cruz, mientras los hombres sueñan;
vela el Hombre sin sangre, el hombre blanco,
como la luna de la noche negra;
vela el Hombre que dio toda su sangre… (19)
La idea de Jesucristo hogar luminoso, sol teológico, tiene al menos – que recordemos – tres realizaciones, antecedentes o coetáneas en las artes plásticas. Una, La adoración de los pastores, del Greco (museo del Prado), donde la luz que nace del Niño flamea sobre cara y ropa de los circunstantes, pareciendo en ocasiones incendiar y derretir la carne del adorante, como es palmario en el hombre que está inmediatamente a la izquierda de la Virgen. El otro coincidente, lleno de ternura, es el Nacimiento, de Federico Barocci (lo guarda asimismo el Prado), en el cual la luminosidad dimana también del Niño, fajado y acostado en la cuna, claridad que cae en primer lugar sobre Santa María, arrodillada, alumbrándola del todo, y aclara además el pesebre.
Pero quizás en pintura alguna se plasme dicha noción de la luz absoluta encarnada como en la Adoración de los pastores, de Guido Reni (cartuja napolitana de San Martín): apenas se delinean, en medio del resplandor, los contornos de la cabeza, cara y cuerpo del Niño divino, blanquidorada la figura toda, casi inmaterial, irradiándose la luz, desparramándose sobre la paja del pesebre. Jesusito, lindo y regordete, incandescente, alumbra a todos los personajes del cuadro: su Madre en primer término, y el círculo de rústicos. Dice el lienzo con formas aquello que de Dios afirma David: Amictus lumine sicut vestimento, o como traduce fray Luís de León:
Vestido estás de gloria y de belleza,
Y luz resplandeciente… (20)
Todavía en el siglo XVIII sigue este concepto vigente; lo vemos en la Adoración de los pastores, de Cristián Guillermo Dietrich (pinacoteca de Dresde). Aunque se presenta aquí el tema sin la profundidad y sensibilidad de los españoles e italianos citados. No obstante, precioso es el Niño dormido y corito. Algún circunstante se tapa los ojos deslumbrado por el resplandor que lanza el Infante.
Todas estas pinturas cierran, por así decirlo, el círculo vital de Cristo, desde el nacimiento hasta la crucifixión, siempre concebido el Señor como hombre y luz indeficiente.
No sería apropiado, entonces, afirmar como Leopoldo Panero, dirigiéndose al Cristo de las Aguas, gótico del siglo XV (catedral asturicense): No, no es la luz más bella que tu sombra,
Cristo de mi velar, Cristo desnudo
como enjuto ciprés de pobre aldea,
que empaña y amortaja el pensamiento
en la vidriada luz de sus pupilas
y en su torso de sed …. (21),
porque señalan momentos teológicos diversos dicha escultura y los lienzos de Cano y Velázquez: el momento que considera en Cristo al ajusticiado vicario por nuestros pecados, y el que muestra la capacidad redentora, aplicando el concepto panfotogénico del evangelio joanista, plasmado en el cuerpo casi glorioso, un punto menos que en el monte Tabor, pero irradiando el resplandor patético de Dios crucificado.Más, para ser concebible esta representación de la fuente luminosa, tuvo que cambiar el concepto estético de la luz.Esta es, durante el renacimiento, casi siempre la natural, dorada o blanquecina al amanecer y mediodía, estando el firmamento despejado; grisácea, nublado el cielo; rojiza, por los celajes de la aurora o la tarde; azulada, a la distancia o al anochecer. Que a veces se vuelve de extraordinaria transparencia, luz de mañana meridional avanzada o sol en el cenit, como en
Cristo sostenido por un ángel, de Antonio de Messina (museo del Prado). O bien se muestra impregnado de luz el cielo, con algunos cúmulos blancos que destacan el azul intenso: Piedad, de Rogelio van der Weyden, número 1.540 del mismo museo, escena cuya claridad poco tiene que ver con el desgarrador suceso: brilla la luz sin sombras, alumbrando el episodio de la historia sagrada, como si nada hubiese cambiado el mundo, totalmente naturalizada.
