Ediición nš 12 - Julio/Agosto de 2010

I

La verdad consiste en la armonía. Cuanto mayor sea ésta, mayor es también la verdad. Pero la armonía contempla cuanto cada término expresa. Por esto, es la verdad siempre una especie de desideratum, afán de abarcar lo universal, la totalidad de posibles relaciones entre varios términos y conceptos. El juicio más verdadero es el más comprensivo. Esto se traduce en toda verdad por una referencia implícita a Dios, coincidentia oppositorum, en el que todas las cosas se relacionan entre sí, aparte de cualquier conflicto u oposición. No obstante, tal referencia implícita a Dios no impide que los distintos términos tiendan a realizar, cumpliendo una ley gnoseológica ineludible, esa armonía en lo mundano. Vanamente, sin duda.
El instrumento con que se juzga no es el silogismo, mera inducción elevada a deducción, y repetición de un universal en juicios particulares. Pero no es tampoco la inducción. Es más bien la intuición certera de la conveniencia de unir dos términos, sea porque uno los haya visto realizados en la experiencia, sea porque así se juzgue in continenti, aparte de razonamientos e impresiones.
La verdad no es evidente, pero tampoco es incomunicable. Es ardua de saber, pero accesible a todos los hombres, bien bajo una forma, bien bajo otra. No todos se hallan obligados a conocerla de modo conceptual. Es necesario conocerla también mediante símbolos, porque tienen éstos una fecundidad que no poseen los conceptos. De aquí que los juicios no siempre sean nítidos. Hay en ellos más de lo que se dice, precisamente porque no demuestran toda la posible armonía en Dios y porque sólo tienden a manifestarla a medias. Por esto también, los primeros principios y las primeras causas son obscuras y uno las intuye confusamente, sólo a través de múltiples envolturas. Las verdades “evidentes” casi nada evidencian. Las únicas verdades fecundas suelen ser las turbias y obscuras, aunque provistas de suficiente luz para no ser enteramente caóticas. Así, pues, necesita el filósofo ser un mucho poeta religioso.

II

Si la voz de los muertos llegara hasta el mundo de los vivos, seguramente les referiría a éstos no sólo secretos de ultratumba, sino también les resumiría la existencia de todos los difuntos, larga y penosa historia que nunca imaginaron ni quisieron los otros escuchar. Con leves variaciones, sería muy parecida la semblanza de cada uno de los trabajadores en los más diversos oficios y de quienes se divirtieron, ociosos. Historia de los que se abajaron delante del poderoso, consumieron su vida en talleres, fábricas y oficinas o, por el contrario, pasaron las horas en conversaciones y diversiones estúpidas, que dejaban amargo regusto. Gente que apenas supo quién era, la mane-jaron la propaganda política y la publicidad; le hicieron los avispados creer que era libre y la fustigaron para que trabajase siempre más, en beneficio de amos que dejarían inmensas riquezas acumuladas, pasto al final de la tierra.
Y si a esos pobres despojos, ceniza, huesos mezclados con tierra, se les preguntase para qué habían vivido, si conocían el secreto o fin de su existencia, seguramente enmudecerían, ignorantes todavía o avergonzados de haber vivido.

III

En la niñez y la juventud, las cosas materiales atraen vivamente la atención del espíritu. Este vive vuelto hacia el mundo exterior y es casi únicamente reflejo del último. El niño se mueve casi por completo a causa de los estímulos que le llegan desde afuera. Apenas hay en él algo que resista a las mil sugestiones que asaltan sus sentidos. Del niño sí es verdad la concepción aristotélica de ser el alma lo mismo que una pizarra sin nada escrito en ella, entidad oquedad. Olvida el así seducido hasta urgentes necesidades fisiológicas. Los amigos, un juguete nuevo, un espectáculo inusitado dominan hambre, sed, sueño, hasta un extremo que los adultos no podrían resistir sin desfallecer. El interés da fuerza increíble a los frágiles miembros.- También al joven lo atrae intensamente el mundo de los objetos materiales; pero en él existe además una circunstancia que lo obliga a fijarse en sí: el despertar del sexo. Inquieto por esa fuerza que siente latir en su interior y cuyo poder no conoce bien ni, a veces, el medio de emplearla y satisfacerla, hace mil conjeturas, consulta a padres y amigos, lee libros que traten del tema. Inconscientemente, se toma a sí por asunto principal de su atención, porque las personas que lo atraen, en virtud de ese apetito que lo punza de modo constante, sólo le interesan para aplacar el mismo. Se acrecentará dicha subjetividad cuando el joven experimente el placer carnal y descubra, además de su instinto, la capacidad de gozar. - Por último, en el hombre maduro predomina totalmente la subjetividad, pues aquél ya no se deja fascinar por los relumbrones de la realidad, sino que calcula, medita, resiste, rechaza, acepta cautamente. Y el anciano, en fin, a menudo se sume en su mundo interior, por llamarlo de alguna manera, que no suele ser más que una tristeza obsesiva, mirada de hipnotizado fija en su un solo punto, ojo fosforescente en la noche sin aurora.
El hombre, presa de su propia piel, prisionero de su substancia, como decía Platón; especie de parábola, abierta como la de un astro errante: va del extremo de la exterioridad al de la interioridad. Probablemente se conozca a sí mismo, como lo aconsejaban la sabiduría griega y muchos maestros modernos; pero ese conocimiento se inicia con la ingenuidad de la niñez y termina con la ofuscación semiciega del anciano. Tal vez sea objeto cognoscible cada hombre para sí; pero en particular lo es para lo demás, que ven y prevén el recorrido que ellos también seguirán: que surge de la obscuridad, brilla con deseos, petulancias, vivacidades, y termina hundiéndose en las tinieblas del espíritu fatigado. Casi nada entre dos infinitos. En contra de Fichte, no forma el sujeto al no-yo; cada cual existe independien-temente del otro; autónomos desde el punto de vista substancial; sin embargo, comienza siendo en sus funciones el espíritu simple reflejo del mundo. ¿No afirmaba, acaso, Aristóteles que se identificaban alma y cosas conocidas? Después, va el yo moldeando el universo, al mismo tiempo que se aleja de él, y termina desinteresado, desentendido, hastiado, hasta que la obra máxima de tanto deseo y proyecto es un inmenso erial, donde en un escondrijo, como montoncito de basura, yace el universo. Lo que han llegado a ser las cosas después de haber estado sujetas a la mano y el pensamiento humanos: plan realizado, deseo cumplido; virtualmente, nada.


Mario Soria.










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