Ediición nº 22 Enero/Marzo de 2013

Declive de la pornografía

"Alegoría de la lujuria", Bronzino (1545)-

ideario (continuación)
XVI

El Declive de la pornografía

La chair est triste, helas!
Verlaine.

por Mario Soria

Sin necesidad de aducir estadísticas, echando sólo una mirada por los quioscos de venta de periódicos, cines especializados, catálogos videográficos, programas de televisión, espectáculos obscenos, puede uno percatarse de la decadencia de un género que irrumpió años atrás con inusitada fuerza. Decadencia, decimos, aunque quizá fuera más propio hablar de cansancio o agotamiento, porque la pornografía, que ha conocido varias crisis, resueltas gracias a la imaginación y la audacia de sus promotores, parece hallarse ante la definitiva, de la cual resulta dudoso que la vayan a salvar ni la fantasía, ni el análisis de mercado, ni los productos más baratos.
Empezó siendo erotismo, vale decir, mostrando y velando desnudos, hablando a media voz de asuntos prohibidos, patrocinando disimuladamente conductas sexuales heterodoxas. Después, sin rebozo ya, prodigó estampas de hombres y mujeres coritos, en mil posturas, solos, por parejas, tríos o en multitud. Luego exhibió el coito en todas sus formas, el onanismo, orgías reales o simuladas; se hizo mamólatra y adoradora de Príapo. Cuando se había agotado el filón, intervinieron adolescentes y niños en películas, fotografías y espectáculos al vivo. El sadismo y el masoquismo añadieron más tarde sal y pimienta al placer. La coprofagia tuvo sus adeptos y patrocinadores. En esta etapa no faltó la recomendación de artefactos, excitadores, cremas lubricantes, afrodisíacos lindantes con la toxicomanía. Por último, ha aparecido la zoofilia, recurso antes desesperado de campesinos y pastores, moda ahora entre ciertos aburridos de la ciudad. ¿Y qué vendrá a continuación? La profanación y el sacrilegio parecen descartados, considerando la indiferencia religiosa predominante; éstos son arbitrios de época creyente. ¿Qué cabe todavía esperar? La respuesta es cuestión de vida o muerte para la pornografía, pues si no logra ofrecer novedades, verá disminuir inexorablemente el número de sus favorecedores y consumidores, hasta ser éstos tan escasos que apenas servirán para mantener abiertos unos cuantos cines destartalados y continuar la publicación de folletos afectados de creciente flaqueza de páginas y contenido.
Y decimos que en la novedad estriba la supervivencia de la pornografía, porque esta especie de prensa o espectáculo, mucho más todavía que sus congéneres comunes, tiene que despertar el interés (en su caso, la salacidad) del público, aportando ideas o estímulos frescos. Cuando tal condición falla, se extingue el atractivo. Como, por otra parte, los asuntos elegibles son escasos, aunque los aderece la astucia de los vendedores, fabulando bacanales interplanetarias, amores de selenitas, o, más a ras de tierra, aventuras en parques, cuarteles, tabernas, lupanares y cárceles; como, además, los cuentistas, dibujantes, guionistas y escenógrafos al servicio de este género rara vez tienen el talento de Genet o de Cocteau, no resulta aventurado predecir que a la pornografía, para prosperar, ya sólo le queda abandonar el reino de los sueños obscenos y meterse de rondón en la realidad, sea sirviendo de alcahueta de la prostitución, convertida en propaganda, invitación o celestina de burdel, sea proporcionando medios mecánicos de reanimar los deseos cansados, aunque teniendo siempre en cuenta que tales medios, después de empleados repetidas veces, tampoco poseen mayor eficacia que los excitantes visuales o escritos. Pero, tras esa metamorfosis, ¿seguirá existiendo la paciente?
