Ediición nº 19 -Abril/Junio de 2012

Amanecer en Lisboa

Castillo de San Jorge, en Lisboa

por Paco López Mengual

Sé de una pareja que coleccionaba atardeceres. Como si de un ritual se tratase, llegaban a un lugar y pasaban la mañana buscando un altozano a donde regresar al anochecer. Luego, cuando ya el día comenzaba a declinar, encaminaban sus pasos hacia el punto elegido; entonces, se sentaban muy juntos, se buscaban las manos y miraban en silencio cómo el sol se ponía por el horizonte. Aquel era el instante mágico del día donde ellos iban apilando los regalos que la ciudad visitada les había proporcionado a lo largo de la jornada.
Sólo cuando la luz del sol era apenas ya un recuerdo, los amantes se ponían en pie, suspiraban con fuerza y retornaban al mundo.
Hace años que se separaron, y no sé si llegaron a contemplar el atardecer desde del castillo de San Jorge, en Lisboa. Estoy convencido de que, si así hubiese sido, aquella estampa sería hoy una de las piezas más preciadas de su grandiosa colección.
Recuerdo que la tarde que subimos al castillo, hacía dos días que habíamos llegado a la capital lusa; y, si he de guardar alguno de los muchos momentos vividos durante aquel viaje, me quedo con el de la puesta de sol contemplada desde el barandal de la vieja fortaleza. Después de haber subido a pie por las empinadas callejuelas del barrio de la Alfama, de visitar el vientre del fortín, de encaramarnos a las almenas y pasear sin prisa por los patios, no pudimos evitar el descanso en uno de los bancos de piedra que miran al horizonte. No habíamos programado el horario de la visita y fue una casualidad el que, en ese momento, atardeciera. Desde allí, y a esa hora del crepúsculo, la inmensidad del estuario del Tajo parecía mayor; un sol ya agonizante deslizaba su luz por los tejados rojizos de las casas de Lisboa, dando lustre a las plazas del Comercio, de Los Restauradores, del Rossio, dotándolo todo de un decrépito esplendor. No sabría decir el tiempo que permanecimos sentados allá en lo alto frente a la embocadura del Océano, sin necesidad de hablar una palabra y envueltos en un halo de feliz sosiego.
De repente, cerca de donde nos encontrábamos, emergió una voz que, en principio, confundimos con un llanto. Era el canto de una mujer mayor, de aspecto humilde y con un bolso negro y ajado colgado del brazo. Había abandonado el poyo donde estaba sentada y se acercaba lentamente al muro cantando un fado. Con el brazo derecho extendido, señalaba a la iglesia del Carmo, al río…; luego, se giraba y encaraba su mirada al Chiado…, parecía como si a cada uno de ellos les brindara una de las estrofas de la canción. No pedía dinero; al contrario, cada tarde subía hasta allí, pagaba los tres euros de la entrada y, tras permanecer un rato sola y en silencio, dirigía tristes fados a los rincones de su ciudad. Hoy, el recuerdo que guardo de aquella puesta de sol va unido al llanto nostálgico de la mujer del bolso negro.














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