Cuando llega el barroco, la luz se independiza, por así decirlo, de las cosas materiales y la hora; no secunda la escena, sino que la determina. Diríase que, desprendida del espacio y los objetos, no está contenida en el primero ni determinada por los otros: más bien parece manifestación del sol inteligible (22), eminentemente móvil y activa, principio plasmador y protagonista de la pintura.
Sucede esto de múltiple modo.
Suavemente dorada, la luz que ilumina con delicadeza (caso del San Jerónimo, de Correggio, sito en la academia de San Fernando), después se intensifica, blanquecina o rubia, recia, y pone al desnudo la superficie de hombres y cosas: superficie rugosa, áspera, suave, pulida, tirante, floja, pálida, cetrina, sonrosada, sin buscar la belleza ni rehuir la fealdad. Más que fluir desde la lejanía y alumbrar, irrumpe y estalla como explosión cósmica, al modo de la Conversión de San Pablo, de Palma el Joven (Prado). En cuanto al San Jerónimo citado, la finísima suavidad del pintor italiano se convierte en visión minuciosa y realista que del ermitaño exégeta pintan Ribera y Jordán, por ejemplo.
O bien choca la luz con la materia, de tal manera que prácticamente rebote aquélla hacia el ojo del espectador y revele la dureza de los objetos pintados: caso del Caravaggio. O se detiene en ellos, descubriendo su textura y detalles, como lo muestra el arte de Ribera. O penetra e impregna las cosas, según lo hace Claudio de Lorena, de tal guisa que parezcan los cuerpos porosos y el pintor discípulo de Marsilio Ficino, para el cual se difunde la luz por todas partes, e infundida no quebranta los cuerpos ni éstos la inficionan (23). Juega la luz sobre las cosas y personas, a modo de incontables destellos y reflejos, con múltiples centros lumínicos, dando a la materia, por la variada oposición de oscuridad y claridad, sentido terrible o fantástico: Coronación de espinas, del Bassano (museo del Prado); y asimismo, Prendimiento, de Lucas Jordán (patrimonio nacional de Aranjuez), donde se iluminan personajes y circunstancias desde diversos ángulos: de frente, a contraluz, de costado, mediante focos situados por todo el lienzo: la aureola de Cristo, la luna, las antorchas, un resplandor sobrenatural.
Igualmente, expresa la luz una artificiosa gradación de colores iluminados, por ejemplo, mediante la llama de una vela, como lo hace Jorge de la Tour. Caso también, aunque sea distinta la fuente luminosa, del San Francisco de Asís, de Zurbarán (museo de arte catalán, de Barcelona), y de otra pintura de los mismos asunto y autor, existente en la pinacoteca vieja de Múnich. O bien disuelve las cosas en colores e incontables matices, difuminando límites y diluyendo la consistencia en bruma dorada que transfigura la realidad: cuadros religiosos de Rembrandt. Y mencionemos aún, de algunos decenios más tarde, las fugadas de Alejandro Magnasco, cuyas formas desquiciadas suelen iluminarse mediante fosforescencias y presentar aspecto de ilusión y fantasía diabólica, o reduce el artista la luz a pinceladas blancas sin fundir, que añaden cierta tosquedad casi salvaje a caras contraídas, actitudes extravagantes, paisajes inverosímiles y siniestros.
