Ediición nš 13 - Octubre/ diciembre de 2010

Ideario (continuación)

Ideario (continuación)

por Mario Soria

IV



Decía Chateaubriand que el sentimiento de la naturaleza y de las ruinas era consecuencia de la fe cristiana. La infinitud de Dios aguzó el alma -según el escritor bretón- para percibir la infinitud de la creación, y esta sensibilidad nueva permitió comparar la aparente inmutabilidad del universo con la breve existencia humana. Sin embargo, los hombres siempre han vuelto a la naturaleza, si no para admirar su inmensidad, sus misterios, la hermosura de sus días y sus noches, en contraste todo con la pequeñez del observador, sí para encontrar en ella una fuerza sorprendente. Y como el titán del mito griego, regresan a la tierra para buscar ora fuerza, ora paz y consuelo. Pagano o cristiano, se acerca el debilitado por las miasmas de la ciudad a la madre indulgente y acogedora con la misma impaciencia con que, después de un largo viaje, retorna al hogar. ¿En qué época no ha habido menosprecio de corte y alabanza de aldea? Constantemente ensalzan los espíritus más despiertos y sensibles las excelencias de la vida retirada.

O rus, quando ego te aspiciam?,

suspiraba Horacio ( 1 ). Y lo mismo ansiaban los hombres del renacimiento, aunque no por una especie de conversión de la burguesía comerciante en esteticista y contemplativa ( 2 ), sino porque tal aspiración late siempre en la vida urbana, lleno de hastío el espíritu. Se comprueba hoy, gracias a los movimientos ecologistas, existir el mismo impulso de hace veinte siglos. Y aparece también en el barroco, exasperador y unificador de contrastes. El barroco, henchido de lozanos motivos vegetales en columnas, retablos, bodegones, fachadas, techos, muros; cultivador del paisaje de cielo luminoso y tierra sombría, así como de bosques en claroscuro casi panteísta. Realista; pintor de la carne femenina rozagante y adiposa; pero que recuerda también insistentemente la brevedad de la vida con las exhortaciones de don Miguel de Mañara, las flores efímeras de Góngora, la inconsistencia casi budista del mundo, en Calderón; las pinturas de Valdés Leal, las dramáticas esculturas de Nicolás de Bussy. Tierra, paz, cielo, naturaleza, fuerza, silencio y muerte.
Induce la naturaleza a perderse en ella, more romantico, los nervios ya serenados con el silencio, la brisa, el rumor del agua corriente, el perfume de las plantas silvestres. Entonces se despierta un deseo nuevo, dulcemente penoso: el dormir, como las rocas, un sueño sin ensueños; el de no sentir, ni recordar, ni temer, ni esperar; el de calentarse al sol, soñando, sudando, casi sin necesidades. Deseo también de huir hacia el horizonte, hasta el confín de las montañas violáceas y azuladas que se yerguen a lo lejos; y después, saltar hacia las estrellas y alcanzar la callada esfera nocturna. Tristeza placentera de soñar que no se existe; distinta, sin embargo, a la sentida al meditar en el pasado, que casi tampoco es. .



Notas



Sermones, lib. II, serm. 6, vs. 60 ss. Alfredo von Martin: Sociología del renacimiento (México, 1962), pags. 90 ss.

V

Necia y artificiosa definición del hombre concebida en el taller aristotélico, desarrollada por el tomismo y compartida por los liberales: animal racional. Trabajo no sólo perdido, sino dañino. En cambio, cualquier otra determinación esencial parece atinada: “Ser para la muerte” (Heidegger); “Nada rodeada de Dios, indigente de Dios” (Berulle); “Ser consciente y adolorido” (nosotros); homo sapiens, supuesto que sapere no signifique sólo razonar, sino también comprender saboreando, esto es, penetrando en lo entendido. Aserciones, además, no dañinas, porque no mutilan al hombre, adulterando sus facultades y actividad, hipertrofiando una de aquéllas a expensas de otras, o desviando la actividad de su fin debido. Por ejemplo, fomentar el frío cálculo utilitario a costa del corazón. Claro está, respecto de Aristóteles, que cierta edad media privó en parte a la fórmula del Estagirita de su fuerza y vida, para reducirla al predominio de la razón y postergar la condición sensible, imaginativa, intuitiva y animal del ser humano, haciendo de éste el ente razonante por excelencia. Como había castrado la afirmación con que empieza la Metafísica: “Todos los hombres desean naturalmente saber”, donde casi cada término original entraña pasión, ímpetu, energía, incompatibles con el paso incoloro de una conclusión abstracta a otra, igual que barco en navegación de cabotaje, de puerto en puerto, virtualmente sin separarse de la costa y aventurarse en alta mar, sordo para la recomendación divina: Duc in altum.


