Ediición nš 13 - Octubre/ diciembre de 2010

Enrique Vila-Matas, escritor

En esta ocasión, en vez de fragmentos de libros de Enrique Vila-Matas, se exponen cuatro artículos publicados en diferentes medios de comunicación, cuya referencia aparece al pie de cada uno de los textos, que exponen con claridad la opinión de este autor sobre temas literarios.

Maupassant, un verdadero romano

Maupassant, un verdadero romano


Hacia el final de este memorable libro de Alberto Savinio, vemos a Maupassant envuelto en el aire fresco y luminoso de una mañana extraordinaria, pero rodeado a la vez por el oscuro anillo de su niebla personal. Se reafirma la evidencia de que hay dos Maupassants y dos voluntades. El escritor ha empezado a afeitarse en su cuarto de baño, pero ve cómo, de vez en cuando, el otro le desvía la mano.

Afeitarse -comenta Savinio- debe de ser ciertamente una ardua operación para alguien en quien cohabitan dos voluntades distintas y no puede contar todavía con la ayuda que podría prestarle una maquinilla mecánica, que desgraciadamente todavía no ha sido inventada. Y es que el otro -el doble, el inquilino negro que se ha apoderado de Maupassant- hace lo imposible para que quien se está afeitando termine por matarse ante el espejo. Es un inquilino incómodo y el centro mismo del iconoclasta retrato biográfico que nos presenta Savinio en Maupassant y “el otro”, libro de 1944, un ensayo narrativo tan divertido como irreverente y agudísimo, una especie de ensayo-divagación, puntuado por 101 aleatorias y geniales notas, que van completando el atípico dibujo de la vida y obra del conteur francés por excelencia.

Ya la misma nota que comenta el epígrafe que abre el libro -la sentenciosa definición de Nietzsche: “Maupassant, un verdadero romano”- es de antología. En ella, Savinio se ríe de la tendencia a poner epígrafes que den seriedad y sentido a los libros y se ríe de sí mismo, que ha elegido la grave y pomposa definición nietzscheana para iniciar su ensayo narrativo: “No bromeo lo más mínimo si digo que la definición de Nietzsche ilumina efectivamente la figura de Maupassant. Y quisiera añadir: la ilumina mediante el absurdo. La ilumina tanto mejor en cuanto no se sabe qué es lo que Nietzsche ha querido decir llamando romano a Maupassant, y quizá después de todo no ha querido decir nada, como ocurre a menudo con Nietzsche. Pero ¿me entenderá el lector si digo que cuanto más se dice es no diciendo nada?”.

En efecto, tenemos la impresión de que la absurda, la inane definición de Nietzsche ha atraído de golpe nuestra atención hacia la figura de Maupassant con más fuerza que una definición exacta, que una definición profunda. Eso es lo que quiere indicarnos la nota erudita y burlona: cuanto más disparatada o imperfecta la escritura, más resquicios abre para nuevas aventuras del lenguaje. De hecho, ninguna de las 101 notas es menospreciable, y más teniendo en cuenta que alguna de ellas propone una hilarante comprensión de la figura de Maupassant a través de lo descabezado, irracional, excesivo. La sensación es que al final del libro, a pesar de la colección de absurdos que resume su vida, conocemos mucho mejor al autor francés. Y da igual que no hayamos entendido mucho, pues a fin de cuentas hemos recuperado aquel placer que descubrimos en nuestra primera juventud, cuando veíamos películas de las que no entendíamos el idioma. “El canto más bello es siempre el de una lengua desconocida”, nos recuerda Savinio.

Las notas, además, son una fuente de sabiduría cordial. En la 88, por ejemplo, después de haber glosado, con aparente seriedad, lo poco que a Maupassant le entusiasmaban los elogios de la gente de las letras y lo mucho que prefería los de la gente sencilla, se da cuenta Savinio de que no ha glosado más que un famoso tópico creado alrededor de su personaje y dice: “Así escriben los biógrafos de Maupassant, pero nosotros no nos dejamos engañar por semejantes coqueterías”. Se concentra en esa frase misma parte de la tarea que está llevando a cabo en el libro: una pulverización de las monografías académicas y de los lugares comunes que éstas crean en torno a los grandes autores.