De esta forma, descubre la luz las propiedades de los objetos: superficie lisa, dureza, cuando choca; rugosidades, asperezas, desigualdades, tersura, densidad, blandura y demás, si ilumina deteniéndose en lo alumbrado con vigor, pero sin deslumbrar; transparencia, ligereza, raridad, colorido aéreo, inconsistencia, inmaterialidad, toda vez que penetra en las cosas; sentido preternatural, tendencias ocultas, influjo extraño, presencias temerosas albergadas por la realidad, cuando es la luz brillo brumoso, fuego fatuo, destello, ráfaga. En suma, la luz se incorpora a la materia, impregnándola de sentido, convirtiéndose en color, sombra, claridad, y mostrando una noción superior, a la que están subordinados los elementos formales, los principios estéticos y la verosimilitud. Que es el caso, a nuestro juicio, de los Cristos barrocos de Velázquez y Cano.La luz así concebida modifica también la representación del espacio. Éste, en el renacimiento, se estructura por lo general mediante líneas rectas, dirigidas hacia el fondo de la escena, siguiendo trazos paralelos aparentemente unidos en el punto de fuga, y se prolongan detrás del lienzo, en continuación imaginaria irreal e invisible. Es de ello claro ejemplo el magnífico Lavatorio, de Tintoretto (museo del Prado). En contra, suele el barroco usar de nuevo la composición vertical del medioevo, no acumulando figuras y sobreponiendo unas a otras, sino concibiendo el tema dinámicamente de abajo arriba, como la Inmaculada de Soult, de Murillo (Prado). Igualmente, emplea a menudo la perspectiva invertida –para expresarnos como el filósofo ruso Pablo Florenski-, propia de la iconografía ortodoxa, especialmente de la del país indicado. La mirada del espectador entra en la escena pintada, pero ésta también crea delante de sí, proyectando el plano anterior, un espacio imaginario suprarreal, que comprende a la vez la extensión pintada, la imaginada y la verdadera, donde se encuentra quien mira. El caso más célebre es el de las Meninas, cuyo espejo del plano posterior refleja a Felipe IV y a doña Mariana de Austria, ambos en cierto modo fuera del lienzo, enfrente de la escena principal, junto al observador. Cosa análoga pasa en el retrato de Carlos II, de Carreño de Miranda (colección del banco Bilbao-Vizcaya): enormes espejos del fondo del lienzo prolongan la estancia hacia delante, figurando paredes confusamente mostradas, que crean una gran habitación que incluye el propio espacio real: los muros reflejados parecen estar detrás del espectador, y éste, junto al joven monarca, en el mismo salón.No sólo la subsistencia y consistencia de los objetos puede suprimirlas la luz barroca. La forma pictórica misma, de abocetamiento buscado como fin estético, lo convierte todo en líneas imprecisas, luces reverberantes, escorzos bosquejados, colores y claroscuros fugaces, presencias confusas, pinceladas que se quedan sin fundir, rápidas, nerviosas, dejando la cosa o la persona inacabada. Y mostrar direcciones por un trazo, gesto, torsión corporal, sombra, detalle significativo; amén de pintarse figuras volantes y conjuntos tumultuosos, y representar de fuerzas. Y entreverse el entramado geométrico que insinúa movimiento y desequilibrio, como la composición en rombos, zigzagues, romboides, trapecios y trapezoides, diagonales, parábolas, mixtilíneas, óvalos, ejes descentrados e indistinción de cielo y tierra por color o sombras similares; y sucesos más ensoñados que reales, casi alucinaciones. Y sugerir sentimientos: admiración o miedo, por ejemplo, mediante contrastes, temas impresionantes, conjuntos borrosos, inestables, que parecen plasmados sólo momentáneamente, como figuras en nube. Tal ocurre en ciertos cuadros de Jordán: Visión de San Ildefonso de Toledo (museo barroco salzburgués), La profetisa Débora, Batalla de San Quintín, Batalla o Prisión del almirante de Francia, Derrota de Sísara (los cuatro lienzos, del Prado). El primero ya anuncia a Magnasco.
