Ediición nš 12 - Julio/Agosto de 2010

Destrucciones

Destrucciones



por Mario Soria



Asolar ciudades, quemar libros, aniquilar monumentos, cuadros, esculturas, muebles, preciosidades artísticas de toda clase, significa mucho más que provocar la pérdida de cosas determinadas, que pudieron quizás haber sucumbido en el fragor de una contienda, sin propósito determinado ni a causa del odio o de la codicia. Significa a menudo perder irreparablemente objetos que constituyen documentos históricos cuya técnica de fabricación ha desaparecido irremisiblemente, y de inspiración actualmente inhallable.

Pero, además, entraña la devastación arruinar toda una cultura para substituirla con otra, por lo general muy inferior. Y como la cultura así venida a menos es siempre expresión de los ideales y convicciones de ciertas poblaciones, grupos sociales, razas, naciones, entraña el asolamiento la derrota total, el cambio de mentalidad o la sujeción definitiva, durante siglos, de los pueblos de ese modo afectados. Desde el picarse inscripciones faraónicas en el antiguo Egipto, han sido incontables los casos de desolación deliberada hecha por vencedores de toda índole a costa de los vencidos. De la ejecución se han encargado soldadesca, procónsules, representantes de culturas engreídas por su hipotética superioridad. Ya que asolar no es sólo violencia. También puede llevarse a cabo de forma artera, substituyendo paulatinamente formas e ideas tradicionales por otras nuevas, que no mejoran a las primeras, lo cual siempre sería de desear, sino que simple y llanamente las substituyen de raíz, denigrándolas.

El arrasamiento de ciudades, ya realizado por los romanos (Corinto, Jerusalén…); las invasiones bárbaras contra el imperio de los césares; la destrucción de escritos y objetos preciosos por lo cruzados, en 1204; la quema de libros heréticos o la de libros religiosos árabes, por orden ésta del cardenal Cisneros; los estragos protestantes en los países donde reinó la herejía; la demolición de edificios religiosos y nobiliarios, durante la revolución francesa; el empeño al respecto de los bolcheviques, empeño que llegó hasta cambiar el perfil de muchas ciudades; la ruina de barrios enteros, por obra de la piqueta liberal; la denigración de la cultura autóctona a manos del colonialismo europeo, en los siglos XVIII y XIX, acompañada muchas veces de la expoliación y matanza de los nativos; el concienzudo aniquilamiento de obras religiosas, en tiempo de la república marxista y jacobina española, amén de la degollina de personas cultas; el bombardeo sistemático de ciudades ilustres, especialmente cuando la guerra mundial segunda; el desbaratamiento de museos, como en Irak, o el incendio de bibliotecas. Todo esto contribuye a remachar una derrota, desnaturalizar un país, hacerle olvidar su historia y tradiciones a la gente, para hacer de ella más dócil servidora de unos amos ya establecidos definitivamente, sean ellos nativos o extranjeros.

La destrucción no es sólo volatilizar lo material, sino aniquilar el espíritu de las cosas y esclavizar hombres.