Maupassant y “el otro” es un ensayo-divagación (anterior, por cierto, al ensayo narrado que oficialmente inventara el posmodernismo), abierto a todos los vientos de la inteligencia. Cuando lo leí en 1983, el año en que se publicó en España, me descubrió un tipo de estructura muy libre que había visto o intuido en otros libros (en el que escribiera Dalí sobre el Ángelus de Millet, por ejemplo), pero que aquí se me presentó con toda la máxima grandeza: improvisaciones casi jazzísticas, derivaciones de todo tipo en torno a un tema aparentemente central, que en realidad sólo eran un pretexto -como Maupassant para Savinio- para lo que verdaderamente interesaba: una prosa vagabunda.

Recuerdo el deslumbramiento ante la brillantez de los comentarios que escapaban a cualquier seriedad académica y mi consiguiente descubrimiento del portatilismo, o, si se prefiere, de la levedad (que aún no había entronizado Calvino en sus Seis propuestas para el próximo Milenio), un descubrimiento que acabaría infiltrándose en aquellos mismos días en mi obra. “La inmortalidad -decía Savinio acerca de Maupassant- es de los hombres ligeros, porque sólo los hombres sin peso sobreviven, sólo ellos no son abatidos por la lucha (...) La morenez, incluso en sus formas más atenuadas, conduce a la ligereza. Es extraño: la gravedad va ligada a lo rubio...”.

La gratuidad al considerar a todos los rubios como unos pesados me dejó huella y unas divertidas convicciones contra la gravedad y todos sus derivados: la testarudez, la estrechez de miras, el anclaje en los principios más férreos. Desde entonces y a pesar del mito de los ángeles rubios, nunca puedo deslindar a los rubios de la criminal idea de que jamás serán portátiles, jamás ligeros, leves o, simplemente, aéreos.

Espero que algún día alguien entre nosotros decida reeditar este ensayo inmensamente imaginativo, Maupassant y “el otro”, hoy seguramente descatalogado. Si Borges inventó el siglo pasado un género nuevo -la reseña de libros inventados-, no sería de extrañar que el nuevo siglo, a la vista del culto abrumador y exclusivo a cuatro best sellers de pacotilla que no dejan respirar a las obras de arte, acabe inventando desesperadamente, si no lo ha hecho ya, el género de las reseñas de libros descatalogados: libros como Maupassant y “el otro”, brillante trabajo de Alberto Savinio, hermano menor de Giorgio De Chirico y autor también de, por ejemplo, una impagable Nueva Enciclopedia, otro libro hoy fantasmagórico.

En ningún escritor de su época como en Savinio los combates de las grandes vanguardias aparecen tan asimilados como un momento más de la tradición. Al practicar una especie de presurrealismo de raíces neoclásicas -en cierto sentido comparable a la pintura metafísica de su hermano mayor- se adelantó a autores de hoy rabiosamente contemporáneos, autores que se agarran con lucidez a la tradición, pero también se oponen a ella; escritores que, por un lado, son filosóficos y, por el otro, insolentes y vanguardistas, y tratan, en difícil pero alcanzable equilibrio, de pertenecer tanto al centro como a la marginalidad.