Dijimos que, independientemente de que se inspirasen en una estampa de Durero para el aspecto, postura y detalles, Cano, Velázquez y también Zurbarán imitan los crucifijos del románico tardío. Pero a ese estilo majestuoso, de figuras a menudo coronadas, que diríanse inmutables en su simbolismo de la Redención, le insuflan sentimiento. De otro lado, también el gótico había incorporado la emoción a la iconografía religiosa, sea la emoción dolorosa de Cristo y de su Madre, sea la llena de gracia de las vírgenes francesas, sonrientes, flexibles, de exquisita femineidad; pero expresó el dolor de modo diverso del barroco. Así, la impresionante escultura atribuida al taller de Gil de Siloé, si no al imaginero mismo: Ecce Homo todavía gótico (de los últimos decenios del siglo XV) por cierta rigidez del cuerpo y pliegues del manto, y que deja ver el tronco, brazos y piernas terriblemente maltratados por los latigazos y la cara absorta en el propio dolor (24). Y de años más tarde, aunque siguiendo parecido estilo, es el Ecce Homo, también talla, de Juan de Valmaseda (iglesia de Santa Columba, en Villamediana, Palencia) (25). Y la conmovedora imagen Cristo atado a la columna, existente en la iglesia toledana de Santiago del Arrabal, muy parecida, a nuestro juicio, a la efigie citada de Siloé por rostro, actitud, colorido.A veces en esta misma época, a caballo entre estilos, logra el artista una estremecedora amonestación personal del Redentor al fiel, por la que éste se siente conmovido hasta los tuétanos. Tal sucede con la tabla de Juan de Flandes, Cristo con la cruz a cuestas, donde el rostro del Condenado mira hacia el frente, fijando sus ojos en quien observe (prebisterio de la catedral palentina). Pero tan sentida representación no es sino un detalle del conjunto que forman el Salvador, soldados, sayones, muros fortificados, casas, tierra, cielo, objetos comunes. Y algo comparable cabe decir del Ecce Homo, tabla del mismo pintor, también en el retablo mayor de dicha catedral. No se establece, pues, completa y exclusivamente el diálogo entre Cristo y su discípulo. Para esta especie de abstracción emotiva habrá que esperar al barroco. Aunque ya encontremos una anticipación de ella en conmovedoras obras (efigies de Cristo) de Teodoro y Alberto Bouts, Metsys y otros, mediados y fines del siglo XV.Porque para la devoción en tal estilo vale aquello que decía Leibnitz haber hallado en un libro de Santa Teresa de Jesús: debía el alma devota considerarlo todo como si estuvieran solos en el mundo Dios y ella (26). Absorbe al fiel la contemplación no muy aflictiva de los Cristos de Cano y Velázquez, a la vez reales y simbólicos, síntesis de cielo y tierra, hombre y mundo, vida y muerte. Pero sobre todo conmueven las imágenes patéticas, en muda conversación con el espectador. Caso de las prodigiosas terracotas de los hermanos Jerónimo y Miguel García (
Ecce Homo, en la cartuja y la iglesia de los santos Justo y Pastor, Granada); o el mismo asunto, de Pedro de Mena (Descalzas Reales Madrileñas); o igual tema, de la talla atribuida a Francisco Alonso de los Ríos (convento de Nuestra Señora de Laura, en Valladolid) (27): cara sufriente de gesto humilde, boca entreabierta y ojos que miran fijamente, como hablando el rostro e intentando persuadir por compasión. Tienden todas estas obras, y mil otras que podríamos indicar, a relacionarse afectivamente con la persona piadosa, observador concreto, como si se dirigieran únicamente al último, dejándolo sumido en la consideración del dolor presente, agitado, enternecido, abstraído el fiel de cualquier otra circunstancia. Por ello, tales imágenes se convierten de inmediato, aparte su valor artístico, en objetos venerables, más adecuados para estar en iglesias que en museos.Semejante hipervaloración del sentimiento religioso y el separarlo de cualquier otra circunstancia, convirtiéndolo en elemento estético único y principalísimo, vale también, huelga decirlo, para la Virgen. Mira ésta, sufriente, a su Hijo muerto, en una Piedad gótica; pero diríase que forma esa pena parte del conjunto, escena canónica, y no puede desgajarse del mismo. Sin embargo, dicho sentimiento se sobrepone a todo otro concepto o representación en una obra barroca.
En el renacimiento, Santa María parece resumir todo el dolor del drama del Calvario o al menos representarlo acrecentado, respecto de figuras secundarias, conforme lo demuestran, por ejemplo, Gregorio Fernández en su Quinta angustia (iglesia vallisoletana de San Martín); Arnao Palla, autor de Llanto sobre Cristo muerto (sito en la iglesia de la Asunción, de Venialba, Zamora); Gaspar Becerra, si fue ciertamente artífice de la Virgen de las Angustias granadina; etc. Acentúa el barroco ese carácter maternal.
