Edición nº 23 Abril/Junio de 2013
por José Luis Muñoz
Empiezo a pensar que son más dañinos los delincuentes de cuello blanco que los otros, los de toda la vida, los que te esperan en una esquina con una faca y un antifaz o asaltan una entidad bancaria al grito de Esto es un atraco. Con los segundos no me he tropezado nunca en más de medio siglo de vida, pero con los primeros me tropiezo a diario desde hace una década y me hacen ser más pobre de lo que ya soy a mí y a una cantidad ingente de españoles.
Estos delincuentes de cuello blanco tienen una gran virtud sobre los otros, que no se avergüenzan de lo que hacen, que se dirigen altaneros a los juzgados, que no renuncian a su tren de vida aunque estén a un pie de la cárcel si es que hay un juez que se meta con ellos. Suelen decir que hacen sus fortunas, en un tiempo en el que todos son desastres, desahucios, quiebras, colas en el desempleo, privatizaciones, eres, con ingeniería financiera, otro eufemismo que añadir a cómo nos vacían los bolsillos.
Desde que estalló esta mal llamada crisis, que no es otra cosa que un saqueo a la bestia de lo nuestro para que sea suyo por parte de esos presuntos delincuentes que se pasean por las calles con el abrigo de Al Capone, el poder adquisitivo de los españoles descendió un 30% mientras aumentó el número de ricos y ya tenemos en el puesto número 2 de los más afortunados a uno de los nuestros junto a Carlos Slim y por encima de Bill Gates. Sin armas (algunos las venden para que la gente se siga matando en algún lugar del mundo), sin violencia, con información privilegiada y un buen ordenador, estos tipos son capaces de mover millones en segundos y arruinar un país en ese tiempo. Oliver Stone hizo un buen retrato de uno de ellos, un tal Geko (Michael Douglas) en Wall Street, antes de que el desastre empezara.
Durante años hemos estado mirando a Sudamérica y nos hemos referido a sus naciones muchas veces con el epíteto de repúblicas bananeras, riéndonos con condescendencia y aires de superioridad, sin darnos cuenta que nos estábamos convirtiendo en una monarquía bananera con un Rey que tiene serios problemas (lo de menos son los físicos) y una familia que es todo menos ejemplar como se está viendo. No anda mejor todo un gobierno bajo sospecha y con unas fotocopias de una contabilidad B que, de ser ciertas, les dejaría en muy mal lugar Y toda una dinastía de prohombres catalanes, los Pujol, vinculados a la patria catalana, que hicieron poco por ella y sí por sus bolsillos como presuntamente se está aireando. Y del estado general y catastrófico de las cosas, aunque ahora salgan muchos indignados a las calles, que deberían haber salido desde el primer momento del saqueo años atrás para que lo que está pasando ahora no sucediera, tenemos la culpa todos. Porque somos un país anclado en el Siglo de Oro, no en lo cultural, qué más quisiéramos, sino en su picaresca del falso mendigo, conseguidor y pedigüeño.
En este país, quién detenta un poco de poder (ayuntamiento, comunidad, diputación o estado) le quiere sacar rendimiento al segundo siguiente de ser elegido aceptando sobornos que tienen una contrapartida en tratos de favor, presupuestos hinchados u obras irracionales. Y así España fue el paraíso de la obra pública que salía de nuestros bolsillos y vaciaba las arcas del estado mientras las constructoras se frotaban las manos y se reasfaltaba una autovía que había sido reasfaltado el día anterior, que de eso he sido yo mismo testigo cuando podía pagarme el combustible de mi coche.
La corrupción está tan generalizada que alcanza a todas las siglas de los partidos y a todos los territorios de esta malhadada España que se desangra por sus costuras sin que nadie le ponga remedio porque tenemos una clase política, a derecha e izquierda, que da verdadera grima en cuanto a su incompetencia y falta de carácter y es incapaz de dar puntadas. Estamos en este estado de cosas porque nos hemos olvidado la ética en el colegio, en la universidad, en el trabajo y en la vida, y la caja tonta ha anestesiado con su mierda a generaciones de jóvenes para los que triunfar era hacer un mes el vago en la casa de Gran Hermano, divertirse era practicar el botellón y leer un libro era peor que un dolor de muelas. Nunca hemos censurado, pero sí envidiado, a los que eran capaces de meter la mano en la caja y llevárselo para su casa, y por eso los corruptos han vuelto a ser elegidos, se les absuelve en tribunales populares y se les da la vuelta al ruedo si procede. Están tocadas todas las instituciones del estado por esa gran mancha de aceite que es la corrupción y nadie se pone a atajarla con seriedad ni presenta dimisiones, porque llegaríamos al Todos a la cárcel del desaparecido Berlanga que tendría hoy en día miles de argumentos para sus chanzas cinematográficas.
Y de todo ese maremágnum tampoco se libra la literatura. Acepta el escritor ser ninguneado, firmar contratos que le son onerosos, no cobrar anticipos, ser estafado en las liquidaciones de derechos de autor que, a día de hoy, nadie es capaz de supervisar, no cobrar sus colaboraciones. La corrupción que se ha vivido en estos años en los premios literarios sería tema para una novela negra tenebrosa por sus conocidos apaños que ya llegan al setenta y cinco por ciento de los concursos. Se daban galardones a amigos y a enchufados, por encima del veredicto de los jurados, con preselecciones de novelas infumables que sólo daban opción a premiar a la menos mala, y todos hemos tragado, con alguna notable excepción, como la del voluble Marsé que, a estas alturas de su vida, se permitió dar el portazo en un jurado de Planeta y afirmar que la novela ganadora era una mierda. Quizá si muchos Juan Marsé hubieran dado ese portazo muchas novelas indignas de escritores, que no son más que aplicados redactores o figuras mediáticas, no habrían sido premiadas, ni tan siquiera publicadas. Existe una corrupción visible en todos los suplementos culturales, sea del diario que sea, que alaban los autores de su grupo mediático e ideológico mientras echan pestes o ningunean a los del contrario, y hay pocas excepciones que clamen contra ese estado de cosas.
De todo esto, de este desbarajuste absoluto que sacude el país, quizá salga algo bueno, una literatura crítica, y negra sin duda, que haga una narración de todo lo que está pasando e intente dilucidar quién o quiénes estás detrás de este atraco global a gran escala que estamos sufriendo millones de personas en el mundo. Spectra, diría el gran Manolo Vázquez Montalbán, refiriéndose a la malvada organización de las películas de James Bond si fuera testigo de los hechos. Y no andaría desencaminado.
*José Luis Muñoz es escritor. Sus últimas novelas son Patpong Road (La Página Ediciones, 2012), Bellabestia (Sigueleyendo.com, 2012) y La invasión de los fotofóbicos (Atanor Ediciones, 2012)