Resulta especialmente trágico y al mismo tiempo desternillante el tratamiento que da Savinio a los episodios de la vida de Maupassant marcados por la aparición de aquel inquilino negro que le molestaba al afeitarse y que acabó llevándole al ridículo primero -cuando empezó Maupassant a decir que veía insectos que lanzaban a una gran distancia chorros de morfina, o como cuando le escribió al papa León XIII sugiriéndole la construcción de tumbas de lujo en cuyo interior hubiera agua caliente para los que nacieron para ser inmortales-, y finalmente a la perdición, cuando el inquilino quiso dictarle lo que tenía que escribir y hasta le dictó cómo se tenía que matar sin matarse. Resulta admirable cómo, habiendo alcanzado ya las grandes cimas de la locura, el propio Maupassant, con la ayuda de su inquilino, pidió para él mismo una camisa de fuerza. La pidió como quien dice: “Camarero, una cerveza”. Murió unos días después, aunque para nosotros, dice Savinio, murió en el momento mismo en que pidió la camisa. Un verdadero romano. Le esperaba una tumba de lujo. Sin agua caliente.



El País, Babelia, 4 de julio de 2009

El último Joyce

El último Joyce

“Mi hora segunda insondable sin estrellas”
Beckett, Whoroscope



Como tengo insomnio, pasaré la noche con mi lenguaje nocturno. Me entretengo imaginando que soy un crítico, un especialista en ficción crítica. Y también imagino que me he pasado media vida leyendo Finnegans Wake en una edición de Faber and Faber de 1939, siempre acercándome a ella con cautelosos sorbos, porque esta última novela de James Joyce no es para leerla de un tirón, sino para abrirla en cualquier parte y sumergirse en su fascinante pluralidad, ambigüedad y lúdica riqueza. Siempre que me acerco al Finnegans lo hago sabiendo que estoy ante el más denso de los tapices y con el temor de que una vez más, como lector, me llegue una sensación, primero, de estar al borde del colapso, y después el colapso mismo.

Imagino también que soy descubierto, pero no temo que alguien pueda hacerme confesar que no he leído el Finnegans. Y es que, de entrada, se supone que nadie ha sido tan idiota como para leerlo de corrido. Y, además, se sospecha que en realidad es ilegible y se dice –es pintoresca la leyenda- que nadie ha podido leerlo nunca.

Me quedo recordando que siempre me acerqué al Finnegans con esa impresión de que no tardaría en llegar el inefable y puntual colapso y, además, con el temor a no estar a la altura de la clase de lector que espera este libro: alguien en radical contacto con lo incomprensible y, por tanto, con el arte verdadero, con esa “hora segunda insondable sin estrellas” de los textos más próximos a nuestra gran verdad, a la realidad brutal y muda, sin significado, de las cosas.

Sea como fuere, nunca me faltaron los estímulos para regresar al libro de Joyce y a los prudentes sorbos. No sé cuantas veces me animé a releerlo diciéndome que no había nada de peligroso en volver al libro y que a fin de cuentas se trataba de una de las novelas favoritas de John Lennon. En más de una entrevista el músico dijo que el libro le parecía “so way out and so different” (excéntrico y diferente) y nunca, además, negó que no hubiera podido influenciarle a la hora de escribir la psicodélica letra de I'm the Walrus, composición (seguramente la mejor canción de Lennon), donde las palabras “Goo goo g'joob” podrían ser una referencia al “googoo goosth” que encontramos ya hacia el final del Finnegans.

Pero el hecho es que hasta ahora, siempre que he emprendido la lectura de este libro admirable, he acabado golpeado, tarde o temprano, primero por una sensación de colapso que se mezclaba con el pasmo por tan lúcido trabajo con el lenguaje, y luego por el colapso mismo, por ya ni hablar del consiguiente rubor al sentirme un negado para descifrar con precisión la espectacular exploración que hizo Joyce de los límites de la literatura.

Se me ocurre en pleno insomnio que en mi próxima relectura de algún fragmento del Finnegans podría contar con un método para atajar la llegada de esa onda extraña y horrible que siempre me anticipa mi desastre como lector del libro. El método podría parecerse al que empleo cuando leo el vaticinio de mi horóscopo y, por muy indescifrable y desconectado de mí que éste me parezca, siempre me las arreglo para que el párrafo oracular que me corresponde me acabe diciendo algo.