VI

El enciclopedista e “ilustrado” d’ Alembert: hijo de puta en el doble sentido, real y figurado, de la palabra.





VII

Muerte e inmortalidad

Nunca ha dejado la muerte de ser invitada al banquete de la filosofía, y muchos pensadores han hecho de ella motor de una meditación que, de no haber tenido que tratar tan trascendental asunto, se habría limitado a revolotear en torno de enigmas ociosos o se hundiría, como Fausto, en el cenagal de las ciencias naturales:

In alle Dreck begräbt er seine Nase.

Si es cierto, conforme sostiene Aristóteles, que la admiración nacida de las cosas mundanas fue madre de la filosofía, también es cierto que la muerte y el asombro suscitado por la misma contribuyen notablemente a acrecentar el interés del conocimiento metafísico. La admiración puede ser, sobre todo, causa de la filosofía de la naturaleza e incluso del análisis del hombre en tanto se considere a este último parte del cosmos; pero cuando se examinan con cuidado sus apetitos más arraigados, su fin y su felicidad, resulta imposible no tratar de la muerte. La especulación ontológica y cosmológica sirve de fundamento al acto humano, a su teleología; por esto, el edificio de la filosofía suele coronarse con la teoría ética y acaba el pensador inquiriendo la fuerza, objeto y alcance de la existencia humana. El Estagirita, puesto que de él hemos hablado antes, corona su edificio conceptual con la teoría de la beatitud, rebasando ya los términos de este mundo para remontarse hasta el cielo del Primer Motor y la contemplación de la verdad, donde no se sabe con certeza si cuanto sostiene el filósofo se refiere a esta vida o a la venidera, henchida de luces intelectuales.
La mayor gloria de la filosofía consiste en ser preparación para bien morir; pero nadie se prepara a ello, si antes no se percata de la vanidad de la vida, de tal modo que con esa disposición culmina -como acabamos de decir- una larga de serie de conocimientos de toda especie, aunque siempre considerados tales conocimientos desde el punto de vista de sus causas y efectos más profundos. Claro está que ese momento de última luz, que cronológicamente llega después de larga meditación, puede ocurrir a veces al comienzo de la madurez y ser origen de multitud de consideraciones que determinen la vida entera, según fue el caso de Buda, San Pablo, Mahoma. Mas, en general, es el resultado postrero de un pensamiento arduo, cuando la madurez del mismo induce, poco más o menos, al elogio de la muerte y vituperio de la vida.
Esta certeza desengañada se une al gozo intelectual que proporciona el descubrimiento de la verdad, su trabazón lógica, el edificio intelectual construido según reglas precisas, o incluso el advertir que son tales reglas indefinibles y cambiantes. Porque con frecuencia es el objeto de la especulación a manera de un arcoíris evanescente o caleidoscopio caprichoso, que también encanta a la inteligencia que va a la caza de reglas y síntesis.
En cuanto al propio filósofo, no somos tan ingenuos de creer que sus especulaciones lo vuelvan libre, le den serenidad, lo conviertan en ejemplo vivo de desprendimiento y modelo de dignidad humana, excluida la santidad. La vieja concepción estoica que equiparaba sabio y virtuoso, entrañaba también una metanoya cuyo origen no procedía del pensamiento mismo, sino de una causa ajena, pero que se hallaba en la filosofía desde el momento en que aquélla intentaba rerum cognoscere causas, para decirlo como Virgilio. Hasta la sobriedad heroica de Epicteto o de Espinoza tiene un origen extranatural. Entonces, se objetará, ¿para qué importa el filosofar, si al final nos hallamos con un elemento extraño al pensamiento? En realidad, ese elemento está presente desde el comienzo del proceso, aunque al final del mismo se descubra plenamente, o bien se frustre y extinga en el camino, a causa de conclusiones parciales o erróneas del razonamiento. Así, pues, si las cosas fueran por el camino debido, la grandeza del pensamiento atento sólo a sí mismo, completamente libre de cuidados materiales, debería transfigurar la existencia del pensador. Puede que la “vida de los letrados” sea, por el cultivo de la “sciencia”, tan “útil y deleitosa” que haga “felicissimos amadores”, como aseguraba el humanista Juan de Lucena (Libro de vita beata); pero esto no impide que se encuentren en esos “letrados” faltas de naturaleza y de ingenio, como indica sinceramente otro humanista español, Alfonso García Matamoros ( 1 ).