Pensemos en las Dolorosas españolas: ojos rojizos de llanto, boca entreabierta como para emitir un sollozo, mejillas enflaquecidas o inflamadas, velo arrugado, manos retorciéndose, hasta lindar muchas veces con lo teatral; cabeza elevada, vuelta al cielo; brazos extendidos. Tales formas sirven para señalar la emoción, objeto artístico capital. Curiosamente, ese sentimiento que subsiste en escultores próximos ya por tiempo al neoclasicismo, pero aún barrocos, como Salzillo, autor de una extraordinaria Dolorosa (museo del imaginero, en la iglesia murciana de Jesús), no aparece en otro gran tallista contemporáneo del anterior: Luís Salvador Carmona, según se comprueba en su Piedad, de la catedral nueva de Salamanca. Diríase que un soplo neoclásico ha helado hasta cierto punto el afecto, dejando sólo una obra magnífica, formas y colores, pero de poco espíritu y que no resiste, desde tal punto de vista, la comparación con una Piedad medieval, pensemos, la que alberga la iglesia de San Cebrián de Mazote, aunque ésta sea muy inferior estéticamente a la del gran artista vallisoletano.Y si no se dirige al espectador, puede enajenarse la pasión barroca por un vínculo emocional intenso que tiene otro término. Atención y meditación cautivan a San Bruno contemplando un crucifijo (cartuja de Miraflores) o considerando una calavera (academia de San Fernando): estatuas ambas eximias de Manuel Pereira. Y aunque meditación y atención se den en el gótico y en el renacentista, no creemos que en esos estilos tengan el ardor y la fuerza barrocos. A veces, el embeleso se vuelve hacia el interior del embelesado, ensimismamiento sin término correlativo exterior aparente, como en los retratos del padre Carlos de Condren, contemplativo que propugnaba la despersonalización del cristiano y su transpersonalización en Cristo, y las realizaba en sí, conforme a la afirmación de San Pablo: Vivo autem, jam non ego, vivit vero in Christus (28). Igual (acotamos nosotros) que en los óleos de Claudio de Lorena están los objetos henchidos de luz. Por esto, los retratos del segundo general del Oratorio francés recuerdan la faz de Buda meditando en la posición llamada dhyanamudra, llena de paz interior, de quien ha llegado a la meta perfecta.Señalemos también, a modo de contraste, el impresionante (por concepto, escenario y tamaño) Crucificado, de Federico Barocci (museo del Prado). Quizá menos elegante que los dos españoles. Más próximo al de Cano, por erguirse la cruz al aire libre; semejante a ambas pinturas, a causa de la postura corporal. Lienzo de Cristo vivo aún, en el momento más angustioso de la crucifixión, el del casi absoluto abandono, cuando clama Jesús a su Padre. Sujeto por tres clavos. Cuerpo, mucho más fornido y carnoso que el estilizado de Velázquez y Cano, siendo además su color blanco amoratado o sonrosado. Muy elevada la cruz, vista casi entera: largo pie, sopedáneo, mástil, travesaño y letrero. Cielo tormentoso y tierra que, anocheciendo, muestra una ciudad, bosques, castillos, montañas. La ciudad, Urbino, cuyo duque, Francisco María de la Róvere, regaló el cuadro a Felipe IV. Parece la luz descender sobre Jesucristo. Más dramático hubiera sido suprimirla, pero entonces ya no sería católica la pintura, sino calvinista: el reformador de Noyón sostiene que el Condenado se desesperó en la cruz y sintió las penas del infierno.
En el siglo XVIII, pierde este tipo de imágenes casi por completo simbolismo y religiosidad. Tal sucede con el Crucificado, de Antonio Rafael Mengs (palacio real de Aranjuez), donde la figura, similar exteriormente a nuestros Cristos barrocos andaluces, carece de verdadera emoción: parece el asunto mera convención infinitas veces repetida. Jesús, clavado en la cruz, ruega sin angustia al Padre. No posee el paisaje vastedad, siendo realistas colina, peñas, llanura, barranco. Bonita es cromáticamente la escena: variados grises de riscos y cielo aborrascado. Pero ni Cristo parece más que hombre, pues falta la oposición abrupta y la composición grandiosa, ni se halla la cruz fija en la cúspide del mundo, ni éste se ve sumido en tinieblas, esperando la luz trascendental.
