Ediición nº 22 Enero/Marzo de 2013

El módulo 4

Vista aérea de la prisión de Campos del Río.


Paco López Mengual


Aquel primer día que avanzaba temeroso por los pasillos de la Prisión de Campos del Río, y mientras escuchaba el estremecedor sonido del cierre de puertas a mi espalda, no hubiera podido imaginar que al final de la larga galería iba a encontrar abiertos tantos corazones.
Unos meses antes de esa primera sesión de lectura con las internas del módulo 4, Cruz Roja me había pedido que participase en un Taller literario con mi propia novela, El último barco a America, en el centro penitenciario. En ese momento, no podía sospechar que aquella experiencia que me proponían iba a cambiar mi percepción del mundo carcelario e, incluso de la condición humana. Durante los dos meses que duró el taller, la tarde de los lunes se convirtió para mí en uno de los momentos más esperados de la semana. Y, sin duda, lo que aquel grupo de mujeres aportó a mi formación personal, fue muy superior a lo que mi libro y yo pudimos aportarles a ellas.
Desde la primera tarde de aquellos meses de mayo y junio, cada nuevo encuentro mantenido con las presas no dejó de sorprenderme, comenzando por el impacto que me produjo la primera vez que penetré en el patio de la cárcel y descubrí a muchas internas con el libro que yo había escrito en sus manos, a la espera que la megafonía anunciara el comienzo de la sesión. Unas paseaban charlando sin prisa por la cancha de baloncesto; otras, sentadas en un banco, ojeaban la novela mientras apuraban un pitillo.
Se trataba de un grupo de 24 mujeres de diferentes países, de distintas edades, de culturas dispares. Una de ellas era prácticamente analfabeta y, al menos otra, tenía título universitario; en medio, un amplio abanico que abarcaba desde el abandono prematuro del colegio hasta el haber cursado bachillerato. Una de las presas se definió como lectora empedernida, de las de un libro diario; en cambio, otras tres, confesaron que era el primer libro que intentarían leer en su vida. Se trataba de un heterogéneo grupo que cumplía pena de prisión por diferentes delitos… los cuales, a pesar de mi innata curiosidad, nunca llegué a conocer. Cada día me preguntaba sin encontrar respuesta que fechoría habría cometido fulana o mengana -tan educada, tan formalita-, para que la sociedad la recluyera en un centro penitenciario.
Desde la segunda sesión, se unió al programa Luisa Luna, experimentada directora de talleres de lectura. Estoy convencido que sin su trabajo, su buen oficio, su simpatía, la evolución de aquel grupo de mujeres no habría sido la misma. Tras la presentación de la novela, la dinámica de trabajó consistió en que cada interna leía en privado unos pocos capítulos durante la semana, para luego ser comentados en grupo durante la sesión. A la vez, en el aula, se leían párrafos sueltos en voz alta en donde todas participaban. Fue sorprendente escuchar fragmentos de la historia que tú mismo has escrito en la dulce voz de una muchacha colombiana; o sentir el esfuerzo de participar en la lectura de una mujer a la que le cuesta horrores unir unas sílabas a otras; o sorprenderte a comprobar la perfecta dicción y entonación de una chica en la que los efectos de la heroína son mas que patentes. Resultó reconfortante para este autor verlas carcajear en grupo cuando se leía en público una escena cómica, suspirar al unísono en las escenas de amor o silbar como quinceañeras cuando se calentaba el tono de la lectura.
Fueron dos meses, los que duró el taller, que nos sirvieron a todos para la reflexión, para el debate, para la amistad, para aprender, para ser conscientes de que existen otros mundos desconocidos cerca de nosotros. Espero que El último barco a América, la novela que yo escribiera en la soledad de mi cuarto sin sospechar que un día me reportaría una experiencia de este calibre, les haya servido a esas mujeres del módulo 4 para tomar otros barcos, otros libros, otros sueños. El último día, me despedí de ellas deseando que, al igual que el joven Marcial, el protagonista de la historia, al final del libro alcanzó su sueño de llegar a América, todas ellas, muy pronto, lograran el suyo: alcanzar la libertad (y lo que es importante, saber continuar disfrutando de ella el resto de sus vidas).
Luisa y yo nunca sabremos si nuestro trabajo en el taller les fue útil o no; ojalá les haya servido para ser mejores. De lo que sí estamos convencidos es de que nosotros, tras la experiencia que nos brindó la vida, salimos mejor personas que cuando entramos en aquel pabellón.
Contaba nuestro amigo el senegalés Dia Mamadou, también voluntario de Cruz Roja, que tras varios días en un cayuco a la deriva, sin combustible ni víveres ni esperanza, vencido, no le quedó otra oportunidad que cerrar los ojos para dejarse morir. Fue entonces cuando alguien acarició su rostro y despertó. Lo primero que vio fue a una chica con un chaleco de Cruz Roja que le ofrecía una botella de agua y una sonrisa. Nosotros no pudimos acercarle botellines de agua a aquel grupo de mujeres del módulo 4, pero sí ofrecerle libros e historias que ,con seguridad, sirven para calmar otro tipo de sed.

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