Se trataría de un método que me haría incluso más digeribles los fragmentos del Finnegans que decida abordar. ¿Abordo alguno ya esta misma noche? ¿Enlazo mi insomnio con el Finnegans en un viaje circular perfecto, adecuado a la estructura también circular del libro?

Mientras lo pienso, leo el pronóstico para el signo Aries que apareció en el periódico de ayer (por la hora no tengo otro a mi alcance): “Gran comprensión y apoyo de un colaborador en un proyecto que responde a sus ambiciones”. Ya lo puedo leer las veces que quiera que, como no utilice mi particular método, no descifraré qué quiso decirme ayer el horóscopo. Porque, de entrada, no tengo “colaborador”, de modo que difícilmente pude contar ayer con su apoyo para el supuesto proyecto.

“Comprensión y apoyo”, termino escribiéndole en un email muy escueto a Eduardo Lago, que es caballero de la Orden del Finnegans y vive en Nueva York, donde ahora son las siete de la tarde y, por tanto, es probable que no tarde en leer mi mensaje. Es tal vez, por mi parte, la conmovedora petición de auxilio de quien teme ahora naufragar ante su inmediato reabordaje del Finnegans. Lo cierto es que, gracias al descarnado y escueto y en parte emotivo mensaje, el pronóstico del horóscopo ha cobrado sentido. Y hasta creo que yo he salido ganando. Porque donde antes no había nada, ahora hay un pronóstico y una petición de comprensión y apoyo. Y un colaborador (un lector en la noche).

No queriendo dar muchos rodeos, elijo el primer párrafo del Finnegans. No pienso que sea tan desatinado aplicar técnicas de horóscopo (de Whoroscope, de Puthoroscopo, que diría Beckett) a la lectura del temible libro. Después de todo, el propio Finnegans (durante mucho tiempo Work in Progress fue su título provisional) anunció, de forma no deliberada, palabras que luego cobraron inesperada vida y sentido. Como Quark, por ejemplo, que no significaba nada en concreto cuando a su autor le dio por incluirlo en su libro (“three quarks for muster mark”), pero que acabó relacionándose con la física cuántica a través del profesor Murray Gell-Mann, que extrajo directamente del Finnegans esa palabra, rompiendo así con la tradición de bautizar los descubrimientos de partículas con palabras derivadas de raíces griegas.

Sin más dilación, recomienzo, releo el primer párrafo del Finnegans profético y encuentro ahí mi augurio para esta noche:
“correrrío, pasada [la iglesia de] Eve and Adam, desde el viraje de la ribera hasta el recodo de la bahía, nos trae por un vicio comodicio de recirculación de vuelta al Howth Castle y Enrededores”.

En cursiva quedan las palabras que no existieron nunca hasta que no abrí este libro por primera vez y leí su primer párrafo. Desde entonces han pasado tantos años que incluso tiempo hubo para un gran correrrío muy comodicio por los Enrededores. De hecho, he acomodado comodiciamente mi mente, estos dos últimos años, por los alrededores del Liffey. Y es que la ciudad de Dublín, que nunca pensé que podría siquiera algún día llegar a ver, he terminado por visitarla cuatro veces en el último año. Han sido cuatro correrríos siempre cerca del río Liffey, cuatro riocorridos, como los llama el mexicano Salvador Elizondo en su traducción joyceana.

El riocorrido o correrrío –el riverrun para la mayoría de lectores de Joyce y una clara referencia al curso del río Liffey a través de Dublín- es antesala de la referencia a Giambattista Vico (vicio comodicio), quien concibió la evolución histórica como un viaje circular, exactamente lo que es el Finnegans, cuyo inicio –ahí está vicio (por Vico) operando como señal o advertencia- se halla enlazado con el final de la novela.

