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Ideario (continuación)

José de Maistre

XVIII

De cerca y de lejos

Mario Soria

Decía José de Maistre que durante su vida se había encontrado con franceses, bávaros, rusos, saboyanos, españoles, pero nunca con el hombre a secas, tal como pretendía concebirlo la célebre declaración francesa de derechos, año 1789. Es decir, que siempre había encontrado personas en diversa situación (política, nacional, religiosa, social…), se había relacionado con ellas conforme a circunstancias determinadas, si bien jamás había tratado con alguien o lo había considerado desde un punto de vista abstracto. Esto último, a su buen juicio, parecíale imposible.
En verdad, la relación espontánea de un ser humano con otro no se establece primordialmente sino por el aspecto del otro, el sonido de su voz, su mirada, cuanto diga o pretenda, su actitud. Otras consideraciones (ideológicas, raciales, sociales, históricas…) resultan secundarias, en el sentido que siguen a las primeras, pudiendo alterarlas profundamente e incluso mudarlas en lo contrario de lo que al principio fueron.
Cierto que esta impresión inicial tiene que ser muy a menudo modificada, porque siendo superficial o rápida puede engañarse. Cuántas veces el tipo con el que simpatizamos al comienzo, resultó a la larga repelente y, a la inversa, quien parecía hosco e ingrato, tratado más largamente se reveló cálido y amigable. Pero tal discernimiento, en un sentido o en otro, se mantiene dentro de lo concreto, no desnaturaliza el conocimiento original. Lo visto y lo oído hacen volver a ojos y oídos sobre lo ya sentido; la memoria compara y se afina la intuición. ¿Acaso todos los negros no le parecen casi semejantes al observador blanco, cuya atención se dirige más al color de la persona que a los rasgos y distingue apenas la dimensión del cuerpo? ¿Y todos los españoles y portugueses no eran narigones para los japoneses del siglo XVI, que sobre todo veían tales apéndices en la cara de los extranjeros? Escuchando el acento gutural árabe o de ciertas regiones africanas, ¿no suenan todas las voces muy semejantes, como si se pronunciara una sola palabra, ruido casi inarticulado, sin que apenas se profiriese vocablo alguno? Porque cuando se nota casi exclusivamente un rasgo llamativo, cosa que suele suceder a la atención poco ejercitada, otros rasgos se obliteran, necesitándose entonces hacer más perspicaces los sentidos.
Sin embargo, la repetición y el consiguiente aguzar la percepción no entraña substituir lo concreto por lo abstracto, fruto de un concepto o preocupación cualquiera. Pues surgen múltiples sentimientos de esta relación inmediata, más tarde o más temprano: amistad, simpatía, compasión, estima, amor, ternura, aunque también puedan nacer antipatía, repugnancia, miedo, suspicacia, desprecio. Si bien en ningún caso, atracción o repulsión, es tal impresión fruto de teoría o prejuicio: no se desprecia al extranjero por serlo, ni se aprecia a un inglés por su nación sola, ni se considera más o menos tonto a un negro, a causa del mero color de su piel. Por esto, seguramente son las relaciones nacidas en la infancia y la juventud primera las más puras y sinceras, ajenas a cualquiera intención utilitaria: cuyo propósito no se esconde en algo ajeno a ellas, sino que no tienen otro fin que ellas mismas, su existencia, conservación y goce. En dichas edades se carece, por lo general, de designios soterrados y de conceptos deformadores de la realidad. Todo lo cual no significa ser imposible que nazcan amistades sinceras y durables, admiración, afecto, durante la madurez y la vejez, porque, salvo en casos monstruosos, cuando la razón ha extinguido toda frescura, no suelen pasar tanto los años sobre el corazón espiritual como sobre el de carne, cansada máquina que a trancas y barrancas nos mantiene de pie. Prácticamente dejamos de sentir fresca y jugosamente, de amar o de aspirar el amor, cuando dejamos de vivir.
También la pasión, y esto durante cualquier etapa de la existencia, descubre la situación concreta de alguien, a pesar de las cargas ideológicas. Por lo tanto, disipa a veces el amor odios inveterados o rechaza convenciones sociales. Romeo y Julieta enamorados a pesar de la enemistad que divide a sus familias, o los matrimonios mixtos entre súbditos de pueblos inveteradamente antagonistas, o la unión del amo con la esclava, de la cautiva con el captor, de Aquiles con Briseida, del alemán con la judía, de Pínkerton con Bútterfly.
En cambio, crea diferencias insalvables la ideología de toda índole: económica, nacional, de divergencias sociales, raciales, educativas, etc., conforme a las cuales la relación espontánea se ve substituida por la reflexión interesada acerca de la otra persona. Esta resulta entonces compadre lucrativo o adversario: rival, aliado contra un tercero, competidor, conmilitón, socio comercial, benefactor, beneficiario, parásito, rodrigón, alforjero. Y como tal habrá que tratarlo, mimándolo mientras sirva, anulándolo si molesta, abandonándolo sin contemplaciones, si no cabe esquilmarlo. Mutación de la que no están exentas ni siquiera las relaciones familiares, que no menos se consideran a la luz -digámoslo así- de la reflexión utilitaria.
Pero de todas estas relaciones abstractas, la más terrible, la más inhumana, es la del soldado que combate, sin más ley que la orden dada y su propio odio, al adversario, sea éste militar o civil, y que aparece únicamente como enemigo, habiendo desaparecido cualquier otra consideración, según se ve en las contiendas coloniales del siglo XIX, pero sobre todo en el siglo posterior, donde prácticamente caen en desuso todas las normas imaginadas para humanizar la guerra. Y esto, por la violencia ilimitada que desencadenan los ejércitos nazis, bolcheviques, norteamericanos. Y como el soldado obra también el miembro de partidos políticos, totalitarios o liberales, que con mayor o menor frecuencia considera a los discrepantes enemigos mortales y actúa en consecuencia.

 

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