Tal secularización es todavía mayor en Cristo crucificado, óleo de Goya (Prado, nº745).
Todavía está Cristo vivo en este lienzo: levanta la cabeza para preguntar al Padre por qué lo ha abandonado. No cabe momento más patético, y la bella cara doliente corresponde a la angustiada interrogación. Sin embargo, el resto de la pintura nada o muy poco tiene que ver con el asunto.
El cuerpo, casi completamente desnudo, más robusto que el de los dos andaluces, aunque sin llegar a la complexión de jayán, musculosa, de Zurbarán y Morales. Más bien resultaría lo contrario de esta última. El color de la piel, en el cuadro goyesco, trigueño ligeramente sonrosado; trigueño dorado el pecho, donde cae la luz de un foco invisible, situado a la derecha del personaje.
Cuatro clavos fijan en la cruz a Cristo.
Los brazos, extendidos, formando notable ípsilon, en ángulo obtuso respecto del tronco.
La herido del costado, apenas advertida. No se distinguen gotas ni chorros de sangre en frente, manos, pies. Contorno del cuerpo, curvas y contracurvas. Casi no está sumido el vientre.
Alzada la cabeza hacia la izquierda. Boca entreabierta, suplicante, y ojos dirigidos también a lo alto. Cuello alargado.
Del cuerpo casi no se notan huesos ni tendones. Suaves y difuminadas, las articulaciones: las rodillas, por ejemplo. Debajo de la fina piel, son los músculos carne redondeada, sin abruptas hinchazones ni flacuras.
Lienzo de pureza, anudado a la izquierda. Breve, arrollado y cubriendo lo imprescindible, según el criterio predominante.
Están los pies totalmente apoyados, de talón a dedos, en el amplio sopedáneo. Piernas de suave contorno, sin asomo de la tibia.
La posición de los brazos no parece forzada, dolorosa. Diríase que los ha elevado el modelo para empezar un paso de baile.
Fondo virtualmente todo negro, para hacer resaltar el cuerpo desnudo. Negro con cierto viso castaño obscuro: contraste y armonía complementaria con el trigueño.
La cruz, borrosa en la cúspide y el cruce de los maderos. Estos, macizos, cuidadosamente desbastados. A la claridad, el sopedaño, dando al conjunto solidez y apoyo a la víctima.
Figura hermosa por color, contextura (quizás ligeramente afeminada por sus curvas), facciones. Pero más belleza física que expresión del tremendo drama redentor o versión pictórica del suceso en su verdad teológica. Entrevistos, angustia y dolor, como propios del catolicismo dieciochesco, semirracionalista, degenerado en comparación con el barroco: perdidos la profundidad dogmática, el sentido de lo sobrenatural, la noción del pecado.
Tras este descenso religioso del tema, recupera a la vez hondura y novedad el siglo XIX. Y después. En la Rusia anterior a la revolución: Gay, Nesterof, Bogoliubof, Bronnikof… Y también en Occidente: Rouault, Dix, Corinth, Nolde…
19. Señalemos como apéndice haber ya tratado Correggio (1488 a 1534) la luz y otros elementos con criterio prebarroco en su Natividad o Noche (Dresde).
Divide el pintor la escena en dos partes por medio de un poste: la más ancha, diestra del espectador, corresponde al espacio que ocupan la Virgen, el Niño y San José, con fondo de naturaleza. La más estrecha, izquierda, corresponde a los pastores, colocados en oblicuo, y a un enjambre de ángeles. No obstante, María y su Hijo no están exactamente al centro de la composición: hállanse ligeramente movidos hacia la derecha.
Se muestran dos focos iluminadores: uno natural, al fondo, anochecer del mundo, y otro teológico, el Niño, del que irradia un resplandor sobrehumano que alumbra primeramente a la Virgen y después a los zagales.