Mi lectura oracular de este fragmento dice sencillamente que me espera para esta noche –que es metáfora de toda mi vida- un riverrun de insomnio, un trayecto que irá desde el viraje de la ribera hasta el recodo de la bahía, en travesía semejante a la de aquel viaje iniciático que hice en mi primera visita a Dublín, cuando fui de Pearse Station hasta el pueblo de Howth donde, desde lo alto de su castillo, vi el territorio en ruinas por el que se extendían los Enrededores de este libro excéntrico y diferente, que habría podido acabar con la literatura. Después de todo, tras el terremoto que desató en el lenguaje, los más lúcidos sucesores de Joyce nos parecen hoy sobrevivientes caminando entre los cascotes, bajo un cielo insondable sin estrellas, deteniéndose ante las pocas hogueras –y aún gracias- que arden.

FinnegansWake. James Joyce. Faber and Faber. Última edición en 2002.



El País, Babelia, 14 de noviembre de 2009

El arte de no terminar nada (Lichtenberg)

El arte de no terminar nada (Lichtenberg)





¿Qué es un aforismo? Difícil ser preciso en la respuesta. Uno, en cualquier caso, cree saber qué no es un aforismo. No lo es, por ejemplo, esta frase de Robert Kennedy: “Si un mosquito pica a mi hermano John, el mosquito puede darse por muerto”. Y uno cree saber que en cambio estas palabras de Nietzsche pueden pasar por un aforismo: “Lo que no te mata, te hace más fuerte”. Del mismo modo que a uno no se le escapa que si fuera Georg Christoph Lichtenberg el que hubiera escrito en sus cuadernos “Si un mosquito pica a mi hermano Karl, el mosquito puede darse por muerto”, consideraríamos la frase como un aforismo, quizás porque Lichtenberg ha pasado principalmente a la historia por ellos, por sus aforismos. Aunque, por raro que parezca, no llegó a enterarse de que los escribía, pues se limitaba a trazar ideas en lo que llamaba “cuadernos borradores”: ideas que, con toda la felicidad del mundo, nunca acababa de completar, de cerrar, y menos aún de suponer que un día serían reunidas en volúmenes titulados Aforismos de Lichtenberg.

De todas las definiciones me quedo con la de John Gross: “Una máxima sólo se distingue de un aforismo por ser un pensamiento establecido; el aforismo es siempre disruptivo o, si se quiere, es una máxima subvertida”. Examinemos ahora una frase de Lichtenberg que no es ni una máxima ni un aforismo, pero pasa por ser esto último: “Comerciaba con tinieblas en pequeña escala”. Aunque, bien mirado, ¿de verdad que no es un aforismo? Lo es si lo relacionamos con esta inspirada definición de Leonid S. Sukhorukov: “Un aforismo es una novela de una línea”. De hecho, la propia definición de Sukhorukov ya es ella misma un aforismo. En cuanto a Lichtenberg, no era consciente de su inclinación al aforismo, pero solía escribir muchas novelas de una sola línea: “De su mujer tuvo un hijo que algunos querían considerar apócrifo”. Tampoco pudo llegar a saber nunca que escribía greguerías avant la lettre: “Un tornillo sin principio”.

Fue el crítico mexicano Christopher Domínguez Michael quien me mandó en junio de 1989 a Barcelona la muy portátil edición de Aforismos de Lichtenberg que, con selección, traducción, prólogo y notas de Juan Villoro, acababa de publicar en México el Fondo de Cultura Económica. Recuerdo muy bien que, cuando llegó a mi casa ese librito que resultaría tan decisivo en mi vida, no había oído jamás hablar de Lichtenberg, aunque sí mucho de Juan Villoro, que se había convertido con Pitol y Christopher en uno de las tres unidades de la Santísima Trinidad de mis amistades esenciales en México. Y bueno, el prólogo de Villoro resultó ser ingenioso en sumo grado y divertidísimo. Parecía que Lichtenberg –el atractivo jorobado de Gotinga- hubiera escrito toda su obra incompleta para que el joven Villoro descubriera zonas eléctricas de su futuro estilo. De hecho, hoy en día, en muchas ocasiones, la brillante prosa de Villoro está sembrada de relampagueantes frases aforísticas que puntúan sus textos a modo de inspirados latigazos.