Sin entrar en minucias biográficas, que contienen a menudo más bien chismes que datos interesantes, son los pensadores perdurables casi en exclusiva por sus obras. Son éstas lo más interesantes de los mismos, flor de su vida; lo que más aprecian los lectores. Curioso resulta, sin embargo, que, respecto de ese mérito, difiera el juicio del autor del que tienen sus admiradores. No está a veces el pensador de acuerdo consigo mismo, aunque medite, escriba y defienda sus teorías, y no porque haya expresado algo que crea falso, sino porque se siente inseguro. Cuanto parecía hermoso, auténtico, interesante mientras era un concepto que bullía en la versatilidad del espíritu, después de fijado en las páginas de un libro resulta prosaico, impreciso, deslavazado, siendo menester pulirlo casi indefinidamente para que se asemeje todo lo posible a la idea original. Cabe que se dé cuenta el escritor que se degrada el pensamiento puro al materializarse. Y también advierta estar sus teorías, aunque ahora incontrastables, defectos de expresión aparte, destinadas a extinguirse cuando las substituyan otras o desapa-rezca la civilización que les sirve de soporte.
Generalmente, en la vejez se alcanza la plenitud del pensamiento, y ésta suele ser, para quienes encanecen rechazando afeites e ilusiones desatinadas, sobre todo nostalgia. Así, la última etapa de la vida no se considera remate de una jornada llena de vicisitudes, descanso, morada de paz, sino desmoronamiento de certezas o, en el mejor de los casos, inanidad de las mismas. Pero si, por maravilla, la idea o la imagen madura precozmente en la juventud, la sazón prematura asegura un entusiasmo perenne, como si el mundo se abriera sin límites ante el pensamiento, marinero que ve más allá del horizonte. Entonces también el recuerdo que quede del pensador o del poeta va indeleblemente marcado con el sello de esa edad gloriosa, sin que puedan alterarlo las vicisitudes que sufra la persona real. ¿Quién trocaría la imagen del joven Hölderlin por la del loco que vivió largos años, con los ojos vacíos, en la celda de una torre?
Pero éstas son excepciones. Por regla general, después de llegar a punto el pensamiento y el arte, se pican: es la presencia del cansancio, el escepticismo, el hastío, el taedium vitae. “Todo lo que he escrito me parece paja”, decía al final de su vida Santo Tomás de Aquino. Y, por último, llega la muerte, burlona, llevándose al filósofo, su sistema, sus conclusiones, su soberbia, o al poeta exquisito, que ha pulido y repulido sus versos para depositarlos acicalados en el regazo de la inmortalidad.
¿Y qué diferencia queda entre el genio y el zote? Y no se nos objete que repetimos tópicos de Luciano o de Hamlet que dialoga con la calavera de Yorick. En innumerables ocasiones se escucha esta conversación, asistimos a la escena, miramos a los interlocutores. ¿Por qué no recordarla una vez más? Así, pues, ¿quién distinguirá al dueño del cráneo de amplia frente y vigoroso pensamiento, del que no albergó en su cabeza más que unas pocas trivialidades suficientes para sobrevivir? Y en manto a los instrumentos de supervivencia… Leyendo los epitafios que suelen recibir los famosos, particularmente los del renacimiento, no podemos menos de sonreír frente a las pretensiones de absoluta superioridad, de gloria, de fama inmarcesible. Excluyendo la retórica, la idealización, la mentira, ¡cuánta ilusión absurda, cuánta vanidad desplegada a cada momento! ¡Con qué fruición se adulaban unos a otros los autores, creyendo alcanzar así la eternidad para sus nombres y su obra! Los elogios mutuos, el ensálzame que te ensalzaré, las pandillas, grupúsculos, masonerías de menor cuantía, no son sólo de hoy. ¿Cómo no sentir una curiosa muestra de melancolía, guasa y desprecio, cuando raspamos las lápidas musgosas para leerlas y desciframos, por ejemplo, la laude del cancelario Luis de la Cadena al humanista Juan de Vergara:

Vergara in uno natura fecit palam
praestare quantum illa homini possit boni…

¿Cómo no sonreír, leyendo el epigrama hasta el final ( 2 ), por esa pueril seguridad que garantizaba gloria, perfección e inmortalidad? Si conocemos al apasionado discípulo de Erasmo y si su nombre ha sobrevivido, es gracias a historiadores curiosos de hechos que hoy poco interesan, salvo desde el punto de vista político, porque todo lo dispone la utilidad. Los problemas que daban pábulo en otro tiempo a la conversación de damas, caballeros, prelados, monjes, teólogos, y las disputas que tanto alboroto levantaron, apenas si son polvo de las bibliotecas. ¿Cuántos universitarios de hogaño, catedráticos o estudiantes, conocen a los profesores y eruditos aplaudidos de reyes, cardenales y emperadores, y a quienes los odiaban y temían…?



Notas

De adserenda hispanorum eruditione, sive de viris Hispaniae doctis narratio apologetica, n. 86. Cit. por Menéndez y Pelayo, Historia de los heterodoxos españoles, vol. I (Madrid, 1956), pag. 794, nota 71.
























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