Edición nš 10 - Enero/Marzo de 2010
divaciones ornamentales
Divagaciones ornamentales
por Mario Soria
A veces adquiere tonos el color oriental, pero (a nuestro juicio) es más bien para obtener un efecto estético muy distinto de la matización debida al aire interpuesto, la luz y la distancia: se buscan solamente contrastes cromáticos, animar un color pálido o suavizar uno brillante difuminándolo. La impresión de conjunto, muy linda, puede conseguirse sin necesidad de emplear perspectiva alguna, poniendo al espectador virtualmente cerca de los objetos coloreados, que a su vez despliegan sus formas en un plano próximo a los ojos. Se deja, entonces, que actúe la mera sensación, sin las complicadas síntesis mentales que envuelve inconscientemente la perspectiva aérea ( 1 ). Así se obtienen resultados notables, por ejemplo para decorar un ambiente, volverlo acogedor, arropador, alegrando además los ojos de quien mire.
Imagínese el lector un dormitorio más o menos amplio, de paredes pajizas, techo blanco. Lámpara colgante de cobre. Muebles de color castaño obscuro, adornados de frisos vegetales y columnas. Suelo enmoquetado, rucio con motas obscuras; además, alfombrillas anaranjadas, rojas, marrones, negras. Dorado brillante o sombrío, según la labra y los espejitos aplicados, de varios marcos cuzqueños, con sus lienzos algo opacados a veces por la relevancia del enmarque. Asalmonado de colcha y cortinas. Blanco de los visillos calados con hojas y flores. Escarlata, granate y castaño, de algunos vasos de cristal. Iconos donde los cafés y verdes obscuros atenúan oros, blancos, ígneos. Cobrizo brillante de dos jarrones satsuma, panzudos, color que va debilitándose al subir hacia el cuello, donde se abren peonías blancas y bermejas. Y el tono de otro jarrón del mismo estilo, tono menos intenso que el de los primeros, más bien palo de rosa, en el que aparecen genios y figuras femeninas, de vestidos dorados y azules.
Todos estos colores no varían por la perspectiva ni son artificios para separar distancias, sino que brillan exclusivamente por sí mismos, siendo su fin componerse en conjuntos armoniosos o distinguirse de otros, de modo agradable a la vista.
Mas, cabe añadir sonidos a los colores. Empleando un medio muy sencillo: un papirotazo, se sacan de los mismos objetos coloridos pero mudos, sonoridades sorprendentes.
La loza (Cataluña, Talavera, Puente del Arzobispo, Manises…) suele dar, golpeada, un ruido seco y sordo, momentáneo. En cambio, son más eufónicos cristal y porcelana. Percutida una copa de bacará, brota un tañido más grave y breve que el de un vaso de Murano. En ambos casos dura el sonido pocos instantes, decrecido hasta callarse. El primer tañido, cuando acierta uno a dar en el punto preciso, es cristalino e intenso. El del vaso italiano, siempre fino, aunque también muy claro.
Distinta –y ya fuera del dormitorio- es la respuesta de un ancho cuenco cantonés: el tañido casi parece sonar de campana o de gong: alto, grave, cadencioso y mucho más prolongado que los anteriores, siendo claramente perceptibles las resonancias, como ondas en la superficie del agua tranquila. Y acabadas en murmullo.
Una vasijita de Wedgwood despide un sonido agudo, no muy breve, en el cual también se distinguen resonancias.
Por lo general, éstas se prolongan siempre a escala menor que el sonido principal, descendentes conforme a una especie de relación determinada, como si aquél fuera acortándose y apagándose.
Otros objetos de cristal no dan sino sonidos secos, no importando su lucimiento cromático. Quizá sean reacios a hablar y cantar por tener el vidrio plomo, o por ser pieza de dos o más capas cristalinas, como un alto jarrón muranés que parece pintado por Klimt.
No son, pues, sólo aspecto los objetos hermosos. Cabe disfrutar, además de viéndolos y mirándolos, escuchándolos, como esteta que exprimiera belleza de toda fruta jugosa. Existe una cualidad oculta en muchos de esos objetos, que aunque no surja espontáneamente, cabe con facilidad sacarla a la luz: el sonido, secreto que encubre, junto con forma y color, el sentido de la obra artística, sentido superior a la simple presencia física y el deleite consiguiente.
Y todo esto lo advertimos recluidos en el plano material, sin remontarnos.
Nota
( 1 ) Léase, por ejemplo. La perspectiva como forma simbólica (vers. francesa), de Edwin Panofsky. Igualmente, estudios sobre Panofsky, en Cahiers pour un Temps (París, 1983).
Cuando me nombraron marqués
Cuando me nombraron marqués
por Mario Soria
Hace muchísimo tiempo, años míos universitarios, excepcional-mente estaba yo contento. Casi siempre se me ha atravesado alguna tristeza, inquietud, insatisfacción, dolor, fastidio para enturbiarme el día. Pero en esa ocasión no había desazón alguna presente, quizás porque tenía abundante -según mis cálculos- dinero en el bolsillo.
Y determiné irme al teatro, a uno que se hallaba al comienzo de la calle de San Bernardo, entre la plaza de Santo Domingo y la Gran Vía. Creo que ya no existe. Pero como había calculado mal el tiempo, llegué demasiado temprano, encontrándome con el local cerrado. Decidí, entonces, para pasar el rato, ver los escaparates de las numerosas tiendas que existían por la zona. Así lo hacía, cuando se me acercó un mendigo con la sólita petición de limosna. No me acuerdo de su aspecto; sólo recuerdo que se me ocurrió pensar: Pobre hombre. Probablemente sin nada que comer, y yo en espera de algo tan frívolo como abrirse el teatro para entretenerme. Además, seguía yo contento. Entonces, quise regalarle, por lástima y el agrado que continuaba animándome y me volvía generoso, una buena limosna: tal vez diez duros o veinte. Quién lo sabe. Cantidad relativamente substanciosa en aquellos años y, sin duda, mayor de lo que acostumbra uno a dar en tales ocasiones para salir del paso. Se la di y él, asombrado primero, entusiasmado después, exclamó con voz nacida del alma. “¡Gracias, marqués!”
Ya he olvidado qué obra vi a continuación. Ni si me entretuve o me aburrí. Sin embargo, nunca he olvidado ese súbito ascenso mío a la nobleza. Indeleble gota de miel.
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