Como aprieta el calor y la biblioteca me queda lejos, cito ahora de memoria una de las muchas informaciones que daba aquel prólogo de Villoro: “A Lichtenberg en Gotinga –de donde no se movió en 25 años- la idea de la muerte le obsesionó hasta tal punto que empezó a contar los entierros que veía desde su ventana”. Y bien, ¿a qué más, aparte de contabilizar entierros y honrar a los textos incompletos, se dedicó Lichtenberg a lo largo de su prolongada “inmovilidad” en Gotinga en la segunda mitad del siglo XVIII? En primer lugar, a llevar una vida de científico. Hizo descubrimientos casuales, las llamadas “figuras de Lichtenberg”, y fue tan buen profesor de su alumno Alessandro Volta que éste acabó inventando la pila voltaica. En segundo lugar, se dedicó a la productiva actividad de sentir nostalgia del tiempo que pasó en Inglaterra. Fue el máximo introductor de Shakespeare, Sterne y Swift en Alemania. Y, además, prendado en el balneario de Margate de la forma que tenían los ingleses de entrar en el agua, copió para su país la idea británica de los carruajes que entraban al agua y desplegaban tiendas de campaña para que la gente pudiera nadar en pequeños grupos, y hasta llegó a inventar “balnearios de aire”, lugares donde la gente alemana correría desnuda, “para dilatar sus poros y tal vez ventilar su mente”.

Quiso inventar cadalsos con pararrayos. Pero no sólo se dedicó a inventar y a ser científico y a sentir nostalgia de la cultura de Londres, sino también a trabajar en escritos satíricos y ser redactor de un humilde Almanaque de bolsillo (nadie pudo llegar a imaginar que doscientos años después se haría mundialmente famoso como escritor de aforismos, en realidad el conjunto de notas dispersas en sus cuadernos, notas descubiertas por su casero y posteriormente sancionadas con admiración por Goethe, Nietzsche, Freud, Breton, Karl Kraus y Canetti, entre otros). Siempre espoleado por su enérgica curiosidad –es marca de la casa Lichtenberg su inmensa curiosidad por todo y su tendencia a la dispersión de su inteligencia en un permanente fisgoneo enciclopédico-, fue también un gran estudioso de las tormentas de su región y un coleccionista de descripciones de las mismas, además de sempiterno profesor de matemáticas, hipocondriaco hasta límites insospechados (llegó a imaginar treinta enfermedades en un solo minuto), gran bebedor de vino, precursor del psicoanálisis y también del positivismo lógico, del neopositivismo, de la filosofía del lenguaje, del surrealismo y del existencialismo. De ahí la vigencia absoluta de sus cuadernos borradores, hoy llamados Aforismos.

En España, un año después de la edición mexicana, se publicó otra antología de los aforismos, con formidable traducción de Juan del Solar, que en su prólogo dio al mundo las primeras noticias de las posibles conexiones entre Robert Walser y Lichtenberg: “Coinciden ambos, a siglo y medio de distancia, en la menuda idea de homenajear a un botón –Walser el de una camisa, Lichtenberg el de unos pantalones-, y agradecerle los servicios prestados con tanta fidelidad como modestia”.

