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Tiempo y luz

Nubes (relato)

Alberto Infante
La mujer abre los ojos, mira, y ve vaho, niebla, en realidad no ve nada, si acaso una fina línea de escarcha y nieve.
La mujer cierra los ojos y siente frío, va abrigada pero siente frío, no el frío de afuera, que no traspasa los cristales ni el vaho que los cubre, sino el de adentro, ese que va con ella, que desde hace semanas viaja con ella, y no hay forma de sacárselo por más que una se abrigue, o beba chocolate caliente, o pase la mayor parte del tiempo junto a la estufa.
La mujer abre los ojos, limpia con la mano el vaho del cristal, hace por ver, no reconoce lo que ve. Ha hecho ese viaje muchas veces, conoce cada recta y cada curva de la autopista, cada collado y cada loma, cada bosque y cada pueblo, pero no reconoce lo que ve. Allá arriba, en algún lugar, está el pálido sol de la mañana pero tampoco lo ve. La niebla transforma la luz del sol en algo lechoso y suave, capaz de envolverlo todo con un manto de suavidad y silencio.
La mujer mira en torno, observa a los otros viajeros y los ve tranquilos, cada uno a lo suyo. Lo de dentro del autobús le resulta conocido, familiar incluso, pero lo de fuera no lo reconoce. Cuanto más lo mira, más ajeno y extraño le parece.
La mujer cierra los ojos, piensa en sus hijos adolescentes, en el padre que tuvo, en su madre recién fallecida. Piensa en su trabajo basura, en que puede perderlo, en sus dolores de espalda, en su marido alcohólico, en el próximo plazo de la hipoteca, en los recibos sin pagar. Y, sobre todo, en la consulta del médico, en lo que este le dirá.
La mujer tiene la sensación de estar viajando en un autobús equivocado, en dirección equivocada, hacia un destino que no es el suyo. No sabe por qué pero esa es la sensación que tiene.
En ese momento el autobús frena bruscamente, rueda despacio un corto trecho, vuelve a acelerar al cabo.
La mujer no quiere abrir los ojos. Decide mantenerlos cerrados el resto del viaje. “Lo que haya de ser será” se dice. El autobús circula ahora a gran velocidad. La mujer sabe que esto no es normal, el autobús nunca ha circulado tan deprisa por esta zona. La mujer sabe que la autopista está claramente señalizada, que el conductor ha de respetar el límite de velocidad porque los autobuses llevan un aparatito que la registra, y si no lo hace pueden multarlo o despedirlo.
El autobús sigue acelerando. La mujer trata de pensar en el médico, anticipa y teme lo que éste le dirá. Por la megafonía interior, una voz dice algo sobre la proximidad de una parada que no es la suya, sobre los minutos que faltan para llegar. Una voz neutra, desprovista de cualquier emoción, acaso un punto meliflua.
La mujer piensa que se parece a la voz de la enfermera que le ha dado la cita, se pregunta por qué piensa eso ahora y cierra los ojos con más fuerza.
El autobús rueda ahora a una velocidad inusitada, como un avión a punto de despegar. La mujer sabe que esto no tiene sentido, el conductor no debería acelerar si están llegando a una parada. Le sorprende no sentirse alarmada. De pronto siente una sacudida y una fuerte presión en el pecho la empuja contra el respaldo del asiento.
Le invade la sensación de ascender, de deslizarse, de estar flotando. Al final la curiosidad le vence y abre los ojos. Frente a ella ve un cielo azul, límpido, transparente en cuyo centro hay un sol de reflejos dorados y, más abajo, un mar de nubes. Al igual que ella, el resto de los pasajeros, incluido su vecino de asiento, contemplan el paisaje por las ventanillas y sonríen.
A la mujer la envuelve ahora una gran placidez. “Esto debe ser la felicidad se dice”. Cierra otra vez los ojos. Se abandona. Nubes algodonosas la envuelven. Ella siente, o cree sentir, sus caricias. Ha tenido muy pocos momentos así en su vida y le apetece disfrutarlo.
“Me lo merezco” piensa “Nadie podrá decir que no me lo merezco”

- ¿Cómo lo ve? – pregunta la enfermera.
- Mal – responde el cirujano y hace un gesto con la cabeza – Hay más ganglios invadidos – Y tras una pausa, añade: - Yo diría fase tres; probablemente, cuatro. Dudo que…
- ¡Y con sus antecedentes...! – comenta resignada la enfermera – No entiendo como la han enviado antes.
- Sí, la verdad… No me lo explico – responde el cirujano que se encoge de hombros y sigue a lo suyo.


Madrid, septiembre, 2014













 

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