El auge de la pornografía ha chocado con la psicología humana o, mejor dicho, con las limitaciones del cuerpo. Porque éste, de capacidad dolorosa indefinida, la tiene muy limitada para el placer. Incluso deja a veces el placer regusto amargo, como ya notaba Lucrecio. La posibilidad de goce, la gozabilidad (permítasenos el término) de la materia, aun de la materia animada, se agota rápidamente, bien por defecto de aquélla, bien porque los sentidos del gozador rápidamente se embotan, si no interviene la imaginación. Después de un rato de ver, oír, tocar u oler lo mismo, se pierden las sensaciones en una especie de limbo semiconsciente; a la excitación sucede la indiferencia, cuando no el aburrimiento. Más concretamente, la contemplación de escenas lascivas repetidas termina por cansar, no obstante la fuerza que haya tenido la emoción primera. De ello da prueba una película que entra de lleno en el género sicalíptico, aunque tenga pretensiones de cine normal: “El imperio de los sentidos”, del japonés Naguisa Ochima. En esta cinta, la sucesión ininterrumpida de ayuntamientos de la protagonista y su pareja, monopolizadores ambos de la pantalla del principio al fin, acaba siendo soporífera; a la postre, se despierta al espectador mediante la violencia, a saber, gracias a un contraste calculado, a la intervención de la inteligencia. En cambio, la serie de “Emmanuelle” elude el escollo, ensartando escenas verriondas en el hilo de un argumento que, por insubstancial que sea, da variedad a las idas y venidas de una buscona.
El hombre exige, por naturaleza, un polimorfismo, una polifonía que sólo el espíritu puede proporcionárselo. La vieja diferencia entre el amor mercenario y el “honesto”, como se decía, no era artificiosa: basábase en la distancia que separa el mero placer o deseo de disfrute físico, de la unión influida por circunstancias más duraderas que una eyaculación. La pornografía, halagadora porfiada del instinto sexual, tampoco ha podido zafarse de la ley de hierro que en estrechos límites encarcela al cuerpo. Además, nacida de manos toscas, destinada al comercio más que a la liberalización de las costumbres, ni siquiera ha conseguido dar a luz una obra que tuviese rango de tratado amatorio, capaz de despertar la curiosidad literaria o etológica. La pornografía actual está a mil leguas por debajo del Kamasutra, del Anangaranga, del Jardín perfumado, genuinos tratados erotológicos, llenos de observaciones curiosas, consejos, posturas extrañas, sugerencias, descubrimientos que prolongan un poco la concupiscencia, aunque mediante retorcimientos anatómicos o fisiológicos. Aunque haya honradamente que reconocer que, en punto a tosquedad e ignorancia de la idiosincrasia humana, no es peor la erótica de hogaño a la perversidad de otras épocas: piénsese, por ejemplo, en las novelas del marqués de Sade, cuyas primeras páginas el lector las encuentra chocantísimas; pero que luego se suceden con inaguantable monotonía, tratando fatigosamente de impresionar, como un cochero sudoroso que azota a sus caballos agotados, reiterando orgías, violaciones, torturas, coprofagia y blasfemias, todas iguales como un huevo a otro. ¿Qué de extraño, entonces, que de semejante monserga estercolaria acabase asqueado el gusto de los contemporáneos, ensalzando por contraste el amor casto (Pablo y Virginia) y el amor romántico (La nueva Eloísa)?
El descenso de marras no significa que la pornografía vaya a desaparecer. Ha pasado su apogeo, pero seguiremos conviviendo con ella, como parte de la cultura o subcultura de nuestro tiempo. Porque no sólo la encontramos y la encontraremos en contados lugares, formas y cofradías, sino que impregna su tufillo multitud de actividades: la publicidad entre otras, reina y señora de nuestro mundo cotidiano. Y mientras no haya una reacción ultrarreligiosa o triunfe un moralismo fanático, perspectivas hoy improbables, seguirá aquélla existiendo, pero atenuada, sin la estridencia de hace algunos años, transformada con frecuencia en instrumento o apéndice de tendencias, estilos de vida, medios de expresión, ideas inteligentes de las que surgen, si alguna surge, exclusivamente de cintura para abajo.

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