Menos es más, y un botón es casi menos que otro botón, y ya se sabe: “La tendencia humana de interesarse en minucias ha conducido a grandes cosas”. El estudio de las minucias le ocupó mucho tiempo a este erudito de saber fragmentado, a este hombre que fue el más agraciado de todos los jorobados de la historia (parece, por cierto, que aprendió a escribir de espaldas a la pizarra para disimular su giba ante los alumnos), un escritor que tendía siempre en sus textos a la abolición de las jerarquías convencionales, como lo demuestran estas líneas, no terminadas del todo, como tantas del autor: “Lo que siempre me ha gustado en el hombre es que, siendo capaz de construir Louvres, pirámides eternas y basílicas de San Pedro, pueda contemplar fascinado la celdilla de un panel de abejas, la concha de un caracol…”

Con Lichtenberg muchos aprenden a pensar, a reír por ellos mismos. Creador de grandes y cómicas miniaturas portadoras de epifanías, fundó, con la ayuda de Sterne, la risa contemporánea: “¿Ha pescado usted algo? Nada más que un río”.

Bueno, aún nos estamos partiendo de la risa cuando volvemos a picar en el anzuelo del mínimo río y cae otra nota borradora, otro aforismo: “Quien tenga dos pares de pantalones, que venda uno y se compre este libro”. Dicho queda. De hecho, dicho lo dejó ya Canetti: “Que Lichtenberg no quiera redondear nada, que no quiera terminar nada es su felicidad y la nuestra; por eso ha escrito el libro más rico de la literatura universal” El misterio de lo inacabado –que viene a ser a la larga el propio misterio del mundo- es uno de los encantos de Aforismos, libro que produce el efecto que habitualmente producen los buenos libros, pues hace más ingenuos a los ingenuos, más inteligentes a los inteligentes, y los demás, varios miles de millones de seres de todo el mundo, permanecen inmutables, sin activar el cerebro.

Aforismos. Georg Christoph Lichtenberg. Selección, traducción y prólogo de Juan Villoro. Fondo de Cultura Económica | México D.F. | 1989.
Aforismos. Georg Christoph Lichtenberg. Selección, traducción, introducción y notas de Juan del Solar. Edhasa | Barcelona | 1990.
Aforismos. Georg Christoph Lichtenberg. Ediciones Cátedra | Madrid | 2009.



El País, Babelia, 14 de agosto de 2010

El lector activo

Enrique Vila-Matas, escritor

El lector activo

La lectura es un arte, aunque muchos autores de hoy lo ignoran, ya que andan atareados complaciendo lo que se espera de ellos: intrigas trilladas, personajes que hablen como en las series más mediocres de televisión, estilo de tiralíneas. Claridad se les reclama, y que no embrollen. Que respiren con naturalidad y no ensombrezcan las mañanas.

Ostentadora del gusto general, la mayoría lectora, que cuenta con la reveladora complicidad del sufragio de los que no leen, actúa como si hubiera vencido en las urnas y eso le permitiera ahora imponer la figura del lector pasivo y someter cualquier lectura individual a la más burda lectura general, prisión de todos.

Tiene este horror su lógica si se piensa que entre los lectores de hoy triunfa aquella comodidad que ya en los años treinta llevó a Cyril Connolly a ironizar sobre los perezosos: "Con independencia del talento que inicialmente posean, se condenan a ideas y amistades de segunda mano".

Hasta donde alcanza la memoria, mi icono clásico del lector activo es una lectora, Anna Karenina, viajando de noche en el tren de Moscú a San Petersburgo. Justo en el momento en el que Tolstoi parece haber suspendido ligeramente la intriga, Anna se coloca en las rodillas un almohadón y, envolviéndose las piernas con una manta, se arrellana cómodamente. Después, pide a Aniuska una linterna, que sujeta en el brazo de la butaca, y saca de su bolsita roja un cortapapeles y una novela inglesa.

En mi recuerdo, el momento es pura iluminación. Asocio la linterna de Anna con aquella peculiar luz propia, cuya necesaria existencia percibiera Paul Valéry cuando en sus Cuadernos consideró plausibles un tipo de obras que contaran con la iluminación propia del lector, es decir, un tipo de obras escritas sin pensar en darle algo a quien lee, sino, al contrario, pensando en recibir de él: "Ofrecer al lector la oportunidad de un placer -trabajo activo- en lugar de proponerle un disfrute pasivo. Un escrito hecho expresamente para recibir un sentido, y no sólo un sentido, sino tantos sentidos como pueda producir la acción de una mente sobre un texto".