En cuanto a éstos, tres, una mujer se tapa los ojos deslumbrados, con gesto doloroso,. Otra se vuelve con expresión feliz hacia su compañero que, de pie, aire dubitativo, se toca la cabeza. Las actitudes, tan espontáneas, indican a nuestro juicio tres reacciones frecuentes ante la gracia: rechazo, aceptación, duda. Y aquí también resultan simbólicos los rústicos, superándose el naturalismo renacentista.
Así, un poco desplazados los personajes principales del centro del lienzo, cierta disposición en diagonal de algunas figuras, la notable asimetría, etc., ahíncan todavía más el prebarroquismo de la luz: naturaleza doble de la misma, discontinuidad, fuente múltiple y demás.
A mayor abundamiento, dicha asimetría: a la derecha del espectador, sólo María y Jesusito, con San José y el horizonte en sombras, mientras a la izquierda vemos, abajo, a los tres campesinos y arriba varios ángeles volando; esa asimetría señala, a nuestro juicio, un desequilibrio metafísico. Dios de un lado, cuya entidad es mayor que la de todas las criaturas juntas, vistas al otro extremo. Con lo cual se establecen dos ecuaciones: en el plano material y visible y en un segundo, superior. Medido, el espacio más importante es cuantitativamente más del doble del menor, correspondiente a las criaturas: la cantidad, pues, no se refiere en última instancia a sí misma, sino a un factor cualitativo. Vale decir que la escena se trasciende, siendo más que pintura, filosofía y teología.
Pero el genio del artista estriba en haber, con tanta soltura y justeza, logrado ese efecto transfigurador: ni es el cuadro buscadamente simbólico, al estilo de los nazarenos, por ejemplo, artificiosos y fríos; ni es glorificación del cuerpo humano, ni hilada pictórica de figuras sacras, ni paisaje convencional y un tanto idealizado: como mucho arte contemporáneo del Correggio. En este caso, a la perfección se expresa lo sobrenatural mediante lo natural fuertemente sentido.

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NOTAS Benito Navarrete y Salvador Salort: “El saber de un artista: fuentes formales y literarias de la obra de Alonso Cano”, en Alonso Cano. La modernidad del siglo de oro español (catálogo de la exposición del pintor en Madrid, año 2002), pags. 50 y ss.Las edades del hombre. El arte en la iglesia de Castilla y León (Salamanca, 1998), pags. 72 y ss.
Las edades del hombre. Memorias y esplendores (Palencia, 1999), pag. 39.
Las edades del hombre. Remembranza (Zamora, 2001), pags. 609 y ss.
Op. cit., Memorias......, pag. 74 .
Op. cit., El arte......, pag. 119.
Op. cit., Remembranza......, pag. 614.
7 bis. Das bittere Leiden unseres Herrn Jesus Christus, (Stein am Rhein, Suiza), pags. 247 y ss. La edición, de 1996. Pedro Francisco García Gutiérrez: “Iconografía del Crucificado”, art. publ. en la rev. Antiquaria, nº 203, mayo 2002, pags. 68 y ss. No menciona el autor la célebre síndone, pero las efigies de Jesús que muestra son similares, más o menos estilizadas, a la conservada en la tela: ennoblecidas, alteradas por el sufrimiento, en paz, angustiadas, dulces, amonestadoras, implorantes, según el artista y el momento de la representación. Ps., XXI, vs. 1 ss.; Is., cap. LIII, vs. 1 ss.
García Gutiérrez: op. cit., pag. 70.
Op. cit., pag. 71.
Op. cit., Memorias......, pags. 73 y ss.
Op. cit., pags. 52 y ss.
Op. cit., pags. 74 y s.
Ps., XLIV, v. 2: Speciosus forma prae filiis hominum. Idéntico sentido, la versión de los Setenta. En otras palabras, se alude a la condición humana de Cristo y, a la vez, el pertenecer a otra especie ontológica. -Por lo que se refiere al aspecto de Jesús, véase Fernando Prat, S. J.: Jesucristo. Su vida, su doctrina, su obra, vol. I (París, 1938), pags. 526 y ss.- La efigie plasmada por el imaginero Juan Manuel Miñarro, basándose en la sábana de Turín, coincide, vista de perfil, con la tradicional. Tiene, en cambio, de frente aspecto leonino, a causa del pelo abundante y, sobre todo, de los tupidos barba y bigote, y de la cabeza cuadrangular, con expresión de aplastante energía, según se aprecia en las fotografías del art. de José Luís García, publ. en Los Domingos de ABC, trece de mayo de 2001.
