Ediición nº 15 - Abril/Junio de 2011

VIOLENCIA CINEMATOGRÁFICA

Escena de la película El demonio bajo la pie.



José Luis Muñoz

Acaba de estrenarse la que, para mí, es una de las mejores películas de Michael Winterbotton, un realizador al que aprecio por su versatilidad y su sentido del riesgo cinematográfico. Me refiero a El demonio bajo la piel en la que el realizador inglés de Nine songs, El perdón y Camino a Guantánamo vierte en imágenes la novela El asesino dentro de mí de Jim Thompson, uno de los grandes de la novela negrocriminal.

Sorprenden el tono de la película, que empieza como si se tratara de un film erótico pero pronto muestra su siniestro fondo, y la interpretación de un actor de la poco valorada dinastía Affleck, Casey, en su papel de ayudante de sheriff que, bajo su apariencia educada y sus suaves maneras, esconde a un peligroso psicópata y compone uno de los personajes más inquietantes que nos ha ofrecido la pantalla, e impacta la violencia y su tratamiento. Hay un par de escenas violentísimas en El demonio bajo la piel en las que se maltratan a mujeres que cuesta mirar. ¿Era necesaria tanta crueldad visual?

Vayamos por partes. El cine, en materia de violencia, hace años sobrepasó todas las cimas. La violencia espectáculo está presente en toda cinta convencional manufacturada por el mercado norteamericano para ser exhibida en una platea de rumiantes de palomitas. Ese exceso de violencia visual, esa recreación en lo violento y sangriento, tiene una serie de epígonos importantes que arrancan de muchos años atrás. Sam Peckinpah, con su ralentización del impacto de los disparos en Grupo salvaje, por ejemplo, sería uno de ellos, miembro fundacional de la escuela. Más recientemente nos encontramos con Tarantino, el enfant terrible que revoluciona el cine de acción a base de disparatados diálogos, chorros de sangre y twist. Lo censurable de Tarantino es que frivoliza la violencia, la tortura y la muerte, que lo que sucede en la pantalla, las secuencias horribles con que golpea nuestras retinas, están teñidas por un retorcido humor. Es violencia complaciente.

Pero hay quien supera a Tarantino. Peter Berg, con Very bad things, una “comedia” interpretada por Cameron Diaz y Christian Slater, entre otros, cuyas humoradas estaban relacionadas con el descuartizamiento del cuerpo de una infeliz prostituta a la que un grupo de descerebrados mata en la habitación de un hotel de Las Vegas en una desmadrada despedida de soltero. ¿Alguien se puede reír con eso? Parece ser que sí, que hacer cachitos un cadáver y esconderlo tiene mucha gracia.

La violencia de Michael Winterbotton en su última película no es complaciente sino revulsiva, no es ornamental sino necesaria para dibujar al siniestro personaje que la ejerce con tantísima eficacia. Algo parecido hizo el recientemente desaparecido Arthur Penn en La jauría humana cuando Marlon Brando, en este caso el sheriff de un pueblo de la América profunda, es literalmente machacado en una mesa de billar por un grupo de sureños aburridos. Lejos de ese oxímoron perverso, encontrar un lado humorístico en la violencia más atroz, del que abusa, con talento Quentin Tarantino en casi todos sus films, o con tal desmesura y reiteración que causa mortal aburrimiento (Kill Bill, por ejemplo), y de sus adláteres menos brillantes, se sitúa Winterbotton con esta película bella y terrible, violenta y sensual, una historia de amor extremo que alcanza la cumbre emocional en su último fotograma.

Winterbotton muestra la violencia de una forma terrible y hace que ésta caiga, precisamente, sobre la cara ingenua de Jessica Alba. Terrible. Sí. Pero en El demonio bajo la piel no es un juego, ni un espectáculo.

Haneke habría situado la controvertida secuencia fuera de campo. Y habría sido peor.