Décadas después, Roland Barthes recogería el guante y diría que para devolverle su porvenir a la escritura había que darle la vuelta al mito: "El nacimiento del lector se paga con la muerte del autor". Exageró, pero con su idea dejó entretenidas a dos generaciones de estudiosos y demostró, además, que del acontecer implacable que conduce a la muerte nada nos distrae tanto como la lectura activa. La famosa muerte. La he visto esconderse en los relojes en La vida y las opiniones del caballero Tristram Shandy, esa novela con la que Laurence Sterne llenó de salud la relación del escritor con el lector: "A medida que prosiga usted en mi compañía, el ligero trato que ahora se está iniciando entre nosotros se convertirá en familiaridad, y ésta, a menos que uno de los dos falle, acabará en amistad".

Puede que fallarle a tipos como al gran Sterne sea el error de tantos lectores de ahora, consumidores de sucedáneos de la literatura. Pero anima saber que hay indicios del regreso del lector activo. Algo comienza a moverse en medio del barullo de las novelas esotéricas y otros engendros, y se diría que hasta incluso pierde ya fuelle la estúpida exaltación del lector pasivo, que esconde en realidad la exaltación de los que no leen. Reaparece el lector con talento y parece que comienzan a replantearse los términos del contrato moral entre autor y público. Respiran de nuevo los escritores que se desviven por un tipo de lector que sea lo suficientemente abierto como para permitir en su mente el dibujo de una conciencia extraña, incluso radicalmente diferente de la suya propia.

La secuencia central de toda lectura activa contiene el gesto más profundamente democrático que conozco. Es el gesto de quien sabe abrirse al mundo y a las verdades relativas del otro, a la sagrada revelación de una conciencia ajena. Si se exige talento a un escritor, debe exigírsele también al lector. Porque el viaje de la lectura pasa muchas veces por terrenos difíciles que reclaman tolerancia, espíritu libre, capacidad de emoción inteligente, deseos de comprender al otro y de acercarse a un lenguaje distinto del que nos tiene secuestrados. Como dice Vilém Vok, no es tan sencillo para un lector sentir el mundo como lo sintió Kafka: un mundo en el que se niega el movimiento y resulta imposible siquiera ir de un poblado a otro.

Las relaciones entre lector y escritor remiten tanto a un mundo radicalmente negado para el movimiento como a la escena más opuesta: dos aislados poblados kafkianos, acercándose. Una novela es una calle de dos direcciones, animada por dos talentos; una calle en la que la tarea que se requiere a ambos lados es, al final, la misma. Leer, cuando se lleva a cabo con linterna propia, es tan difícil y apasionante como escribir. Tanto quien escribe como quien lee, aun entreviendo el fracaso, buscan la revelación certera de lo que somos, la revelación exacta de la conciencia personal de uno mismo, y también de la del otro. Y aquellos que sitúan la lectura al nivel de la experiencia pasiva de ver televisión lo único que hacen es vejar a la lectura y a los lectores. De hecho, las mismas destrezas que se necesitan para escribir se precisan también para leer. Los escritores fallan a los lectores, pero también ocurre al revés y los lectores les fallan a los escritores cuando sólo buscan en éstos la confirmación de que el mundo es como lo ven en su pequeña pantalla. Los nuevos tiempos traen esa revisión y renovación del pacto exigente entre escritores y lectores. Cabe esperar, parafraseando a Henry James, que pronto pueda decirse que unos y otros trabajan con lo que tienen, y sus grandes dudas son su pasión, y esa pasión es precisamente su gran tarea.



El País (edición de Cataluña), 27-09-09