De la obra primera, meditación V, y de la segunda, cap. XXI, n. 3. Aquélla se refiere a la hermosura de Cristo; la otra funde las dos ideas de belleza y dolor.
República, 514 a – 518 a.
Antología poética, Madrid, 1980, pag. 71.
Obras selectas, Madrid, 1977, pag. 1076
Ps., CIII, v. 3. Otra realización notable de esta idea, adoración de los pastores, atribuida a Luis Meléndez, en el hospital sevillano de la Caridad.
Hay que advertir, aparte del tema de estos lienzos, la distinta disposición de la escena, según la trama geométrica. Así, en la obra anterior, está el Niño en el centro de un círculo, cuya circunferencia ocupan los demás personajes. Jesusito refulge e ilumina a los circunstantes, especialmente a la Virgen. La composición, más artificiosa que la de otros cuadros similares, simbolizando el universo, circular, y su centro, Dios. Puesta la atención en el círculo, nada existe fuera de él.
A diferencia del precedente, los cuadros homónimos del Greco, uno en el Prado -ya mencionado- y el otro en el museo metropolitano neoyorquino. Las escenas, inscritas -a nuestro juicio- en sendos rombos; perspectiva ascendente; dos mundos, celestial y terreno. En el primero, algunos ángeles; en el otro, la escena principal. Ambos planos, virtualmente englobados en el mundo inferior transfigurado, extremadamente móvil, donde no parece haber ya diferencia entre cielo y tierra.
En cambio, la pintura de Reni hállase compuesta de dos rectángulos apaisados, siendo más ancho y nutrido de figuras aquel donde se ve la escena de la adoración e iluminación: la tierra. Más estrecho, el del firmamento todavía en sombras; algunos ángeles rompen el cielo grisáceo. De los dos planos que tantas veces dividen los cuadros, resultando el principal el superior, aquí, por el contrario, es el principal el de la tierra, a causa de la Encarnación. Los dos rectángulos señalan ese predominio horizontal, asentado aquí abajo.
Además, común a otras religiones es el concepto de la luz y su significado trascendental. Por ejemplo, Mahoma: Corán, sura XXV, aleya 35; Sohravardi: Libro de las tablillas (según la versión francesa de Enrique Corbin), lib. IV, cap. 10. En la catedral de Astorga, de Obras completas de Leopoldo Panero. Poesía (Madrid, 1973), pag. 215; Bernardo Velado Graña: La catedral de Astorga y su museo (Astorga, 1991), pag. 163. Platón: República, 508 a y b – 509 a. Marsilio Ficino: Teología platónica, vol. I (París, 1964), pag. 236. Op. cit., El arte......, pag. 115. Op. cit., Memorias......, pags. 172 y s. Emiliana Naert: Leibnitz y la controversia sobre el amor puro (París, 1959), pag. 46, nota 44. La cita teresiana procede de la Vida, cap. XIII, n. 9. Lo mismo sostienen San Juan de Ávila, Ángel Silesio, el abad de San Cirán, San Francisco de Sales, Luís de la Palma, Molinos, etc. Leibnitz aduce el pasaje de la carmelita para explicar su doctrina de la causalidad y la comunicación de las substancias: Discurso de metafísica, n. XXXII. Otros lugares donde vuelve el filósofo alemán a referirse a la Abulense: op. cit., n. XXXII, nota 11 de la edición parisiense de 1984. Op. cit., El arte......, pag. 274. Gal, cap. II, v. 20. Respecto de Condren, véanse Enrique Bremond: Historia literaria del sentimiento religioso en Francia, vol. III, tomo 2º (París, 1921), pags. 86 y s.; Juan Orcibal: San Cirán y el jansenismo, (París, 1961), pag. 35; Pablo Couchois: Berulle y la escuela francesa de espiritualidad, (París, 1963), pag. 157.

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